Benedicto XVI Homilias 24610

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Monasterio dominico Santa María del Rosario

Jueves 24 de junio de 2010



Queridas hermanas:

Os dirijo a cada una las palabras del Salmo 124, que acabamos de rezar: «Señor, concede bienes a los buenos y a los rectos de corazón» (Ps 124,4). Ante todo, os saludo con este deseo: que el Señor esté con vosotras. En particular, saludo a vuestra madre priora, y le agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de la comunidad. Con gran alegría acepté la invitación a visitar este monasterio, para poder rezar junto con vosotras al pie de la imagen de la Virgen acheropita de san Sixto, en otro tiempo protectora de los monasterios romanos de Santa María in Tempulo y de San Sixto.

Hemos rezado juntos la Hora media, una pequeña parte de la oración litúrgica que, como monjas de clausura, marca los ritmos de vuestras jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une de modo especial a su Señor. Por esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación diaria en el sacrificio eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y rica en frutos, no sólo en relación al camino de santificación y de purificación personal, sino también respecto al apostolado de intercesión que lleváis a cabo en favor de toda la Iglesia, a fin de que comparezca pura y santa ante el Señor. Vosotras, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación puede obtener para la Iglesia.

Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar donde podéis vivir en el Señor; es para vosotras la nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor a celebrar el nombre del Señor (cf. Ps 121,4). Estad agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin ningún mérito vuestro. Con Isaías, podéis afirmar: el Señor «me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (Is 49,5). Antes de que nacierais, el Señor había reservado para sí vuestro corazón, a fin de colmarlo de su amor. Mediante el sacramento del Bautismo habéis recibido la gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente a él. La forma de vida contemplativa, que de las manos de santo Domingo habéis recibido en las modalidades de la clausura, os sitúa, como miembros vivos y vitales, en el corazón del Cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y al igual que el corazón hace circular la sangre y mantiene en vida a todo el cuerpo, así vuestra existencia escondida con Cristo, tejida de trabajo y oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para todo hombre que el Señor redimió con su sangre.

En esta fuente inagotable bebéis con la oración, presentando ante el Altísimo las necesidades espirituales y materiales de muchos hermanos que pasan por dificultades, la vida perdida de cuantos se han alejado del Señor. ¿Cómo no sentir compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida acontezca el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el reino de Dios se instaure en el corazón de todo hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: «Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio»: «Tu deseo es tu oración; y si es deseo permanente, continuo, también es oración continua» (Ep 130,18-20); por esto, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón se mantiene despierto, no deja nunca de desear y eleva continuamente himnos de alabanza a Dios.

Por tanto, queridas hermanas, reconoced que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos puntuales de oración, vuestro corazón sigue siendo impulsado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestro corazón su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger a Dios mismo (cf. Comentario al Evangelio de san Juan, tr. 40, 10). Este es el horizonte del peregrinar terreno. Esta es vuestra meta. Para esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y renunciando a los bienes terrenos: para desear, por encima de todas las cosas, el bien que no tiene igual, la perla preciosa que, para llegar a poseerla, merece la pena renunciar a cualquier otro bien.

Que cada día pronunciéis vuestro «sí» a los designios de Dios, con la misma humildad con la cual la Virgen santísima dijo su «sí». Ella, que en el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra cotidiana consagración virginal, para que en el ocultamiento experimentéis la profunda intimidad que ella vivió con Jesús. Invocando su intercesión maternal, junto a la de santo Domingo, de santa Catalina de Siena y de todos los santos y santas de la Orden dominicana, os imparto a todas una bendición apostólica especial, que extiendo de buen grado a las personas que se encomiendan a vuestras oraciones.





28 de junio de 2010: Primeras Vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo (Basílica papal de San Pablo extramuros)

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Basílica de San Pablo extramuros

