Benedicto XVI Homilias 15810

15810

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo

Domingo 15 de agosto de 2010


Eminencia;
excelencia;
autoridades;
queridos hermanos y hermanas:

Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año litúrgico dedicadas a María santísima: la Asunción. Al terminar su vida terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, a la comunión plena y perfecta con Dios.

Este año se celebra el sexagésimo aniversario desde que el venerable Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma, y quiero leer —aunque es un poco complicada— la forma de la dogmatización. Dice el Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 768-769).

Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María, como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la gloria celestial en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».

San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco de luz sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia humana y de nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que es «la primicia de los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual, hemos sido hechos partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Aquí está el secreto sorprendente y la realidad clave de toda la historia humana. San Pablo nos dice que todos fuimos «incorporados» en Adán, el primer hombre, el hombre viejo; todos tenemos la misma herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la muerte y el pecado. Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día añade algo nuevo: no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que comenzó con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente en nosotros. Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es incorporación en la muerte, incorporación que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos da en el Bautismo, es «incorporación» que da la vida. Cito de nuevo la segunda lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1Co 15,21-23)».

Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos: la Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1Co 15,26); ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».

Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 1,39-56): una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total a la iniciativa y a la acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por tanto, es la grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es «bendita entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la madre del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su alegría y en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. Lc 1,45). Queridos amigos, no nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy lejana de nosotros. No. Estamos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir por la fe en la comunión perfecta de amor con él y así vivir verdaderamente.

A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación dogmática, donde se habla de asunción a la gloria celestial. Hoy todos somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con este término «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros. Para comprender un poco más esta realidad miremos nuestra propia vida: todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.

Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor lo que llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para nosotros. Y el hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir eternamente uno en el otro. Esto quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte que, por así decirlo, nos es arrancada, mientras las demás se corrompen; quiere decir, más bien, que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que somos. Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y se va transformando. Todo el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la eternidad. Queridos amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10,30). El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra, como afirma san Pablo: «La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Se comprende, entonces, que el cristianismo dé una esperanza fuerte en un futuro luminoso y abra el camino hacia la realización de este futuro. Estamos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir. En María elevada al cielo, plenamente partícipe de la resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el «mundo de Dios».

Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan.

Amén.



                                                                                                   Septiembre de 2010



VISITA PASTORAL A CARPINETO ROMANO (5 de septiembre de 2010)


5 de septiembre de 2010: Celebración de la Santa Misa en la plaza de los Montes Lepinos de Carpineto Romano

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Plaza de los Montes Lepinos

Domingo 5 de septiembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Ante todo, permitidme expresar la alegría de encontrarme entre vosotros en Carpineto Romano, siguiendo los pasos de mis amados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Y la circunstancia que me ha traído aquí también es feliz: el bicentenario del nacimiento del Papa León XIII, Vincenzo Gioacchino Pecci, acaecido el 2 de marzo de 1810 en esta hermosa localidad. Os agradezco a todos vuestra acogida. En particular, saludo con reconocimiento al obispo de Anagni-Alatri, monseñor Lorenzo Loppa, y al alcalde de Carpineto, que me han dado la bienvenida al inicio de la celebración, así como a las demás autoridades presentes. Dirijo un saludo especial a los jóvenes, en particular a los que han realizado la peregrinación diocesana. Mi visita, por desgracia, es muy breve y concentrada exclusivamente en esta celebración eucarística; pero aquí lo encontramos todo: la Palabra y el Pan de vida, que alimentan la fe, la esperanza y la caridad; y renovamos el vínculo de comunión que nos convierte en la única Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.

Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, recordando la figura del Papa León XIII y la herencia que nos ha dejado. El tema principal de las lecturas bíblicas es el primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, tomado de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: amarlo a él más que a nadie y más que la vida misma; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es arduo, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse a conciencia: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente «el Señor»? ¿Ocupa el primer lugar, como el sol en torno al cual giran todos los planetas? Y la primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero él mismo quiso revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se manifestó plenamente a sí mismo y su voluntad. Aunque siga siendo siempre verdad que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18), ahora nosotros conocemos su «nombre», su «rostro», y también su voluntad, porque nos lo reveló Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. «Así —escribe el autor sagrado de la primera lectura— aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron» (Sg 9,18).

