Benedicto XVI Homilias 30410

15 de abril de 2010: Concelebración Eucarística con los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica

Capilla Paulina, Jueves 15 de abril de 2010

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Queridos hermanos y hermanas:

No he tenido tiempo de preparar una verdadera homilía. Quiero sólo invitaros a cada uno a la meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se prestan al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (
Ac 5,29). San Pedro está ante la suprema institución religiosa, a la que generalmente se debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y Dios le ha dado otro «ordenamiento»: debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.

Y aquí los exegetas llaman nuestra atención sobre el hecho de que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es casi hasta ad verbum idéntica a la respuesta de Sócrates en el juicio del tribunal de Atenas. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero a condición de que no siga buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios dejaría de ser libertad. Por tanto, no debe obedecer a esos jueces —no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo— sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene la primacía.

Aquí es importante subrayar que se trata de obediencia y que es precisamente la obediencia la que da libertad. El tiempo moderno ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía; por tanto, también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia debería dejar de existir, el hombre es libre, es autónomo: nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe por sí mismo y para sí mismo, y también es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, compartir la libertad. Y, si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. Por consiguiente, el consenso de la mayoría se convierte en la última palabra a la que debemos obedecer. Y este consenso —lo sabemos por la historia del siglo pasado— puede ser también un «consenso en el mal».

Así, vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. La obediencia a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se sitúa frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Dios y así liberarse del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras siempre han estado en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que esté por encima del poder ideológico; y la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, precisamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación con el cual nos llega la libertad de Cristo.

Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se convierte en obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o incluso otras menos sutiles, demuestran que este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero esto supone que conozcamos realmente a Dios y que queramos obedecerle de verdad. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que realmente él es quien nos llama y nos invita, si fuera necesario, incluso al martirio. Por eso, ante esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, pidamos sobre todo conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios y, conociendo a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.

Escojamos una segunda frase de la primera lectura: san Pedro dice que Dios ha exaltado a Cristo a su derecha como jefe y Salvador (cf. Ac 5,31). Jefe es la traducción del término griego archegos, que implica una visión mucho más dinámica: archegos es aquel que muestra el camino, que precede; es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha exaltado a su derecha; por tanto, hablar de Cristo como archegos significa que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el camino. Y estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguir a Cristo, es esta subida hacia lo alto, es seguir al archegos, a aquel que ya ha pasado, que nos precede y nos muestra el camino.

Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga a dónde llega Cristo y a dónde tenemos que llegar también nosotros: hypsosen —las alturas— subir a la derecha del Padre. Seguir a Cristo no es sólo imitar sus virtudes, no es sólo vivir en este mundo de modo semejante a Cristo, en la medida de lo posible, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Y la meta es la derecha del Padre. Este camino de Jesús, este seguimiento de Jesús acaba a la derecha del Padre. En el horizonte de este seguimiento está todo el camino de Jesús, también llegar a la derecha del Padre.

En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Nosotros hoy con frecuencia tenemos un poco de miedo a hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida. Debemos entender de nuevo que el cristianismo sería un «fragmento» si no pensamos en esta meta, que queremos seguir al archegos a la altura de Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo y debemos reconocer de nuevo que sólo en la gran perspectiva de la vida eterna el cristianismo revela todo su sentido. Debemos tener la valentía, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, es la verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también a este mundo.

Si bien se puede decir que, aun prescindiendo de la vida eterna, del cielo prometido, es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones, en sí mismo es bien y es mejor que todo lo demás, precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la espera de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro archegos. Soter es el Salvador, que nos salva de la ignorancia, busca las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que permanece en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía. Cristo, el archegos, nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.

Reflexionemos también sobre otro versículo: Cristo, el Salvador, concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. Ac 5,31) —en el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1,15). Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de la gracia que nos trasforma.

