Benedicto XVI Homilias 60610

6 de junio de 2010: Santa Misa con ocasione de la publicación del Instrumentum Laboris de la Asamblea especial para Oriente Próximo del Sínodo de los Obispos

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Pabellón de Deportes Eleftheria - Nicosia

Domingo 6 de junio de 2010



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Saludo con gozo a los Patriarcas y Obispos de las distintas comunidades eclesiales del Medio Oriente, llegados a Chipre para esta ocasión, y agradezco especialmente a Monseñor Youssef Soueif, Arzobispo Maronita de Chipre, las palabras que me ha dirigido al comienzo de la Misa. Asimismo, saludo muy cordialmente a Su Beatitud Crisóstomos II.

Deseo igualmente expresar mi alegría al poder celebrar la Eucaristía en compañía de tantos fieles chipriotas, en esta tierra bendecida por los trabajos apostólicos de san Pablo y san Bernabé. Saludo a todos cordialmente y agradezco vuestra hospitalidad y la generosa bienvenida que me habéis dispensado. Saludo también, de modo particular, a los filipinos, srilankeses y a las demás comunidades de inmigrantes que forman una parte considerable de la población católica de la isla. Rezo para que vuestra presencia aquí enriquezca la vida y el culto de las parroquias a las que pertenecéis, y para que, por vuestra parte, encontréis abundante alimento espiritual en la antigua herencia cristiana de esta tierra, en la que habéis establecido vuestro hogar.

Celebramos hoy la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. El nombre dado a esta fiesta en Occidente, Corpus Christi, se usa en la tradición de la Iglesia para designar tres realidades distintas: el cuerpo físico de Jesús, nacido de la Virgen María; su cuerpo eucarístico, el pan del cielo que nos nutre en este gran sacramento, y su cuerpo eclesial, la Iglesia. Al considerar los distintos aspectos del Corpus Christi, llegamos a comprender más profundamente el misterio de comunión que nos une a quienes formamos parte de la Iglesia. En la eucaristía, el Espíritu Santo congrega “en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” (cf. Plegaria Eucarística II), para formar el único pueblo santo de Dios. Como el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén, así también el mismo Espíritu Santo actúa en cada celebración de la Misa con un doble objetivo: santificar las ofrendas del pan y del vino, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y llenar a cuantos se nutren de estas santas ofrendas, para que formen un solo cuerpo, un solo espíritu en Cristo.

San Agustín explica espléndidamente este proceso (cf. Sermón 272). Nos recuerda que el pan no se hace a partir de un solo grano, sino de muchos. Para que todos los granos se transformen en pan, primero hay que molerlos. Alude aquí al exorcismo que han de hacer los catecúmenos antes de su bautismo. Cada uno de nosotros que formamos parte de la Iglesia necesita salir del mundo cerrado de su individualismo y aceptar la ‘compañía’ de los demás, que “comparten el pan” con nosotros. Ya no debemos pensar más a partir del “yo”, sino del “nosotros”. Por esto, todos los días pedimos a “nuestro” Padre el pan “nuestro” de cada día. La condición previa para entrar en la vida divina a la que estamos llamados es derribar las barreras entre nosotros y nuestros vecinos. Necesitamos ser liberados de lo que nos aprisiona y aísla: temor y desconfianza recíproca, avidez y egoísmo, malevolencia, para arriesgarnos a la vulnerabilidad a la que nos exponemos cuando nos abrimos al amor.

Los granos de trigo, una vez triturados, se mezclan en la masa y se meten en el horno. Aquí, san Agustín se refiere a la inmersión en las aguas bautismales a la que sigue el don sacramental del Espíritu Santo, que inflama el corazón de los fieles con el fuego del amor de Dios. Este proceso que une y transforma los granos aislados en un único pan nos ofrece una imagen sugerente de la acción unificadora del Espíritu Santo sobre los miembros de la Iglesia, realizada de una manera eminente a través de la celebración de la eucaristía. Quienes participan en este gran sacramento y se alimentan de su Cuerpo eucarístico se transforman en el Cuerpo eclesial de Cristo. “Sé lo que ves”, dice san Agustín animándolos, “y recibe lo que eres”.

