Benedicto XVI Homilias 24100

24100

Basílica Vaticana

Domingo 24 de octubre de 2010



Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

A dos semanas de distancia de la celebración de apertura, nos volvemos a reunir en el día del Señor, alrededor del altar de la Confesión de la basílica de San Pedro, para concluir la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Nuestro corazón está lleno de profunda gratitud a Dios, que nos ha donado esta experiencia realmente extraordinaria, no sólo para nosotros, sino para el bien de la Iglesia, del pueblo de Dios que vive en las tierras entre el Mediterráneo y Mesopotamia. Como Obispo de Roma, deseo compartir mi agradecimiento con vosotros, venerados padres sinodales: cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos. En particular, doy las gracias al secretario general, a los cuatro presidentes delegados, al relator general, al secretario especial y a todos los colaboradores, que en estos días han trabajado sin escatimar esfuerzos.

Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido «al templo para orar»; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18,9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos «volver a casa» verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.

La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. «La oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35,17); y el salmista añade: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos» (Ps 34,19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que «no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (Si 35,18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.

Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2Tm 4,7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. «Pero el Señor, —prosigue san Pablo— me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (2Tm 4,17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor.

La Asamblea sinodal que hoy se concluye ha tenido presente siempre la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita en los Hechos de los Apóstoles: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32). Es una realidad experimentada en los días pasados, durante los cuales hemos compartido las alegrías y los dolores, las preocupaciones y las esperanzas de los cristianos de Oriente Medio. Hemos vivido la unidad de la Iglesia en la variedad de las Iglesias presentes en esa región. Guiados por el Espíritu Santo, hemos llegado a ser «un solo corazón y una sola alma» en la fe, en la esperanza y en la caridad, sobre todo durante las celebraciones eucarísticas, fuente y culmen de la comunión eclesial, así como en la Liturgia de las Horas, celebrada cada mañana en uno de los siete ritos católicos de Oriente Medio. Así, hemos valorado la riqueza litúrgica, espiritual y teológica de las Iglesias orientales católicas, además de la de la Iglesia latina. Se ha tratado de un intercambio de dones preciosos, del que se han beneficiado todos los padres sinodales. Es de desear que esta experiencia positiva se repita también en las respectivas comunidades de Oriente Medio, favoreciendo la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas de los demás ritos católicos y, por tanto, la apertura a las dimensiones de la Iglesia universal.

La oración común nos ha ayudado también a afrontar los desafíos de la Iglesia católica en Oriente Medio. Uno de ellos es la comunión en el seno de cada Iglesia sui iuris, así como en las relaciones entre las varias Iglesias católicas de distintas tradiciones. Como nos ha recordado la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 18,9-14), necesitamos humildad para reconocer nuestros límites, nuestros errores y nuestras omisiones, a fin de poder formar verdaderamente «un solo corazón y una sola alma». Una comunión más plena en el seno de la Iglesia católica favorece también el diálogo ecuménico con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. En esta Asamblea sinodal la Iglesia católica ha corroborado también su profunda convicción de proseguir este diálogo, con el fin de que se realice plenamente la oración del Señor Jesús «para que todos sean uno» (Jn 17,21).

A los cristianos en Oriente Medio se pueden aplicar las palabras del Señor Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12,32). En efecto, aunque su número es escaso, son portadores de la buena nueva del amor de Dios por el hombre, amor que se reveló precisamente en Tierra Santa en la persona de Jesucristo. Esta Palabra de salvación, reforzada con la gracia de los sacramentos, resuena con particular eficacia en los lugares en los que, por designio de Dios, se escribió, y es la única Palabra capaz de romper el círculo vicioso de la venganza, del odio y de la violencia. De un corazón purificado, en paz con Dios y con el prójimo, pueden nacer propósitos e iniciativas de paz a nivel local, nacional e internacional. A esta obra, a cuya realización está llamada toda la comunidad internacional, los cristianos, ciudadanos de pleno derecho, pueden y deben dar su contribución con el espíritu de las bienaventuranzas, convirtiéndose así en constructores de paz y en apóstoles de reconciliación para el bien de toda la sociedad.