Por último, unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la vida eterna (cf. Jn 3,36). En la fe, en este «transformarse» que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo camino del vivir, llegamos a la vida, a la verdadera vida. Y aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la «Oración sacerdotal» el Señor dice: esta es la vida, que te conozcan a ti y a tu consagrado (cf. Jn 17,3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. Y el otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos sobre la resurrección, donde, a partir de los libros de Moisés, el Señor prueba el hecho de la resurrección diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Mt 22,31-32 Mc 12,26-27 Lc 20,37-38). Dios no es un Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos, están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios participa de la vida de Dios, vive. Creer es estar inscritos en el nombre de Dios. Y así estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios vivo. En este sentido deberíamos entender el dinamismo de la fe, que es inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y así entrar en la vida.

Pidamos al Señor que esto suceda y realmente conozcamos a Dios en nuestra vida, para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en verdadera vida: vida eterna, amor y verdad.







VIAJE APOSTÓLICO A MALTA CON OCASIÓN DEL 1950° ANIVERSARIO DEL NAUFRAGIO DE SAN PABLO (17-18 DE ABRIL DE 2010)


Santa Misa en la Plaza de los Graneros (Floriana)

Plaza de los Graneros - Floriana, Domingo 18 de abril de 2010

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Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo
Mahbubin uliedi [Queridos hijos e hijas]

Me es muy grato estar con todos vosotros ante la hermosa iglesia de San Publio para celebrar el gran misterio del amor de Dios que se manifiesta en la sagrada Eucaristía. En este momento, la alegría del tiempo pascual llena nuestros corazones, porque estamos celebrando la victoria de Cristo, la victoria de la vida sobre el pecado y la muerte. Es una alegría que transforma nuestras vidas y nos llena de esperanza en el cumplimiento de las promesas de Dios. Cristo ha resucitado, ¡aleluya!

Saludo al Presidente de la República y la Señora Abela, a las autoridades civiles de esta querida nación, y todo el pueblo de Malta y Gozo. Doy las gracias al arzobispo Paul Cremona por sus amables palabras y saludo también al obispo Grech y al obispo De Pasquale, al arzobispo Mercieca, al obispo Cauchi y a los demás obispos y sacerdotes presentes, así como a todos los fieles cristianos de la Iglesia en Malta y Gozo. Desde mi llegada ayer por la tarde, he experimentado la misma bienvenida calurosa que vuestros antepasados dieron al apóstol Pablo en el año sesenta.

Muchos viajeros han desembarcado aquí a lo largo de vuestra historia. La riqueza y variedad de la cultura de Malta es un signo de que vuestro pueblo se ha beneficiado enormemente con el intercambio de dones y la hospitalidad para con los visitantes llegados por mar. Y es significativo que hayáis sabido discernir lo mejor que ellos podían ofrecer.

Os exhorto a seguir haciéndolo así. No todo lo que el mundo de hoy propone es digno de ser asumido por el pueblo maltés. Muchas voces tratan de convencernos de dejar de lado nuestra fe en Dios y su Iglesia, y elegir por nosotros mismos los valores y las creencias con que vivir. Nos dicen que no tenemos necesidad de Dios o de la Iglesia. Cuando nos sentimos tentados de darles crédito, hemos de recordar el episodio que nos narra el Evangelio de hoy, cuando los discípulos, todos ellos pescadores expertos, habiendo bregado toda la noche, no consiguieron un solo pez. Después, presentándose en la orilla, Jesús les dijo dónde echar las redes y la pesca fue tan grande que apenas podían sacarla. Abandonados a sí mismos, sus esfuerzos resultaron inútiles; cuando Jesús se puso a su lado, lograron una multitud de peces. Mis queridos hermanos y hermanas, si ponemos nuestra confianza en el Señor y seguimos sus enseñanzas, obtendremos siempre grandes frutos.

Sé que la primera lectura de la Misa de hoy es una de las que os gusta escuchar, pues relata el naufragio de Pablo en la costa de Malta y la calurosa acogida que le dispensaron sus gentes. Es digno de subrayar que la tripulación del barco, para salir del apuro, se vio obligada a tirar por la borda el cargamento, los aparejos e incluso el trigo, que era su único sustento. Pablo les exhortó a poner su confianza sólo en Dios, mientras la nave era zarandeada por las olas. También nosotros debemos poner nuestra confianza sólo en Dios. Nos sentimos tentados por la idea de que la avanzada tecnología de hoy puede responder a todas nuestras necesidades y nos salva de todos los peligros que nos acechan. Pero no es así. En cada momento de nuestras vidas dependemos completamente de Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos. Sólo él nos puede proteger del mal, sólo él puede guiarnos a través de las tormentas de la vida, sólo él puede llevarnos a un lugar seguro, como lo hizo con Pablo y sus compañeros a la deriva ante las costas de Malta. Hicieron como Pablo les exhortó y, así, “todos llegaron sanos y salvos a tierra” (cf.
Ac 27,44).

