Benedicto XVI Homilias 25110

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Queridos hermanos y hermanas:

Reunidos en fraterna asamblea litúrgica, en la fiesta de la conversión del apóstol san Pablo, concluimos hoy la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Quiero saludaros a todos con afecto y, en particular, al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y al arcipreste de esta basílica, monseñor Francesco Monterisi, al abad y a la comunidad de los monjes, que nos ofrecen su hospitalidad. Asimismo, dirijo mi cordial saludo a los señores cardenales presentes, a los obispos y a todos los representantes de las Iglesias y de las comunidades eclesiales de la ciudad, aquí reunidos.

Han pasado pocos meses desde que concluyó el Año dedicado a san Pablo, que nos ha brindado la posibilidad de profundizar en su extraordinaria obra de predicador del Evangelio y, como nos ha recordado el tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos —"Vosotros sois testigos de todo esto" (
Lc 24,48)—, en nuestra llamada a ser misioneros del Evangelio. San Pablo, aun conservando una memoria viva e intensa de su pasado de perseguidor de los cristianos, no duda en definirse Apóstol. El fundamento de ese título, para él, es el encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, que constituye también el inicio de una incansable actividad misionera, en la que no escatimó energías para anunciar a todos los pueblos a Cristo, con quien se había encontrado personalmente. Así san Pablo, de perseguidor de la Iglesia, se convertirá en víctima de persecución a causa del Evangelio del que daba testimonio: "Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado... Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2Co 11,24-25 2Co 11,26-28). El testimonio de san Pablo alcanzará el culmen en su martirio cuando, precisamente no lejos de aquí, dará prueba de su fe en Cristo que vence a la muerte.

La dinámica presente en la experiencia de san Pablo es la misma que encontramos en la página del Evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos de Emaús, después de reconocer al Señor resucitado, regresan a Jerusalén y encuentran reunidos a los Once y a los que estaban con ellos. Cristo resucitado se les aparece, los consuela, vence su temor, sus dudas, come con ellos y abre su corazón a la inteligencia de las Escrituras, recordando lo que tenía que suceder y que constituirá el núcleo central del anuncio cristiano. Jesús afirma: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén" (Lc 24,46-47). Estos son los acontecimientos de los que darán testimonio ante todo los discípulos de la primera hora y, tras ellos, los creyentes en Cristo de todo tiempo y de todo lugar. Pero es importante subrayar que este testimonio, entonces como hoy, nace del encuentro con Cristo resucitado, se alimenta de la relación constante con él, está animado por el amor profundo hacia él. Sólo puede ser su testigo quien ha hecho la experiencia de sentir a Cristo presente y vivo —"Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,39)—, de sentarse a la mesa con él, de escucharlo para que haga arder su corazón. Por esto, Jesús promete a los discípulos y a cada uno de nosotros que nos revestirá de poder desde lo alto, nos dará una presencia nueva, la del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, que nos guía a la verdad completa: "Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24,49). Los Once dedicarán toda su vida a anunciar la buena nueva de la muerte y resurrección del Señor y casi todos sellarán su testimonio con la sangre del martirio, semilla fecunda que ha dado una cosecha abundante.

La elección del tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, es decir, la invitación a dar un testimonio común de Cristo resucitado según el mandato que él encomendó a sus discípulos, está vinculada al recuerdo del centésimo aniversario de la Conferencia misionera de Edimburgo, en Escocia, que muchos consideran un acontecimiento determinante para el nacimiento del movimiento ecuménico moderno. En el verano de 1910, en la capital escocesa se encontraron más de mil misioneros, pertenecientes a distintas ramas del protestantismo y del anglicanismo, a los que se unió un huésped ortodoxo, para reflexionar juntos sobre la necesidad de alcanzar la unidad para anunciar de modo creíble el Evangelio de Jesucristo. De hecho, precisamente el deseo de anunciar a Cristo a los demás y de llevar al mundo su mensaje de reconciliación hace experimentar la contradicción de la división de los cristianos. ¿Cómo podrán los incrédulos acoger el anuncio del Evangelio si los cristianos, aunque todos se refieren al mismo Cristo, están en desacuerdo entre ellos? Por lo demás, como sabemos, el Maestro mismo, al final de la última Cena, había pedido al Padre para sus discípulos: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17,21). La comunión y la unidad de los discípulos de Cristo es, por tanto, una condición particularmente importante para una mayor credibilidad y eficacia de su testimonio.