Estas significativas palabras nos invitan a responder generosamente a la llamada a “ser Cristo” para los que nos rodean. Ahora somos su cuerpo en la tierra. Parafraseando una célebre expresión atribuida a santa Teresa de Ávila, somos los ojos con los que mira compasivamente a los que pasan necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar, somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios con los que se proclama su Evangelio. Sin embargo, es importante comprender que cuando participamos de este modo en su obra de salvación, no estamos honrando la memoria de un héroe muerto prolongando lo que él hizo. Al contrario, Cristo vive en nosotros, su cuerpo, la Iglesia, su pueblo sacerdotal. Al tomarlo a Él como alimento en la eucaristía y acogiendo en nuestros corazones su Espíritu Santo, nos transformamos realmente en el Cuerpo de Cristo que hemos recibido, estamos verdaderamente en comunión con Él y entre nosotros, y nos transformamos en verdaderos instrumentos suyos, dando testimonio de Él en el mundo.

“En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo” (Ac 4,32). En las comunidades cristianas primitivas que se alimentaban de la mesa del Señor vemos los efectos de esta acción unificadora del Espíritu Santo. Ponían sus bienes en común y cualquier apego material era superado por amor a los hermanos. Encontraban soluciones equitativas a sus diferencias, como vemos por ejemplo en la resolución de la disputa entre helenistas y hebreos acerca del suministro diario (cf. Ac 6,1-6). Así, un atento observador pudo comentar poco más tarde: “Mirad cómo se aman estos cristianos, y cómo están dispuestos a morir unos por otros” (Tertuliano, Apologia, 39). Más aún, su amor no se limitaba al grupo de los creyentes. No se veían a sí mismos como beneficiarios exclusivos y privilegiados de los favores divinos, sino más bien como mensajeros, para llevar la buena noticia de la salvación en Cristo hasta los confines del mundo. De esta manera, el mensaje que Cristo resucitado confió a los Apóstoles se extendió con rapidez por todo el Medio Oriente, y desde allí por el mundo entero.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, como ellos hicieron, también nosotros estamos llamados hoy a tener un sólo corazón y una sola alma, a profundizar en nuestra comunión con el Señor y con los demás, y a dar testimonio de Él ante el mundo.

Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje de esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más desafortunados. Estamos llamados a proclamar de manera incansable la muerte y la resurrección del Señor, hasta que Él vuelva. Por Cristo, con Él y en Él, en la unidad que es el don del Espíritu Santo a la Iglesia, demos honor y gloria a Dios nuestro Padre del cielo, en compañía de todos los ángeles y santos que cantan su alabanza por los siglos. Amén.





11 de junio de 2010: Santa Misa con ocasión de la clausura del Año Sacerdotal

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Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús

Plaza de San Pedro

Viernes 11 de junio de 2010


Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
queridos hermanos y hermanas:

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad de Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Ps 23,3 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la vida.

Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el Salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (Ps 23,6 [22], 6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37 s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.



Al termine di questa straordinaria concelebrazione, desidero esprimere la mia viva gratitudine alla Congregazione per il Clero, per l’opera svolta durante l’Anno Sacerdotale e per aver organizzato queste giornate conclusive. Un pensiero di speciale riconoscenza va ai Signori Cardinali ed ai Vescovi che hanno voluto essere presenti, in particolare a quanti sono venuti da lontano.

Chers prêtres francophones, vous avez une proximité particulière avec saint Jean-Marie Vianney. Je souhaite qu’elle devienne une véritable complicité spirituelle. Puisse son exemple sûr, vous inspirez afin que le don que vous avez fait de vous-même au Seigneur porte du bon fruit! Je vous renouvelle ma confiance et je vous encourage à progresser sur les chemins de la sainteté. Que le Seigneur vous garde tous en son Coeur très-aimant!

I now wish to greet all the English-speaking priests present at today’s celebration! My dear brothers, as I thank you for your love of Christ and of his bride the Church, I ask you again solemnly to be faithful to your promises. Serve God and your people with holiness and courage, and always conform your lives to the mystery of the Lord’s cross. May God bless your apostolic labours abundantly!

Von ganzem Herzen grüße ich die Bischöfe, Priester und Ordensleute wie auch alle Pilger, die aus den Diözesen des deutschen Sprachraums zum Abschluß des Priesterjahres nach Rom gekommen sind, um ihre Einheit mit dem Nachfolger Petri zu zeigen. Liebe Mitbrüder, wo kein Zusammenhalt ist, da gibt es keinen Fortschritt. Wenn wir miteinander verbunden bleiben, wenn wir in Christus, dem wahren Weinstock, bleiben, dann können wir starke und lebendige Zeugen der Liebe und der Wahrheit sein, können uns die Winde des Augenblicks nicht verbiegen oder brechen. Christus ist die Wurzel, die uns trägt und uns Leben gibt. Danken wir dem Herrn für die Gnade des Priestertums; dafür, daß er uns jeden Tag neu Gelegenheit gibt, in seiner Nachfolge gute Hirten zu sein. Der Heilige Geist stärke euch bei all eurem Wirken!