Más que cualquier bagaje que podamos tener con nosotros –nuestros logros humanos, nuestras posesiones, nuestra tecnología–, lo que nos da la clave de nuestra felicidad y realización humana es nuestra relación con el Señor. Y él nos llama a una relación de amor. Recordad la pregunta que hizo por tres veces a Pedro en la orilla del lago: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Basándose en la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le encomienda una tarea, la tarea de apacentar su rebaño. Aquí vemos el fundamento de todo ministerio pastoral en la Iglesia. Nuestro amor por el Señor es lo que debe dirigir todos los aspectos de nuestra predicación y enseñanza, nuestra celebración de los sacramentos y nuestra preocupación por el Pueblo de Dios. Nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a amar a quienes él ama, y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su amor a quienes servimos. Durante la Pasión de nuestro Señor, Pedro lo negó tres veces. Ahora, después de la resurrección, Jesús lo insta por tres veces a confesar su amor, ofreciendo así el perdón y la salvación, y confiándole al mismo tiempo la misión. La pesca milagrosa pone de manifiesto que los Apóstoles dependían de Dios para el éxito de sus proyectos en la tierra. El diálogo entre Pedro y Jesús subraya la necesidad de la misericordia divina para curar sus heridas espirituales, las heridas del pecado. En cada ámbito de nuestras vidas, necesitamos la ayuda de la gracia de Dios. Con él, podemos hacer todo; sin él no podemos hacer nada.

Sabemos por el Evangelio de san Marcos los signos que acompañan a los que ponen su fe en Jesús: cogerán serpientes con la mano y no les harán daño, impondrán las manos a los enfermos y sanarán (cf. Mc 16,18). Estos signos fueron inmediatamente reconocidos por vuestros antepasados, cuando Pablo estuvo entre ellos. Una víbora le mordió la mano, pero le bastó sacudírsela y echarla al fuego, sin sufrir daño alguno. Lo llevaron a ver al padre de Publio, el “principal” de la isla y, después de rezar e imponerle las manos, Pablo le curó. De todos los dones que han llegado a estas costas a través de la historia de sus gentes, el mayor de todos fue el que trajo Pablo, y es mérito vuestro el que fuera inmediatamente acogido y custodiado. Ghozzu l-fidi u l-li valuri takom l-Appostlu Missierkom San Pawl. [Conservad la fe y los valores que os ha transmitido vuestro padre, el apóstol san Pablo]. Seguid desvelando la riqueza y la profundidad de don recibido de Pablo y tratad de transmitirlo no sólo a vuestros hijos, sino también a todos los que encontréis. Todo visitante de Malta debería sentirse impresionado por la devoción de su pueblo, por la fe vibrante que se manifiesta en sus celebraciones, por la belleza de sus iglesias y santuarios. Pero ese don debe ser compartido con los demás, ha de ser comunicado. Como enseñó Moisés al pueblo de Israel, las palabras del Señor “quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado” (Dt 6,6-7). Esto lo entendió muy bien el primer santo canonizado de Malta, Dun Gorg Preca. Su incansable labor de catequesis, inspirando en jóvenes y mayores el amor por la doctrina cristiana y una profunda devoción por la Palabra de Dios encarnada, es un ejemplo que os exhorto a seguir. Recordad que el intercambio de dones entre estas islas y el resto del mundo es un proceso de doble dirección. Lo que recibís, examinadlo con atención, y lo valioso que tenéis, sabedlo compartir con los demás.