Un siglo después del acontecimiento de Edimburgo, la intuición de aquellos valientes precursores sigue revistiendo gran actualidad. En un mundo marcado por la indiferencia religiosa e incluso por una creciente aversión hacia la fe cristiana, es necesaria una nueva e intensa actividad de evangelización, no sólo entre los pueblos que nunca han conocido el Evangelio, sino también en aquellos donde el cristianismo se ha difundido y forma parte de su historia. No faltan, lamentablemente, cuestiones que nos separan a los unos de los otros y que esperamos se puedan superar mediante la oración y el diálogo, pero hay un contenido central del mensaje de Cristo que podemos anunciar juntos: la paternidad de Dios, la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte con su cruz y resurrección, la confianza en la acción transformadora del Espíritu. Mientras caminamos hacia la comunión plena, estamos llamados a dar un testimonio común frente a los desafíos cada vez más complejos de nuestro tiempo, como la secularización y la indiferencia, el relativismo y el hedonismo, los delicados temas éticos relativos al principio y el fin de la vida, los límites de la ciencia y de la tecnología, y el diálogo con las demás tradiciones religiosas. Hay también otros campos en los que desde ahora debemos dar un testimonio común: la salvaguardia de la creación, la promoción del bien común y de la paz, la defensa de la centralidad de la persona humana, el compromiso para acabar con las miserias de nuestro tiempo, como el hambre, la indigencia, el analfabetismo, la distribución no equitativa de los bienes.

El compromiso por la unidad de los cristianos no es sólo tarea de algunos, ni una actividad accesoria para la vida de la Iglesia. Cada uno está llamado a ofrecer su aportación para dar los pasos que lleven a la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, sin olvidar nunca que es, ante todo, un don de Dios que debemos invocar constantemente. En efecto, la fuerza que promueve la unidad y la misión brota del encuentro fecundo y apasionante con Cristo resucitado, como le sucedió a san Pablo en el camino de Damasco y a los Once y a los demás discípulos reunidos en Jerusalén. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, haga que se realice cuanto antes el deseo de su Hijo: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17,21).







                                                                                                              Febrero de 2010


Celebración de Vísperas en la Fiesta de la Presentación del Señor y de la XIV Jornada de la vida consagrada

Basílica de San Pedro, Jueves 2 de febrero de 2010

20210

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Los Evangelios, en las sintéticas descripciones de la breve pero intensa vida pública de Jesús, atestiguan que él anuncia la Palabra y obra curaciones de enfermos, signo por excelencia de la cercanía del reino de Dios. Por ejemplo, san Mateo escribe: "Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (
Mt 4,23 cf. Mt 9,35). La Iglesia, a la que se ha confiado la tarea de prolongar en el espacio y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras esenciales: evangelización y cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. De hecho, Dios quiere curar a todo el hombre y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la sanación más profunda que es la remisión de los pecados (cf. Mc 2,1-12). No sorprende, por lo tanto, que María, Madre y modelo de la Iglesia, sea invocada y venerada como "Salus infirmorum", "Salud de los enfermos". Como primera y perfecta discípula de su Hijo, siempre ha mostrado, acompañando el camino de la Iglesia, una especial solicitud por los que sufren. De ello dan testimonio los miles de personas que se acercan a los santuarios marianos para invocar a la Madre de Cristo y encuentran en ella fuerza y alivio. El relato evangélico de la Visitación (cf. Lc 1,39-56) nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su familiar que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados.

