Benedicto XVI Homilias 19910

19 de septiembre de 2010: Santa Misa de beatificación del Venerable cardenal John Henry Newman en el Cofton Park de Rednal, Birmingham

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Cofton Park de Rednal - Birmingham

Domingo 19 de septiembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Nos encontramos aquí en Birmingham en un día realmente feliz. En primer lugar, porque es el día del Señor, el Domingo, el día en que el Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y cambió para siempre el curso de la historia humana, ofreciendo nueva vida y esperanza a todos los que viven en la oscuridad y en sombras de muerte. Es la razón por la que los cristianos de todo el mundo se reúnen en este día para alabar y dar gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros. Este domingo en particular representa también un momento significativo en la vida de la nación británica, al ser el día elegido para conmemorar el setenta aniversario de la Batalla de Bretaña. Para mí, que estuve entre quienes vivieron y sufrieron los oscuros días del régimen nazi en Alemania, es profundamente conmovedor estar con vosotros en esta ocasión, y poder recordar a tantos conciudadanos vuestros que sacrificaron sus vidas, resistiendo con tesón a las fuerzas de esta ideología demoníaca. Pienso en particular en la vecina Coventry, que sufrió durísimos bombardeos, con numerosas víctimas en noviembre de 1940. Setenta años después recordamos con vergüenza y horror el espantoso precio de muerte y destrucción que la guerra trae consigo, y renovamos nuestra determinación de trabajar por la paz y la reconciliación, donde quiera que amenace un conflicto. Pero existe otra razón, más alegre, por la cual este día es especial para Gran Bretaña, para el centro de Inglaterra, para Birmingham. Éste es el día en que formalmente el Cardenal John Henry Newman ha sido elevado a los altares y declarado beato.

Agradezco al Arzobispo Bernard Longley su amable acogida al comenzar la Misa en esta mañana. Agradezco a cuantos habéis trabajado tan duramente durante tantos años en la promoción de la causa del Cardenal Newman, incluyendo a los Padres del Oratorio de Birminghan y a los miembros de la Familia Espiritual Das Werk. Y os saludo a todos los que habéis venido desde diversas partes de Gran Bretaña, Irlanda y otros puntos más lejanos; gracias por vuestra presencia en esta celebración, en la que alabamos y damos gloria a Dios por las virtudes heroicas de este santo inglés.

Inglaterra tiene un larga tradición de santos mártires, cuyo valiente testimonio ha sostenido e inspirado a la comunidad católica local durante siglos. Es justo y conveniente reconocer hoy la santidad de un confesor, un hijo de esta nación que, si bien no fue llamado a derramar la sangre por el Señor, jamás se cansó de dar un testimonio elocuente de Él a lo largo de una vida entregada al ministerio sacerdotal, y especialmente a predicar, enseñar y escribir. Es digno de formar parte de la larga hilera de santos y eruditos de estas islas, San Beda, Santa Hilda, San Aelred, el Beato Duns Scoto, por nombrar sólo a algunos. En el Beato John Newman, esta tradición de delicada erudición, profunda sabiduría humana y amor intenso por el Señor ha dado grandes frutos, como signo de la presencia constante del Espíritu Santo en el corazón del Pueblo de Dios, suscitando copiosos dones de santidad.

El lema del Cardenal Newman, cor ad cor loquitur, “el corazón habla al corazón”, nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios. Nos recuerda que la fidelidad a la oración nos va transformando gradualmente a semejanza de Dios. Como escribió en uno de sus muchos hermosos sermones, «el hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia –os digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era antes; gradualmente... se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve impregnado de principios diferentes» (Sermones Parroquiales y Comunes, IV, 230-231). El Evangelio de hoy afirma que nadie puede servir a dos señores (cf. Lc 16,13), y el Beato John Henry, en sus enseñanzas sobre la oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional (cf. Mt 23,10). Newman nos ayuda a entender en qué consiste esto para nuestra vida cotidiana: nos dice que nuestro divino Maestro nos ha asignado una tarea específica a cada uno de nosotros, un “servicio concreto”, confiado de manera única a cada persona concreta: «Tengo mi misión», escribe, «soy un eslabón en una cadena, un vínculo de unión entre personas. No me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en el lugar que me es propio... si lo hago, me mantendré en sus mandamientos y le serviré a Él en mis quehaceres» (Meditación y Devoción, 301-2).

