Benedicto XVI Homilias 20110

20110

Basílica Vaticana

Sábado 20 de noviembre de 2010


Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

El Señor me da la alegría de realizar, una vez más, este solemne acto, mediante el cual el Colegio cardenalicio se enriquece con nuevos miembros, elegidos de diferentes partes del mundo: se trata de pastores que gobiernan con celo importantes comunidades diocesanas, de prelados que presiden dicasterios de la Curia romana, o que han servido con fidelidad ejemplar a la Iglesia y a la Santa Sede. Desde hoy, entran a formar parte del coetus peculiaris que presta al Sucesor de Pedro una colaboración más inmediata y asidua, sosteniéndolo en el ejercicio de su ministerio universal. A ellos, ante todo, dirijo mi afectuoso saludo, renovando la expresión de mi estima y de mi vivo aprecio por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. En particular, saludo al arzobispo Angelo Amato y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Asimismo, doy una cordial bienvenida a las delegaciones oficiales de varios países, a los representantes de numerosas diócesis, y a cuantos han venido para participar en este acontecimiento, durante el cual estos venerados y queridos hermanos reciben el signo de la dignidad cardenalicia con la imposición del capelo y la asignación del título de una iglesia de Roma.

El vínculo de especial comunión y afecto que une a estos nuevos cardenales al Papa los hace cooperadores singulares y valiosos del alto mandato encomendado por Cristo a Pedro, de apacentar a sus ovejas (cf. Jn 21,15-17), para reunir a los pueblos con la solicitud de la caridad de Cristo. Precisamente de este amor nació la Iglesia, llamada a vivir y caminar según el mandamiento del Señor, en el cual se resumen toda la ley y los profetas. Estar unidos a Cristo en la fe y en comunión con él significa estar «arraigados y cimentados en el amor» (Ep 3,17), el tejido que une a todos los miembros del Cuerpo de Cristo.

La Palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ayuda a meditar precisamente sobre este aspecto tan fundamental. En el pasaje del Evangelio (Mc 10,32-45) se nos presenta el icono de Jesús como el Mesías —anunciado por Isaías (cf. Is 53)— que no vino para ser servido, sino para servir: su estilo de vida se convierte en la base de las nuevas relaciones dentro de la comunidad cristiana y de un modo nuevo de ejercer la autoridad. Jesús va de camino hacia Jerusalén y anuncia por tercera vez, indicándolo a los discípulos, el camino a través del cual va a llevar a cumplimiento la obra que el Padre le encomendó: es el camino del don humilde de sí mismo hasta el sacrificio de la vida, el camino de la Pasión, el camino de la cruz. Y, sin embargo, incluso después de este anuncio, como sucedió con los anteriores, los discípulos manifiestan toda su dificultad para comprender, para llevar a cabo el necesario «éxodo» de una mentalidad mundana hacia la mentalidad de Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, quienes piden a Jesús poder sentarse en los primeros puestos a su lado en la «gloria», manifestando expectativas y proyectos de grandeza, de autoridad, de honor según el mundo. Jesús, que conoce el corazón del hombre, no queda turbado por esta petición, sino que inmediatamente explica su profundo alcance: «No sabéis lo que pedís»; después guía a los dos hermanos a comprender lo que conlleva seguirlo.

¿Cuál es, pues, el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo? Es el camino del Maestro, es el camino de la obediencia total a Dios. Por esto Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi elección de cumplir hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos a recorrer este camino que pasa por la humillación, el sufrimiento y la muerte por amor? Los dos discípulos, con su respuesta segura —«podemos»— muestran, una vez más, que no han entendido el sentido real de lo que les anuncia el Maestro. Y de nuevo Jesús, con paciencia, les hace dar un paso más: ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y el bautismo de la muerte da derecho a los primeros puestos, porque eso es «para quienes está preparado», está en manos del Padre celestial; el hombre no debe calcular, simplemente debe abandonarse a Dios, sin pretensiones, conformándose a su voluntad.