Desde hace demasiado tiempo en Oriente Medio perduran los conflictos, las guerras, la violencia, el terrorismo. La paz, que es don de Dios, también es el resultado de los esfuerzos de los hombres de buena voluntad, de las instituciones nacionales e internacionales, y en particular de los Estados más implicados en la búsqueda de la solución de los conflictos. Nunca debemos resignarnos a la falta de paz. La paz es posible. La paz es urgente. La paz es la condición indispensable para una vida digna de la persona humana y de la sociedad. La paz es también el mejor remedio para evitar la emigración de Oriente Medio. «Invocad la paz para Jerusalén» nos dice el Salmo (Ps 122,6). Oremos por la paz en Tierra Santa. Oremos por la paz en Oriente Medio, esforzándonos para que este don de Dios ofrecido a los hombres de buena voluntad se difunda en el mundo entero.

Otra contribución que los cristianos pueden aportar a la sociedad es la promoción de una auténtica libertad religiosa y de conciencia, uno de los derechos fundamentales de la persona humana que cada Estado debería respetar siempre. En numerosos países de Oriente Medio existe la libertad de culto, pero no pocas veces el espacio de la libertad religiosa es muy limitado. Ampliar este espacio de libertad es una exigencia para garantizar a todos los que pertenecen a las distintas comunidades religiosas la verdadera libertad de vivir y profesar su fe. Este tema podría ser objeto de diálogo entre los cristianos y los musulmanes, diálogo cuya urgencia y utilidad ha sido ratificada por los padres sinodales.

Durante los trabajos de la Asamblea se ha subrayado a menudo la necesidad de volver a proponer el Evangelio a las personas que lo conocen poco o que incluso se han alejado de la Iglesia. Se ha evocado muchas veces la urgente necesidad de una nueva evangelización también para Oriente Medio. Se trata de un tema muy extendido, sobre todo en los países de antigua cristianización. También la reciente creación del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización responde a esta profunda exigencia. Por eso, después de haber consultado al Episcopado de todo el mundo y después de haber escuchado al Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, he decidido dedicar la próxima Asamblea general ordinaria, en 2012, al siguiente tema: «Nova evangelizatio ad christianam fidem tradendam», «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana».

Queridos hermanos y hermanas de Oriente Medio, que la experiencia de estos días os asegure que no estáis nunca solos, que os acompañan siempre la Santa Sede y toda la Iglesia, la cual, nacida en Jerusalén, se extendió por Oriente Medio y después por el mundo entero. Encomendamos la aplicación de los resultados de la Asamblea especial para Oriente Medio, así como la preparación de la Asamblea general ordinaria, a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de la paz. Amén.





                                                                                                              Noviembre de 2010



4 de noviembre de 2010: Misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos durante los últimos doce meses

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Altar de la Cátedra de la Basílica Vaticana

Jueves 4 de noviembre de 2010



Señores cardenales;
queridos hermanos y hermanas:

«Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba». Las palabras que acabamos de escuchar en la segunda lectura (Col 3,1-4) nos invitan a elevar la mirada a las realidades celestiales. De hecho, con la expresión «las cosas de arriba» san Pablo alude al cielo, pues añade: «donde se encuentra Cristo sentado a la diestra de Dios». El Apóstol quiere referirse a la condición de los creyentes, de los que han «muerto» al pecado y cuya vida «ya está oculta con Cristo en Dios». Están llamados a vivir cada día en el señorío de Cristo, principio y coronamiento de todas sus acciones, testimoniando la vida nueva que se nos ha dado en el Bautismo. Esta renovación en Cristo se realiza en lo más íntimo de la persona: mientras continúa la lucha contra el pecado es posible progresar en la virtud, tratando de dar una respuesta plena y pronta a la gracia de Dios.

Por antítesis, el Apóstol señala luego «las cosas de la tierra», evidenciando así que la vida en Cristo conlleva una «elección de campo», una renuncia radical a todo lo que —como lastre— mantiene al hombre atado a la tierra, corrompiendo su alma. La búsqueda de las «cosas de arriba» no quiere decir que el cristiano deba descuidar sus obligaciones y tareas terrenas; pero debe evitar perderse en ellas, como si tuvieran un valor definitivo. La referencia a las realidades del cielo es una invitación a reconocer la relatividad de lo que está destinado a pasar, frente a los valores que no sufren la erosión del tiempo. Se trata de trabajar, de comprometerse, de concederse el justo descanso, pero con el sereno desapego de quien sabe que sólo es un viandante en camino hacia la patria celestial, un peregrino, en cierto sentido un extranjero hacia la eternidad.