En este año dedicado a la celebración del gran don del sacerdocio, quisiera dirigir una palabra particular a los sacerdotes aquí presentes. Dun Gorg fue un sacerdote de extraordinaria humildad, bondad, mansedumbre y generosidad, profundamente dedicado a la oración y lleno de pasión por comunicar las verdades del Evangelio. Que os sirva de modelo e inspiración en vuestros esfuerzos por cumplir la misión recibida de apacentar la grey del Señor. Recordad también la pregunta que el Resucitado hizo por tres veces a Pedro: “¿Me amas?” Esta es la pregunta que hace a cada uno de vosotros. ¿Lo amáis? ¿Queréis servirle con la entrega de toda vuestra vida? ¿Deseáis guiar a los otros para que lo conozcan y lo amen? Como Pedro, tened el valor de responder: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”; y acoged con gratitud la hermosa tarea que él os ha asignado. La misión confiada al sacerdote es verdaderamente un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere entrar en el mundo (cf. Homilía, 24 de abril de 2005).

Al mirar ahora a mi alrededor la gran multitud reunida aquí, en Floriana, para la celebración de la Eucaristía, vuelvo a pensar en la escena descrita en la segunda lectura de hoy, en la cual millares de millares unieron sus voces en un gran canto de alabanza: “Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Ap 5,13).

Seguid cantando este himno, como alabanza al Señor resucitado y como acción de gracias por sus innumerables dones. Concluyo mi exhortación esta mañana con las palabras de san Pablo, apóstol de Malta: “L-imhabba tieghi tkun maghkom ilkoll fi Kristu Gesù” [Os amo a todos en Cristo Jesús] (1Co 16,24).

Ikun imfahhar Gesù Kristu [Alabado sea Jesucristo].





20 de abril de 2010: Funeral del cardenal Tomáš Špidlík

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Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra

Martes 20 de abril de 2010



Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

Unas de las últimas palabras pronunciadas por el difunto cardenal Špidlík fueron estas: «Durante toda la vida he buscado el rostro de Jesús, y ahora estoy feliz y sereno porque me voy a verlo». Este estupendo pensamiento —tan sencillo, casi infantil en su expresión y, sin embargo, tan profundo y verdadero— remite inmediatamente a la oración de Jesús, que resonó hace poco en el Evangelio: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado; porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Es hermoso y consolador meditar esta correspondencia entre el deseo del hombre, que aspira a ver el rostro del Señor, y el deseo del propio Jesús. En realidad, la de Cristo es mucho más que una aspiración: es una voluntad. Jesús dice al Padre: «Los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo». Es precisamente aquí, en esta voluntad, donde encontramos la «roca», el fundamento sólido para creer y esperar. De hecho, la voluntad de Jesús coincide con la de Dios Padre, y junto con la obra del Espíritu Santo constituye para el hombre una especie de «abrazo» seguro, fuerte y dulce, que lo lleva a la vida eterna.

¡Qué inmenso don escuchar esta voluntad de Dios de sus propios labios! Pienso que los grandes hombres de fe viven inmersos en esta gracia, tienen el don de percibir con especial fuerza esta verdad, y así pueden afrontar también duras pruebas, como hizo el padre Tomáš Špidlík, sin perder la confianza, más aún, conservando un vivo sentido del humor, que ciertamente es una señal de inteligencia pero también de libertad interior. Bajo este aspecto, era evidente la semejanza entre nuestro amado cardenal y el venerable Juan Pablo II: ambos solían tener salidas ingeniosas o hacer bromas, aunque durante su juventud habían vivido experiencias personales difíciles y, en ciertos aspectos, parecidas. La Providencia hizo que se encontraran y colaboraran por el bien de la Iglesia, especialmente para que aprenda a respirar plenamente «con sus dos pulmones», como le gustaba decir al Papa eslavo.