El servicio concreto al que fue llamado el Beato John Henry incluía la aplicación entusiasta de su inteligencia y su prolífica pluma a muchas de las más urgentes “cuestiones del día”. Sus intuiciones sobre la relación entre fe y razón, sobre el lugar vital de la religión revelada en la sociedad civilizada, y sobre la necesidad de un educación esmerada y amplia fueron de gran importancia, no sólo para la Inglaterra victoriana. Hoy también siguen inspirando e iluminando a muchos en todo el mundo. Me gustaría rendir especial homenaje a su visión de la educación, que ha hecho tanto por formar el ethos que es la fuerza motriz de las escuelas y facultades católicas actuales. Firmemente contrario a cualquier enfoque reductivo o utilitarista, buscó lograr unas condiciones educativas en las que se unificara el esfuerzo intelectual, la disciplina moral y el compromiso religioso. El proyecto de fundar una Universidad Católica en Irlanda le brindó la oportunidad de desarrollar sus ideas al respecto, y la colección de discursos que publicó con el título La Idea de una Universidad sostiene un ideal mediante el cual todos los que están inmersos en la formación académica pueden seguir aprendiendo. Más aún, qué mejor meta pueden fijarse los profesores de religión que la famosa llamada del Beato John Henry por unos laicos inteligentes y bien formados: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla» (La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390). Hoy, cuando el autor de estas palabras ha sido elevado a los altares, pido para que, a través de su intercesión y ejemplo, todos los que trabajan en el campo de la enseñanza y de la catequesis se inspiren con mayor ardor en la visión tan clara que el nos dejó.

Aunque la extensa producción literaria sobre su vida y obras ha prestado comprensiblemente mayor atención al legado intelectual de John Henry Newman, en esta ocasión prefiero concluir con una breve reflexión sobre su vida sacerdotal, como pastor de almas. Su visión del ministerio pastoral bajo el prisma de la calidez y la humanidad está expresado de manera maravillosa en otro de sus famosos sermones: «Si vuestros sacerdotes fueran ángeles, hermanos míos, ellos no podrían compartir con vosotros el dolor, sintonizar con vosotros, no podrían haber tenido compasión de vosotros, sentir ternura por vosotros y ser indulgentes con vosotros, como nosotros podemos; ellos no podrían ser ni modelos ni guías, y no te habrían llevado de tu hombre viejo a la vida nueva, como ellos, que vienen de entre nosotros (“Hombres, no ángeles: los Sacerdotes del evangelio”, Discursos a las Congregaciones Mixtas, 3). Él vivió profundamente esta visión tan humana del ministerio sacerdotal en sus desvelos pastoral por el pueblo de Birmingham, durante los años dedicados al Oratorio que él mismo fundó, visitando a los enfermos y a los pobres, consolando al triste, o atendiendo a los encarcelados. No sorprende que a su muerte, tantos miles de personas se agolparan en las calles mientras su cuerpo era trasladado al lugar de su sepultura, a no más de media milla de aquí. Ciento veinte años después, una gran multitud se ha congregado de nuevo para celebrar el solemne reconocimiento eclesial de la excepcional santidad de este padre de almas tan amado. Qué mejor que expresar nuestra alegría de este momento que dirigiéndonos a nuestro Padre del cielo con sincera gratitud, rezando con las mismas palabras que el Beato John Henry Newman puso en labios del coro celestial de los ángeles:

“Sea alabado el Santísimo en el cielo,
sea alabado en el abismo;
en todas sus palabras el más maravilloso,
el más seguro en todos sus caminos”.
(El Sueño de Gerontius)





                                                                                                              Octubre de 2010


VISITA PASTORAL A PALERMO (3 de octubre de 2010)


3 de octubre de 2010: Celebración de la Santa Misa (Foro Itálico de Palermo)

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Foro Itálico de Palermo

Domingo 3 de octubre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Os saludo a todos con afecto y os agradezco vuestra cordial acogida. Saludo en particular a vuestro pastor, el arzobispo monseñor Paolo Romeo; le agradezco las expresiones de bienvenida que ha querido dirigirme en nombre de todos, y también el significativo regalo que me ha dado. Saludo también a los arzobispos y obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los representantes de las asociaciones y de los movimientos eclesiales. Dirijo un deferente saludo al alcalde, Diego Cammarata, al que agradezco sus amables palabras de saludo, al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar nuestro encuentro. Un agradecimiento especial a quienes han prestado generosamente su colaboración para la organización y preparación de esta jornada.

Queridos amigos, mi visita tiene lugar con ocasión de una importante reunión eclesial regional de los jóvenes y de las familias, con quienes me encontraré por la tarde. Pero he venido también a compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y compromisos, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Cuando los antiguos griegos llegaron a esta zona, como ha recordado el alcalde en su saludo, la llamaron Panormo, es decir, «todo puerto»: un nombre que quería indicar seguridad, paz y serenidad. Al venir por primera vez entre vosotros, mi deseo es que en verdad esta ciudad, inspirándose en los valores más auténticos de su historia y de su tradición, sepa realizar siempre para sus habitantes, así como para toda la nación, el deseo de serenidad y de paz sintetizado en su nombre.