Domingo 28 de junio de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las primeras Vísperas entramos en la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Tenemos la gracia de hacerlo en la basílica papal dedicada al Apóstol de los gentiles, congregados en oración ante su tumba. Por eso, deseo orientar mi breve reflexión en la perspectiva de la vocación misionera de la Iglesia. En esta dirección van la tercera antífona de la salmodia que hemos rezado y la lectura bíblica. Las dos primeras antífonas están dedicadas a san Pedro, la tercera a san Pablo, y dice: «Apóstol san Pablo, tú eres un instrumento elegido para anunciar la verdad a todo el mundo». Y en la lectura breve, tomada del discurso inicial de la carta a los Romanos, san Pablo se presenta como «llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). La figura de san Pablo, su persona y su ministerio, toda su existencia y su duro trabajo por el reino de Dios, están completamente dedicados al servicio del Evangelio. En estos textos se advierte un sentido de movimiento, donde el protagonista no es el hombre, sino Dios, el soplo del Espíritu Santo, que impulsa al Apóstol por los caminos del mundo para llevar a todos la buena nueva: las promesas de los profetas se han cumplido en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Saulo ya no existe; existe Pablo, más aún, existe Cristo que vive en él (cf. Ga 2,20) y quiere llegar a todos los hombres. Por tanto, si la fiesta de los santos patronos de Roma evoca la doble aspiración típica de esta Iglesia, a la unidad y a la universalidad, el contexto en que nos encontramos esta tarde nos llama a privilegiar la segunda, dejándonos, por decirlo así, «arrastrar» por san Pablo y por su extraordinaria vocación.

El siervo de Dios Giovanni Battista Montini, cuando fue elegido Sucesor de Pedro, en plena celebración del concilio Vaticano II, escogió llevar el nombre del Apóstol de los gentiles. Dentro de su programa de actuación del Concilio, Pablo VI convocó en 1974 la Asamblea del Sínodo de los obispos sobre el tema de la evangelización en el mundo contemporáneo, y casi un año después publicó la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que comienza con estas palabras: «El esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, animados por la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se presta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad» (n. EN 1). Impresiona la actualidad de estas expresiones. Se percibe en ellas toda la particular sensibilidad misionera de Pablo VI y, a través de su voz, el gran anhelo conciliar a la evangelización del mundo contemporáneo, anhelo que culmina en el decreto Ad gentes, pero que impregna, todos los documentos del Vaticano II y que, antes aún, animaba los pensamientos y el trabajo de los padres conciliares, reunidos para representar de modo más tangible que nunca la difusión mundial alcanzada por la Iglesia.

No hay palabras para explicar cómo el venerable Juan Pablo II, en su largo pontificado, desarrolló esta proyección misionera, que —conviene recordar siempre— responde a la naturaleza misma de la Iglesia, la cual, con san Pablo, puede y debe repetir siempre: «Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16). El Papa Juan Pablo II representó «en vivo» la naturaleza misionera de la Iglesia, con los viajes apostólicos y con la insistencia de su magisterio en la urgencia de una «nueva evangelización»: «nueva» no en los contenidos, sino en el impulso interior, abierto a la gracia del Espíritu Santo, que constituye la fuerza de la ley nueva del Evangelio y que renueva siempre a la Iglesia; «nueva» en la búsqueda de modalidades que correspondan a la fuerza del Espíritu Santo y sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones; «nueva» porque es necesaria incluso en países que ya han recibido el anuncio del Evangelio. A todos es evidente que mi Predecesor dio un impulso extraordinario a la misión de la Iglesia, no sólo —repito— por las distancias que recorrió, sino sobre todo por el genuino espíritu misionero que lo animaba y que nos dejó en herencia al alba del tercer milenio.

Recogiendo esta herencia, afirmé al inicio de mi ministerio petrino que la Iglesia es joven, abierta al futuro. Y lo repito hoy, cerca del sepulcro de san Pablo: en el mundo la Iglesia es una inmensa fuerza renovadora, ciertamente no por sus fuerzas, sino por la fuerza del Evangelio, en el que sopla el Espíritu Santo de Dios, el Dios creador y redentor del mundo. Los desafíos de la época actual están ciertamente por encima de las capacidades humanas: lo están los desafíos históricos y sociales, y con mayor razón los espirituales. A los pastores de la Iglesia a veces nos parece revivir la experiencia de los Apóstoles, cuando miles de personas necesitadas seguían a Jesús, y él preguntaba: ¿Qué podemos hacer por toda esta gente? Ellos entonces experimentaban su impotencia. Pero precisamente Jesús les había demostrado que con la fe en Dios nada es imposible, y que unos pocos panes y peces, bendecidos y compartidos, podían saciar a todos. Pero no sólo había —y no sólo hay— hambre de alimento material: hay un hambre más profunda, que sólo Dios puede saciar. También el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo. Por eso Juan Pablo II escribió: «La misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse», y añadió: «Una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (Redemptoris missio RMi 1). Hay regiones del mundo que aún esperan una primera evangelización; otras, que la recibieron, necesitan un trabajo más profundo; y hay otras en las que el Evangelio ha echado raíces durante mucho tiempo, dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en las que en los últimos siglos —con dinámicas complejas— el proceso de secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia.