El Consejo pontificio para la pastoral de la salud, instituido hace 25 años por el venerable Juan Pablo II, es indudablemente una expresión privilegiada de esa solicitud. Nuestro pensamiento se dirige con agradecimiento al cardenal Fiorenzo Angelini, primer presidente del dicasterio y desde siempre apasionado animador de este ámbito de actividad eclesial; así como al cardenal Javier Lozano Barragán, quien hasta hace pocos meses ha dado continuidad y crecimiento a ese servicio. Con viva cordialidad dirijo, además, al actual presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, que ha asumido esta significativa e importante herencia, mi saludo, que extiendo a todos los oficiales y al personal que en este cuarto de siglo han colaborado encomiablemente en ese oficio de la Santa Sede. Deseo saludar, asimismo, a las asociaciones y a los organismos que se encargan de la organización de la Jornada del enfermo, en particular la UNITALSI y la Obra Romana de Peregrinaciones. Naturalmente, la bienvenida más afectuosa se dirige a vosotros, queridos enfermos. Gracias por haber venido y sobre todo por vuestra oración, enriquecida con el ofrecimiento de vuestras pruebas y sufrimientos. Y el saludo se dirige además a los enfermos y a los voluntarios unidos a nosotros desde Lourdes, Fátima, Czestochowa y otros santuarios marianos, a cuantos están en conexión con nosotros mediante la radio y la televisión, especialmente desde los centros de atención o desde su casa. El Señor Dios, que vela constantemente por sus hijos, dé a todos alivio y consuelo.

Dos son los temas principales que presenta hoy la liturgia de la Palabra: el primero es de carácter mariano y une el Evangelio y la primera lectura, tomada del capítulo final del libro de Isaías, así como el Salmo responsorial, parte del antiguo canto de alabanza de Judit. El otro tema, que encontramos en el pasaje de la carta de Santiago, es el de la oración de la Iglesia por los enfermos y, en particular, del sacramento reservado a ellos. En la memoria de las apariciones en Lourdes, lugar elegido por María para manifestar su solicitud materna por los enfermos, la liturgia se hace eco oportunamente del Magníficat, el cántico de la Virgen que exalta las maravilla de Dios en la historia de la salvación: los humildes y los indigentes, así como todos los que temen a Dios, experimentan su misericordia, que da un vuelco al destino terreno y demuestra así la santidad del Creador y Redentor. El Magníficat no es el cántico de aquellos a quienes les sonríe la suerte, de los que siempre van "viento en popa"; es más bien la gratitud de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, para ayudar a los hermanos necesitados. En el Magníficat escuchamos la voz de tantos santos y santas de la caridad; pienso en particular en los que consagraron su vida a los enfermos y los que sufren, como Camilo de Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni. Quien permanece por largo tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro del gozo, fruto del amor.

La maternidad de la Iglesia es reflejo del amor solícito de Dios, del que habla el profeta Isaías: "Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré; en Jerusalén seréis consolados" (Is 66,13). Una maternidad que habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría íntima, un gozo que paradójicamente convive con el dolor, con el sufrimiento. La Iglesia, como María, custodia dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los mantiene unidos a lo largo de la peregrinación de la historia. A través de los siglos, la Iglesia muestra los signos del amor de Dios, que sigue obrando maravillas en las personas humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincera y gratuitamente, ¿no son acaso milagros del amor? La valentía de afrontar el mal desarmados —como Judit—, únicamente con la fuerza de la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios suscita continuamente en tantas personas que dedican tiempo y energías en ayudar a quienes sufren? Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, sino que lo comprende. De esta forma, en la Iglesia, los enfermos y cuantos sufren no sólo son destinatarios de atención y de cuidado, sino antes aún y sobre todo protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la cruz y de la Resurrección de Cristo.

En el pasaje de la carta de Santiago, recién proclamado, el Apóstol invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor y, en ese contexto, dirige una exhortación particular relativa a los enfermos. Esta ubicación es muy interesante, porque refleja la acción de Jesús que, curando a los enfermos, mostraba la cercanía del reino de Dios. La enfermedad se contempla en la perspectiva de los últimos tiempos, con el realismo de la esperanza típicamente cristiano. "¿Sufre alguno entre vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos" (Jc 5,13). Parecen escucharse palabras semejantes de san Pablo, cuando invita a vivir cada cosa en relación con la novedad radical de Cristo, su muerte y resurrección (cf. 1Co 7,29-31). "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo" (Jc 5,14-15). Aquí es evidente la prolongación de Cristo en su Iglesia: sigue siendo él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu quien obra a través del signo sacramental del óleo; es a él a quien se dirige la fe, expresada en la oración; y, como ocurría con las personas curadas por Jesús, a todo enfermo se puede decir: tu fe, sostenida por la fe de los hermanos y de las hermanas, te ha salvado.