Este punto fundamental de la Palabra de Dios hace pensar en dos aspectos de la vida y del ministerio de vuestro venerado conciudadano al que hoy conmemoramos, el Sumo Pontífice León XIII. En primer lugar, cabe señalar que fue hombre de gran fe y de profunda devoción. Esto sigue siendo siempre la base de todo, para cada cristiano, incluido el Papa. Sin la oración, es decir, sin la unión interior con Dios, no podemos hacer nada, como dice claramente Jesús a sus discípulos durante la última Cena (cf. Jn 15,5). Las palabras y las obras del Papa Pecci transparentaban su íntima religiosidad; y esto encontró correspondencia también en su magisterio: entre sus numerosísimas encíclicas y cartas apostólicas, como el hilo en un collar, están las de carácter propiamente espiritual, dedicadas sobre todo al incremento de la devoción mariana, especialmente mediante el santo rosario. Se trata de una verdadera «catequesis», que marca de principio a fin los 25 años de su Pontificado. Pero encontramos también los documentos sobre Cristo redentor, sobre el Espíritu Santo, sobre la consagración al Sagrado Corazón, sobre la devoción a san José y sobre san Francisco de Asís. León XIII estuvo particularmente vinculado a la familia franciscana, y él mismo pertenecía a la Tercera Orden. Me complace considerar todos estos elementos distintos como facetas de una única realidad: el amor a Dios y a Cristo, al que no se debe anteponer absolutamente nada. Y esta primera y principal cualidad suya Vincenzo Gioacchino Pecci la asimiló aquí, en su pueblo natal, de sus padres, en su parroquia.

Pero hay también un segundo aspecto, que deriva asimismo del primado de Dios y de Cristo, y se encuentra en la acción pública de todo pastor de la Iglesia, en particular de todo Sumo Pontífice, con las características propias de la personalidad de cada uno. Diría que precisamente el concepto de «sabiduría cristiana», que ya encontramos en la primera lectura y en el Evangelio, nos ofrece la síntesis de este planteamiento según León XIII, y no es casualidad que sea también el inicio de una de sus encíclicas. Todo pastor está llamado a transmitir al pueblo de Dios no verdades abstractas, sino una «sabiduría», es decir, un mensaje que conjuga fe y vida, verdad y realidad concreta. El Papa León XIII, con la asistencia del Espíritu Santo, fue capaz de hacer esto en uno de los períodos históricos más difíciles para la Iglesia, permaneciendo fiel a la tradición y, al mismo tiempo, afrontando las grandes cuestiones abiertas. Y lo logró precisamente basándose en la «sabiduría cristiana», fundada en las Sagradas Escrituras, en el inmenso patrimonio teológico y espiritual de la Iglesia católica y también en la sólida y límpida filosofía de santo Tomás de Aquino, que él apreció en sumo grado y promovió en toda la Iglesia.

En este punto, tras haber considerado el fundamento, es decir, la fe y la vida espiritual y, por tanto, el marco general del mensaje de León XIII, puedo mencionar su magisterio social, que la encíclica Rerum novarum hizo famoso e imperecedero, pero rico en otras muchas intervenciones que constituyen un cuerpo orgánico, el primer núcleo de la doctrina social de la Iglesia. Tomemos el ejemplo de la carta a Filemón de san Pablo, que felizmente la liturgia nos hace leer precisamente hoy. Es el texto más breve de todo el epistolario paulino. Durante un período de encarcelamiento, el Apóstol transmitió la fe a Onésimo, un esclavo originario de Colosas que había huido de su amo Filemón, rico habitante de esa ciudad, convertido al cristianismo junto a sus familiares gracias a la predicación de san Pablo. Ahora el Apóstol escribe a Filemón invitándolo a acoger a Onésimo ya no como esclavo, sino como hermano en Cristo. La nueva fraternidad cristiana supera la separación entre esclavos y libres, y desencadena en la historia un principio de promoción de la persona que llevará a la abolición de la esclavitud, pero también a rebasar otras barreras que todavía existen. El Papa León XIII dedicó precisamente al tema de la esclavitud la encíclica Catholicae Ecclesiae, de 1890.

Esta particular experiencia de san Pablo con Onésimo puede dar pie a una amplia reflexión sobre el impulso de promoción humana aportado por el cristianismo en el camino de la civilización, y también sobre el método y el estilo de esa aportación, conforme a las imágenes evangélicas de la semilla y la levadura: en el interior de la realidad histórica los cristianos, actuando como ciudadanos, aisladamente o de manera asociada, constituyen una fuerza beneficiosa y pacífica de cambio profundo, favoreciendo el desarrollo de las potencialidades que existen dentro de la realidad. Esta es la forma de presencia y de acción en el mundo que propone la doctrina social de la Iglesia, que apunta siempre a la maduración de las conciencias como condición para transformaciones eficaces y duraderas.