La indignación de los demás discípulos se convierte en ocasión para extender la enseñanza a toda la comunidad. Ante todo Jesús «los llamó a sí»: es el gesto de la vocación originaria, a la cual los invita a volver. Es muy significativa esta referencia al momento constitutivo de la vocación de los Doce, al «estar con Jesús» para ser enviados, porque recuerda claramente que todo ministerio eclesial siempre es respuesta a una llamada de Dios, nunca es fruto de un proyecto propio o de una ambición, sino que es conformar la propia voluntad a la del Padre que está en los cielos, como Cristo en Getsemaní (cf. Lc 22,42). En la Iglesia nadie es amo, sino que todos son llamados, todos son enviados, todos son alcanzados y guiados por la gracia divina. Y esta es también nuestra seguridad. Sólo volviendo a escuchar la palabra de Jesús, que pide «ven y sígueme», sólo volviendo a la vocación originaria es posible entender la propia presencia y la propia misión en la Iglesia como auténticos discípulos.

La petición de Santiago y Juan y la indignación de los «otros diez» Apóstoles plantea una cuestión central a la que Jesús quiere responder: ¿Quién es grande, quién es «primero» para Dios? Ante todo la mirada va al comportamiento que corren el riesgo de asumir «aquellos que son considerados los gobernantes de las naciones»: «dominar y oprimir». Jesús indica a los discípulos un modo completamente distinto: «No ha de ser así entre vosotros». Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro modelo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». El criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el dominio, sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del «señorío de Dios». Y Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que vino para servir; es decir, sintetiza su misión en la categoría del servicio, entendido no en sentido genérico, sino en el sentido concreto de la cruz, del don total de la vida como «rescate», como redención para muchos, y lo indica como condición para seguirlo. Es un mensaje que vale para los Apóstoles, vale para toda la Iglesia, vale sobre todo para aquellos que tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del poder según los criterios humanos, sino la lógica del inclinarse para lavar los pies, la lógica del servicio, la lógica de la cruz que está en la base de todo ejercicio de la autoridad. En todos los tiempos la Iglesia se ha esforzado por conformarse a esta lógica y por testimoniarla para hacer transparentar el verdadero «señorío de Dios», el del amor.

Venerados hermanos elegidos para la dignidad cardenalicia, la misión a la que Dios os llama hoy y que os habilita a un servicio eclesial todavía más cargado de responsabilidad, requiere una voluntad cada vez mayor de asumir el estilo del Hijo de Dios, que vino entre nosotros como quien sirve (cf. Lc 22,25-27). Se trata de seguirlo en su entrega de amor humilde y total a la Iglesia su esposa, en la cruz: es en ese madero donde el grano de trigo, que el Padre dejó caer en el campo del mundo, muere para convertirse en fruto maduro. Para esto hace falta un arraigo todavía más profundo y firme en Cristo. La relación íntima con él, que transforma cada vez más la vida a fin de poder decir con san Pablo «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20), constituye la exigencia primaria para que nuestro servicio sea sereno y gozoso, y para que pueda dar el fruto que el Señor espera de nosotros.

Queridos hermanos y hermanas, que hoy acompañáis a los nuevos cardenales: rezad por ellos. Mañana en esta basílica, durante la concelebración en la solemnidad de Cristo Rey del universo, les entregaré el anillo. Será una ocasión más en la cual alabar al Señor, porque «su fidelidad dura por siempre» (Ps 145), como hemos repetido en el salmo responsorial. Que su Espíritu sostenga a los nuevos purpurados en su compromiso de servicio a la Iglesia, siguiendo al Cristo de la cruz también, si fuera necesario, usque ad effusionem sanguinis, siempre dispuestos —como nos decía san Pedro en la lectura que hemos proclamado— a responder a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (cf. 1P 3,15). Encomiendo a los nuevos cardenales y su servicio eclesial a María, Madre de la Iglesia, a fin de que, con ardor apostólico, proclamen a todos los hombres el amor misericordioso de Dios. Amén.







