Benedicto XVI Homilias 21210

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Capilla PaulinaJueves 2 de diciembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

En los últimos días de su vida, nuestra querida Manuela hablaba de que el 29 de noviembre se iban a cumplir 30 años de su pertenencia a la comunidad de los Memores Domini. Y lo dijo con gran alegría, preparándose —daba esa impresión— a una fiesta interior por este camino tricenal hacia el Señor, en la comunión de los amigos del Señor. La fiesta, sin embargo, fue distinta de la prevista: precisamente el 29 de noviembre la llevamos al cementerio, cantamos que los ángeles la acompañaran al paraíso, la guiamos a la fiesta definitiva, a la gran fiesta de Dios, a las bodas del Cordero. Treinta años en camino hacia el Señor, entrando en la fiesta del Señor. Manuela era una «virgen sabia, prudente»; llevaba el aceite en su lámpara, el aceite de la fe, una fe vivida, una fe que se alimentaba de la oración, del coloquio con el Señor, de la meditación de la Palabra de Dios, de la comunión en la amistad con Cristo. Y esta fe era esperanza, sabiduría; era certeza de que la fe abre el verdadero futuro. Y la fe era caridad, era darse a los demás, vivir al servicio del Señor para los demás. Yo, personalmente, debo agradecer esta disponibilidad suya a dedicar sus fuerzas al trabajo en mi casa, con este espíritu de caridad, de esperanza que viene de la fe.

Ha entrado en la fiesta del Señor como virgen prudente y sabia, porque no vivió en la superficialidad de quienes olvidan la grandeza de nuestra vocación, sino en la gran visión de la vida eterna, y de este modo estaba preparada para la llegada del Señor.

Treinta años Memores Domini. San Buenaventura dice que en la profundidad de nuestro ser está inscrita la memoria del Creador. Y precisamente porque esta memoria está inscrita en nuestro ser, podemos reconocer al Creador en su creación, podemos acordarnos de él, ver sus huellas en este cosmos que él ha creado. San Buenaventura dice también que esta memoria del Creador no es sólo memoria de un pasado, porque el origen está presente, es memoria de la presencia del Señor; es también memoria del futuro, porque es certeza de que venimos de la bondad de Dios y estamos llamados a llegar a la bondad de Dios. Por eso, en esta memoria está presente el elemento de la alegría, nuestro origen en la alegría que es Dios y nuestra llamada a llegar a la gran alegría. Y sabemos que Manuela era una persona interiormente penetrada por la alegría, precisamente por la alegría que deriva de la memoria de Dios. Pero san Buenaventura añade también que nuestra memoria, como toda nuestra existencia, está herida por el pecado: así la memoria se ve ofuscada, cubierta por otras memorias superficiales, y ya no podemos ir más allá de estas otras memorias superficiales, ir hasta el fondo, hasta la verdadera memoria que sostiene nuestro ser. Por eso, a causa de este olvido de Dios, de este olvido de la memoria fundamental, también la alegría se ve cubierta, ofuscada. Sí, sabemos que hemos sido creados para la alegría, pero ya no sabemos dónde se encuentra la alegría, y la buscamos en distintos lugares. Hoy vemos esta búsqueda desesperada de la alegría que se aleja cada vez más de su verdadera fuente, de la verdadera alegría. Olvido de Dios, olvido de nuestra verdadera memoria. Manuela no era de esas personas que han olvidado la memoria: vivió realmente en la memoria viva del Creador, en la alegría de su creación, viendo el reflejo de Dios en todo lo creado, incluso en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, y sabía que de esta memoria —presente y futuro— viene la alegría.

Memores Domini. Los Memores Domini saben que Cristo, la víspera de su pasión, renovó, es más, elevó nuestra memoria. «Haced esto en conmemoración mía», dijo, y de este modo nos dio la memoria de su presencia, la memoria de su don de sí, del don de su Cuerpo y de su Sangre, y en este don de su Cuerpo y su Sangre, en este don de su amor infinito, tocamos de nuevo con nuestra memoria la presencia de Dios más fuerte, su don de sí. Como Memor Domini, Manuela vivió realmente esta memoria viva, que el Señor con su Cuerpo se da y renueva nuestro conocimiento de Dios.