Ahora debemos preguntarnos: ¿En qué contexto nació, hace dos siglos, el que se convertiría, 68 años después, en el Papa León XIII? Europa sufría entonces la gran tempestad napoleónica, seguida de la Revolución francesa. La Iglesia y numerosas expresiones de la cultura cristiana se ponían radicalmente en tela de juicio (piénsese, por ejemplo, en el hecho de no contar ya los años desde el nacimiento de Cristo, sino desde el inicio de la nueva era revolucionaria, o de quitar los nombres de los santos del calendario, de las calles, de los pueblos...). Evidentemente las poblaciones del campo no eran favorables a estos cambios, y seguían vinculadas a las tradiciones religiosas. La vida cotidiana era dura y difícil: las condiciones sanitarias y alimentarias eran muy apuradas. Mientras tanto, se iba desarrollando la industria y con ella el movimiento obrero, cada vez más organizado políticamente. Las reflexiones y las experiencias locales impulsaron y ayudaron al magisterio de la Iglesia, en su más alto nivel, a elaborar una interpretación global y con perspectiva de la nueva sociedad y de su bien común. Así, cuando, en 1878, fue elegido Papa, León XIII se sintió llamado a ponerla en práctica, a la luz de sus vastos conocimientos de alcance internacional, pero también de numerosas iniciativas realizadas «sobre el terreno» por parte de comunidades cristianas, y de hombres y mujeres de la Iglesia.

De hecho, desde finales del siglo XVIII hasta principios del xx, fueron decenas y decenas de santos y beatos quienes buscaron y experimentaron, con la creatividad de la caridad, múltiples caminos para poner en práctica el mensaje evangélico en las nuevas realidades sociales. Sin duda, estas iniciativas, con los sacrificios y las reflexiones de estos hombres y mujeres, prepararon el terreno de la Rerum novarum y de los demás documentos sociales del Papa Pecci. Ya desde que era nuncio apostólico en Bélgica había comprendido que la cuestión social se podía afrontar de manera positiva y eficaz con el diálogo y la mediación. En una época de duro anticlericalismo y de encendidas manifestaciones contra el Papa, León XIII supo guiar y sostener a los católicos en una participación constructiva, rica en contenidos, firme en los principios y con capacidad de apertura. Inmediatamente después de la Rerum novarum se verificó en Italia y en otros países una auténtica explosión de iniciativas: asociaciones, cajas rurales y artesanas, periódicos... un amplio «movimiento» cuyo luminoso animador fue el siervo de Dios Giuseppe Toniolo. Un Papa muy anciano, pero sabio y clarividente, pudo así introducir en el siglo XX a una Iglesia rejuvenecida, con la actitud correcta para afrontar los nuevos desafíos. Era un Papa todavía política y físicamente «prisionero» en el Vaticano, pero en realidad, con su magisterio, representaba a una Iglesia capaz de afrontar sin complejos las grandes cuestiones de la contemporaneidad.

Queridos amigos de Carpineto Romano, no tenemos tiempo para profundizar en estas cuestiones. La Eucaristía que estamos celebrando, el sacramento del amor, nos impulsa a lo esencial: la caridad, el amor a Cristo que renueva a los hombres y al mundo; esto es lo esencial, y lo vemos bien, casi lo percibimos en las expresiones de san Pablo en la carta a Filemón. En esta breve nota, de hecho, se percibe toda la dulzura y al mismo tiempo el poder revolucionario del Evangelio; se advierte el estilo discreto y a la vez irresistible de la caridad, que, como he escrito en mi encíclica social Caritas in veritate, «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (n. ). Con alegría y con afecto os dejo, por tanto, el mandamiento antiguo y siempre nuevo: amaos como Cristo nos ha amado, y con este amor sed sal y luz del mundo. Así seréis fieles a la herencia de vuestro gran y venerado conciudadano, el Papa León XIII. Y que así sea en toda la Iglesia. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO AL REINO UNIDO (16-19 DE SEPTIEMBRE DE 2010)


16 de septiembre de 2010: Santa Misa en el Bellahouston Park de Glasgow

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Bellahouston Park - Glasgow

Jueves 16 de septiembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas en Cristo