Saludo cordialmente a los presbíteros de lengua española, y pido a Dios que esta celebración se convierta en un vigoroso impulso para seguir viviendo con gozo, humildad y esperanza su sacerdocio, siendo mensajeros audaces del Evangelio, ministros fieles de los Sacramentos y testigos elocuentes de la caridad. Con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, os invito a continuar aspirando cada día a la santidad, sabiendo que no hay mayor felicidad en este mundo que gastar la vida por la gloria de Dios y el bien de las almas.

Queridos sacerdotes dos países de língua oficial portuguesa, dou graças a Deus pelo que sois e pelo que fazeis, recordando a todos que nada jamais substituirá o ministério dos sacerdotes na vida da Igreja. A exemplo e sob o patrocínio do Santo Cura d’Ars, perseverai na amizade de Deus e deixai que as vossas mãos e os vossos lábios continuem a ser as mãos e os lábios de Cristo, único Redentor da humanidade. Bem hajam!

“Dobroc i laska pójda w slad za mna przez wszystkie dni mego zycia” (Ps 23,6). Tymi slowami Psalmu pozdrawiam polskich kaplanów. Drodzy Bracia, Chrystus Was wybral, wezwal, napelnil dobrocia i laska. Szczerym sercem podejmujcie kazdego dnia ten dar i niescie go z miloscia tym, do których zostaliscie poslani. Swietymi badzcie i prowadzcie innych do swietosci w Chrystusie. Niech Bóg wam blogoslawi!

Rivolgo infine il mio cordiale saluto ai sacerdoti di Roma e d’Italia; come pure ai Presuli, ai sacerdoti e ai seminaristi di tutti i Riti delle Chiese Orientali cattoliche. So, infine, che in tutte le parti del mondo si sono tenuti moltissimi incontri celebrativi e spirituali con grande e fruttuosa partecipazione. Pertanto, desidero ringraziare Vescovi, sacerdoti e organizzatori ed auguro a tutti di proseguire con rinnovato slancio il cammino di santificazione in questo sacro ministero che il Signore vi ha affidato. Vi benedico di cuore!







20 de junio de 2010: Ordenación presbiteral de los diáconos de la diócesis de Roma

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Basílica Vaticana

Domingo 20 de junio de 2010


Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos ordenandos;
queridos hermanos y hermanas:

Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y todos los presbíteros, doy las gracias al Señor por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Quiero dirigiros un saludo particular a vosotros, queridos ordenandos: hoy estáis en el centro de la atención del pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente representado por la gente que llena esta basílica vaticana: la llena de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de auténtica conmoción, de alegría humana y espiritual. En este pueblo de Dios ocupan un lugar especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros, vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este momento, de numerosísimas personas, humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños y los enfermos. Os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su inocencia y de su sufrimiento.

Por tanto, toda la Iglesia de Roma hoy da gracias a Dios y reza por vosotros, pone gran confianza y esperanza en vuestro futuro, y espera frutos abundantes de santidad y de bien de vuestro ministerio sacerdotal. Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, cuenta muchísimo con vosotros. La Iglesia os necesita a cada uno, consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de todo hombre de encontrarse con Cristo, salvador único y universal del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría plena. Así pues, todos nos sentimos invitados a entrar en el «misterio», en el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestro corazón con la ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que se ha proclamado.

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9,20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9,18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».

Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después —con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9,22-24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio —recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.

Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Hoy, con el sacramento del Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.

¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir cada día este ministerio con coherencia y generosidad. La gracia del presbiterado, que dentro de poco se os dará, os unirá íntimamente, más aún, estructuralmente a la Eucaristía. Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo crucificado. Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3,27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del Orden, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.

Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que como presbíteros se os da hoy: la de configuraros a Cristo sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.





24 de junio de 2010: Celebración de la Hora Media y encuentro con las monjas de clausura en el Monasterio Dominico de Santa María del Rosario

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Benedicto XVI Homilias 60610