Sé que en Palermo, así como en toda Sicilia, no faltan dificultades, problemas y preocupaciones: pienso, de modo particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, la incertidumbre por el futuro, el sufrimiento físico y moral y, como ha recordado el arzobispo, a causa del crimen organizado. Hoy estoy en medio de vosotros para dar testimonio de mi cercanía y de mi recuerdo en la oración. Estoy aquí para daros un fuerte aliento a no tener miedo de testimoniar con claridad los valores humanos y cristianos, tan profundamente enraizados en la fe y en la historia de este territorio y de su población.

Queridos hermanos y hermanas, toda asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Reunidos para la sagrada Eucaristía, los discípulos del Señor se sumergen en el sacrificio redentor de Cristo, proclaman que él ha resucitado, está vivo y es dador de la vida, y testimonian que su presencia es gracia, fuerza y alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. Todos los textos de la liturgia de este domingo nos hablan de la fe, que es el fundamento de toda la vida cristiana. Jesús educó a sus discípulos a crecer en la fe, a creer y a confiar cada vez más en él, para construir su propia vida sobre roca. Por esto le piden: «Auméntanos la fe» (Lc 17,6). Es una bella petición que dirigen al Señor, es la petición fundamental: los discípulos no piden bienes materiales, no piden privilegios; piden la gracia de la fe, que oriente e ilumine toda la vida; piden la gracia de reconocer a Dios y poder estar en relación íntima con él, recibiendo de él todos sus dones, incluso los de la valentía, el amor y la esperanza.

Sin responder directamente a su petición, Jesús recurre a una imagen paradójica para expresar la increíble vitalidad de la fe. Como una palanca mueve mucho más que su propio peso, así la fe, incluso una pizca de fe, es capaz de realizar cosas impensables, extraordinarias, como arrancar de raíz un árbol grande y transplantarlo en el mar (ib. Lc 17,6). La fe —fiarse de Cristo, acogerlo, dejar que nos transforme, seguirlo sin reservas— hace posibles las cosas humanamente imposibles, en cualquier realidad. Nos da testimonio de esto el profeta Habacuc en la primera lectura. Implora al Señor a partir de una situación tremenda de violencia, de iniquidad y de opresión; y precisamente en esta situación difícil y de inseguridad, el profeta introduce una visión que ofrece una parte del proyecto que Dios está trazando y realizando en la historia: «El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (Ha 2,4). El impío, el que no actúa según la voluntad de Dios, confía en su propio poder, pero se apoya en una realidad frágil e inconsistente; por ello se doblará, está destinado a caer; el justo, en cambio, confía en una realidad oculta pero sólida; confía en Dios y por ello tendrá la vida.

En los siglos pasados la Iglesia que está en Palermo se vio enriquecida y animada por una fe ferviente, que encontró su expresión más alta y acabada en los santos y santas. Pienso en santa Rosalía, a la que veneráis y honráis y que, desde el monte Pellegrino, vela sobre vuestra ciudad, de la que es patrona. Y pienso también en otras dos grandes santas de Sicilia: Águeda y Lucía. No hay que olvidar que vuestro sentido religioso siempre ha inspirado y orientado la vida familiar, alimentando valores, como la capacidad de entrega y de solidaridad con los demás, especialmente con los que sufren, y el innato respeto por la vida, que constituyen una preciosa herencia que se debe custodiar celosamente y se debe impulsar aún más en nuestros días. Queridos amigos, conservad este precioso tesoro de fe de vuestra Iglesia; que sean siempre los valores cristianos los que guíen vuestras decisiones y vuestras acciones.

La segunda parte del Evangelio de hoy presenta otra enseñanza, una enseñanza de humildad, pero que está estrechamente ligada a la fe. Jesús nos invita a ser humildes y pone el ejemplo de un siervo que ha trabajado en el campo. Cuando regresa a casa, el patrón le pide que trabaje más. Según la mentalidad del tiempo de Jesús, el patrón tenía pleno derecho a hacerlo. El siervo debía al patrón una disponibilidad completa, y el patrón no se sentía obligado hacia él por haber cumplido las órdenes recibidas. Jesús nos hace tomar conciencia de que, frente a Dios, nos encontramos en una situación semejante: somos siervos de Dios; no somos acreedores frente a él, sino que somos siempre deudores, porque a él le debemos todo, porque todo es un don suyo. Aceptar y hacer su voluntad es la actitud que debemos tener cada día, en cada momento de nuestra vida. Ante Dios no debemos presentarnos nunca como quien cree haber prestado un servicio y por ello merece una gran recompensa. Esta es una falsa concepción que puede nacer en todos, incluso en las personas que trabajan mucho al servicio del Señor, en la Iglesia. En cambio, debemos ser conscientes de que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios. Debemos decir, como nos sugiere Jesús: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). Esta es una actitud de humildad que nos pone verdaderamente en nuestro sitio y permite al Señor ser muy generoso con nosotros. En efecto, en otra parte del Evangelio nos promete que «se ceñirá, nos pondrá a su mesa y nos servirá» (cf. Lc 12,37). Queridos amigos, si hacemos cada día la voluntad de Dios, con humildad, sin pretender nada de él, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude, quien nos anime, quien nos dé fuerza y serenidad.