En la controversia con los saduceos acerca de la resurrección, el Señor les dice a ellos, que no creen en ella: Dios se llamó «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Los tres forman parte del nombre de Dios, están inscritos en el nombre de Dios, están en el nombre de Dios, en la memoria de Dios, y así el Señor dice: Dios no es un Dios de muertos, es un Dios de vivos, y quien forma parte del nombre de Dios, quién está en la memoria de Dios, está vivo. Nosotros, los hombres, con nuestra memoria, lamentablemente podemos conservar sólo una sombra de las personas a las que hemos amado. Pero la memoria de Dios no conserva sólo sombras, es origen de vida: aquí los muertos viven, en su vida y con su vida han entrado en la memoria de Dios, que es vida. Esto nos dice hoy el Señor: «Tú estás inscrito en el nombre de Dios, tú vives en Dios con la vida verdadera, vives de la fuente verdadera de la vida».

Así, en este momento de tristeza, somos consolados. Y la liturgia renovada después del Concilio, osa enseñarnos a cantar «Aleluya» incluso en la misa para los difuntos. ¡Es audaz esto! Nosotros sentimos sobre todo el dolor de la pérdida, sentimos sobre todo la ausencia, el pasado, pero la liturgia sabe que estamos en el mismo Cuerpo de Cristo y vivimos a partir de la memoria de Dios, que es memoria nuestra. En este entrelazamiento de su memoria y nuestra memoria estamos juntos, estamos vivos. Oremos al Señor para que podamos sentir siempre esta comunión de memoria; que nuestra memoria de Dios en Cristo sea cada vez más viva, y así podamos sentir que nuestra verdadera vida está en él y permanezcamos todos unidos en él. En este sentido, cantamos «Aleluya», seguros de que el Señor es la vida y su amor nunca tiene fin. Amén.


12 de diciembre de 2010: Visita pastoral a la parroquia romana de San Maximiliano Kolbe, en el barrio de Torre Angela

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III Domingo de Adviento, 12 de diciembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Maximiliano Kolbe:

Vivid con empeño el camino personal y comunitario de seguimiento del Señor. El Adviento es una fuerte invitación para todos a dejar que Dios entre cada vez más en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestros barrios, en nuestras comunidades, para tener una luz en medio de tantas sombras y de las numerosas pruebas de cada día. Queridos amigos, estoy muy contento de estar entre vosotros hoy para celebrar el día del Señor, el tercer domingo del Adviento, domingo de la alegría. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y al vicario parroquial. Saludo a cuantos colaboran en las actividades de la parroquia: a los catequistas, a las personas que forman parte de los diversos grupos, así como a los numerosos miembros del Camino Neocatecumenal. Aprecio mucho la elección de dar espacio a la adoración eucarística, y os agradezco las oraciones que me reserváis ante el Santísimo Sacramento. Quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas o que atraviesan dificultades. A todos y cada uno los recuerdo en esta misa.

Admiro junto con vosotros esta nueva iglesia y los edificios parroquiales, y con mi presencia deseo alentaros a construir cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros mismos. Conozco las numerosas y significativas obras de evangelización que estáis realizando. Exhorto a todos los fieles a contribuir a la edificación de la comunidad, especialmente en el campo de la catequesis, de la liturgia y de la caridad —pilares de la vida cristiana— en comunión con toda la diócesis de Roma. Ninguna comunidad puede vivir como una célula aislada del contexto diocesano; al contrario, debe ser expresión viva de la belleza de la Iglesia que, bajo la guía del obispo —y, en la parroquia, bajo la guía del párroco, que lo representa—, camina en comunión hacia el reino de Dios. Dirijo un saludo especial a las familias, acompañándolo con el deseo de que realicen plenamente su vocación al amor con generosidad y perseverancia. Aunque se presentaran dificultades en la vida conyugal y en la relación con los hijos, los esposos deben permanecer siempre fieles al fundamental «sí» que pronunciaron delante de Dios y se dijeron mutuamente en el día de su matrimonio, recordando que la fidelidad a la propia vocación exige valentía, generosidad y sacrificio.