En esta perspectiva, he decidido crear un nuevo organismo, en la forma de «Consejo pontificio», con la tarea principal de promover una renovada evangelización en los países donde ya resonó el primer anuncio de la fe y están presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están viviendo una progresiva secularización de la sociedad y una especie de «eclipse del sentido de Dios», que constituyen un desafío a encontrar medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, el desafío de la nueva evangelización interpela a la Iglesia universal, y nos pide también proseguir con empeño la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos. Un signo elocuente de esperanza en este sentido es la costumbre de las visitas recíprocas entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla con ocasión de las fiestas de sus respectivos santos patronos. Por esto acogemos hoy con renovada alegría y reconocimiento la delegación enviada por el Patriarca Bartolomé I, al cual dirigimos el saludo más cordial. Que la intercesión de san Pedro y san Pablo obtenga a toda la Iglesia fe ardiente y valentía apostólica para anunciar al mundo la verdad que todos necesitamos, la verdad que es Dios, origen y fin del universo y de la historia, Padre misericordioso y fiel, esperanza de vida eterna. Amén.



29 de junio de 2010: Solemnidad de San Pedro y San Pablo - Santa Misa e imposición del palio a los nuevos metropolitanos

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Basílica Vaticana

Martes 29 de junio de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Los textos bíblicos de esta liturgia eucarística de la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus servidores fieles y los libra de todo mal, y libra a la Iglesia de las potencias negativas. Es el tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro más profundamente espiritual.

Esta temática atraviesa hoy toda la liturgia de la Palabra. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y san Pablo, subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libra a Pedro de las cadenas y lo conduce fuera de la cárcel de Jerusalén, donde lo había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cf. Ac 12,1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de su vida terrena, hace un balance completo, del que emerge que el Señor estuvo siempre cerca de él, lo libró de numerosos peligros y lo librará además introduciéndolo en su Reino eterno (cf. 2Tm 4,6-8 2Tm 4,17-18). El tema se refuerza en el Salmo responsorial (Ps 33) y se desarrolla de modo particular en el texto evangélico de la confesión de Pedro, donde Cristo promete que el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia (cf. Mt 16,18)

Observando bien, se nota, con relación a esta temática, cierta progresión. En la primera lectura se narra un episodio específico que muestra la intervención del Señor para librar a Pedro de la prisión; en la segunda, Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya lo ha librado «de la boca del león», lo librará «de todo mal» abriéndole las puertas del cielo; en el Evangelio, en cambio, ya no se habla de apóstoles individualmente, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De este modo vemos que la promesa de Jesús —«el poder del infierno no prevalecerá» sobre la Iglesia— comprende ciertamente las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por los demás testigos del Evangelio, pero va más allá, queriendo asegurar sobre todo la protección contra las amenazas de orden espiritual; según lo que el propio Pablo escribe en la Carta a los Efesios: «Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y las potencias, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las alturas» (Ep 6,12).

En efecto, si pensamos en los dos mil años de historia de la Iglesia, podemos observar que —como había anunciado el Señor Jesús (cf. Mt 10,16-33)— a los cristianos jamás han faltado las pruebas, que en algunos períodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas persecuciones. Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho, lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro. El epistolario paulino atestigua ya esta realidad. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo —de la que hemos escuchado un pasaje— habla de los peligros de los «últimos tiempos», identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cf. 1Co 3,1-5). La conclusión del Apóstol es tranquilizadora: los hombres que obran el mal —escribe— «no llegarán muy lejos, porque su necedad será manifiesta a todos» (1Co 3,9). Así pues, hay una garantía de libertad, asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que tratan de impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden corromper su autenticidad y su credibilidad.