También el apóstol san Pablo, en la segunda lectura de hoy, habla de la fe. Invita a Timoteo a tener fe y, por medio de ella, a practicar la caridad. Exhorta al discípulo a reavivar en la fe el don de Dios que está en él por la imposición de las manos de Pablo, es decir, el don de la ordenación, recibido para desempeñar el ministerio apostólico como colaborador de Pablo (cf. 2Tm 1,6). No debe dejar apagar este don; debe hacerlo cada vez más vivo por medio de la fe. Y el Apóstol añade: «Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (v. 2Tm 1,7).

Queridos palermitanos y queridos sicilianos, vuestra bella isla fue una de las primeras regiones de Italia que acogió la fe de los apóstoles, recibió el anuncio de la Palabra de Dios y se adhirió a la fe de una manera tan generosa que, incluso en medio de las dificultades y las persecuciones, siempre ha germinado en ella la flor de la santidad. Sicilia ha sido y es tierra de santos, pertenecientes a todas las condiciones de vida, que ha vivido el Evangelio con sencillez e integridad. A vosotros, fieles laicos, os repito: ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos ambientes de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana, sobre todo en las difíciles! La fe os da la fuerza de Dios para tener siempre confianza y valentía, para seguir adelante con nueva decisión, para emprender las iniciativas necesarias a fin de dar un rostro cada vez más bello a vuestra tierra. Y cuando encontréis la oposición del mundo, escuchad las palabras del Apóstol: «No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor» (v. 2Tm 1,8). Hay que avergonzarse del mal, de lo que ofende a Dios, de lo que ofende al hombre; hay que avergonzarse del mal que se produce a la comunidad civil y religiosa con acciones que se pretende que queden ocultas. La tentación del desánimo, de la resignación, afecta a quien es débil en la fe, a quien confunde el mal con el bien, a quien piensa que ante el mal, con frecuencia profundo, no hay nada que hacer. En cambio, quien está sólidamente fundado en la fe, quien tiene plena confianza en Dios y vive en la Iglesia, es capaz de llevar la fuerza extraordinaria del Evangelio. Así se comportaron los santos y las santas que florecieron a lo largo de los siglos en Palermo y en toda Sicilia, así como laicos y sacerdotes de hoy, bien conocidos a vosotros, como por ejemplo don Pino Puglisi. Que sean ellos quienes os mantengan siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Pueblo de Sicilia, mira con esperanza tu futuro. Haz emerger en toda su luz el bien que quieres, que buscas y que tienes. Vive con valentía los valores del Evangelio para hacer que resplandezca la luz del bien. Con la fuerza de Dios todo es posible. Que la Madre de Cristo, la Virgen Odigitria, tan venerada por vosotros, os asista y os lleve al conocimiento profundo de su Hijo.





10 de octubre de 2010: Santa Misa de inauguración de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio

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Basílica de San Pedro

Domingo 10 de octubre de 2010



Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

La celebración eucarística, acción de gracias a Dios por excelencia, está marcada hoy para nosotros, reunidos ante el sepulcro de San Pedro, por un motivo extraordinario: la gracia de ver reunidos por primera vez en una Asamblea sinodal, alrededor del Obispo de Roma y Pastor Universal, a los obispos de la región medioriental. Este singular acontecimiento demuestra el interés de toda la Iglesia por la valiosa y amada porción del pueblo de Dios que vive en Tierra Santa y en todo Oriente Medio.

Ante todo elevamos nuestra acción de gracias al Señor de la historia porque ha permitido siempre, pese a acontecimientos con frecuencia difíciles y dolorosos, la continuidad de la presencia de los cristianos en Oriente Medio desde los tiempos de Jesús hasta hoy. En esas tierras la única Iglesia de Cristo se expresa en la variedad de las tradiciones litúrgicas, espirituales, culturales y disciplinarias de las seis venerables Iglesias orientales católicas sui iuris, así como en la tradición latina. El fraterno saludo, que dirijo con gran afecto a los Patriarcas de cada una de ellas, quiere extenderse en este momento a todos los fieles encomendados a su solicitud pastoral en los respectivos países y también en la diáspora.