Esta libertad y presencia de espíritu tiene su fundamento objetivo en la resurrección de Cristo. Me complace subrayarlo porque nos encontramos en el tiempo litúrgico pascual y porque lo sugieren la primera y la segunda lectura bíblica de esta celebración. En su primera predicación, el día de Pentecostés, san Pedro, lleno de Espíritu Santo, anuncia que en Jesucristo se cumple el salmo 16. Es estupendo ver cómo el Espíritu Santo revela a los Apóstoles toda la belleza de esas palabras en la plena luz interior de la Resurrección: «Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha, para que no vacile. Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza» (Ac 2,25-26 cf. Ps 16,8-9). Esta oración se cumple de modo sobreabundante cuando Cristo, el Santo de Dios, no es abandonado en los infiernos. Él fue el primero en conocer «los caminos de la vida» y fue colmado de alegría con la presencia del Padre (cf. Ac 2,27-28 Ps 16,11). La esperanza y la alegría de Jesús resucitado son también la esperanza y la alegría de sus amigos, gracias a la acción del Espíritu Santo. Lo demostraba habitualmente el padre Špidlík con su manera de vivir, y con el paso de los años este testimonio suyo era cada vez más elocuente, porque, pese a su avanzada edad y a los inevitables achaques, su espíritu permanecía lozano y juvenil. ¿Qué es esto sino amistad con el Señor resucitado?

En la segunda lectura, san Pedro alaba a Dios porque «por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva». Y añade: «Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (1P 1,3 1P 1,6). También aquí se manifiesta claramente que la esperanza y la alegría son realidades teologales que emanan del misterio de la resurrección de Cristo y del don de su Espíritu. Podríamos decir que el Espíritu Santo las toma del corazón de Cristo resucitado y las infunde en el corazón de sus amigos.

He querido introducir la imagen del «corazón» porque, como muchos de vosotros sabéis, el padre Špidlík la eligió para el lema de su escudo cardenalicio: Ex toto corde, «con todo el corazón». Esta expresión se encuentra en el libro del Deuteronomio, dentro del primer y fundamental mandamiento de la ley, donde Moisés dice al pueblo: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). Así pues, «con todo el corazón» —ex toto corde—, se refiere al modo como Israel debe amar a su Dios. Jesús confirma la primacía de este mandamiento, al que acompaña el del amor al prójimo, afirmando que es «semejante» al primero y que de ambos dependen toda la ley y los profetas (cf. Mt 22,37-39). Al elegir este lema, nuestro venerado hermano, por decirlo así, puso su vida dentro del mandamiento del amor, la inscribió por completo en el primado de Dios y de la caridad.

Hay otro aspecto, un significado más de la expresión ex toto corde, que seguramente el padre Špidlík tenía presente y quería manifestar con su lema. También a partir de la raíz bíblica, en la espiritualidad oriental el símbolo del corazón representa la sede de la oración, del encuentro entre el hombre y Dios, pero también con los demás hombres y con el cosmos. Y aquí es preciso recordar que en el escudo del cardenal Špidlík el corazón, que destaca en el escudo, contiene una cruz en cuyos brazos se entrecruzan las palabras PHOS y ZOE, «luz» y «vida», que son nombres de Dios. Por consiguiente, el hombre que acoge plenamente, ex toto corde, el amor de Dios, acoge la luz y la vida, y se convierte a su vez en luz y vida en la humanidad y en el universo.

Pero, ¿quién es este hombre? ¿Quién es este «corazón» del mundo, sino Jesucristo? Él es la Luz y la Vida, porque en él «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Y aquí me complace recordar que nuestro difunto hermano fue miembro de la Compañía de Jesús, es decir, hijo espiritual de san Ignacio, el cual pone en el centro de la fe y de la espiritualidad la contemplación de Dios en el misterio de Cristo. En este símbolo del corazón coinciden Oriente y Occidente, no en un sentido de devoción sino profundamente cristológico, como pusieron de relieve otros teólogos jesuitas del siglo pasado. Y Cristo, figura central de la Revelación, es también el principio formal del arte cristiano, un ámbito en el cual el padre Špidlík fue un gran maestro, inspirador de ideas y de proyectos expresivos que han encontrado una síntesis importante en la capilla Redemptoris Mater del palacio apostólico.

Quiero concluir volviendo al tema de la Resurrección, citando un texto muy querido por el cardenal Špidlík, un pasaje de los Himnos sobre la Resurrección de san Efrén el Sirio: «Descendió de las alturas como Señor, salió del vientre como un siervo, la muerte se arrodilló ante él en el Sheol, y la vida lo ha adorado en su resurrección. ¡Bendita su victoria!» (n. 1, 8).