21 de noviembre de 2010: Concelebración de la Santa Misa con los nuevos Cardenales y entrega del anillo cardenalicio

21110

Basílica Vaticana

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo

Domingo 21 de noviembre de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En la solemnidad de Cristo Rey del universo, tenemos la alegría de reunirnos en torno al altar del Señor junto a los 24 nuevos cardenales, que ayer agregué al Colegio cardenalicio. A ellos, ante todo, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a los demás purpurados y a todos los prelados presentes; así como a las ilustres autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de diferentes partes del mundo para esta feliz circunstancia, que reviste un notable carácter de universalidad.

Muchos de entre vosotros habrán notado que también el anterior consistorio público para la creación de cardenales, que tuvo lugar en noviembre de 2007, se celebró en la vigilia de la solemnidad de Cristo Rey. Han pasado tres años y, por tanto, según el ciclo litúrgico dominical, la Palabra de Dios nos sale al encuentro a través de las mismas lecturas bíblicas, propias de esta importante festividad. Esta se sitúa en el último domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro regio de Cristo, como el Pantocrátor en el ábside de una antigua basílica. Esta coincidencia nos invita a meditar profundamente sobre el ministerio del Obispo de Roma y sobre el ministerio de los cardenales, vinculado a él, a la luz de la singular Realeza de Jesús, nuestro Señor.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es el de la fe. En el Nuevo Testamento, Pedro se convierte en «piedra» de la Iglesia en cuanto portador del Credo: el «nosotros» de la Iglesia comienza con el nombre de aquel que fue el primero en profesar la fe en Cristo, comienza con su fe; una fe primero inmadura y todavía «demasiado humana», pero luego, después de la Pascua, madura y capaz de seguir a Cristo hasta el don de sí mismo; madura en creer que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es precisamente porque permaneció en la cruz y, de ese modo, dio la vida por los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es sólo culpa tuya porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos razón. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo, pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38). Y luego está la fe del buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Es decisivo el «conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que los escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio: «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz, desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima de la cabeza de Jesús: «el rey de los judíos»: lo cree, y se encomienda. Por esto ya está, en seguida, en el «hoy» de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios.

Aquí, queridos hermanos, tenemos el primer y fundamental mensaje que la Palabra de Dios nos transmite hoy a nosotros: a mí, Sucesor de Pedro, y a vosotros, cardenales. Nos llama a estar con Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él. Y esto, a causa de nuestro ministerio, debemos hacerlo no sólo por nosotros mismos, sino por toda la Iglesia, por todo el pueblo de Dios. Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles. Está claro y no podía ser de otro modo: eran hombres y pensaban «según los hombres»; no podían tolerar la idea de un Mesías crucificado. La «conversión» de Pedro se realiza plenamente cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por él. Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz. «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32), dice el Señor. Todo el ministerio de Pedro consiste en su fe, una fe que Jesús reconoce en seguida, desde el inicio, como genuina, como don del Padre celestial; pero una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para llegar a ser auténtica, verdaderamente «cristiana»; para llegar a ser «roca» sobre la que Jesús pueda construir su Iglesia. La participación en el señorío de Cristo sólo se verifica en concreto al compartir su anonadamiento, con la cruz. También todo mi ministerio, queridos hermanos, y por consiguiente también el vuestro, consiste en la fe. Jesús puede construir sobre nosotros su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros la fe verdadera, pascual, la fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se encomienda a él en la cruz. En este sentido el lugar auténtico del Vicario de Cristo es la cruz, persistir en la obediencia de la cruz.

