Benedicto XVI Homilias 30510

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Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra

Lunes 3 de mayo de 2010


Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

También para nuestro amado hermano el cardenal Paul Augustin Mayer ha llegado la hora de partir de este mundo. Había nacido, hace casi un siglo, en mi misma tierra, precisamente en Altötting, donde se yergue el célebre santuario mariano al que están unidos muchos afectos y recuerdos nuestros, de los bávaros. Así es el destino de la existencia humana: florece de la tierra —en un punto preciso del mundo— y está llamada al cielo, a la patria de la que proviene misteriosamente. «Desiderat anima mea ad te, Deus» (Ps 42,2). En este verbo «desiderat» está todo el hombre, su ser carne y espíritu, tierra y cielo. Es el misterio originario de la imagen de Dios en el hombre. El joven Paul —que, después, de monje se llamará Augustin Mayer— estudió este tema en los escritos de Clemente de Alejandría, para el doctorado en teología. Es el misterio de la vida eterna, depositado en nosotros como una semilla desde el Bautismo, y que pide ser acogido en el viaje de nuestra vida, hasta el día en que devolvemos el espíritu a Dios Padre.

«Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23,46). Las últimas palabras de Jesús en la cruz nos guían en la oración y en la meditación, mientras estamos reunidos en torno al altar para dar la última despedida a nuestro hermano difunto. Cada celebración nuestra de exequias está marcada por el signo de la esperanza: en el último suspiro de Jesús en la cruz (cf. Lc 23,46 Jn 19,30), Dios se entregó enteramente a la humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la victoria de la vida sobre la muerte. Por esto, cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, de algún modo entrega el espíritu junto con Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el reino de la vida.

«La esperanza no defrauda —afirma el apóstol san Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma—, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). La grande e indefectible esperanza, fundada en la sólida roca del amor de Dios, nos asegura que la vida de los que mueren en Cristo «no termina, se transforma»; y «al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Prefacio I de difuntos). En una época como la nuestra, en la que el miedo a la muerte lleva a muchas personas a la desesperación y a la búsqueda de consuelos ilusorios, el cristiano se distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan grande que puede renovar el mundo entero. «Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,5), declara —hacia el final del libro del Apocalipsis— Aquel que se sienta en el trono. La visión de la nueva Jerusalén expresa la realización del deseo más profundo de la humanidad: el de vivir juntos en paz, ya sin la amenaza de la muerte, sino gozando de la plena comunión con Dios y entre nosotros. La Iglesia, y en particular la comunidad monástica, constituyen una prefiguración en la tierra de esta meta final. Es una anticipación imperfecta, marcada por límites y pecados y, por tanto, necesitada siempre de conversión y purificación; y, con todo, en la comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre aquello que divide y mortifica. «Congregavit nos in unum Christi amor», «El amor de Cristo nos ha reunido en la unidad»: este es el lema episcopal de nuestro venerado hermano que nos ha dejado. Como hijo de san Benito, experimentó la promesa del Señor: «Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí» (Ap 21,7).

Formado en la escuela de los padres benedictinos de la abadía de San Miguel en Metten, en 1931 emitió la profesión monástica. Durante toda su existencia trató de realizar lo que san Benito dice en la Regla: «Nada se anteponga al amor de Cristo». Tras los estudios en Salzburgo y en Roma, emprendió una larga y apreciada actividad de enseñanza en el Pontificio Ateneo San Anselmo, donde llegó a ser rector en 1949; desempeñó este cargo durante 17 años. Precisamente en aquel periodo se fundó el Pontificio Instituto Litúrgico, que se convirtió en punto de referencia fundamental para la preparación de los formadores en el campo de la liturgia. Elegido, tras el Concilio, abad de su amada abadía de Metten, desempeñó este cargo durante 5 años, pero ya en 1972 el siervo de Dios Papa Pablo VI lo nombró secretario de la Congregación para los religiosos y los institutos seculares, y quiso consagrarlo obispo personalmente el 13 de febrero de 1972.