En el seno de vuestra comunidad hay muchas familias venidas del centro y del sur de Italia en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida. Con el paso del tiempo, la comunidad ha crecido y en parte se ha transformado, con la llegada de numerosas personas de los países del Este europeo y de otros países. Precisamente a partir de esta situación concreta de la parroquia, esforzaos por crecer cada vez más en la comunión con todos: es importante crear ocasiones de diálogo y favorecer la comprensión mutua entre personas provenientes de culturas, modelos de vida y condiciones sociales diferentes; pero es preciso sobre todo tratar de que participen en la vida cristiana, mediante una pastoral atenta a las necesidades reales de cada uno. Aquí, como en cada parroquia, hay que partir de los «cercanos» para llegar a los «lejanos», para llevar una presencia evangélica a los ambientes de vida y de trabajo. En la parroquia todos deben poder encontrar caminos adecuados de formación y experimentar la dimensión comunitaria, que es una característica fundamental de la vida cristiana. De ese modo se verán alentados a redescubrir la belleza de seguir a Cristo y de formar parte de su Iglesia.

Sabed, pues, hacer comunidad con todos, unidos en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. A este propósito, la verificación pastoral diocesana que se está llevando a cabo, sobre el tema «Eucaristía dominical y testimonio de la caridad», es una ocasión propicia para profundizar y vivir mejor estos dos componentes fundamentales de la vida y de la misión de la Iglesia y de todo creyente, es decir, la Eucaristía del domingo y la practica de la caridad. Reunidos en torno a la Eucaristía, sentimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Por eso es importante que la Eucaristía siempre sea el corazón de la vida de los fieles. También quiero dirigiros unas palabras de afecto y de amistad en especial a vosotros, queridos muchachos y jóvenes que me escucháis, y a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. La Iglesia espera mucho de vosotros, de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de la vida. Sentíos verdaderos protagonistas en la parroquia, poniendo vuestras energías lozanas y toda vuestra vida al servicio de Dios y de los hermanos.

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy —con las palabras del apóstol Santiago que hemos escuchado— nos invita no sólo a la alegría sino también a ser constantes y pacientes en la espera del Señor que viene, y a serlo juntos, como comunidad, evitando quejas y juicios (cf. Jc 5,7-10).

Hemos escuchado en el Evangelio la pregunta de san Juan Bautista que se encuentra en la cárcel; el Bautista, que había anunciado la venida del Juez que cambia el mundo, y ahora siente que el mundo sigue igual. Por eso, pide que pregunten a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? ¿Eres tú o debemos esperar a otro?». En los últimos dos o tres siglos muchos han preguntado: «¿Realmente eres tú o hay que cambiar el mundo de modo más radical? ¿Tú no lo haces?». Y han venido muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: «¡No es él! ¡No ha cambiado el mundo! ¡Somos nosotros!». Y han creado sus imperios, sus dictaduras, su totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo ha cambiado, pero de modo destructivo. Hoy sabemos que de esas grandes promesas no ha quedado más que un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos.

Y así debemos mirar de nuevo a Cristo y preguntarle: «¿Eres tú?». El Señor, con el modo silencioso que le es propio, responde: «Mirad lo que he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, a la vez, un gran camino de luz a lo largo de los milenios».

Comencemos aquí, en nuestra parroquia: san Maximiliano Kolbe, que se ofreció para morir de hambre a fin de salvar a un padre de familia. ¡En qué gran luz se ha convertido! ¡Cuánta luz ha venido de esta figura! Y ha alentado a otros a entregarse, a estar cerca de quienes sufren, de los oprimidos. Pensemos en el padre que era para los leprosos Damián de Veuster, que vivió y murió con y para los leprosos, y así llevó luz a esa comunidad. Pensemos en la madre Teresa, que dio tanta luz a personas, que, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las había tocado la luz del amor de Dios.

Y podríamos seguir y veríamos, como dijo el Señor en la respuesta a Juan, que lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios, que es el signo de su presencia y nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un producto de la casualidad, sino de una voluntad de amor.

Así podemos vivir, podemos sentir la cercanía de Dios. «Dios está cerca» dice la primera lectura de hoy; está cerca, pero nosotros a menudo estamos lejos. Acerquémonos, vayamos hacia la presencia de su luz, oremos al Señor y en el contacto de la oración también nosotros seremos luz para los demás.

Precisamente este es el sentido de la iglesia parroquial: entrar aquí, entrar en diálogo, en contacto con Jesús, con el Hijo de Dios, a fin de que nosotros mismos nos convirtamos en una de las luces más pequeñas que él ha encendido y traigamos luz al mundo, que sienta que es redimido.

Nuestro espíritu debe abrirse a esta invitación; así caminemos con alegría al encuentro de la Navidad, imitando a la Virgen María, que esperó en la oración, con íntimo y gozoso temor, el nacimiento del Redentor. Amén.