Este ministerio es difícil, porque no se acomoda al modo de pensar de los hombres —a la lógica natural que, por otra parte, siempre está activa también en nosotros mismos—; pero este es y sigue siendo siempre nuestro primer servicio, el servicio de la fe, que transforma toda la vida: creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque ha llegado hasta ese punto, porque nos ha amado hasta el extremo. Y esta realeza paradójica debemos testimoniarla y anunciarla como hizo él, el Rey, es decir, siguiendo su mismo camino y esforzándonos por adoptar su misma lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que muere para dar fruto. El Papa y los cardenales están llamados a estar profundamente unidos ante todo en esto: todos juntos, bajo la guía del Sucesor de Pedro, deben permanecer en el señorío de Cristo, pensando y actuando según la lógica de la cruz; y esto nunca es fácil ni se puede dar por descontado. En esto debemos ser compactos, y lo somos porque no nos une una idea, una estrategia, sino que nos unen el amor de Cristo y su Santo Espíritu. La eficacia de nuestro servicio a la Iglesia, la Esposa de Cristo, depende esencialmente de esto, de nuestra fidelidad a la realeza divina del Amor crucificado. Por esto, en el anillo que hoy os entrego, sello de vuestro pacto nupcial con la Iglesia, está representada la imagen de la crucifixión. Y, por el mismo motivo, el color de vuestro vestido alude a la sangre, símbolo de la vida y del amor. La sangre de Cristo que, según una antigua iconografía, María recoge del costado traspasado de su Hijo muerto en la cruz; y que el apóstol san Juan contempla mientras brota junto con el agua, según las Escrituras proféticas.

Queridos hermanos, de aquí deriva nuestra sabiduría: sapientia crucis. Sobre esto reflexionó a fondo san Pablo, el primero en trazar un pensamiento cristiano orgánico, centrado precisamente en la paradoja de la cruz (cf. 1Co 1,18-25 1Co 2,1-8). En la carta a los Colosenses —de la cual la liturgia de hoy propone el himno cristológico— la reflexión paulina, fecundada por la gracia del Espíritu, alcanza ya un nivel impresionante de síntesis a la hora de expresar una auténtica concepción cristiana de Dios y del mundo, de la salvación personal y universal; y todo se centra en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos: «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,19-20). Queridos hermanos, estamos llamados a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el primado sobre todas las cosas» (Col 1,15 Col 1,18). El primado de Pedro y de sus Sucesores está totalmente al servicio de este primado de Jesucristo, único Señor; al servicio de su reino, es decir, de su señorío de amor, a fin de que venga y se extienda, renueve a los hombres y las cosas, transforme la tierra y haga brotar en ella la paz y la justicia.

Dentro de este designio, que trasciende la historia y, al mismo tiempo, se revela y se realiza en ella, encuentra su lugar la Iglesia, «cuerpo» del que Cristo es «la cabeza» (cf. Col 1,18). En la carta a los Efesios, san Pablo habla explícitamente del señorío de Cristo y lo relaciona con la Iglesia. Formula una oración de alabanza a la «grandeza de la potencia de Dios», que resucitó a Cristo y lo constituyó Señor universal, y concluye: «Bajo sus pies sometió todas la cosas / y lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, / que es su Cuerpo, / la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ep 1,22-23). La misma palabra «plenitud», que corresponde a Cristo, san Pablo la atribuye aquí a la Iglesia, por participación: en efecto, el cuerpo participa de la plenitud de la Cabeza. Venerados hermanos cardenales —y me dirijo también a todos vosotros, que compartís con nosotros la gracia de ser cristianos— he aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia, en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, «participar en la herencia de los santos en la luz», haber sido «trasladados» al reino del Hijo de Dios (cf. Col 1,12-13). Por esto nosotros vivimos en perenne acción de gracias, e incluso en medio de las pruebas no perdemos la alegría y la paz que Cristo nos ha dejado, como prenda de su reino, que ya está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y ya comenzamos a saborear en la caridad. Amén.





24 de noviembre de 2010: Celebración de las exequias del cardenal Urbano Navarrete

24110

Basílica Vaticana

Miércoles 24 de noviembre de 2010


«Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán» (Da 12,2).