A esta meta última han llegado ya los cardenales Peter Seiichi Shirayanagi, Cahal Brendan Daly, Armand Gaétan Razafindratandra, Thomáš Špidlik, Paul Augustin Mayer, Luigi Poggi; así como los numerosos arzobispos y obispos que nos han dejado a lo largo de este último año. Con sentimientos de afecto queremos recordarlos, dando gracias a Dios por los dones que ha otorgado a la Iglesia precisamente a través de estos hermanos nuestros que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. Nuestra acción de gracias se convierte en oración de sufragio por ellos, para que el Señor los acoja en la bienaventuranza del Paraíso. Por sus almas elegidas ofrecemos esta santa Eucaristía, reunidos en torno al altar, en el que se hace presente el sacrificio que proclama la victoria de la Vida sobre la muerte, de la Gracia sobre el pecado, del Paraíso sobre el infierno.

Nos complace recordar a estos venerados hermanos nuestros como pastores celosos cuyo ministerio estuvo marcado siempre por el horizonte escatológico que anima la esperanza en la felicidad sin sombra, que se nos ha prometido para después de esta vida; como testigos del Evangelio que buscaron vivir las «cosas de arriba», que son fruto del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5,22); como cristianos y pastores animados por una fe profunda, por el deseo vivo de configurarse con Cristo y de adherirse íntimamente a su persona, contemplando incesantemente su rostro en la oración. Por esto pudieron gustar anticipadamente la «vida eterna», de la que habla la página del Evangelio de hoy (cf. Jn 3,13-17) y que Cristo mismo prometió a «todos los que creen en él». La expresión «vida eterna», de hecho, designa el don divino concedido a la humanidad: la comunión con Dios en este mundo y su plenitud en el futuro.

El Misterio pascual de Cristo nos ha abierto la vida eterna, y la fe es el camino para alcanzarla. Lo vemos en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo y que recoge el evangelista san Juan: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3,14-15). Aquí se hace referencia explícita al episodio narrado en el libro de los Números (Nb 21,1-9), que pone de relieve la fuerza salvífica de la fe en la Palabra divina. Durante el éxodo, el pueblo israelita se había rebelado contra Moisés y contra Dios, y fue castigado con la plaga de las serpientes venenosas. Moisés pidió perdón, y Dios, aceptando el arrepentimiento de los israelitas, le ordena: «Hazte una serpiente y ponla sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá». Y así sucedió. Jesús, en la conversación con Nicodemo, desvela el sentido más profundo de ese acontecimiento de salvación, relacionándolo con su propia muerte y resurrección: el Hijo del hombre tiene que ser levantado en el madero de la cruz para que todo el que crea tenga por él vida. San Juan ve precisamente en el misterio de la cruz el momento en el que se revela la gloria regia de Jesús, la gloria de un amor que se entrega totalmente en la pasión y muerte. Así la cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte, de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el cual, con mirada de fe, se pueden vislumbrar los frutos de la salvación.