Que la Virgen Madre de Dios acompañe el alma de nuestro venerado hermano en el abrazo de la santísima Trinidad, donde «con todo el corazón» alabará para siempre su infinito amor. Amén.





                                                                                                              Mayo de 2010


VISITA PASTORAL A TURÍN (2 de mayo de 2010)


2 de mayo de 2010: Concelebración Eucarística en la Plaza «San Carlo»

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Plaza «San Carlo»

Domingo 2 de mayo de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar con vosotros en este día de fiesta y celebrar juntos esta solemne Eucaristía. Saludo a cada uno de los presentes y, en particular, al pastor de vuestra archidiócesis, el cardenal Severino Poletto, a quien agradezco las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo también a los arzobispos y a los obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, a los representantes de las asociaciones y de los movimientos eclesiales. Dirijo un respetuoso saludo al alcalde, Sergio Chiamparino, a quien agradezco sus amables palabras; al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y militares, con un agradecimiento especial a quienes han colaborado generosamente en la realización de mi visita pastoral. Mi saludo se extiende también a quienes no han podido estar presentes, especialmente a los enfermos, a las personas solas y a quienes pasan por dificultades. Encomiendo al Señor la ciudad de Turín y sus habitantes en esta celebración eucarística que, como cada domingo, nos invita a participar de modo comunitario en la mesa de la Palabra de verdad y del Pan de vida eterna.

Estamos en el tiempo pascual, que es el tiempo de la glorificación de Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta glorificación se realizó mediante la pasión. En el misterio pascual pasión y glorificación están estrechamente vinculadas entre sí, forman una unidad inseparable. Jesús afirma: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él» (Jn 13,31) y lo hace cuando Judas sale del Cenáculo para cumplir su plan de traición, que llevará al Maestro a la muerte: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús. El evangelista san Juan lo da a entender claramente: de hecho, no dice que Jesús fue glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra que su glorificación comenzó precisamente con la pasión. En ella Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor, que entrega toda su persona. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida por nosotros. Así, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en él. Pero la pasión —como expresión realísima y profunda de su amor— es sólo un inicio. Por esto Jesús afirma que su glorificación también será futura (cf. v. Jn 13,32). Después el Señor, en el momento de anunciar que deja este mundo (cf. v. Jn 13,33), casi como testamento da a sus discípulos un mandamiento para continuar de modo nuevo su presencia en medio de ellos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (v. Jn 13,34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente entre nosotros, y sigue siendo glorificado en el mundo.

Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es su novedad? En el Antiguo Testamento Dios ya había dado el mandato del amor; pero ahora este mandamiento es nuevo porque Jesús añade algo muy importante: «Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros». Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado». Todo nuestro amar está precedido por su amor y se refiere a este amor, se inserta en este amor, se realiza precisamente por este amor. El Antiguo Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, en cambio, se presenta a sí mismo como modelo y como fuente de amor. Se trata de un amor sin límites, universal, capaz de transformar también todas las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasiones para progresar en el amor. Y en los santos de esta ciudad vemos la realización de este amor, siempre desde la fuente del amor de Jesús.

En los siglos pasados la Iglesia que está en Turín ha conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos —como han recordado el cardenal arzobispo y el señor alcalde— gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa, y de fieles laicos. Las palabras de Jesús adquieren una resonancia especial para esta Iglesia de Turín, una Iglesia generosa y activa, comenzando por sus sacerdotes. Al darnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide vivir su mismo amor, vivir de su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente y eficaz para anunciar al mundo la venida del reino de Dios. Obviamente, sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. En nosotros permanece siempre una resistencia al amor y en nuestra existencia hay muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores. Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida, haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos, también los que radican en nuestro corazón. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de este modo. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con la fuerza que se nos comunica en la relación con él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de modo real su sacrificio de amor que genera amor: es la verdadera novedad en el mundo y la fuerza de una glorificación permanente de Dios, que se glorifica en la continuidad del amor de Jesús en nuestro amor.