* * *


Al concluir, el Santo Padre se despidió de la comunidad de la parroquia improvisando unas palabras en el atrio:

En estas semanas antes de Navidad todos estamos muy ocupados con la preparación de las fiestas, pero no queremos olvidar el motivo de la celebración: es nuestro Señor. Recuperemos un poco de tiempo, como habéis hecho hoy, para estar con el Señor. Así la alegría se hace mayor y el verdadero don de Navidad es él mismo, que se ha entregado a nosotros. Gracias por esta calurosa acogida. Percibo precisamente el corazón católico. Procuremos estar cerca y comprender la belleza de Dios, que nos conoce y está con nosotros.




16 de diciembre de 2010: Celebración de las Vísperas con la participación de los universitarios romanos

16120 Basílica Vaticana
Jueves 16 de diciembre de 2010



«Tened paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor» (
Jc 5,7).

Con estas palabras el apóstol Santiago nos ha introducido en el camino de preparación inmediata a la santa Navidad, que en esta liturgia vespertina tengo la alegría de comenzar con vosotros, queridos alumnos e ilustres docentes de los ateneos de Roma. Dirijo a todos mi saludo cordial, en particular al numeroso grupo de los que se preparan a recibir la Confirmación, y expreso mi vivo aprecio por el empeño que ponéis en la animación cristiana de la cultura de nuestra ciudad. Agradezco al rector magnífico de la Universidad de Roma «Tor Vergata», el profesor Renato Lauro, las palabras de saludo que me ha dirigido en nombre de todos. Dirijo un saludo especial y deferente al cardenal vicario y a las autoridades académicas e institucionales.

La invitación del Apóstol nos indica el camino que lleva a Belén liberando nuestro corazón de todo fermento de impaciencia y de falsa espera, que puede anidar siempre en nosotros si olvidamos que Dios ya ha venido, está ya actuando en nuestra historia personal y comunitaria y pide ser acogido. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se ha revelado, ha mostrado su rostro y ha tomado morada en nuestra carne, en Jesús, hijo de María —verdadero Dios y verdadero hombre— a quien encontraremos en la cueva de Belén. Volver allí, a ese lugar humilde y estrecho, no es un simple itinerario ideal: es el camino que estamos llamados a recorrer experimentando en el hoy la cercanía de Dios y su acción que renueva y sostiene nuestra existencia. La paciencia y la constancia cristiana —de las que habla Santiago— no son sinónimo de apatía o de resignación, sino que son virtudes de quien sabe que puede y debe construir no sobre arena, sino sobre roca; virtudes de quien sabe respetar los tiempos y las formas de la condición humana y, por ello, evita ofuscar las expectativas más profundas del alma con esperanzas utópicas o fugaces, que luego defraudan.

«Mirad cómo el labrador espera el fruto precioso de la tierra, aguardándolo con paciencia» (Jc 5,7). Queridos amigos, a nosotros, inmersos en una sociedad cada vez más dinámica, nos puede parecer sorprendente esta invitación que hace referencia al mundo rural, que sigue el ritmo de los tiempos de la naturaleza. Pero la comparación elegida por el Apóstol nos llama a dirigir la mirada al verdadero y único «labrador», el Dios de Jesucristo, a su misterio más profundo que se ha revelado en la encarnación del Hijo. De hecho, el Creador de todas las cosas no es un déspota que ordena e interviene con poder en la historia; más bien, es como el labrador que siembra, hace crecer y dar fruto. También el hombre puede ser, con él, un buen labrador, que ama la historia y la construye en profundidad, reconociendo y contribuyendo a hacer que crezcan las semillas de bien que el Señor ha dado. Vayamos, por tanto, también nosotros hacia Belén con la mirada dirigida al Dios paciente y fiel que sabe esperar, que sabe detenerse, que sabe respetar los tiempos de nuestra existencia. El Niño que encontraremos es la manifestación plena del misterio del amor de Dios, que ama dando la vida, que ama de modo desinteresado, que nos enseña a amar y sólo pide ser amado.