Durante los años de servicio en este dicasterio, promovió la progresiva puesta en práctica de las disposiciones del concilio Vaticano II respecto a las familias religiosas. En este ámbito particular, en su calidad de religioso, demostró una notable sensibilidad eclesial y humana. En 1984 el venerable Juan Pablo II le confió el cargo de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, creándolo después cardenal en el consistorio del 25 de mayo de 1985 y asignándole el título de San Anselmo en el Aventino. Seguidamente, lo nombró primer presidente de la Comisión pontificia «Ecclesia Dei»; y también en este nuevo y delicado cargo el cardenal Mayer se confirmó servidor fiel y celoso, tratando de aplicar el contenido de su lema: «El amor de Cristo nos ha reunido en la unidad».

Queridos hermanos, nuestra vida está en las manos del Señor en cada instante, sobre todo en el momento de la muerte. Por esto, con la confiada invocación de Jesús en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», queremos acompañar a nuestro hermano Paul Augustin, mientras realiza su paso de este mundo al Padre. En este momento mi pensamiento no puede menos de dirigirse al santuario de la Madre de las gracias de Altötting. Espiritualmente presentes en ese lugar de peregrinación, encomendemos a la Virgen santísima nuestra oración de sufragio por el difunto cardenal Mayer. Él nació cerca de ese santuario, conformó su vida a Cristo según la Regla benedictina y ha muerto a la sombra de esta basílica vaticana. Que la Virgen, san Pedro y san Benito acompañen a este fiel discípulo del Señor a su reino de luz y de paz. Amén.




7 de mayo de 2010: Celebración de las exequias del cardenal Luigi Poggi

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Altar de la Cátedra de la basílica vaticana

Viernes 7 de mayo de 2010



Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Os habéis reunido en torno al altar del Señor para acompañar con la celebración del sacrificio eucarístico, en el que se actualiza el Misterio pascual, el último viaje del querido cardenal Luigi Poggi, que el Señor ha llamado a su presencia. Os dirijo a cada uno mi cordial saludo y doy las gracias en particular al cardenal Sodano que, como decano del Colegio cardenalicio, ha presidido la santa misa exequial.

El Evangelio que se ha proclamado en esta celebración nos ayuda a vivir más intensamente el triste momento de la separación de nuestro difunto hermano de la vida terrena. La esperanza en la resurrección, basada en la palabra misma de Jesús: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día» (Jn 6,40), mitiga el dolor por la pérdida de su persona. Ante el misterio de la muerte, para el hombre que no tiene fe parece que todo se pierde irremediablemente. Es la palabra de Cristo, entonces, la que ilumina el camino de la vida y confiere valor a cada uno de sus momentos. Jesucristo es el Señor de la vida, y vino para resucitar en el último día todo lo que el Padre le había confiado (cf. Jn 6,39). Este es también el mensaje que Pedro anuncia con gran fuerza en el día de Pentecostés (cf. Ac 2,14 Ac 2,22-28). Muestra que Jesús no podía ser retenido por la muerte. Dios lo libró de sus angustias, porque no era posible que la muerte lo tuviera en su poder. En la cruz Cristo obtuvo su victoria, que se debía manifestar con la superación de la muerte, es decir, con su resurrección.

En este horizonte de fe nuestro difunto hermano vivió toda su existencia, consagrada a Dios y al servicio de los hermanos, convirtiéndose así en testigo de la fe valiente que sabe confiar en Dios. Podemos decir que toda la misión sacerdotal del cardenal Luigi Poggi estuvo dedicada al servicio directo de la Santa Sede. Nació en Piacenza el 25 de noviembre de 1917. Después de los estudios eclesiásticos en el colegio «Alberoni» y de la ordenación sacerdotal, que recibió el 28 de julio de 1940, prosiguió sus estudios en Roma, donde obtuvo la licenciatura in utroque iure y desempeñó el ministerio sacerdotal en algunas parroquias romanas. Entró en la Pontificia Academia Eclesiástica y en 1945 comenzó su trabajo en la que entonces era la primera sección de la Secretaría de Estado: años difíciles, durante los cuales trabajó con plena dedicación al servicio de la Iglesia. Después de una primera misión, en la primavera de 1963, ante el Gobierno de la República de Túnez para llegar a un modus vivendi entre la Santa Sede y el Gobierno de aquel país acerca de la situación jurídica de la Iglesia católica en Túnez, en abril de 1965 fue nombrado delegado apostólico para África central, con dignidad de arzobispo y jurisdicción sobre Camerún, Chad, Congo-Brazzaville, Gabón y República Centroafricana. En mayo de 1969 fue promovido a nuncio apostólico en Perú, donde permaneció hasta agosto de 1973, cuando lo llamaron a Roma con la misión de nuncio apostólico con encargos especiales, específicamente para mantener contactos con los Gobiernos de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, con el fin de mejorar la situación de la Iglesia católica en esos países.