Las palabras del profeta Daniel, que hemos escuchado en la primera lectura, son un claro testimonio bíblico de la fe en la resurrección de los muertos. La visión profética se proyecta hacia el tiempo final: después de un período de gran angustia, Dios salvará a su pueblo. Sin embargo, la salvación será sólo para quienes están inscritos en el «libro de la vida». El horizonte que describe Daniel es el del pueblo de la Alianza, que, en la dificultad, en la prueba, en la persecución, debe tomar posición frente a Dios: mantenerse firme en la fe de los padres o renegarla. El profeta anuncia la consiguiente doble suerte final: unos se despertarán a la «vida eterna», otros al «oprobio eterno». Por tanto, se resalta la justicia de Dios, la cual no permite que quienes han dado la vida por Dios la pierdan definitivamente. Es la enseñanza de Jesús: quien acepta poner el reino de Dios en primer lugar; quien sabe dejar casa, padre, madre por él; quien está dispuesto a perder su existencia por este tesoro precioso, recibirá en herencia la vida eterna (cf. Mt 19,29 Lc 9,24).

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos fieles todos, a la luz de la fe en Cristo, nuestra vida y resurrección, celebramos hoy las exequias del querido y venerado cardenal Urbano Navarrete, que el pasado lunes, a la edad de noventa años, terminó su larga y fecunda peregrinación terrena. Nos complace pensar que pertenece al grupo de aquellos que entregaron sin reservas su vida por el reino de Dios, y por esto confiamos en que ahora su nombre esté inscrito en el «libro de la vida».

«Los que enseñaron a la multitud la justicia brillarán, como estrellas, por toda la eternidad» (Da 12,3).

Con el corazón conmovido y agradecido, en este momento deseo recordar al difunto purpurado como «maestro de justicia». El estudio escrupuloso y la enseñanza apasionada del derecho canónico representaron un elemento central de su vida. Educar, especialmente a las generaciones jóvenes, en la verdadera justicia, la de Cristo, la del Evangelio: este fue el ministerio que el cardenal Navarrete desempeñó a lo largo de toda su vida. A esto se dedicó generosamente, prodigándose con humilde disponibilidad, en las diversas situaciones en las que lo puso la obediencia y la providencia de Dios: desde las aulas universitarias, en particular como experto de derecho matrimonial, hasta el cargo de decano de la Facultad de derecho canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana, y la alta responsabilidad de rector de ese Ateneo. Asimismo, deseo subrayar su atención a importantes acontecimientos eclesiales como el Sínodo diocesano de Roma y el concilio Vaticano II; así como su competente contribución científica a la revisión del Código de derecho canónico y la provechosa colaboración con varios dicasterios de la Curia romana, en calidad de apreciado consultor.

A propósito de su propia vocación sacerdotal y religiosa, el cardenal Navarrete, en una entrevista reciente, había dicho con sencillez: «Nunca he dudado de mi elección. Nunca me vino la duda de que este no fuese mi camino, ni siquiera en los momentos de la contestación», en los momentos más difíciles. Esta afirmación resume la fidelidad generosa de este servidor de la Iglesia a la llamada del Señor, a la voluntad de Dios. Con el equilibrio que lo caracterizaba solía decir que eran tres los principios fundamentales que lo guiaban en el estudio: mucho amor al pasado, a la tradición, porque quien en el campo científico, y particularmente eclesiástico, no ama el pasado es como un hijo sin padres; luego, la sensibilidad hacia los problemas, las exigencias y los desafíos del presente, donde Dios nos ha colocado; por último, la capacidad de mirar y de abrirse al futuro sin temor, sino con esperanza, la que viene de la fe. Una visión profundamente cristiana, que guió su compromiso por Dios, por la Iglesia, por el hombre en la enseñanza y en las obras.

«Dios, rico en misericordia... nos vivificó juntamente con Cristo» (Ep 2,4).

Iluminados por las palabras de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura, dirigimos la mirada al misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo, donde descansa nuestra auténtica justicia, don de la misericordia de Dios. La gracia divina derramada con abundancia sobre nosotros a través de la sangre redentora de Cristo crucificado, nos lava de las culpas, nos libera de la muerte y nos abre la puerta de la vida eterna. El Apóstol repite con fuerza: «Por gracia habéis sido salvados» (v. Ep 2,5), por un don del amor sobreabundante del Padre que sacrificó a su Hijo. En Cristo el hombre encuentra el camino de la salvación, y también la historia humana recibe su punto de referencia y su significado profundo. En este horizonte de esperanza, pensamos hoy en el cardenal Urbano Navarrete: se ha dormido en el Señor al término de una laboriosa existencia, en la cual profesó incesantemente la fe en este misterio de amor, proclamando a todos con la palabra y con la vida: «Por gracia habéis sido salvados» (Ep 2,5).