En este domingo 28º del tiempo ordinario, la Palabra de Dios ofrece un tema de meditación que se aproxima de manera significativa al acontecimiento sinodal que hoy inauguramos. La lectura continua del Evangelio de san Lucas nos lleva al episodio de la curación de los diez leprosos, de los cuales uno solo, un samaritano, vuelve atrás para dar gracias a Jesús. En relación con este texto, la primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, relata la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, también él leproso, que fue curado sumergiéndose siete veces en las aguas del río Jordán, como le ordenó el profeta Eliseo. Naamán también retorna adonde el profeta y, reconociendo en él al mediador de Dios, profesa su fe en el único Señor. Dos enfermos de lepra, por lo tanto, dos hombres no judíos, que se curan porque creen en la palabra del enviado de Dios. Se curan en el cuerpo, pero se abren a la fe y esta los cura en el alma, es decir, los salva.

El salmo responsorial canta esta realidad: «Yahvé ha dado a conocer su salvación, ha revelado su justicia a las naciones; se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel» (Ps 98,2-3). Aquí está entonces el tema: la salvación es universal pero pasa a través de una mediación determinada, histórica: la mediación del pueblo de Israel, que se convierte luego en la de Jesucristo y de la Iglesia. La puerta de la vida está abierta para todos pero, justamente, es una «puerta», es decir un pasaje definido y necesario. Lo afirma sintéticamente la fórmula paulina que hemos escuchado en la segunda carta a Timoteo: «La salvación que está en Cristo Jesús» (2Tm 2,10). Es el misterio de la universalidad de la salvación y al mismo tiempo de su vínculo necesario con la mediación histórica de Jesucristo, precedida por la del pueblo de Israel y prolongada por la de la Iglesia. Dios es amor y quiere que todos los hombres participen de su vida; para realizar este designio él, que es uno y trino, crea en el mundo un misterio de comunión humano y divino, histórico y trascendente: lo crea con el «método» —por decirlo así— de la alianza, vinculándose con amor fiel e interminable a los hombres, formando un pueblo santo que se convierta en una bendición para todas las familias de la tierra (cf. Gn 12,3). Se revela así como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3,6), que quiere llevar a su pueblo a la «tierra» de la libertad y de la paz. Esta «tierra» no es de este mundo; todo el designio divino sobrepasa a la historia, pero el Señor lo quiere construir con los hombres, por los hombres y en los hombres, a partir de las coordenadas de espacio y tiempo en las que ellos viven y que él mismo ha dado.

De dichas coordenadas forma parte, con su especificidad, lo que nosotros llamamos «Oriente Medio». Dios también ve esta región del mundo desde una perspectiva distinta, podríamos decir «desde lo alto»: es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob; la tierra del éxodo y del regreso del exilio; la tierra del templo y de los profetas; la tierra en la que el Hijo Unigénito nació de María, donde vivió, murió y resucitó; la cuna de la Iglesia, constituida para llevar el Evangelio de Cristo hasta los confines del mundo. Y también nosotros, como creyentes, miramos a Oriente Medio con esta mirada, desde el punto de vista de la historia de la salvación. Es la perspectiva interior que me ha guiado en los viajes apostólicos a Turquía, Tierra Santa —Jordania, Israel, Palestina— y Chipre, donde he podido conocer de cerca las alegrías y las preocupaciones de las comunidades cristianas. Por eso también he acogido de buen grado la propuesta de los patriarcas y obispos de convocar una Asamblea sinodal para reflexionar juntos, a la luz de las Sagradas Escrituras y de la Tradición de la Iglesia, sobre el presente y el futuro de los fieles y las poblaciones de Oriente Medio.

Mirar esa parte del mundo desde la perspectiva de Dios significa reconocer en ella la «cuna» de un designio universal de salvación en el amor, un misterio de comunión que se cumple en la libertad y, por tanto, pide a los hombres una respuesta. Abraham, los profetas, la Virgen María son los protagonistas de esta respuesta, que tiene su último cumplimiento en Jesucristo, hijo de esa misma tierra, pero que bajó del cielo. De él, de su corazón y de su Espíritu, nació la Iglesia, que es peregrina en este mundo, pero que le pertenece. La Iglesia está constituida para ser, en medio de los hombres, signo e instrumento del único y universal proyecto salvífico de Dios; cumple esta misión sencillamente siendo ella misma, es decir, «comunión y testimonio», como reza el tema de la Asamblea sinodal que se abre hoy, y que hace referencia a la célebre definición que da san Lucas de la primera comunidad cristiana: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32). Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión. Lo dijo claramente Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Esta comunión es la vida misma de Dios que se comunica en el Espíritu Santo, mediante Jesucristo. Es, por tanto, un don, no algo que ante todo tenemos que construir con nuestras fuerzas. Y es precisamente por esto por lo que interpela nuestra libertad y espera nuestra respuesta: la comunión nos pide siempre la conversión, como don que debe ser acogido y cumplido cada vez mejor. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran pocos. Nadie habría podido imaginarse lo que ocurrió después. Y la Iglesia vive siempre de esa misma fuerza que la hizo ponerse en marcha y crecer. Pentecostés es el acontecimiento originario, pero también es un dinamismo permanente, y el Sínodo de los obispos es un momento privilegiado en el que se puede renovar en el camino de la Iglesia la gracia de Pentecostés, a fin de que la Buena Nueva sea anunciada con franqueza y pueda ser acogida por todas las gentes.