El tema de la libertad de la Iglesia, garantizada por Cristo a Pedro, tiene también una pertinencia específica con el rito de la imposición del palio, que hoy renovamos para treinta y ocho arzobispos metropolitanos, a los cuales dirijo mi más cordial saludo, extendiéndolo con afecto a cuantos han querido acompañarlos en esta peregrinación. La comunión con Pedro y con sus sucesores, de hecho, es garantía de libertad para los pastores de la Iglesia y para las comunidades a ellos confiadas. Lo es en los dos planos que he puesto de relieve en las reflexiones anteriores. En el plano histórico, la unión con la Sede Apostólica asegura a las Iglesias particulares y a las Conferencias episcopales la libertad respecto a poderes locales, nacionales o supranacionales, que en ciertos casos pueden obstaculizar la misión de la Iglesia. Además, y más esencialmente, el ministerio petrino es garantía de libertad en el sentido de la plena adhesión a la verdad, a la auténtica tradición, de modo que el pueblo de Dios sea preservado de errores concernientes a la fe y a la moral. Por tanto, el hecho de que cada año los nuevos arzobispos metropolitanos vengan a Roma a recibir el palio de manos del Papa se ha de entender en su significado propio, como gesto de comunión, y el tema de la libertad de la Iglesia nos ofrece una clave de lectura particularmente importante. Esto aparece evidente en el caso de las Iglesias marcadas por persecuciones, o sometidas a injerencias políticas o a otras duras pruebas. Pero esto no es menos relevante en el caso de comunidades que sufren la influencia de doctrinas erróneas, o de tendencias ideológicas y prácticas contrarias al Evangelio. En este sentido, el palio, por consiguiente, se convierte en garantía de libertad, análogamente al «yugo» de Jesús, que él invita a cada uno a tomar sobre sus hombros (cf. Mt 11,29-30). Como el mandamiento de Cristo, aun siendo exigente, es «dulce y ligero», y en vez de pesar sobre el que lo lleva, lo alivia, así el vínculo con la Sede Apostólica, aunque sea arduo, sostiene al pastor y la porción de Iglesia confiada a su cuidado, haciéndolos más libres y más fuertes.

Quiero extraer una última indicación de la Palabra de Dios, en particular de la promesa de Cristo según la cual el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia. Estas palabras pueden tener también un significativo valor ecuménico, puesto que, como aludí hace poco, uno de los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división en el seno de la comunidad eclesial. De hecho, las divisiones son síntomas de la fuerza del pecado, que continúa actuando en los miembros de la Iglesia también después de la redención. Pero la Palabra de Cristo es clara: «Non praevalebunt», «No prevalecerán» (Mt 16,18). La unidad de la Iglesia está enraizada en la unión con Cristo, y la causa de la unidad plena de los cristianos —que siempre se ha de buscar y renovar, de generación en generación— también está sostenida por su oración y su promesa. En la lucha contra el espíritu del mal, Dios nos ha dado en Jesús el «Abogado» defensor y, después de su Pascua, «otro Paráclito» (cf. Jn 14,16), el Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y conduce a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 14,16 Jn 16,13), que es también la plenitud de la caridad y de la unidad. Con estos sentimientos de confiada esperanza, me alegra saludar a la delegación del Patriarcado de Constantinopla que, según la bella costumbre de las visitas recíprocas, participa en la celebración de los santos patronos de Roma. Juntos damos gracias a Dios por los progresos en las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos, y renovamos el compromiso de corresponder generosamente a la gracia de Dios, que nos conduce a la comunión plena.

Queridos amigos, os saludo cordialmente a cada uno: señores cardenales, hermanos en el episcopado, señores embajadores y autoridades civiles —en particular al alcalde de Roma—, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Os agradezco vuestra presencia. Que los santos apóstoles Pedro y Pablo os obtengan amar cada vez más a la santa Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, nuestro Señor, y mensajera de unidad y de paz para todos los hombres. Que os obtengan también ofrecer con alegría por su santidad y su misión las fatigas y los sufrimientos soportados por fidelidad al Evangelio. Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vosotros, en particular sobre el ministerio de los arzobispos metropolitanos. Que con su ayuda celestial viváis y actuéis siempre con la libertad que Cristo nos conquistó. Amén.