De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento de la Unción de los enfermos, se desprende al mismo tiempo una visión del papel de los enfermos en la Iglesia. Un papel activo para "provocar", por así decirlo, la oración realizada con fe. "El que esté enfermo, llame a los presbíteros". En este Año sacerdotal me complace subrayar el vínculo entre los enfermos y los sacerdotes, una especie de alianza, de "complicidad" evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe "llamar" a los presbíteros, y estos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable por el bien inmenso que hace, en primer lugar al enfermo y al sacerdote mismo, pero también a los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, por caminos desconocidos y misteriosos, a toda la Iglesia y al mundo. En efecto, cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sentido integral, sin separar nunca alma y cuerpo: un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de vida eterna.

Queridos amigos, como escribí en la encíclica Spe salvi, "la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad" (n. ). Al instituir un dicasterio dedicado a la pastoral sanitaria, la Santa Sede quiso ofrecer su propia contribución también para promover un mundo más capaz de acoger y atender a los enfermos como personas. De hecho, quiso ayudarles a vivir la experiencia de la enfermedad de manera humana, no renegando de ella, sino dándole un sentido. Deseo concluir estas reflexiones con un pensamiento del venerable Papa Juan Pablo II, que testimonió con su propia vida. En la carta apostólica Salvifici doloris escribió: "Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento" (n. 30). Que nos ayude la Virgen María a vivir plenamente esta misión.


11 de febrero de 2010: Memoria de la Virgen María de Lourdes - XVIII Jornada Mundial del Enfermo

11210
Basílica de San Pedro
Jueves 11 de febrero de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Los Evangelios, en las sintéticas descripciones de la breve pero intensa vida pública de Jesús, atestiguan que él anuncia la Palabra y obra curaciones de enfermos, signo por excelencia de la cercanía del reino de Dios. Por ejemplo, san Mateo escribe: "Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (
Mt 4,23; cf. Mt 9,35). La Iglesia, a la que se ha confiado la tarea de prolongar en el espacio y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras esenciales: evangelización y cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. De hecho, Dios quiere curar a todo el hombre y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la sanación más profunda que es la remisión de los pecados (cf. Mc 2,1-12). No sorprende, por lo tanto, que María, Madre y modelo de la Iglesia, sea invocada y venerada como "Salus infirmorum", "Salud de los enfermos". Como primera y perfecta discípula de su Hijo, siempre ha mostrado, acompañando el camino de la Iglesia, una especial solicitud por los que sufren. De ello dan testimonio los miles de personas que se acercan a los santuarios marianos para invocar a la Madre de Cristo y encuentran en ella fuerza y alivio. El relato evangélico de la Visitación (cf. Lc 1,39-56) nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su familiar que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados.

El Consejo pontificio para la pastoral de la salud, instituido hace 25 años por el venerable Juan Pablo II, es indudablemente una expresión privilegiada de esa solicitud. Nuestro pensamiento se dirige con agradecimiento al cardenal Fiorenzo Angelini, primer presidente del dicasterio y desde siempre apasionado animador de este ámbito de actividad eclesial; así como al cardenal Javier Lozano Barragán, quien hasta hace pocos meses ha dado continuidad y crecimiento a ese servicio. Con viva cordialidad dirijo, además, al actual presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, que ha asumido esta significativa e importante herencia, mi saludo, que extiendo a todos los oficiales y al personal que en este cuarto de siglo han colaborado encomiablemente en ese oficio de la Santa Sede. Deseo saludar, asimismo, a las asociaciones y a los organismos que se encargan de la organización de la Jornada del enfermo, en particular la UNITALSI y la Obra Romana de Peregrinaciones. Naturalmente, la bienvenida más afectuosa se dirige a vosotros, queridos enfermos. Gracias por haber venido y sobre todo por vuestra oración, enriquecida con el ofrecimiento de vuestras pruebas y sufrimientos. Y el saludo se dirige además a los enfermos y a los voluntarios unidos a nosotros desde Lourdes, Fátima, Czestochowa y otros santuarios marianos, a cuantos están en conexión con nosotros mediante la radio y la televisión, especialmente desde los centros de atención o desde su casa. El Señor Dios, que vela constantemente por sus hijos, dé a todos alivio y consuelo.