“Está cerca de vosotros el Reino de Dios” (Lc 10,9). Con estas palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, os saludo a todos con gran afecto en el Señor. En verdad, el Reino de Dios está ya entre nosotros. En esta celebración de la Eucaristía, en la que la Iglesia en Escocia se congrega en torno al altar en unión con el Sucesor de Pedro, reafirmemos nuestra fe en la Palabra de Cristo y nuestra esperanza en sus promesas, una esperanza que nunca defrauda. Saludo cordialmente al Cardenal O’Brien y a los Obispos escoceses. Agradezco particularmente al Arzobispo Conti sus amables palabras de bienvenida de vuestra parte y expreso mi profunda gratitud por el trabajo que el Gobierno británico y escocés y las autoridades municipales de Glasgow han llevado a cabo para que fuera posible este encuentro.

El Evangelio de hoy nos recuerda que Cristo continúa enviando a sus discípulos a todo el mundo para proclamar la venida de su Reino y llevar su paz al mundo, empezando casa por casa, familia por familia, ciudad por ciudad. Vengo a vosotros, hijos espirituales de San Andrés, como heraldo de la paz y a confirmaros en la fe de Pedro (cf. Lc 22,32). Me dirijo a vosotros con emoción, no muy lejos del lugar donde mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II celebró la Misa con vosotros, hace casi treinta años, recibido por la multitud más numerosa que jamás se haya visto en la historia de Escocia.

Muchas cosas han ocurrido en Escocia y en la Iglesia en este país desde aquella histórica visita. Compruebo con gran satisfacción que la invitación que el Papa Juan Pablo II os hizo para caminar unidos con vuestros hermanos cristianos, ha producido mayor confianza y amistad con los miembros de la Iglesia de Escocia, la Iglesia Episcopal Escocesa y otros. Os animo a continuar rezando y trabajando con ellos en la construcción de un futuro más luminoso para Escocia, basado en nuestra común herencia cristiana. En la primera lectura de hoy, hemos escuchado el llamamiento de San Pablo a los romanos a que reconozcan que, como miembros del Cuerpo de Cristo, nos pertenecemos los unos a los otros (cf. Rm 12,5) y debemos convivir respetándonos y amándonos mutuamente. En este espíritu, saludo a los representantes ecuménicos que nos honran con su presencia. Este año se conmemora el cuatrocientos cincuenta aniversario de la Asamblea de la Reforma, y también el centenario de la Conferencia Misionera Mundial en Edimburgo, que es considerada por muchos como el origen del movimiento ecuménico moderno. Demos gracias a Dios por la promesa que representa el entendimiento y la cooperación ecuménica para un testimonio común de la verdad salvadora de la Palabra de Dios, en medio de los rápidos cambios de la sociedad actual.

Entre los diferentes dones que San Pablo enumera para la edificación de la Iglesia está el de enseñar (cf. Rm 12,7). La predicación del Evangelio siempre ha estado acompañada por el interés por la palabra: la palabra inspirada por Dios y la cultura en la que esta palabra echa raíces y florece. Aquí, en Escocia, pienso por ejemplo en las tres universidades fundadas por los papas durante la edad media, incluyendo la de San Andrés, a punto de celebrar el sexto centenario de su fundación. En los últimos treinta años, con la ayuda de las autoridades civiles, las escuelas católicas en Escocia han asumido el desafío de brindar una educación integral a un mayor número de estudiantes, y esto ha ayudado a los jóvenes no sólo en su camino de crecimiento espiritual y humano, sino también en su incorporación a la vida profesional y pública. Se trata de un signo de gran esperanza para la Iglesia, y animo a los profesionales católicos, a los políticos y profesores de Escocia a no perder nunca de vista que están llamados a poner sus talentos y su experiencia al servicio de la fe, trabajando por la cultura escocesa actual en todos sus ámbitos.

La evangelización de la cultura es de especial importancia en nuestro tiempo, cuando la “dictadura del relativismo” amenaza con oscurecer la verdad inmutable sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y su bien último. Hoy en día, algunos buscan excluir de la esfera pública las creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una amenaza para la igualdad y la libertad. Sin embargo, la religión es en realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a cada persona como un hermano o hermana. Por este motivo, os invito particularmente a vosotros, fieles laicos, en virtud de vuestra vocación y misión bautismal, a ser no sólo ejemplo de fe en público, sino también a plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y la visión de la fe. La sociedad actual necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y fragilidad. No tengáis miedo de ofrecer este servicio a vuestros hermanos y hermanas, y al futuro de vuestra amada nación.