Por consiguiente, la finalidad de esta Asamblea sinodal es sobre todo pastoral. Aunque no podemos ignorar la delicada y, a veces, dramática situación social y política de algunos países, los pastores de las Iglesias en Oriente Medio desean concentrarse en los aspectos relacionados con su misión. A este respecto el Instrumentum laboris, elaborado por un Consejo pre-sinodal a cuyos miembros agradezco vivamente el trabajo realizado, subraya esta finalidad eclesial de la Asamblea, evidenciando su intención de reavivar la comunión de la Iglesia católica en Oriente Medio bajo la guía del Espíritu Santo. Ante todo en el interior de cada Iglesia, entre sus miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos, personas de vida consagrada y laicos. Y, después, en las relaciones con las demás Iglesias. La vida eclesial, fortalecida de este modo, verá producir unos frutos muy positivos en el camino ecuménico con las otras Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Oriente Medio. Es una ocasión propicia, además, para proseguir de forma constructiva el diálogo tanto con los judíos, con los cuales nos une de forma indisoluble la larga historia de la Alianza, como con los musulmanes. Los trabajos de la Asamblea sinodal están orientados también al testimonio de los cristianos en ámbito personal, familiar y social. Esto exige que se refuerce su identidad cristiana mediante la Palabra de Dios y los Sacramentos. Todos deseamos que los fieles sientan la alegría de vivir en Tierra Santa, tierra bendecida por la presencia y por el glorioso misterio pascual del Señor Jesucristo. A lo largo de los siglos esos Lugares han atraído a multitud de peregrinos y, también, a comunidades religiosas masculinas y femeninas que han considerado un gran privilegio poder vivir y dar testimonio en la Tierra de Jesús. A pesar de las dificultades, los cristianos de Tierra Santa están llamados a reavivar la conciencia de ser piedras vivas de la Iglesia en Oriente Medio, en los Lugares santos de nuestra salvación. Pero vivir de forma digna en la propia patria es, antes que nada, un derecho humano fundamental: por ello, es necesario favorecer las condiciones de paz y justicia, indispensables para un desarrollo armonioso de todos los habitantes de la región. Todos, por lo tanto, están llamados a dar su contribución: la comunidad internacional, favoreciendo un camino fiable, leal y constructivo hacia la paz; las religiones presentes de forma mayoritaria en la región, promoviendo los valores espirituales y culturales que unen a los hombres y excluyen toda expresión de violencia. Los cristianos seguirán dando su contribución no sólo con las obras de promoción social, como los institutos de educación y de salud sino, y sobre todo, con el espíritu de las Bienaventuranzas evangélicas, que anima a la práctica del perdón y la reconciliación. Con este compromiso tendrán siempre el apoyo de toda la Iglesia, como testifica de forma solemne la presencia aquí de los delegados de los Episcopados de otros continentes.

Queridos amigos, encomendemos los trabajos de la Asamblea sinodal para Oriente Medio a los numerosos santos y santas de esta tierra bendita; invoquemos sobre ella la constante protección de la santísima Virgen María, para que las próximas jornadas de oración, reflexión y comunión fraterna sean portadoras de buenos frutos para el presente y el futuro de las queridas poblaciones de Oriente Medio. A ellas dirigimos de todo corazón el saludo de buen augurio: «Paz para ti, paz para tu casa y paz para todo lo tuyo» (1S 25,6).





17 de octubre de 2010: Canonización de los beatos: Estanislao Soltys (Kazimierczyk) (1433 - 1489), Andrés (Alfred) Bessette (1845 - 1937),

Cándida María de Jesús (juan Josefa) Cipitria y Barriola (1845 - 1912), María de la Cruz (Mary Helen) MacKillop (1842 - 1909),

Julia Salzano (1846 - 1929), Bautista (Camila) de Varano (1458 - 1524)