Quiero dirigir ahora unas palabras de aliento en particular a los sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad al trabajo pastoral, así como a los religiosos y a las religiosas. A veces, ser obreros en la viña del Señor puede ser arduo, los compromisos se multiplican, las exigencias son muchas y no faltan los problemas: aprended a sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volved a centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de vuestras comunidades, en las relaciones con el pueblo de Dios; testimoniad en el ministerio el poder del amor que viene de lo Alto, viene del Señor presente entre nosotros.

La primera lectura que hemos escuchado nos presenta precisamente un modo especial de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo y Bernabé, al término de su primer viaje apostólico, regresan a las ciudades que ya habían visitado y alientan de nuevo a los discípulos, exhortándolos a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Ac 14,22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es fácil; sé que tampoco en Turín faltan dificultades, problemas, preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre por el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven en soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero lo que permite afrontar, vivir y superar el peso de los problemas cotidianos es precisamente la certeza que nos viene de la fe, la certeza de que no estamos solos, de que Dios nos ama a cada uno sin distinción y está cerca de cada uno con su amor. El amor universal de Cristo resucitado fue lo que impulsó a los Apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la Palabra de Dios, a dar su vida sin reservas por los demás, con valentía, alegría y serenidad. Cristo resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana, especialmente en las realidades de mayor compromiso pastoral, deber ser instrumento concreto de este amor de Dios.

Exhorto a las familias a vivir la dimensión cristiana del amor en las acciones cotidianas sencillas, en las relaciones familiares, superando divisiones e incomprensiones, cultivando la fe que hace todavía más firme la comunión. Que en el rico y variado mundo de la Universidad y de la cultura tampoco falte el testimonio del amor del que nos habla el Evangelio de hoy, con la capacidad de escucha atenta y de diálogo humilde en la búsqueda de la Verdad, seguros de que es la Verdad misma la que nos sale al encuentro y nos aferra. Deseo también alentar el esfuerzo, a menudo difícil, de quien está llamado a administrar el sector público: la colaboración para buscar el bien común y hacer que la ciudad sea cada vez más humana y habitable es una señal de que el pensamiento cristiano sobre el hombre nunca va contra su libertad, sino en favor de una mayor plenitud que sólo encuentra su realización en una «civilización del amor». A todos, en particular a los jóvenes, quiero decir que no pierdan nunca la esperanza, la que viene de Cristo resucitado, de la victoria de Dios sobre el pecado, sobre el odio y sobre la muerte.

La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final de la resurrección de Jesús: es la nueva Jerusalén, la ciudad santa, que desciende del cielo, de Dios, engalanada como una esposa ataviada para su esposo (cf. Ap 21,2). Aquel que fue crucificado, que compartió nuestro sufrimiento, como nos recuerda también, de manera elocuente, la Sábana Santa, ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una esperanza estupenda, «fuerte», sólida, porque, como dice el libro del Apocalipsis: «(Dios) enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4). ¿Acaso la Sábana Santa no comunica el mismo mensaje? En ella vemos reflejados como en un espejo nuestros padecimientos en los sufrimientos de Cristo: «Passio Christi. Passio hominis». Precisamente por esto la Sábana Santa es un signo de esperanza: Cristo afrontó la cruz para atajar el mal; para hacernos entrever, en su Pascua, la anticipación del momento en que para nosotros enjugará toda lágrima y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas.

El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: «Dijo el que está sentado en el trono: “Mira que hago un mundo nuevo”» (Ap 21,5). Lo primero absolutamente nuevo realizado por Dios fue la resurrección de Jesús, su glorificación celestial, la cual es el inicio de toda una serie de «cosas nuevas», a las que pertenecemos también nosotros. «Cosas nuevas» son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos ni vejaciones, ya no hay rencor ni odio, sino sólo el amor que viene de Dios y que lo transforma todo.

Querida Iglesia que está en Turín, he venido entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en la fe que habéis recibido, que da sentido a la vida, que da fuerza para amar; a no perder nunca la luz de la esperanza en Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacer nuevas todas las cosas; a vivir de modo sencillo y concreto el amor de Dios en la ciudad, en los barrios, en las comunidades, en las familias: «Como yo os he amado, así amaos los unos a los otros».







3 de mayo de 2010: Celebración de las exequias del cardenal Paul Augustin Mayer

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Benedicto XVI Homilias 30410