San Ninián, cuya fiesta celebramos hoy, no tuvo miedo de elevar su voz en solitario. Siguiendo las huellas de los discípulos que nuestro Señor envió antes que él, Ninián fue uno de los primeros misioneros católicos en traer la buena noticia de Jesucristo a sus hermanos británicos. Su Iglesia de su misión en Galloway se convirtió en centro de la primera evangelización de este país. Este trabajo fue retomado más tarde por San Mungo, patrón de Glasgow, y por otros santos, entre los que debemos destacar San Columba y Santa Margarita. Inspirados en ellos, muchos hombres y mujeres han trabajado durante siglos para transmitiros la fe. ¡Esforzaos en ser dignos de esta gran tradición! Que la exhortación de San Pablo, en la primera lectura, sea para vosotros una constante inspiración: “En la actividad no seáis descuidados, en el espíritu manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación, sed asiduos a la oración” (Rm 12,11-12).

Me gustaría ahora dirigirme especialmente a los Obispos de Escocia. Queridos hermanos, quiero animaros en vuestra dedicación pastoral a los católicos escoceses. Como sabéis, uno de vuestros primeros deberes pastorales está en relación a vuestros sacerdotes (cf. Presbyterorum Ordinis PO 7) y su santificación. Igual que ellos son un alter Christus para la comunidad católica, vosotros lo sois para ellos. En vuestro ministerio fraterno con vuestros sacerdotes, vivid en plenitud la caridad que brota de Cristo, colaborando con todos ellos, en particular con quienes tienen escaso contacto con sus hermanos en el sacerdocio. Rezad con ellos por las vocaciones, para que el Señor de la mies envíe trabajadores a su mies (cf. Lc 10,2). Ya que la Eucaristía hace la Iglesia, el sacerdocio es algo central para la vida de la Iglesia. Ocupaos personalmente de formar a vuestros sacerdotes como un cuerpo de hombres que alientan a otros a dedicarse totalmente al servicio de Dios Todopoderoso. Cuidad también de vuestros diáconos, cuyo ministerio de servicio está asociado de manera especial con el orden de los obispos. Sed padres y ejemplo de santidad para ellos, animándolos a crecer en conocimiento y sabiduría en el ejercicio de la misión de predicar a la que han sido llamados.

Queridos sacerdotes de Escocia, estáis llamados a la santidad y al servicio del pueblo de Dios conformando vuestras vidas con el misterio de la cruz del Señor. Predicad el evangelio con un corazón puro y con recta conciencia. Dedicaos sólo a Dios y seréis ejemplo luminoso de santidad, de vida sencilla y alegre para los jóvenes: ellos, por su parte, desearán seguramente unirse a vosotros en vuestro solícito servicio al pueblo de Dios. Que el ejemplo de San Juan Ogilvie, hombre abnegado, desinteresado y valiente, os inspire a todos. Igualmente, os animo a vosotros, monjes, monjas y religiosos de Escocia, a ser una luz puesta en lo alto de un monte, llevando una auténtica vida cristiana de oración y acción que sea testimonio luminoso del poder del Evangelio.

Finalmente, deseo dirigirme a vosotros, mis queridos jóvenes católicos de Escocia. Os apremio a llevar una vida digna de nuestro Señor (cf. Ep 4,1) y de vosotros mismos. Hay muchas tentaciones que debéis afrontar cada día —droga, dinero, sexo, pornografía, alcohol— y que el mundo os dice que os darán felicidad, cuando, en verdad, estas cosas son destructivas y crean división. Sólo una cosa permanece: el amor personal de Jesús por cada uno de vosotros. Buscadlo, conocedlo y amadlo, y él os liberará de la esclavitud de la existencia deslumbrante, pero superficial, que propone frecuentemente la sociedad actual. Dejad de lado todo lo que es indigno y descubrid vuestra propia dignidad como hijos de Dios. En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que oremos por las vocaciones: elevo mi súplica para que muchos de vosotros conozcáis y améis a Jesús y, a través de este encuentro, os dediquéis por completo a Dios, especialmente aquellos de vosotros que habéis sido llamados al sacerdocio o a la vida religiosa. Éste es el desafío que el Señor os dirige hoy: la Iglesia ahora os pertenece a vosotros.

Queridos amigos, una vez más expreso mi alegría de poder celebrar la misa con vosotros. Y me siento feliz de poder aseguraros mis oraciones en la antigua lengua de vuestro país: Sìth agus beannachd Dhe dhuib uile; Dia bhi timcheall oirbh; agus gum beannaicheadh Dia Alba. La paz y la bendición de Dios sea con todos vosotros; que Dios os proteja; y que Dios bendiga el pueblo de Escocia.