En julio de 1974 se institucionalizaron las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno polaco y monseñor Poggi fue nombrado jefe de la delegación de la Santa Sede para los contactos permanentes de trabajo con el Gobierno de Polonia. En ese período realizó numerosos viajes a Polonia y se encontró con muchas personalidades tanto políticas como eclesiásticas; así, siguiendo las huellas de su superior, el cardenal Agostino Casaroli, se convirtió en un protagonista de la ostpolitik vaticana en los países del bloque comunista. El 19 de abril de 1986 fue nombrado nuncio apostólico en Italia; precisamente desde entonces se encargó a esta nunciatura también estudiar todo lo relativo a las provisiones episcopales en el país. Asimismo, en aquel período, fue él, en calidad de representante pontificio, quien se ocupó de una delicada fase de reordenación de las diócesis italianas. Creado y publicado cardenal en el consistorio del 26 de noviembre de 1994, fue nombrado por el venerable Juan Pablo II archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana, y conservó este cargo hasta marzo de 1998.

Queridos hermanos, se acaban de proclamar las palabras del apóstol san Pablo: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rm 6,8). Esta página de la carta a los Romanos constituye uno de los textos fundamentales del Leccionario litúrgico. En efecto, cada año se lee durante la Vigilia pascual. Pensemos en estas iluminadoras palabras de san Pablo mientras con conmoción damos al querido cardenal Luigi Poggi la última despedida. ¡Cuántas veces él mismo las habrá leído, meditado y comentado! Lo que el Apóstol escribe a propósito de la unión mística del bautizado con Cristo muerto y resucitado, ahora lo está viviendo en la realidad ultraterrena, desvinculado de los condicionamientos que el pecado impone a la naturaleza humana. «Pues —como afirma san Pablo en ese mismo pasaje— el que está muerto, queda librado del pecado» (Rm 6,7). La unión sacramental, pero real, con el Misterio pascual de Cristo abre al bautizado la perspectiva de participar en su misma gloria. Y esto tiene una consecuencia ya para la vida de este mundo, porque, si en virtud del bautismo nosotros ya participamos en la resurrección de Cristo, entonces ya ahora «podemos vivir una vida nueva» (Rm 6,4). Por esta razón, la piadosa muerte de un hermano en Cristo, más aún si está marcado por el carácter sacerdotal, siempre es motivo de íntimo y agradecido asombro, por el designio de la paternidad divina, que nos libra del poder de las tinieblas y nos traslada al reino del Hijo de su amor (cf. Col 1,13).

Mientras invocamos para este hermano nuestro la intercesión materna de la santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, encomendamos su alma elegida al Padre de la vida, para que lo introduzca en el lugar preparado para sus amigos, servidores fieles del Evangelio y de la Iglesia.





VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN

DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA (11-14 DE MAYO DE 2010)


11 de mayo de 2010: Santa Misa en el Terreiro do Paço de Lisboa

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Terreiro do Paço de Lisboa

Martes 11 de mayo de 2010





Queridos hermanos y hermanas,
jóvenes amigos

«Id y haced discípulos de todos los pueblos, [...] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas palabras de Cristo resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa, de donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes – obedeciendo a la llamada del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy con vosotros todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las naciones por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera portuguesa.

En tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros pueblos no ha impedido ni destruido los vínculos con lo que erais y creíais, más aún, habéis logrado transplantar experiencias y particularidades con sabiduría cristiana, abriéndoos a las aportaciones de los demás para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad que es fuerza. Hoy, al participar en la construcción de la Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad cultural y religiosa. En efecto, Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos en el camino de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo diferente a los Apóstoles, también nosotros tenemos una experiencia auténtica y personal de la presencia del Señor resucitado. Se supera la distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece vivo y operante por medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es nuestra gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.