                                                                                                              Julio de 2010


VISITA PASTORAL A SULMONA (4 de julio de 2010)


4 de julio de 2010: Concelebración Eucarística en la Plaza Garibaldi

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Plaza Garibaldi - Sulmona

Domingo 4 de julio de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegro mucho de estar hoy entre vosotros y de celebrar con vosotros y para vosotros esta solemne Eucaristía. Saludo a vuestro pastor, el obispo monseñor Angelo Spina: le agradezco la cálida expresión de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos y los obsequios que me ha ofrecido y que aprecio mucho en su calidad de «signos» —como los ha definido— de la comunión afectiva y efectiva que une al pueblo de esta querida tierra de Los Abruzos al sucesor de Pedro. Saludo a los arzobispos y a los obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales. Dirijo un pensamiento deferente al alcalde, Fabio Federico, agradecido por su cordial saludo y por los «signos», los obsequios; al representante del Gobierno y de las autoridades civiles y militares. Un agradecimiento especial a cuantos han brindado generosamente su colaboración para llevar a cabo mi visita pastoral. Queridos hermanos y hermanas, he venido para compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y empeños, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé bien que tampoco en Sulmona faltan dificultades, problemas y preocupaciones: pienso, en particular, en cuantos viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre por el futuro, del sufrimiento físico y moral y —como ha recordado el obispo— de la sensación de desconcierto debido al terremoto del 6 de abril de 2009. Deseo aseguraros a todos mi cercanía y mi recuerdo en la oración, a la vez que animo a perseverar en el testimonio de los valores humanos y cristianos tan profundamente enraizados en la fe y en la historia de este territorio y de su población.

Queridos amigos, mi visita tiene lugar con ocasión del Año jubilar especial convocado por los obispos de Los Abruzos y de Molise para celebrar los ochocientos años del nacimiento de san Pedro Celestino. Al sobrevolar vuestro territorio he podido contemplar la belleza del paisaje y, sobre todo, admirar algunas localidades estrechamente vinculadas a la vida de esta insigne figura: el Monte Morrone, donde Pedro llevó durante mucho tiempo una vida eremítica; la ermita de San Onofrio, donde, en 1294, le llegó la noticia de su elección como Sumo Pontífice, acontecida en el cónclave de Perugia; y la abadía del Santo Espíritu, cuyo altar mayor consagró él tras su coronación, celebrada en la basílica de Collemaggio, en L’Aquila. A esta basílica yo mismo, en abril del año pasado, tras el terremoto que devastó la región, acudí para venerar la urna con sus restos y depositar el palio que recibí el día del inicio de mi pontificado.

Han pasado ochocientos años del nacimiento de san Pedro Celestino v, pero permanece en la historia por los conocidos sucesos de su tiempo y de su pontificado y, sobre todo, por su santidad. La santidad, en efecto, jamás pierde su fuerza atractiva, no cae en el olvido, nunca pasa de moda; es más, con el tiempo resplandece cada vez con mayor luminosidad, expresando la perenne tensión del hombre hacia Dios. Así que de la vida de san Pedro Celestino desearía recoger algunas enseñanzas, válidas también en nuestros días.

Pietro Angelerio, desde su juventud, fue un «buscador de Dios», un hombre deseoso de hallar respuestas a los grandes interrogantes de nuestra existencia: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿por qué vivo? ¿para quién vivo? Emprendió un viaje en busca de la verdad y de la felicidad, se puso a la búsqueda de Dios y, para oír su voz, decidió apartarse del mundo y vivir como eremita. El silencio se transforma así en el elemento que caracteriza su vida cotidiana. Y es precisamente en el silencio exterior, pero sobre todo interior, como logra percibir la voz de Dios, capaz de orientar su vida. Hay aquí un primer aspecto importante para nosotros: vivimos en una sociedad en la que cada espacio, cada momento, parece que deba «llenarse» de iniciativas, de actividades, de ruidos; con frecuencia ni siquiera hay tiempo para escuchar y para dialogar. Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de hacer silencio fuera y dentro de nosotros si queremos ser capaces no sólo de percibir la voz de Dios, sino también la voz de quien está a nuestro lado, la voz de los demás.