Siguiendo el diálogo con Nicodemo, Jesús profundiza ulteriormente el sentido salvífico de la cruz, revelando cada vez con mayor claridad que consiste en el inmenso amor de Dios y en el don del Hijo unigénito: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único». Esta es una de las palabras centrales del Evangelio. El sujeto es Dios Padre, origen de todo el misterio creador y redentor. Los verbos «amar» y «dar» indican un acto decisivo y definitivo que expresa la radicalidad con la que Dios se ha acercado al hombre en el amor, hasta la entrega total, hasta cruzar el umbral de nuestra última soledad, descendiendo al abismo de nuestro extremo abandono, superando la puerta de la muerte. El objeto y el beneficiario del amor divino es el mundo, es decir, la humanidad. Es una palabra que elimina completamente la idea de un Dios lejano y extraño al camino del hombre, y más bien desvela su verdadero rostro: él nos dio a su Hijo por amor, para que fuera el Dios cercano, para hacernos sentir su presencia, para salir a nuestro encuentro y llevarnos en su amor, de modo que toda la vida esté animada por este amor divino. El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar la vida. Dios no actúa como un amo, sino que ama sin medida. No manifiesta su omnipotencia en el castigo, sino en la misericordia y en el perdón. Comprender todo esto significa entrar en el misterio de la salvación: Jesús vino para salvar y no para condenar; con el sacrificio de la cruz revela el rostro de amor de Dios. Y precisamente por la fe en el amor sobreabundante que nos da en Cristo Jesús sabemos que incluso la más pequeña fuerza de amor es mayor que la máxima fuerza destructora y puede transformar el mundo, y por esta misma fe podemos tener una «esperanza fiable», la esperanza en la vida eterna y en la resurrección de la carne.

Queridos hermanos y hermanas, con las palabras de la primera lectura, tomada del libro de las Lamentaciones, pedimos que los cardenales, los arzobispos y los obispos que hoy recordamos, generosos servidores del Evangelio y de la Iglesia, puedan ahora conocer plenamente cuán «bueno es el Señor para el que en él espera, para el alma que le busca» (cf. Lm 3,25) y experimentar que «del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (Ps 129,7). Y nosotros, peregrinos en camino hacia la Jerusalén celestial, aguardamos en silencio, con esperanza firme, la salvación del Señor (cf. Lm 3,26), tratando de caminar por las sendas del bien, sostenidos por la gracia de Dios, recordando siempre que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (He 13,14). Amén.







VIAJE APOSTÓLICO A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y BARCELONA (6-7 DE NOVIEMBRE DE 2010)


6 de noviembre de 2010: Santa Misa con ocasión del Año Santo Compostelano en la Plaza del Obradoiro (Santiago de Compostela)

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Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela

Sábado 6 de noviembre de 2010





En gallego:

Benqueridos irmáns en Xesucristo:

Dou gracias a Deus polo don de poder estar aquí, nesta espléndida praza chea de arte, cultura e significado espiritual. Neste Ano Santo, chego como peregrino entre os peregrinos, acompañando a tantos deles que veñen ata aquí sedentos da fe en Cristo Resucitado. Fe anunciada e transmitida fielmente polos Apóstolos, como Santiago o Maior, ao que se venera en Compostela desde tempo inmemorial.

[Amadísimos Hermanos en Jesucristo:

Doy gracias a Dios por el don de poder estar aquí, en esta espléndida plaza repleta de arte, cultura y significado espiritual. En este Año Santo, llego como peregrino entre los peregrinos, acompañando a tantos como vienen hasta aquí sedientos de la fe en Cristo resucitado. Fe anunciada y transmitida fielmente por los Apóstoles, como Santiago el Mayor, a quien se venera en Compostela desde tiempo inmemorial.]

Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio Barrio, Arzobispo de esta Iglesia particular, y la amable presencia de Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como de los numerosos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo cordial a los Parlamentarios Europeos, miembros del intergrupo “Camino de Santiago”, así como a las distinguidas Autoridades Nacionales, Autonómicas y Locales que han querido estar presentes en esta celebración. Todo ello es signo de deferencia para con el Sucesor de Pedro y también del sentimiento entrañable que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los demás pueblos de España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un caluroso saludo igualmente a las personas consagradas, seminaristas y fieles que participan en esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los peregrinos, forjadores del genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí tiene lugar.

Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor» (Ac 4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente humillados de la historia.

«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen» (Ac 5,32), dicen los apóstoles. Así pues, ellos dieron testimonio de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús, a quien conocieron mientras predicaba y hacía milagros. A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy seguir el ejemplo de los apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de su Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos. Así imitaremos también a San Pablo que, en medio de tantas tribulaciones, naufragios y soledades, proclamaba exultante: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).

Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, y que invitan a vivir desde la humildad de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad del Padre, ha venido para servir, «para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo modo de relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este mensaje llegara sobre todo a los jóvenes: precisamente a vosotros, este contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que, renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente y ser semilla de esperanza.

Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo Compostelano. Y esto es lo que en el secreto del corazón, sabiéndolo explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras, viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al Apóstol. El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.

Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.

Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16).

El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es envidioso o despectivo del hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas si no las hubiera amado, Él que en su plenitud infinita no necesita nada? (cf. Sg 11,24-26). ¿Cómo se hubiera revelado a los hombres si no quisiera velar por ellos? Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y cúspide de nuestra libertad; no su oponente. ¿Cómo el hombre mortal se va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí mismo? ¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a la penumbra? Los hombres no podemos vivir a oscuras, sin ver la luz del sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa; que esa palabra santa no se pronuncie jamás en vano; que no se pervierta haciéndola servir a fines que le son impropios. Es menester que se profiera santamente. Es necesario que la percibamos así en la vida de cada día, en el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los años traen consigo.

Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su gracia por aquella dignidad del hombre que habían descubierto las mejores tradiciones: además de la bíblica, fundamental en este orden, también las de época clásica, medieval y moderna, de las que nacieron las grandes creaciones filosóficas y literarias, culturales y sociales de Europa.

Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e históricamente en Cristo. A ese Cristo que podemos hallar en los caminos hasta llegar a Compostela, pues en ellos hay una cruz que acoge y orienta en las encrucijadas. Esa cruz, supremo signo del amor llevado hasta el extremo, y por eso don y perdón al mismo tiempo, debe ser nuestra estrella orientadora en la noche del tiempo. Cruz y amor, cruz y luz han sido sinónimos en nuestra historia, porque Cristo se dejó clavar en ella para darnos el supremo testimonio de su amor, para invitarnos al perdón y la reconciliación, para enseñarnos a vencer el mal con el bien. No dejéis de aprender las lecciones de ese Cristo de las encrucijadas de los caminos y de la vida, en el que nos sale al encuentro Dios como amigo, padre y guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!

Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y pobres. No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.

Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo que Dios nos ha prometido y nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que aliente a esta Archidiócesis compostelana, que vivifique la fe de sus hijos y los ayude a seguir fieles a su vocación de sembrar y dar vigor al Evangelio, también en otras tierras.

En gallego:

Que Santiago, o Amigo do Señor, acade abundantes bendicións para Galicia, para os demais pobos de España, de Europa e de tantos outros lugares alén mar onde o Apóstolo e sinal de identidade cristiá e promotor do anuncio de Cristo. Amen!

[Que Santiago, el amigo del Señor, alcance abundantes bendiciones para Galicia, para los demás pueblos de España, de Europa y de tantos otros lugares allende los mares, donde el Apóstol es signo de identidad cristiana y promotor del anuncio de Cristo. Amen!]





7 de noviembre de 2010: Santa Misa de dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia de Barcelona y consagración del altar

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Barcelona

Domingo 7 de noviembre de 2010



En catalán:

Estimats germans i germanes en el Senyor:

«La diada d’avui és santa, dedicada a Déu, nostre Senyor; no us entristiu ni ploreu… El goig del Senyor sarà la vostra força» (Ne 8,9-11). Amb aquestes paraules de la primera lectura que hem proclamat vull saludar-vos a tots els qui us trobeu aquí presents participant en aquesta celebració. Adreço una salutació afectuosa a Ses Majestats els Reis d’Espanya, que han volgut acompanyar-nos cordialment. La meva salutació agraïda al Senyor Cardenal Lluís Martínez Sistach, Arquebisbe de Barcelona, per les seves paraules de benvinguda i la seva invitació a dedicar aquesta Església de la Sagrada Família, suma admirable de tècnica, d’art i de fe. Saludo també al Cardenal Ricard Maria Carles Gordó, Arquebisbe emèrit de Barcelona, als altres Senyors Cardenals i Germans en l’Episcopat, especialment, al Bisbe auxiliar d’aquesta Església particular, com també als nombrosos sacerdots, diaques, seminaristes, religiosos i fidels que participen en aquesta solemne cerimònia. També adreço la meva deferent salutació a totes les Autoritats Nacionals, Autonòmiques i Locals, com també als membres d’altres comunitats cristianes, que s’han unit al nostre goig i a la nostra lloança agraïda a Déu.