«Padre, quiero que los que tú me has dado estén también conmigo donde yo esté» (Jn 17,24).

Esta ardiente voluntad salvífica de Cristo ilumina la vida después de la muerte: Jesús quiere que los que el Padre le ha dado estén con él y contemplen su gloria. Por tanto, hay un destino de felicidad, de unión plena con Dios, que sigue a la fidelidad con la hemos quedado unidos a Jesucristo en nuestro camino terreno. Será entrar en la comunión de los santos donde reinan la paz y la alegría de participar juntos en la gloria de Cristo.

La luminosa verdad de fe de la vida eterna nos conforta cada vez que damos la última despedida a un hermano difunto. El cardenal Urbano Navarrete, hijo espiritual de san Ignacio de Loyola, es uno de los discípulos fieles que el Padre dio a Cristo «para que estén con él»; estuvo «con Jesús» durante su larga existencia, conoció su nombre (cf. v. Jn 17,26), lo amó viviendo en íntima unión con él, especialmente en los prolongados tiempos de oración, donde encontraba en la fuente de la salvación la fuerza para ser fiel a la voluntad de Dios, en toda circunstancia, incluso la más adversa. Esto lo había aprendido desde pequeño en su familia, gracias al luminoso ejemplo de sus padres —especialmente de su padre—, los cuales supieron crear en la familia un clima de profunda fe cristiana, favoreciendo en sus seis hijos, tres de los cuales jesuitas y dos religiosas, la valentía de dar testimonio de su fe, sin anteponer nada al amor de Cristo y haciéndolo todo para la mayor gloria de Dios.

Queridos amigos, esta es la mirada de fe que ha sostenido la larga vida de nuestro venerado hermano, y esta es la fe que ha predicado. Queremos dirigirnos a Dios, rico en misericordia, para que ahora la fe del cardenal Urbano Navarrete se convierta en visión, encuentro cara a cara con él, en cuyo amor supo reconocer y buscar el cumplimiento de toda ley. A la intercesión de la Madre de Jesús y Madre nuestra encomendamos su alma. Estamos seguros de que ella, Speculum iustitiae, lo acogerá para introducirlo en el cielo de Dios, donde podrá gozar eternamente de la plenitud de la paz. Amén.







27 de noviembre de 2010: Celebración de las primeras Vísperas de Adviento

27110

Basílica Vaticana

Sábado 27 de noviembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría de abrir el nuevo Año litúrgico iniciando con su primera etapa: el Adviento, el período que conmemora la venida de Dios entre nosotros. Todo inicio lleva consigo una gracia particular, porque está bendecido por el Señor. En este Adviento se nos concederá, una vez más, experimentar la cercanía de Aquel que ha creado el mundo, que orienta la historia y que ha querido cuidar de nosotros hasta llegar al culmen de su condescendencia haciéndose hombre. Precisamente el misterio grande y fascinante del Dios con nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es lo que celebraremos en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad. Durante el tiempo de Adviento sentiremos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María santísima, manifiesta su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor que salva y consuela.

Mientras nuestros corazones se disponen a la celebración anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada hacia la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de la gloria. Por eso nosotros que en cada Eucaristía «anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida», vigilamos en oración. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo en nuestros labios, en los días de Adviento, el grito con el cual se cierra toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20).