18 de septiembre de 2010: Santa Misa en la Catedral de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, City of Westminster

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Catedral de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

City of Westminster, Sábado 18 de septiembre de 2010



HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI



Queridos amigos en Cristo:

Os saludo a todos con alegría en el Señor y os doy las gracias por vuestra calurosa acogida. Agradezco al Arzobispo Nichols sus palabras de bienvenida de vuestra parte. Verdaderamente, en este encuentro entre el Sucesor de Pedro y los fieles de Gran Bretaña, “el corazón habla al corazón", gozándonos en el amor de Cristo y en la común profesión de la fe católica que nos viene de los Apóstoles. Me alegra especialmente que nuestro encuentro tenga lugar en esta catedral dedicada a la Preciosísima Sangre, que es el signo de la misericordia redentora de Dios derramada en el mundo por la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. De manera particular, saludo al Arzobispo de Canterbury, quien nos honra con su presencia.

Quien visita esta Catedral no puede dejar de sorprenderse por el gran crucifijo que domina la nave, que reproduce el cuerpo de Cristo, triturado por el sufrimiento, abrumado por la tristeza, víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos ha hecho partícipes en la vida misma de Dios. Los brazos extendidos del Señor parecen abrazar toda esta iglesia, elevando al Padre a todos los fieles que se reúnen en torno al altar del sacrificio eucarístico y que participan de sus frutos. El Señor crucificado está por encima y delante de nosotros como la fuente de nuestra vida y salvación, "sumo sacerdote de los bienes definitivos”, como lo designa el autor de la Carta a los Hebreos en la primera lectura de hoy (He 9,11).

A la sombra, por decirlo así, de esta impactante imagen, deseo reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese misterio nos lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio eucarístico que ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno. Él, sentado a la derecha del Padre, intercede incesantemente por nosotros, los miembros de su cuerpo místico.

Comencemos con el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia. San Juan, como sabemos, ve en el agua y la sangre que manaba del cuerpo de nuestro Señor la fuente de esa vida divina, que otorga el Espíritu Santo y se nos comunica en los sacramentos (Jn 19,34 cf. 1Jn 1,7 1Jn 5,6-7). La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en nuestro sumo sacerdote y "mediador de una alianza nueva" (He 9,15). Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc 14,24 Mt 26,28 Lc 22,20).

Fiel al mandato de Cristo de "hacer esto en memoria mía" (Lc 22,19), la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención del mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre en el corazón de la fe católica; cuestionada en el siglo XVI, fue solemnemente reafirmada en el Concilio de Trento en el contexto de nuestra justificación en Cristo. Aquí en Inglaterra, como sabemos, hubo muchos que defendieron incondicionalmente la Misa, a menudo a un precio costoso, incrementando la devoción a la Santísima Eucaristía, que ha sido un sello distintivo del catolicismo en estas tierras.

El sacrificio eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a su vez el misterio de la pasión de nuestro Señor, que continúa en los miembros de su Cuerpo místico, en la Iglesia en cada época. El gran crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros, nos recuerda que Cristo, nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos infinitos de su sacrificio nuestros propios sacrificios, sufrimientos, necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como dice San Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed. Brunschvicg).

Vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los tiempos, que bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre, derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso ahora de manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente.

Pienso también en el inmenso sufrimiento causado por el abuso de menores, especialmente por los ministros de la Iglesia. Por encima de todo, quiero manifestar mi profundo pesar a las víctimas inocentes de estos crímenes atroces, junto con mi esperanza de que el poder de la gracia de Cristo, su sacrificio de reconciliación, traerá la curación profunda y la paz a sus vidas. Asimismo, reconozco con vosotros la vergüenza y la humillación que todos hemos sufrido a causa de estos pecados; y os invito a presentarlas al Señor, confiando que este castigo contribuirá a la sanación de las víctimas, a la purificación de la Iglesia y a la renovación de su inveterado compromiso con la educación y la atención de los jóvenes. Agradezco los esfuerzos realizados para afrontar este problema de manera responsable, y os pido a todos que os preocupéis de las víctimas y os compadezcáis de vuestros sacerdotes.