17100

Plaza de San Pedro

Domingo 17 de octubre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Se renueva hoy en la plaza de San Pedro la fiesta de la santidad. Con alegría os doy mi cordial bienvenida a vosotros, que habéis llegado, incluso de muy lejos, para participar en ella. Un saludo particular a los cardenales, a los obispos y a los superiores generales de los institutos fundados por los nuevos santos, así como a las delegaciones oficiales y a todas las autoridades civiles. Juntos procuremos acoger lo que el Señor nos dice en las Sagradas Escrituras que se acaban de proclamar. La liturgia de este domingo nos ofrece una enseñanza fundamental: la necesidad de orar siempre, sin cansarse. A veces nos cansamos de orar, tenemos la impresión de que la oración no es tan útil para la vida, que es poco eficaz. Por ello, tenemos la tentación de dedicarnos a la actividad, a emplear todos los medios humanos para alcanzar nuestros objetivos, y no recurrimos a Dios. Jesús, en cambio, afirma que hay que orar siempre, y lo hace mediante una parábola específica (cf. Lc 18,1-8).

En ella se habla de un juez que no teme a Dios y no siente respeto por nadie, un juez que no tiene una actitud positiva, sino que sólo busca su interés. No tiene temor del juicio de Dios ni respeto por el prójimo. El otro personaje es una viuda, una persona en una situación de debilidad. En la Biblia la viuda y el huérfano son las categorías más necesitadas, porque están indefensas y sin medios. La viuda va al juez y le pide justicia. Sus posibilidades de ser escuchada son casi nulas, porque el juez la desprecia y ella no puede hacer ninguna presión sobre él. Tampoco puede apelar a principios religiosos, porque el juez no teme a Dios. Por lo tanto, al parecer esta viuda no tiene ninguna posibilidad. Pero ella insiste, pide sin cansarse, es importuna; así, al final logra obtener del juez el resultado. Aquí Jesús hace una reflexión, usando el argumento a fortiori: si un juez injusto al final se deja convencer por el ruego de una viuda, mucho más Dios, que es bueno, escuchará a quien le ruega. En efecto, Dios es la generosidad en persona, es misericordioso y, por consiguiente, siempre está dispuesto a escuchar las oraciones. Por tanto, nunca debemos desesperar, sino insistir siempre en la oración.

La conclusión del pasaje evangélico habla de la fe: «Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Es una pregunta que quiere suscitar un aumento de fe por nuestra parte. De hecho, es evidente que la oración debe ser expresión de fe; de otro modo no es verdadera oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede orar de modo verdaderamente adecuado. La fe es esencial como base de la actitud de la oración. Es lo que hicieron los seis nuevos santos que hoy se presentan a la veneración de la Iglesia universal: Estanislao Soltys, Andrés Bessette, Cándida María de Jesús Cipitria y Barriola, María de la Cruz MacKillop, Julia Salzano y Bautista Camila de Varano.

San Estanislao Kazimierczyk, religioso del siglo XV, puede ser también para nosotros ejemplo e intercesor. Toda su vida estuvo vinculada a la Eucaristía. Ante todo en la iglesia del Corpus Christi en Kazimierz, en la actual Cracovia, donde, junto a su madre y a su padre, aprendió la fe y la piedad; donde emitió los votos religiosos en la Orden de los Canónigos Regulares; donde trabajó como sacerdote, educador, dedicado al cuidado de los necesitados. Sin embargo, estaba vinculado de forma especial a la Eucaristía mediante un amor ardiente a Cristo presente bajo las especies del pan y del vino; viviendo el misterio de la muerte y de la resurrección, que se realiza de modo incruento en la santa misa; a través de la práctica del amor al prójimo, del cual la Comunión es fuente y signo.

El hermano Andrés Bessette, originario de Quebec, Canadá, y religioso de la Congregación de la Santa Cruz, conoció muy pronto el sufrimiento y la pobreza, que lo llevaron a recurrir a Dios mediante la oración y una vida interior intensa. Portero del colegio de Nuestra Señora de Montreal, manifestó una caridad sin límites y se esforzó por aliviar las miserias de quienes se dirigían a él. Aunque estaba muy poco instruido, comprendió dónde se hallaba lo esencial de su fe. Para él, creer significaba someterse libremente y por amor a la voluntad divina. Lleno del misterio de Jesús, vivió la bienaventuranza de los corazones puros, la de la rectitud personal. Gracias a esta sencillez hizo que muchos vieran a Dios. Hizo construir el Oratorio San José de Mont Royal, del que fue guardián fiel hasta su muerte en 1937. Fue testigo de innumerables curaciones y conversiones. «No intentéis evitar las pruebas —decía—, más bien pedid la gracia de soportarlas». Para él, todo hablaba de Dios y de su presencia. Como él, busquemos también nosotros a Dios con sencillez para descubrirlo siempre presente en el corazón de nuestra vida. Que el ejemplo del hermano Andrés inspire la vida cristiana canadiense.