Dos son los temas principales que presenta hoy la liturgia de la Palabra: el primero es de carácter mariano y une el Evangelio y la primera lectura, tomada del capítulo final del libro de Isaías, así como el Salmo responsorial, parte del antiguo canto de alabanza de Judit. El otro tema, que encontramos en el pasaje de la carta de Santiago, es el de la oración de la Iglesia por los enfermos y, en particular, del sacramento reservado a ellos. En la memoria de las apariciones en Lourdes, lugar elegido por María para manifestar su solicitud materna por los enfermos, la liturgia se hace eco oportunamente del Magníficat, el cántico de la Virgen que exalta las maravilla de Dios en la historia de la salvación: los humildes y los indigentes, así como todos los que temen a Dios, experimentan su misericordia, que da un vuelco al destino terreno y demuestra así la santidad del Creador y Redentor. El Magníficat no es el cántico de aquellos a quienes les sonríe la suerte, de los que siempre van "viento en popa"; es más bien la gratitud de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, para ayudar a los hermanos necesitados. En el Magníficat escuchamos la voz de tantos santos y santas de la caridad; pienso en particular en los que consagraron su vida a los enfermos y los que sufren, como Camilo de Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni. Quien permanece por largo tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro del gozo, fruto del amor.

La maternidad de la Iglesia es reflejo del amor solícito de Dios, del que habla el profeta Isaías: "Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré; en Jerusalén seréis consolados" (Is 66,13). Una maternidad que habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría íntima, un gozo que paradójicamente convive con el dolor, con el sufrimiento. La Iglesia, como María, custodia dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los mantiene unidos a lo largo de la peregrinación de la historia. A través de los siglos, la Iglesia muestra los signos del amor de Dios, que sigue obrando maravillas en las personas humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincera y gratuitamente, ¿no son acaso milagros del amor? La valentía de afrontar el mal desarmados —como Judit—, únicamente con la fuerza de la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios suscita continuamente en tantas personas que dedican tiempo y energías en ayudar a quienes sufren? Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, sino que lo comprende. De esta forma, en la Iglesia, los enfermos y cuantos sufren no sólo son destinatarios de atención y de cuidado, sino antes aún y sobre todo protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la cruz y de la Resurrección de Cristo.

En el pasaje de la carta de Santiago, recién proclamado, el Apóstol invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor y, en ese contexto, dirige una exhortación particular relativa a los enfermos. Esta ubicación es muy interesante, porque refleja la acción de Jesús que, curando a los enfermos, mostraba la cercanía del reino de Dios. La enfermedad se contempla en la perspectiva de los últimos tiempos, con el realismo de la esperanza típicamente cristiano. "¿Sufre alguno entre vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos" (Jc 5,13). Parecen escucharse palabras semejantes de san Pablo, cuando invita a vivir cada cosa en relación con la novedad radical de Cristo, su muerte y resurrección (cf. 1Co 7,29-31). "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo" (Jc 5,14-15). Aquí es evidente la prolongación de Cristo en su Iglesia: sigue siendo él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu quien obra a través del signo sacramental del óleo; es a él a quien se dirige la fe, expresada en la oración; y, como ocurría con las personas curadas por Jesús, a todo enfermo se puede decir: tu fe, sostenida por la fe de los hermanos y de las hermanas, te ha salvado.