Queridos amigos, volvamos a la contemplación del gran crucifijo que se alza por encima de nosotros. Las manos de Nuestro Señor, extendidas en la Cruz, nos invitan también a contemplar nuestra participación en su sacerdocio eterno y por lo tanto nuestra responsabilidad, como miembros de su cuerpo, para que la fuerza reconciliadora de su sacrificio llegue al mundo en que vivimos. El Concilio Vaticano II habló elocuentemente sobre el papel indispensable que los laicos deben desempeñar en la misión de la Iglesia, esforzándose por ser fermento del Evangelio en la sociedad y trabajar por el progreso del Reino de Dios en el mundo (cf. Lumen gentium LG 31 Apostolicam actuositatem AA 7). La exhortación conciliar a los laicos, para que, en virtud de su bautismo, participen en la misión de Cristo, se hizo eco de las intuiciones y enseñanzas de John Henry Newman. Que las profundas ideas de este gran inglés sigan inspirando a todos los seguidores de Cristo en esta tierra, para que configuren su pensamiento, palabra y obras con Cristo, y trabajen decididamente en la defensa de las verdades morales inmutables que, asumidas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, fundamentan una sociedad verdaderamente humana, justa y libre.

Cuánto necesita la sociedad contemporánea este testimonio. Cuánto necesitamos, en la Iglesia y en la sociedad, testigos de la belleza de la santidad, testigos del esplendor de la verdad, testigos de la alegría y libertad que nace de una relación viva con Cristo. Uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos hoy es cómo hablar de manera convincente de la sabiduría y del poder liberador de la Palabra de Dios a un mundo que, con demasiada frecuencia, considera el Evangelio como una constricción de la libertad humana, en lugar de la verdad que libera nuestra mente e ilumina nuestros esfuerzos para vivir correcta y sabiamente, como individuos y como miembros de la sociedad.

Oremos, pues, para que los católicos de esta tierra sean cada vez más conscientes de su dignidad como pueblo sacerdotal, llamados a consagrar el mundo a Dios a través de la vida de fe y de santidad. Y que este aumento de celo apostólico se vea acompañado de una oración más intensa por las vocaciones al orden sacerdotal, porque cuanto más crece el apostolado seglar, con mayor urgencia se percibe la necesidad de sacerdotes; y cuanto más profundizan los laicos en la propia vocación, más se subraya lo que es propio del sacerdote. Que muchos jóvenes en esta tierra encuentren la fuerza para responder a la llamada del Maestro al sacerdocio ministerial, dedicando sus vidas, sus energías y sus talentos a Dios, construyendo así un pueblo en unidad y fidelidad al Evangelio, especialmente a través de la celebración del sacrificio eucarístico.

Queridos amigos, en esta catedral de la Preciosísima Sangre, os invito una vez más a mirar a Cristo, que inicia y completa nuestra fe (cf. He 12,2). Os pido que os unáis cada vez más plenamente al Señor, participando en su sacrificio en la cruz y ofreciéndole un "culto espiritual" (Rm 12,1) que abrace todos los aspectos de nuestra vida y que se manifieste en nuestros esfuerzos por contribuir a la venida de su Reino. Ruego para que, al actuar así, os unáis a la hilera de los creyentes fieles que a lo largo de la historia del cristianismo en esta tierra han edificado una sociedad verdaderamente digna del hombre, digna de las más nobles tradiciones de vuestra nación.



Saludo del Santo Padre a los jóvenes



Señor Uche,
Queridos jóvenes amigos.

Gracias por vuestra calurosa bienvenida. "El corazón habla al corazón" –cor ad cor loquitur-. Como sabéis, he elegido estas palabras tan queridas para el cardenal Newman como el lema de mi visita. En estos momentos en que estamos juntos, deseo hablar con vosotros desde mi propio corazón, y os ruego que abráis los vuestros a lo que tengo que decir.

Pido a cada uno, en primer lugar, que mire en el interior de su propio corazón. Que piense en todo el amor que su corazón es capaz de recibir, y en todo el amor que es capaz de ofrecer. Al fin y al cabo, hemos sido creados para amar. Esto es lo que la Biblia quiere decir cuando afirma que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios: Hemos sido creados para conocer al Dios del amor, a Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y para encontrar nuestra plena realización en ese amor divino que no conoce principio ni fin.

Hemos sido creados para recibir amor, y así ha sido. Todos los días debemos agradecer a Dios el amor que ya hemos conocido, el amor que nos ha hecho quienes somos, el amor que nos ha mostrado lo que es verdaderamente importante en la vida. Necesitamos dar gracias al Señor por el amor que hemos recibido de nuestras familias, nuestros amigos, nuestros maestros, y todas las personas que en nuestras vidas nos han ayudado a darnos cuenta de lo valiosos que somos a sus ojos y a los ojos de Dios.