[Amadísimos Hermanos y Hermanas en el Señor:

«Hoy es un día consagrado a nuestro Dios; no hagáis duelo ni lloréis… El gozo en el Señor es vuestra fortaleza» (Ne 8,9-11). Con estas palabras de la primera lectura que hemos proclamado quiero saludaros a todos los que estáis aquí presentes participando en esta celebración. Dirijo un afectuoso saludo a Sus Majestades los Reyes de España, que han querido cordialmente acompañarnos. Vaya mi saludo agradecido al Señor Cardenal Lluís Martínez Sistach, Arzobispo de Barcelona, por sus palabras de bienvenida y su invitación para la dedicación de esta Iglesia de la Sagrada Familia, admirable suma de técnica, de arte y de fe. Saludo igualmente al Cardenal Ricardo María Carles Gordó, Arzobispo emérito de Barcelona, a los demás Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado, en especial, al Obispo auxiliar de esta Iglesia particular, así como a los numerosos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y fieles que participan en esta solemne ceremonia. Asimismo, dirijo mi deferente saludo a las Autoridades Nacionales, Autonómicas y Locales, así como a los miembros de otras comunidades cristianas, que se unen a nuestra alegría y alabanza agradecida a Dios.]

Este día es un punto significativo en una larga historia de ilusión, de trabajo y de generosidad, que dura más de un siglo. En estos momentos, quisiera recordar a todos y a cada uno de los que han hecho posible el gozo que a todos nos embarga hoy, desde los promotores hasta los ejecutores de la obra; desde los arquitectos y albañiles de la misma, a todos aquellos que han ofrecido, de una u otra forma, su inestimable aportación para hacer posible la progresión de este edificio. Y recordamos, sobre todo, al que fue alma y artífice de este proyecto: a Antoni Gaudí, arquitecto genial y cristiano consecuente, con la antorcha de su fe ardiendo hasta el término de su vida, vivida en dignidad y austeridad absoluta. Este acto es también, de algún modo, el punto cumbre y la desembocadura de una historia de esta tierra catalana que, sobre todo desde finales del siglo XIX, dio una pléyade de santos y de fundadores, de mártires y de poetas cristianos. Historia de santidad, de creación artística y poética, nacidas de la fe, que hoy recogemos y presentamos como ofrenda a Dios en esta Eucaristía.

La alegría que siento de poder presidir esta ceremonia se ha visto incrementada cuando he sabido que este templo, desde sus orígenes, ha estado muy vinculado a la figura de san José. Me ha conmovido especialmente la seguridad con la que Gaudí, ante las innumerables dificultades que tuvo que afrontar, exclamaba lleno de confianza en la divina Providencia: «San José acabará el templo». Por eso ahora, no deja de ser significativo que sea dedicado por un Papa cuyo nombre de pila es José.

¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma.

En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia. Así unió la realidad del mundo y la historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y actualizada en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo, para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. De este modo, colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza. Esto lo realizó Antoni Gaudí no con palabras sino con piedras, trazos, planos y cumbres. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo.

Hemos dedicado este espacio sagrado a Dios, que se nos ha revelado y entregado en Cristo para ser definitivamente Dios con los hombres. La Palabra revelada, la humanidad de Cristo y su Iglesia son las tres expresiones máximas de su manifestación y entrega a los hombres. «Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo» (1Co 3,10-11), dice San Pablo en la segunda lectura. El Señor Jesús es la piedra que soporta el peso del mundo, que mantiene la cohesión de la Iglesia y que recoge en unidad final todas las conquistas de la humanidad. En Él tenemos la Palabra y la presencia de Dios, y de Él recibe la Iglesia su vida, su doctrina y su misión. La Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total servicio a su mandato. El único Cristo funda la única Iglesia; Él es la roca sobre la que se cimienta nuestra fe. Apoyados en esa fe, busquemos juntos mostrar al mundo el rostro de Dios, que es amor y el único que puede responder al anhelo de plenitud del hombre. Ésa es la gran tarea, mostrar a todos que Dios es Dios de paz y no de violencia, de libertad y no de coacción, de concordia y no de discordia. En este sentido, pienso que la dedicación de este templo de la Sagrada Familia, en una época en la que el hombre pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada que decirle, resulta un hecho de gran significado. Gaudí, con su obra, nos muestra que Dios es la verdadera medida del hombre. Que el secreto de la auténtica originalidad está, como decía él, en volver al origen que es Dios. Él mismo, abriendo así su espíritu a Dios ha sido capaz de crear en esta ciudad un espacio de belleza, de fe y de esperanza, que lleva al hombre al encuentro con quien es la Verdad y la Belleza misma. Así expresaba el arquitecto sus sentimientos: «Un templo [es] la única cosa digna de representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada en el hombre».