«Fortaleced vuestros corazones». El camino hacia la cueva de Belén es un itinerario de liberación interior, una experiencia de libertad profunda, pues nos lleva a salir de nosotros mismo y a encaminarnos hacia Dios, que se acercó a nosotros, que fortalece nuestro corazón con su presencia y con su amor gratuito, que nos precede y nos acompaña en nuestras opciones diarias, que nos habla en lo secreto del corazón y en las Sagradas Escrituras. Él quiere infundir valentía a nuestra vida, especialmente en los momentos en los que nos sentimos cansados y agobiados y en los que tenemos necesidad de recobrar la serenidad del camino y sentirnos con alegría peregrinos hacia la eternidad.

«La venida del Señor está cerca». Es el anuncio que llena de emoción y de asombro esta celebración, y que hace que nuestro paso se apresure hacia la cueva. El Niño, a quien encontraremos entre María y José, es el Logos-Amor, la Palabra que puede dar consistencia plena a nuestra vida. Dios nos ha abierto los tesoros de su profundo silencio y con su Palabra se nos ha comunicado. En Belén el hoy perenne de Dios toca nuestro tiempo pasajero, que recibe orientación y luz para el camino de la vida.

Queridos amigos de las Universidades de Roma, a vosotros, que recorréis el camino fascinante y comprometedor de la búsqueda y de la elaboración cultural, el Verbo encarnado os pide que compartáis con él la paciencia para «construir». Construir la propia existencia, construir la sociedad, no es una obra que puedan realizar mentes y corazones distraídos y superficiales. Se requiere una profunda acción educativa y un continuo discernimiento en los que debe participar toda la comunidad académica, favoreciendo esa síntesis entre formación intelectual, disciplina moral y compromiso religioso que el beato John Henry Newman propuso en su «Idea de Universidad». En nuestros tiempos se siente la necesidad de una nueva clase de intelectuales capaces de interpretar las dinámicas sociales y culturales, ofreciendo soluciones no abstractas, sino concretas y realistas. La Universidad está llamada a desempeñar este papel insustituible y la Iglesia la sostiene con convicción de manera concreta.

La Iglesia de Roma, en particular, está comprometida desde hace muchos años en apoyar la vocación de la Universidad y en servirla con la contribución sencilla y discreta de tantos sacerdotes que trabajan en las capellanías y en las realidades eclesiales. Quiero expresar mi aprecio al cardenal vicario y a sus colaboradores por el programa de pastoral universitaria que, este año, en sintonía con el proyecto diocesano, se ha sintetizado acertadamente con el tema: «Ite, missa est... en el patio de los gentiles». El saludo al final de la celebración eucarística — «Ite, missa est» — invita a todos a ser testigos de la caridad que transforma la vida del hombre y de este modo injerta en la sociedad el germen de la civilización del amor. Vuestro programa de ofrecer a la ciudad de Roma una cultura al servicio del desarrollo integral de la persona humana, como indiqué en la encíclica Caritas in veritate, es un ejemplo concreto de vuestro compromiso de promover comunidades académicas en las que se madura y se practica lo que Giovanni Battista Montini, cuando era consiliario de la Federación universitaria católica italiana (FUCI), llamaba «la caridad intelectual».

La comunidad universitaria romana, con su riqueza de instituciones estatales, privadas, católicas y pontificias, está llamada a una tarea histórica notable: la de superar ideas preconcebidas y prejuicios que en ocasiones impiden el desarrollo de una cultura auténtica. Trabajando con sinergia, especialmente con las facultades teológicas, las Universidades romanas pueden indicar que es posible un nuevo diálogo y una nueva colaboración entre la fe cristiana y los diferentes saberes, sin confusión ni separación, sino compartiendo la misma aspiración a servir al hombre en su plenitud. Espero que el próximo simposio internacional sobre el tema «La Universidad y el desafío de los saberes: ¿hacia cuál futuro?» constituya una etapa significativa en este camino renovado de investigación y compromiso. Desde esta perspectiva, deseo alentar también las iniciativas promovidas por la dirección general de la Cooperación para el desarrollo del Ministerio de Asuntos exteriores de Italia, que ha involucrado a Universidades de todos los continentes, incluyendo a las de Oriente Medio, representadas aquí por algunos rectores.