Está presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus Pastores y, de modo eminente, Jesús está con nosotros aquí en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Saludo al Señor Cardenal Patriarca de Lisboa, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido al comienzo de la celebración, en nombre de su comunidad, que me acoge y que abrazo con sus casi dos millones de hijos e hijas. Dirijo un saludo fraterno y amistoso a todos los presentes, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos consagrados, consagradas y laicos comprometidos, queridas familias, queridos jóvenes, catecúmenos y bautizados, y que extiendo a los que se unen a nosotros mediante la radio y la televisión. Agradezco cordialmente al Señor Presidente de la República por su presencia, y a las demás autoridades, con una mención especial del Alcalde de Lisboa, que ha tenido la amabilidad de honrarme con la entrega de las llaves de la ciudad.

Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que ponía en ti quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy estas llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas humanas en la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de proclamar, tomada de la primera Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos al Señor, «la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios» (1P 2,6 1P 2,4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará defraudado; esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada por una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», y que el autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están sólo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y mártir, patrón principal del Patriarcado, san Antonio y san Juan de Brito, que salieron de aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos hace algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro Dios» de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de la cruz, con el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el rito inicial que se ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo, sacramento por el que la Iglesia da a luz a los «santos».

Sabemos que no le faltan hijos reacios e incluso rebeldes, pero es en los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos y, precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen en común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar la mirada sobre sus propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política. Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?

Para que esto no ocurra, es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues, nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer un gran esfuerzo capilar para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz de dar cuenta siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1P 3,15). Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.

Queridos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la protege, como Él nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar y conocer su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por su presencia, fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy – aparentemente todas del mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.

Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Ella, la toda Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo.




12 de mayo de 2010: Celebración de Vísperas con sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos en la iglesia de la Santísima Trinidad

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Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima

Miércoles 12 de mayo de 2010


Queridos hermanos y hermanas

“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para que recibiéramos el ser hijos adoptivos” (Ga 4,4 Ga 4,5). La plenitud de los tiempos llegó, cuando el Eterno irrumpió en el tiempo: por obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue concebido y se hizo hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo excelso de la Iglesia creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el Hijo, que el Padre ha querido como primogénito de muchos hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a ser, con María y como María, un signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se ofrece como esposa en las manos de su Señor.

A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En Jesús presente en la Eucaristía, abrazo a mis hermanos en el sacerdocio y el diaconado, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los miembros de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales aquí presentes. Que el Señor recompense, como sólo Él sabe y puede hacerlo, a todos los que han hecho posible que nos encontremos aquí ante Jesús Eucaristía, en particular a la Comisión Episcopal para las Vocaciones y los Ministerios, con su Presidente, Mons. Antonio Santos, al que agradezco sus palabras llenas de afecto colegial y fraterno pronunciadas al inicio de estas Vísperas. En este “cenáculo” ideal de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra oblación pura y santa en las manos del Padre.

Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, NM 31). Que, en este Año Sacerdotal que mira ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que viváis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fundada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.

Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto, queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración, a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, firme en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este testimonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación. Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y conducirlas al amor.

Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1Co 9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensibles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las almas se pierden”.

Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.

Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. He 5,6), la vida de los sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos, perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mantened en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la propia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.

Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar con verdadera y edificante unción.

En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima Eucaristía.






13 de mayo de 2010: Santa Misa en la explanada del Santuario di Fátima

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Explanada del Santuario de Fátima

Jueves 13 de mayo de 2010



Queridos peregrinos

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9). Así comenzaba la primera lectura de esta Eucaristía, cuyas palabras encuentran un admirable cumplimiento en esta asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen de Fátima. Hermanas y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino, a esta “casa” que María ha elegido para hablarnos en estos tiempos modernos. He venido a Fátima para gozar de la presencia de María y de su protección materna. He venido a Fátima, porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia peregrina, querida por su Hijo como instrumento de evangelización y sacramento de salvación. He venido a Fátima a rezar, con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por tantas miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los mismos sentimientos de los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de Dios Lucía, para hacer ante la Virgen una profunda confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús y desean fijar sus ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner bajo la protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas, misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen de la Casa de Dios un lugar acogedor y benéfico.