Pero es importante subrayar también un segundo elemento: el descubrimiento que realiza Pietro Angelerio del Señor no es el resultado de un esfuerzo, sino que lo hace posible la gracia misma de Dios, que le precede. Cuanto él tenía, lo que él era, no procedía de sí mismo: le había sido donado, era gracia, y por ello era también responsabilidad ante Dios y ante los demás. Si bien nuestra vida es muy distinta, lo mismo sirve también para nosotros: todo lo esencial de nuestra existencia nos ha sido donado sin nuestra aportación. El hecho de que yo viva no depende de mí; el hecho de que haya habido personas que me introdujeron en la vida, que me enseñaron qué es amar y ser amados, que me transmitieron la fe y me abrieron la mirada a Dios: todo es gracia; no es «fabricación propia». Por nosotros mismos nada habríamos podido hacer si no hubiera sido donado: Dios nos precede siempre y en cada vida existe lo bello y lo bueno que podemos reconocer fácilmente como su gracia, como rayo de luz de su bondad. Por esto debemos estar atentos, tener siempre abiertos los «ojos interiores», los de nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en su bondad infinita, entonces también seremos capaces de ver, con estupor, en nuestra vida —como los santos— los signos de ese Dios que está siempre cerca, que siempre es bueno con nosotros, que nos dice: «¡Ten fe en mí!».

En el silencio interior, en la percepción de la presencia del Señor, Pedro del Morrone había madurado, además, una experiencia viva de la belleza de la creación, obra de las manos de Dios: sabía captar su sentido profundo, respetaba sus signos y sus ritmos, la empleaba en aquello que es esencial para la vida. Sé que esta Iglesia local, igual que las demás de Los Abruzos y de Molise, están activamente comprometidas en una campaña de sensibilización para la promoción del bien común y de la salvaguarda de la creación: os animo en este esfuerzo, exhortando a todos a que se sientan responsables del propio futuro, así como del de los demás, respetando y custodiando también la creación, fruto y signo del amor de Dios.

En la segunda lectura de hoy, de la carta a los Gálatas, hemos oído una bellísima expresión de san Pablo, que es también un perfecto retrato espiritual de san Pedro Celestino: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo» (Ga 6,14). Verdaderamente la cruz constituyó el centro de su vida, le dio la fuerza para afrontar las ásperas penitencias y los momentos más arduos, desde su juventud hasta la última hora: él fue siempre consciente de que de ella viene la salvación. La cruz también dio a san Pedro Celestino una clara conciencia del pecado, siempre acompañada de una conciencia igualmente clara de la infinita misericordia de Dios hacia su criatura. Contemplando los brazos abiertos de par en par de su Dios crucificado, él se sintió transportar al mar infinito del amor de Dios. Como sacerdote, experimentó la belleza de ser administrador de esta misericordia absolviendo a los penitentes del pecado y, cuando fue elevado a la sede del apóstol Pedro, quiso conceder una indulgencia especial, denominada La Perdonanza. Deseo exhortar a los sacerdotes a hacerse testigos claros y creíbles de la buena noticia de la reconciliación con Dios, ayudando al hombre de hoy a recuperar el sentido del pecado y del perdón de Dios, para experimentar esa alegría sobreabundante de la que el profeta Isaías nos ha hablado en la primera lectura (cf. Is 66,10-14).

Finalmente, un último elemento: san Pedro Celestino, aun llevando una vida eremítica, no estaba «cerrado en sí mismo», sino que le movía la pasión de anunciar la buena noticia del Evangelio a los hermanos. Y el secreto de su fecundidad pastoral estaba precisamente en «permanecer» con el Señor, en la oración, como se nos ha recordado en el pasaje evangélico de hoy: el primer imperativo es siempre el de rogar al Señor de la mies (cf. Lc 10,2). Y sólo después de esta invitación Jesús define algunos compromisos esenciales de los discípulos: el anuncio sereno, claro y valiente del mensaje evangélico —también en los momentos de persecución— sin ceder ni al atractivo de la moda ni al de la violencia o de la imposición; el desapego de las preocupaciones por las cosas —el dinero y el vestido— confiando en la Providencia del Padre; la atención y solicitud en particular hacia los enfermos en el cuerpo y en el espíritu (cf. Lc 10,5-9). Estas fueron asimismo las características del breve y sufrido pontificado de Celestino v y éstas son las características de la actividad misionera de la Iglesia en toda época.

Queridos hermanos y hermanas, estoy entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en esa fe que habéis recibido, que da sentido a la vida y que dona la fortaleza de amar. Que nos acompañen en este camino el ejemplo y la intercesión de la Madre de Dios y de san Pedro Celestino. Amén.





                                                                                                              Agosto de 2010



15 de agosto de 2010: Solemnidad de la Asunción de la Virgen María - Santa Misa en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo

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Benedicto XVI Homilias 24610