Esa afirmación de Dios lleva consigo la suprema afirmación y tutela de la dignidad de cada hombre y de todos los hombres: «¿No sabéis que sois templo de Dios?... El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1Co 3,16-17). He aquí unidas la verdad y dignidad de Dios con la verdad y la dignidad del hombre. Al consagrar el altar de este templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios. Como enseña el caso de Zaqueo, del que se habla en el Evangelio de hoy (cf. Lc 19,1-10), si el hombre deja entrar a Dios en su vida y en su mundo, si deja que Cristo viva en su corazón, no se arrepentirá, sino que experimentará la alegría de compartir su misma vida siendo objeto de su amor infinito.

La iniciativa de este templo se debe a la Asociación de amigos de San José, quienes quisieron dedicarlo a la Sagrada Familia de Nazaret. Desde siempre, el hogar formado por Jesús, María y José ha sido considerado como escuela de amor, oración y trabajo. Los patrocinadores de este templo querían mostrar al mundo el amor, el trabajo y el servicio vividos ante Dios, tal como los vivió la Sagrada Familia de Nazaret. Las condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con estos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde existen el amor y la fidelidad, nace y perdura la verdadera libertad. Por eso, la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización; para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente. Por eso, la Iglesia se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institución familiar.

Al contemplar admirado este recinto santo de asombrosa belleza, con tanta historia de fe, pido a Dios que en esta tierra catalana se multipliquen y consoliden nuevos testimonios de santidad, que presten al mundo el gran servicio que la Iglesia puede y debe prestar a la humanidad: ser icono de la belleza divina, llama ardiente de caridad, cauce para que el mundo crea en Aquel que Dios ha enviado (cf. Jn 6,29).

Queridos hermanos, al dedicar este espléndido templo, suplico igualmente al Señor de nuestras vidas que de este altar, que ahora va a ser ungido con óleo santo y sobre el que se consumará el sacrificio de amor de Cristo, brote un río constante de gracia y caridad sobre esta ciudad de Barcelona y sus gentes, y sobre el mundo entero. Que estas aguas fecundas llenen de fe y vitalidad apostólica a esta Iglesia archidiocesana, a sus pastores y fieles.

En catalán:

Desitjo, finalment, confiar a l’amorosa protecció de la Mare de Déu, Maria Santissima, Rosa d’abril, Mare de la Mercè, tots els aquí presents, i tots aquells que amb paraules i obres, silenci o pregària, han fet possible aquest miracle arquitectònic. Que Ella presenti al seu diví Fill les joies i les penes de tots els qui vinguin en aquest lloc sagrat en el futur, perquè, com prega l’Església en la dedicació dels temples, els pobres trobin misericòrdia, els oprimits assoleixin la llibertat veritable i tots els homes es revesteixin de la dignitat dels fills de Déu. Amén.

[Deseo, finalmente, confiar a la amorosa protección de la Madre de Dios, María Santísima, Rosa de abril, Madre de la Merced, a todos los que estáis aquí, y a todos los que con palabras y obras, silencio u oración, han hecho posible este milagro arquitectónico. Que Ella presente también a su divino Hijo las alegrías y las penas de todos los que lleguen a este lugar sagrado en el futuro, para que, como reza la Iglesia al dedicar los templos, los pobres puedan encontrar misericordia, los oprimidos alcanzar la libertad verdadera y todos los hombres se revistan de la dignidad de hijos de Dios. Amén.]







20 de noviembre de 2010: Consistorio Ordinario Público para la creación de los nuevos Cardenales

20110
Benedicto XVI Homilias 24100