Ellos son la estirpe que el Señor ha bendecido... Estirpe que el Señor ha bendecido eres tú, amada diócesis de Leiría-Fátima, con tu Pastor, Mons. Antonio Marto, al que agradezco el saludo que me ha dirigido al inicio y que me ha colmado de atenciones, a través también de sus colaboradores, durante mi estancia en este santuario. Saludo al Señor Presidente de la República y a las demás autoridades que sirven a esta gloriosa Nación. Envío un abrazo a todas las diócesis de Portugal, representadas aquí por sus obispos, y confío al cielo a todos los pueblos y naciones de la tierra. En Dios, abrazo de corazón a sus hijos e hijas, en particular a los que padecen cualquier tribulación o abandono, deseando transmitirles la gran esperanza que arde en mi corazón y que aquí, en Fátima, se hace más palpable. Nuestra gran esperanza hunde sus raíces en la vida de cada uno de vosotros, queridos peregrinos presentes aquí, y también en la de los que se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social.

Sí, el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor misericordioso, ofrece un futuro a su pueblo: un futuro de comunión con él. Tras haber experimentado la misericordia y el consuelo de Dios, que no lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta del exilio de Babilonia, el pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Is 61,10). La Virgen Madre de Nazaret es la hija excelsa de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y sorprendida dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”. Pero ella no se ve como una privilegiada en medio de un pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable alegría de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1,47 Lc 1,50).

Este bendito lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis aquí para celebrar el centenario de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”, como Maestra que introduce a los pequeños videntes en el conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce a saborear al mismo Dios como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una experiencia de gracia que los ha enamorado de Dios en Jesús, hasta el punto de que Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da Irma Lúcia, I, 40 e 127).

Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas tan inocentes y profundas de los Pastorcillos, alguno podría mirarlos con una cierta envidia porque ellos han visto, o con la desalentada resignación de quien no ha tenido la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el Papa les dice lo mismo que Jesús: “Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios” (Mc 12,24). Las Escrituras nos invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29), pero Dios —más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín, Confesiones, III, 6, 11)— tiene el poder para llegar a nosotros, en particular mediante los sentidos interiores, de manera que el alma es tocada suavemente por una realidad que va más allá de lo sensible y que nos capacita para alcanzar lo no sensible, lo invisible a los sentidos. Por esta razón, se pide una vigilancia interior del corazón que muchas veces no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades externas y de las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario teológico del Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar, ofreciéndose a nuestra mirada interior.

Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de los Pastorcillos, que proviene del futuro de Dios, es la misma que se ha manifestado en la plenitud de los tiempos y que ha venido para todos: el Hijo de Dios hecho hombre. Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes, lo vemos en el pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32). Por lo tanto, nuestra esperanza tiene un fundamento real, se basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús de Nazaret. Y el entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su poder salvador en la gente de su tiempo era tal que una mujer en medio de la multitud —como hemos oído en el Evangelio— exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11,27 Lc 11,28). Pero, ¿quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse fascinar por su amor? ¿Quién permanece, en la noche de las dudas y de las incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba de un nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre al hombre un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un sólido fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el abandono, lleno de confianza, en las manos del Amor que sostiene el mundo.

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9), con una esperanza inquebrantable y que fructifica en un amor que se sacrifica por los otros, pero que no sacrifica a los otros; más aún —como hemos escuchado en la segunda lectura—, “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1Co 13,7). Los Pastorcillos son un ejemplo de esto; han hecho de su vida una ofrenda a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de la Paz.

Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias da Irma Lúcia, I, 162).

Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el Cielo ofreciendo la posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el Amor de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el ejemplo de sus vidas se ha difundido y multiplicado en numerosos grupos por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la solidaridad fraterna, en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad.

Saludo a los enfermos

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de acercarme hasta vosotros, llevando en las manos la custodia con Jesús Eucaristía, quisiera dirigiros unas palabras de aliento y de esperanza, que hago extensivas a todos los enfermos que nos acompañan a través de la radio y la televisión y a quienes, aun sin tener esa posibilidad, se unen a nosotros mediante los vínculos más profundos del espíritu, es decir, mediante la fe y la oración.