Hemos sido creados también para dar amor, para hacer de él la fuente de cuanto realizamos y lo más perdurable de nuestras vidas. A veces esto parece lo más natural, especialmente cuando sentimos la alegría del amor, cuando nuestros corazones rebosan de generosidad, idealismo, deseo de ayudar a los demás y construir un mundo mejor. Pero otras veces constatamos que es difícil amar; nuestro corazón puede endurecerse fácilmente endurecido por el egoísmo, la envidia y el orgullo. La Beata Teresa de Calcuta, la gran misionera de la Caridad, nos recordó que dar amor, amor puro y generoso, es el fruto de una decisión diaria. Cada día hemos de optar por amar, y esto requiere ayuda, la ayuda que viene de Cristo, de la oración y de la sabiduría que se encuentra en su palabra, y de la gracia que Él nos otorga en los sacramentos de su Iglesia.

Éste es el mensaje que hoy quiero compartir con vosotros. Os pido que miréis vuestros corazones cada día para encontrar la fuente del verdadero amor. Jesús está siempre allí, esperando serenamente que permanezcamos junto a Él y escuchemos su voz. En lo profundo de vuestro corazón, os llama a dedicarle tiempo en la oración. Pero este tipo de oración, la verdadera oración, requiere disciplina; requiere buscar momentos de silencio cada día. A menudo significa esperar a que el Señor hable. Incluso en medio del "ajetreo" y las presiones de nuestra vida cotidiana, necesitamos espacios de silencio, porque en el silencio encontramos a Dios, y en el silencio descubrimos nuestro verdadero ser. Y al descubrir nuestro verdadero yo, descubrimos la vocación particular a la cual Dios nos llama para la edificación de su Iglesia y la redención de nuestro mundo.
El corazón que habla al corazón. Con estas palabras de mi corazón, queridos jóvenes, os aseguro mi oración por vosotros, para que vuestra vida dé frutos abundantes para la construcción de la civilización del amor. Os ruego también que recéis por mí, por mi ministerio como Sucesor de Pedro, y por las necesidades de la Iglesia en todo el mundo. Sobre vosotros, vuestras familias y amigos, invoco las bendiciones divinas de sabiduría, alegría y paz.



Saludo del Santo Padre a los fieles de Gales

: Querido Señor Obispo Regan

Le agradezco su saludo tan caluroso de parte de los fieles de Gales. Con la bendición del mosaico de San David, el santo patrón del pueblo galés, y el encendido de la lámpara de la imagen de Nuestra Señora de Cardigan, me alegra tener esta oportunidad de honrar la Nación y sus antiguas tradiciones cristianas.

San David, uno de los grandes santos del siglo sexto, edad dorada para estas islas por los santos y misioneros, fue fundador de la cultura cristiana que está en el origen de la Europa moderna. La predicación de David fue sencilla, pero profunda. Al morir, sus últimas palabras a sus monjes, fueron: «Estad alegres, mantened la fe y cumplid las cosas pequeñas». Son las cosas pequeñas las que manifiestan nuestro amor por aquel que nos amó primero (cf. 1Jn 4,19) y las que unen a las personas en una comunidad de fe, amor y servicio. Que el mensaje de san David, en toda su sencillez y riqueza, siga resonando hoy en Gales, atrayendo los corazones de sus gentes hacia un renovado amor por Cristo y su Iglesia.

A lo largo de la historia, el pueblo galés se ha distinguido por su devoción a la Madre de Dios; así se evidencia por los numerosos lugares que en Gales se llaman «Llanfair», Iglesia de María. Al disponerme a encender la vela que lleva Nuestra Señora, le suplico que siga intercediendo ante su Hijo por todos los hombres y mujeres de Gales. Que la luz de Cristo siga guiando sus pasos y conforme la vida y la cultura de la Nación.

Lamentablemente, no me ha sido posible ir a Gales durante esta visita. Pero confío que esta bella imagen, que ahora volverá al Santuario Nacional de Nuestra Señora en Cardigan, sea un recuerdo perdurable del profundo amor del Papa por el pueblo galés, y de su constante cercanía en la oración y comunión de la Iglesia.

Bendith Duw ar bobol Cymru! Que Dios bendiga al pueblo galés.





Benedicto XVI Homilias 15810