Queridos hermanos y hermanas, nuestro reunirnos aquí esta tarde para iniciar el camino del Adviento se enriquece con otro importante motivo: con toda la Iglesia, queremos celebrar solemnemente una vigilia de oración por la vida naciente. Deseo expresar mi agradecimiento a todos aquellos que se han adherido a esta invitación y a cuantos se dedican de modo específico a acoger y custodiar la vida humana en las distintas situaciones de fragilidad, especialmente en sus inicios y en sus primeros pasos. Precisamente el comienzo del Año litúrgico nos hace vivir nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se hace niño; nos habla de la venida de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde los comienzos, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Así, el misterio de la encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí dentro del único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y de cada uno. La Encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable.

El hombre presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, pero también compuesto de realidad material. Vive simultánea e inseparablemente en la dimensión espiritual y en la dimensión corporal. Lo sugiere también el texto de la primera carta a los Tesalonicenses que hemos proclamado: «Que él, el Dios de la paz —escribe san Pablo—, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Th 5,23). Somos, por tanto, espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo, vinculados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al mismo tiempo, estamos abiertos a un horizonte infinito, somos capaces de dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender a él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y de felicidad y anhelamos la plenitud total.

Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones; nos llama a la amistad con él; nos hace partícipes de una realidad por encima de toda imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina. Con conmoción y gratitud tomamos conciencia del valor, de la dignidad incomparable de toda persona humana y de la gran responsabilidad que tenemos para con todos. «Cristo, el nuevo Adán —afirma el concilio Vaticano II— en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación... El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes GS 22).

Creer en Jesucristo conlleva también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás, la experiencia misma y la recta razón muestran que el ser humano es un sujeto capaz de inteligencia y voluntad, autoconsciente y libre, irrepetible e insustituible, vértice de todas las realidades terrenas, que exige que se le reconozca como valor en sí mismo y merece ser escuchado siempre con respeto y amor. Tiene derecho a que no se le trate como a un objeto que poseer o como a algo que se puede manipular a placer, que no se le reduzca a puro instrumento en favor de otros o de sus intereses. La persona es un bien en sí misma y es preciso buscar siempre su desarrollo integral.

El amor a todos, si es sincero, tiende espontáneamente a convertirse en atención preferente por los más débiles y los más pobres. En esta línea se sitúa la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las conciencias. La Iglesia subraya continuamente lo que declaró el concilio Vaticano ii contra el aborto y toda violación de la vida naciente: «Se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción» (ib., n. GS 51).

Hay tendencias culturales que tratan de anestesiar las conciencias con motivaciones presuntuosas. Respecto al embrión en el seno materno, la ciencia misma pone de relieve su autonomía capaz de interacción con la madre, la coordinación de los procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo. No se trata de un cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana. Así fue Jesús en el seno de María; así fue para cada uno de nosotros, en el seno de nuestra madre. Con el antiguo autor cristiano Tertuliano, podemos afirmar: «Ya es un hombre aquel que lo será» (Apologético, IX, 8); no existe ninguna razón para no considerarlo persona desde su concepción.

Lamentablemente, incluso después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples violaciones de sus derechos, que se cometen en el mundo, hieren dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Frente al triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre, antes y después del nacimiento, hago mío el apremiante llamamiento del Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: «¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad» (Evangelium vitae EV 5). Exhorto a los protagonistas de la política, de la economía y de la comunicación social a hacer cuanto esté dentro de sus posibilidades para promover una cultura siempre respetuosa de la vida humana, para procurar condiciones favorables y redes de sostén a la acogida y al desarrollo de ella.

A la Virgen María, que acogió al Hijo de Dios hecho hombre con su fe, con su seno materno, con atenta solicitud, con el acompañamiento solidario y vibrante de amor, encomendamos la oración y el empeño en favor de la vida naciente. Lo hacemos en la liturgia —que es el lugar donde vivimos la verdad y donde la verdad vive con nosotros— adorando la divina Eucaristía, en la que contemplamos el Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que tomó carne de María por obra del Espíritu Santo, y de ella nació en Belén, para nuestra salvación. Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine!





                                                                                                              Diciembre de 2010


2 de diciembre de 2010: Santa Misa en sufragio de Manuela Camagni

21210
Benedicto XVI Homilias 20110