Hermano mío y hermana mía, tú tienes “un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Enc. Spe salvi ). Con esta esperanza en el corazón, podrás salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, y permanecer de pie sobre la roca firme del amor divino. En otras palabras, podrás superar la sensación de la inutilidad del sufrimiento que consume interiormente a las personas y las hace sentirse un peso para los otros, cuando, en realidad, vivido con Jesús, el sufrimiento sirve para la salvación de los hermanos.

¿Cómo es posible esto? Las fuentes de la fuerza divina manan precisamente en medio de la debilidad humana. Es la paradoja del Evangelio. Por eso, el divino Maestro, más que detenerse en explicar las razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada uno a seguirlo con estas palabras: “El que quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me siga” (cf. Mc 8,34). Ven conmigo. Participa con tu sufrimiento en esta obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi sufrimiento, por medio de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote espiritualmente a la mía, se desvelará a tus ojos el significado salvífico del sufrimiento. Encontrarás en medio del sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.

Queridos enfermos, acoged esta llamada de Jesús que pasará junto a vosotros en el Santísimo Sacramento y confiadle todas las contrariedades y penas que afrontáis, para que se conviertan —según sus designios— en medio de redención para todo el mundo. Vosotros seréis redentores en el Redentor, como sois hijos en el Hijo. Junto a la cruz… está la Madre de Jesús, nuestra Madre.


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El Santo Padre saluda a la multitud de peregrinos en varios idiomas:

Chers pèlerins francophones, venus chercher ici, à Fatima, auprès du coeur de Marie, la Mère de Jésus, un supplément d’espérance afin d’être autour de vous source de consolation et d’encouragement sur les routes humaines: que Notre-Dame vous protège et intercède pour tous ceux que vous aimez! Ma Bénédiction vous accompagne!

I welcome the English-speaking pilgrims present today who have come from near and far. As we offer our fervent prayers to our Lady of Fátima, I encourage you to ask her to intercede for the needs of the Church throughout the world. I cordially invoke God’s blessing upon all of you, and in a particular way upon the young and those who are sick.

Ganz herzlich grüße ich alle deutschsprachigen Pilger. Auch heute ruft uns die Muttergottes hier in Fatima zum Gebet für die Bekehrung der Sünder und den Frieden in der Welt auf. Gerne vertraue ich euch und eure Familien ihrem unbefleckten Herzen an. Maria führe euch zu ihrem Sohn Jesus Christus.

Queridos peregrinos de lengua española, que habéis acudido con entusiasmo a este encuentro ante la Virgen de Fátima para compartir con tantos otros devotos vuestra confianza y fervor a nuestra Madre del cielo, la Santísima Virgen María. Que ella os lleve con ternura y mano segura hacia Cristo, su Hijo, y sea así fuente de gozosa esperanza y de firmeza en la fe. Muchas gracias.

Con affetto mi rivolgo ora ai pellegrini italiani e a quanti dall’Italia sono spiritualmente uniti a noi. Cari fratelli e sorelle, da Fatima, dove la Vergine Maria ha lasciato un segno indelebile del suo amore materno, invoco la sua protezione su di voi, sulle vostre famiglie, specialmente su quanti sono nella prova. Vi benedico di cuore!

Pozdrawiam polskich pielgrzymów. Gromadzi nas tu Niepokalana Matka Boga, która w tym miejscu zechciala pozostawic ludzkosci przeslanie pokoju. Wiaze sie ono z wezwaniem do zawierzenia i pelnej nadziei modlitwy, abysmy mogli przyjac laske milosierdzia, która Ona nieustannie wyprasza u swego Syna dla kolejnych pokolen. W tym duchu polecam Jej opiece Was, wasze rodziny i wspólnoty, i z serca Wam blogoslawie.

Queridos peregrinos de língua portuguesa, sob o olhar materno de Nossa Senhora de Fátima, saúdo a todos vós que aqui viestes dos vários países lusófonos à procura de conforto e de esperança. Dando-nos Jesus, Maria é a verdadeira fonte da esperança. A Ela vos entrego e acompanho com a minha Bênção.





Benedicto XVI Homilias 30510