Queridos jóvenes universitarios, ha resonado en esta asamblea el recuerdo de la cruz de las Jornadas mundiales de la juventud. Al final de la celebración, la delegación universitaria africana entregará el icono de María Sedes Sapientiae a la delegación universitaria española. Así comenzará la peregrinación de esta imagen mariana por todas las Universidades de España, un signo que nos orienta hacia el encuentro del próximo mes de agosto en Madrid. Es muy importante la presencia de jóvenes universitarios preparados, que desean comunicar a sus coetáneos la fecundidad de la fe cristiana no sólo en Europa, sino en todo el mundo. Con María, que nos precede en nuestro camino de preparación, os doy cita en Madrid y confío mucho en vuestro generoso y creativo compromiso. A ella, Sedes Sapientiae, encomiendo a toda la comunidad universitaria romana. Con ella dispongámonos a encontrar al Niño en la cueva de Belén: es el Señor que viene por nosotros. Amén.





24 de diciembre de 2010: Misa de Nochebuena

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Basílica Vaticana

24 de diciembre de 2010


: Queridos hermanos y hermanas

«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La Iglesia comienza la liturgia del Noche Santa con estas palabras del Salmo segundo. Ella sabe que estas palabras pertenecían originariamente al rito de la coronación de los reyes de Israel. El rey, que de por sí es un ser humano como los demás hombres, se convierte en «hijo de Dios» mediante la llamada y la toma de posesión de su cargo: es una especie de adopción por parte de Dios, un acto de decisión, por el que confiere a ese hombre una nueva existencia, lo atrae en su propio ser. La lectura tomada del profeta Isaías, que acabamos de escuchar, presenta de manera todavía más clara el mismo proceso en una situación de turbación y amenaza para Israel: «Un hijo se nos ha dado: lleva sobre sus hombros el principado» (Is 9,5). La toma de posesión de la función de rey es como un nuevo nacimiento. Precisamente como recién nacido por decisión personal de Dios, como niño procedente de Dios, el rey constituye una esperanza. El futuro recae sobre sus hombros. Él es el portador de la promesa de paz. En la noche de Belén, esta palabra profética se ha hecho realidad de un modo que habría sido todavía inimaginable en tiempos de Isaías. Sí, ahora es realmente un niño el que lleva sobre sus hombros el poder. En Él aparece la nueva realeza que Dios establece en el mundo. Este niño ha nacido realmente de Dios. Es la Palabra eterna de Dios, que une la humanidad y la divinidad. Para este niño valen los títulos de dignidad que el cántico de coronación de Isaías le atribuye: Consejero admirable, Dios poderoso, Padre por siempre, Príncipe de la paz (Is 9,5). Sí, este rey no necesita consejeros provenientes de los sabios del mundo. Él lleva en sí mismo la sabiduría y el consejo de Dios. Precisamente en la debilidad como niño Él es el Dios fuerte, y nos muestra así, frente a los poderes presuntuosos del mundo, la fortaleza propia de Dios.

A decir verdad, las palabras del rito de coronación en Israel eran siempre sólo ritos de esperanza, que preveían a lo lejos un futuro que sería otorgado por Dios. Ninguno de los reyes saludados de este modo se correspondía con lo sublime de dichas palabras. En ellos, todas las palabras sobre la filiación de Dios, sobre su designación como heredero de las naciones, sobre el dominio de las tierras lejanas (Ps 2,8), quedaron sólo como referencia a un futuro; casi como carteles que señalan la esperanza, indicaciones que guían hacia un futuro, que en aquel entonces era todavía inconcebible. Por eso, el cumplimiento de la palabra que da comienzo en la noche de Belén es a la vez inmensamente más grande y —desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra profética permitía intuir. Es más grande, porque este niño es realmente Hijo de Dios, verdaderamente «Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». Ha quedado superada la distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios no solamente se ha inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos; Él ha «descendido» realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para atraernos a todos a sí. Este niño es verdaderamente el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Su reino se extiende realmente hasta los confines de la tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía, Él ha hecho surgir realmente islas de paz. En cualquier lugar que se celebra hay una isla de paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los hombres la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía del poder. Él construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en cada generación. Pero también es cierto que no se ha roto la «vara del opresor». También hoy siguen marchando con estruendo las botas de los soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la «túnica empapada de sangre» (Is 9,3 s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos, mendiga, por decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón. Esta alegría, sin embargo, es también una oración: Señor, cumple por entero tu promesa. Quiebra las varas de los opresores. Quema las botas resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas ensangrentadas. Cumple la promesa: «La paz no tendrá fin» (Is 9,6). Te damos gracias por tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo el dominio de tu verdad, de tu amor; el «reino de justicia, de amor y de paz».