Cuando el Hijo del hombre venga para hacer justicia a los elegidos, ¿encontrará esta fe en la tierra? (cf. Lc 18,18). Hoy podemos decir que sí, con alivio y firmeza, al contemplar figuras como la madre Cándida María de Jesús Cipitria y Barriola. Aquella muchacha de origen sencillo, con un corazón en el que Dios puso su sello y que la llevaría muy pronto, con la guía de sus directores espirituales jesuitas, a tomar la firme resolución de vivir «sólo para Dios». Decisión mantenida fielmente, como ella misma recuerda cuando estaba a punto de morir. Vivió para Dios y para lo que él más quiere: llegar a todos, llevarles a todos la esperanza que no vacila, y especialmente a quienes más lo necesitan. «Donde no hay lugar para los pobres, tampoco lo hay para mí», decía la nueva santa, que con escasos medios contagió a otras hermanas para seguir a Jesús y dedicarse a la educación y promoción de la mujer. Nacieron así las Hijas de Jesús, que hoy tienen en su fundadora un modelo de vida muy alto que imitar, y una misión apasionante que proseguir en los numerosos países donde ha llegado el espíritu y los anhelos de apostolado de la madre Cándida.

«Recordad quiénes fueron vuestros maestros: de ellos podéis aprender la sabiduría que lleva a la salvación por la fe en Jesucristo». Durante muchos años, innumerables jóvenes, a lo largo y ancho de Australia, han sido bendecidos con profesores que se han inspirado en el ejemplo santo y valiente de celo, perseverancia y oración de la madre Mary MacKillop. Ella en su juventud se dedicó a la educación de los pobres en la difícil y exigente zona rural de Australia, impulsando a otras mujeres a unirse a ella en la primera comunidad de religiosas de ese país. Atendió las necesidades de cada uno de los jóvenes que se confiaron a ella, sin reparar en su posición social o su riqueza, proporcionándoles tanto una formación espiritual como intelectual. A pesar de los muchos desafíos, sus oraciones a san José y su incansable devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien dedicó su nueva congregación, confirieron a esta santa mujer las gracias necesarias para permanecer fiel a Dios y a la Iglesia. Que por su intercesión sus seguidores sigan sirviendo hoy a Dios y a la Iglesia con fe y humildad.

En la segunda mitad del siglo XIX, en Campania, en el sur de Italia, el Señor llamó a una joven maestra de la escuela primaria, Julia Salzano, y la convirtió en apóstol de la educación cristiana, fundadora de la congregación de las Hermanas Catequistas del Sagrado Corazón de Jesús. La madre Julia comprendió bien la importancia de la catequesis en la Iglesia y, uniendo la preparación pedagógica al fervor espiritual, se dedicó a ella con generosidad e inteligencia, contribuyendo a la formación de personas de toda edad y posición social. Repetía a sus hermanas que deseaba impartir catecismo hasta la última hora de su vida, demostrando con todo su ser que si «Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida», no se debía anteponer nada a esta tarea. Que el ejemplo y la intercesión de santa Julia Salzano sostengan a la Iglesia en su perenne tarea de anunciar a Cristo y formar auténticas conciencias cristianas.

Santa Bautista Camila de Varano, monja clarisa del siglo XV, testimonió con todas sus fuerzas el sentido evangélico de la vida, especialmente perseverando en la oración. Entró a los 23 años en el monasterio de Urbino y se integró como protagonista de aquel vasto movimiento de reforma de la espiritualidad femenina franciscana que se proponía recuperar plenamente el carisma de santa Clara de Asís. Promovió nuevas fundaciones monásticas en Camerino, donde fue elegida abadesa en varias ocasiones, en Fermo y en San Severino. La vida de santa Bautista, totalmente inmersa en las profundidades divinas, fue una ascensión constante por el camino de la perfección, con un amor heroico a Dios y al prójimo. Estuvo marcada por grandes sufrimientos y místicos consuelos; en efecto, como ella misma escribe, había decidido «entrar en el Sagrado Corazón de Jesús y ahogarse en el océano de sus dolorosísimos sufrimientos». En un tiempo en el que la Iglesia sufría un relajamiento de las costumbres, ella recorrió con decisión el camino de la penitencia y de la oración, animada por el ardiente deseo de renovación del Cuerpo místico de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que resplandece en la Iglesia y hoy se refleja en el rostro de estos hermanos y hermanas nuestros. Jesús nos invita también a cada uno de nosotros a seguirlo para tener en herencia la vida eterna.

Dejémonos atraer por estos ejemplos luminosos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que nuestra existencia sea un cántico de alabanza a Dios. Que nos obtengan esta gracia la Virgen María y la intercesión de los seis nuevos santos, a los que hoy con alegría veneramos. Amén.





24 de octubre de 2010: Santa Misa conclusiva de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos

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Benedicto XVI Homilias 19910