De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento de la Unción de los enfermos, se desprende al mismo tiempo una visión del papel de los enfermos en la Iglesia. Un papel activo para "provocar", por así decirlo, la oración realizada con fe. "El que esté enfermo, llame a los presbíteros". En este Año sacerdotal me complace subrayar el vínculo entre los enfermos y los sacerdotes, una especie de alianza, de "complicidad" evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe "llamar" a los presbíteros, y estos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable por el bien inmenso que hace, en primer lugar al enfermo y al sacerdote mismo, pero también a los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, por caminos desconocidos y misteriosos, a toda la Iglesia y al mundo. En efecto, cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sentido integral, sin separar nunca alma y cuerpo: un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de vida eterna.

Queridos amigos, como escribí en la encíclica Spe salvi, "la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad" (). Al instituir un dicasterio dedicado a la pastoral sanitaria, la Santa Sede quiso ofrecer su propia contribución también para promover un mundo más capaz de acoger y atender a los enfermos como personas. De hecho, quiso ayudarles a vivir la experiencia de la enfermedad de manera humana, no renegando de ella, sino dándole un sentido. Deseo concluir estas reflexiones con un pensamiento del venerable Papa Juan Pablo II, que testimonió con su propia vida. En la carta apostólica Salvifici doloris escribió: "Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento" (n. 30). Que nos ayude la Virgen María a vivir plenamente esta misión.


Statio y Procesión penitencial - Santa Misa, bendición e imposición de la ceniza

Basílica de Santa Sabina, Miércoles de Ceniza 17 de febrero de 2010

17210

«Tú amas a todas tus criaturas, Señor, y no odias nada de lo que has hecho;

cierras los ojos a los pecados de los hombres,

para que se arrepientan. Y los perdonas,

porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada)




Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cf.
Sg 11,23-26), la liturgia introduce en la celebración eucarística del miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.

Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor; también fue un "bautismo", o sea, una "inmersión" en su voluntad, y en este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró en el mundo la muerte (cf. Sg 2,24); significaba entablar con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cf. Jn 4,34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante aquella "cuaresma" suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien "tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16).

Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, condición necesaria para participar en su Pascua, en su "éxodo". Adán fue expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él —como siempre— nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora sólo puede volver a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que —como escribe san Pablo— "se ha manifestado por medio de la fe en Cristo" (Rm 3,22). En estas palabras del Apóstol me he inspirado para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.

En las lecturas bíblicas del miércoles de Ceniza también está presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el salmo responsorial —el Miserere— forman un díptico penitencial que pone de relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social se encuentra lo que la Biblia llama "iniquidad", esto es, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. "Sí —confiesa el salmista—, reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado. / Contra ti, contra ti sólo pequé, / cometí la maldad que aborreces" (Ps 50,5-6). El primer acto de justicia es, por tanto, reconocer la propia iniquidad, y reconocer que está enraizada en el "corazón", en el centro mismo de la persona humana. Los "ayunos", los "llantos", los "lamentos" (cf. Jl 2,12) y toda expresión penitencial sólo tienen valor a los ojos de Dios si son signo de corazones sinceramente arrepentidos. Igualmente el Evangelio, tomado del "Sermón de la montaña", insiste en la exigencia de practicar la "justicia" —limosna, oración, ayuno— no ante los hombres, sino sólo a los ojos de Dios, que "ve en lo secreto" (cf. Mt 6,1-6 Mt 6,16-18). La verdadera "recompensa" no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se deriva de ella, una gracia que da paz y fortaleza para hacer el bien, amar hasta a quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.

La segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar con Dios (cf. 2Co 5,20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos que reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de Cristo. Escribe san Pablo: "Al que no había pecado —o sea, a su Hijo hecho hombre—, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que viniéramos a ser justicia de Dios en él" (2Co 5,21). En el corazón de Cristo, esto es, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó hasta las consecuencias extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una muerte de cruz. Como escribí en el Mensaje cuaresmal, "aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana... Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "mayor", que es la del amor (cf. Rm 13,8-10)" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro", dice la carta a los Hebreos (He 13,14). La Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén.







                                                                                                              Marzo de 2010


Benedicto XVI Homilias 25110