«María dio a la luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7). San Lucas describe con esta frase, sin énfasis alguno, el gran acontecimiento que habían vislumbrado con antelación las palabras proféticas en la historia de Israel. Designa al niño como «primogénito». En el lenguaje que se había ido formando en la Sagrada Escritura de la Antigua Alianza, «primogénito» no significa el primero de otros hijos. «Primogénito» es un título de honor, independientemente de que después sigan o no otros hermanos y hermanas. Así, en el Libro del Éxodo (Ex 4,22), Dios llama a Israel «mi hijo primogénito», expresando de este modo su elección, su dignidad única, el amor particular de Dios Padre. La Iglesia naciente sabía que esta palabra había recibido una nueva profundidad en Jesús; que en Él se resumen las promesas hechas a Israel. Así, la Carta a los Hebreos llama a Jesús simplemente «el primogénito», para identificarlo como el Hijo que Dios envía al mundo después de los preparativos en el Antiguo Testamento (cf. He 1,5-7). El primogénito pertenece de modo particular a Dios, y por eso —como en muchas religiones— debía ser entregado de manera especial a Dios y ser rescatado mediante un sacrificio sustitutivo, como relata san Lucas en el episodio de la presentación de Jesús en templo. El primogénito pertenece a Dios de modo particular; está destinado al sacrificio, por decirlo así. El destino del primogénito se cumple de modo único en el sacrificio de Jesús en la cruz. Él ofrece en sí mismo la humanidad a Dios, y une al hombre y a Dios de tal modo que Dios sea todo en todos. San Pablo ha ampliado y profundizado la idea de Jesús como primogénito en las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: Jesús, nos dicen estas Cartas, es el Primogénito de la creación: el verdadero arquetipo del hombre, según el cual Dios ha formado la criatura hombre. El hombre puede ser imagen de Dios, porque Jesús es Dios y Hombre, la verdadera imagen de Dios y el Hombre. Él es el primogénito de los muertos, nos dicen además estas Cartas. En la Resurrección, Él ha desfondado el muro de la muerte para todos nosotros. Ha abierto al hombre la dimensión de la vida eterna en la comunión con Dios. Finalmente, se nos dice: Él es el primogénito de muchos hermanos. Sí, con todo, Él es ahora el primero de más hermanos, es decir, el primero que inaugura para nosotros el estar en comunión con Dios. Crea la verdadera hermandad: no la hermandad deteriorada por el pecado, la de Caín y Abel, de Rómulo y Remo, sino la hermandad nueva en la que somos de la misma familia de Dios. Esta nueva familia de Dios comienza en el momento en el que María envuelve en pañales al «primogénito» y lo acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera hermandad. Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia.

El Evangelio de Navidad nos relata al final que una multitud de ángeles del ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14). La Iglesia ha amplificado en el Gloria esta alabanza, que los ángeles entonaron ante el acontecimiento de la Noche Santa, haciéndola un himno de alegría sobre la gloria de Dios. «Por tu gloria inmensa, te damos gracias». Te damos gracias por la belleza, por la grandeza, por tu bondad, que en esta noche se nos manifiestan. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios, de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría. Quien vislumbra a Dios siente alegría, y en esta noche vemos algo de su luz. Pero el mensaje de los ángeles en la Noche Santa habla también de los hombres: «Paz a los hombres que Dios ama». La traducción latina de estas palabras, que usamos en la liturgia y que se remonta a Jerónimo, suena de otra manera: «Paz a los hombres de buena voluntad». La expresión «hombres de buena voluntad» ha entrado en el vocabulario de la Iglesia de un modo particular precisamente en los últimos decenios. Pero, ¿cuál es la traducción correcta? Debemos leer ambos textos juntos; sólo así entenderemos la palabra de los ángeles del modo justo. Sería equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar exclusivo de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre respuesta de amor. Pero sería también errónea una interpretación moralizadora, según la cual, por decirlo así, el hombre podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el nacimiento de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta, no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente entretejidas entre sí. Así, esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada. No deja de buscarnos, de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir por nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra.

Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo... » (Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. Cantare amantis est, dice san Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre en un nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora, nosotros nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu gloria inmensa. Te damos gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez más personas que aman contigo y, por tanto, personas de paz. Amén.





31 de diciembre de 2010: Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios y Te Deum

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Benedicto XVI Homilias 21210