Benedicto XVI Homilias 9031

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Basílica de Santa Sabina

Miércoles de Ceniza, 9 de marzo de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de Cuaresma con el sugestivo rito de la imposición de la ceniza, a través del cual queremos asumir el compromiso de orientar nuestro corazón hacia el horizonte de la Gracia. Por lo general, en la opinión de la mayoría, este tiempo corre el peligro de evocar tristeza, el tono gris de la vida. En cambio, es un don precioso de Dios, es un tiempo fuerte y denso de significado en el camino de la Iglesia; es el itinerario hacia la Pascua del Señor. Las lecturas bíblicas de la celebración de hoy nos ofrecen indicaciones para vivir en plenitud esta experiencia espiritual.

«Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2,12). En la primera lectura, tomada del libro del profeta Joel, hemos escuchado estas palabras con las que Dios invita al pueblo judío a un arrepentimiento sincero, no ficticio. No se trata de una conversión superficial y transitoria, sino de un itinerario espiritual que concierne en profundidad a las actitudes de la conciencia, y supone un sincero propósito de enmienda. El profeta, con el fin de invitar a una penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras (cf. Jl 2,13), se inspira en la plaga de la invasión de langostas que asoló al pueblo destruyendo los cultivos. Se trata, por tanto, de poner en práctica una actitud de auténtica conversión a Dios —volver a él—, reconociendo su santidad, su poder, su grandeza. Esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en el amor. Su misericordia es una misericordia regeneradora, que crea en nosotros un corazón puro, renueva por dentro con espíritu firme, devolviéndonos la alegría de la salvación (cf. Ps 50,14). Como dice el profeta, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). El profeta Joel ordena, en nombre del Señor, que se cree un ambiente penitencial propicio: es necesario tocar la trompeta, convocar la asamblea, despertar las conciencias. El período cuaresmal nos propone este ámbito litúrgico y penitencial: un camino de cuarenta días en el que podamos experimentar de manera eficaz el amor misericordioso de Dios. Hoy resuena para nosotros la llamada: «Convertíos a mí de todo corazón». Hoy somos nosotros quienes recibimos la llamada a convertir nuestro corazón a Dios, siempre conscientes de que no podemos realizar nuestra conversión sólo con nuestras fuerzas, porque es Dios quien nos convierte. Él nos sigue ofreciendo su perdón, invitándonos a volver a él para darnos un corazón nuevo, purificado del mal que lo oprime, para hacernos partícipes de su gozo. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios, necesita su perdón, su amor; necesita un corazón nuevo.

«Dejaos reconciliar con Dios» (2Co 5,20). En la segunda lectura, san Pablo nos ofrece otro elemento del camino de la conversión. El Apóstol invita a desviar la mirada de él, y a dirigir la atención hacia quien lo envió y al contenido de su mensaje: «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (ib. 2Co 5,20). Un enviado transmite lo que escuchó de labios de su Señor y habla con la autoridad y dentro de los límites que ha recibido. Quien desempeña la función de enviado no debe atraer la atención sobre sí mismo, sino que debe ponerse al servicio del mensaje que debe transmitir y de quien lo envió. Así actúa san Pablo al desempeñar su ministerio de predicador de la Palabra de Dios y de Apóstol de Jesucristo. Él no se echa atrás ante la misión recibida, sino que la desempeña con entrega total, invitando a abrirse a la Gracia, a dejar que Dios nos convierta: «Como cooperadores suyos, —escribe— os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Co 6,1). «La llamada de Cristo a la conversión —nos dice el Catecismo de la Iglesia católica— sigue resonando en la vida de los cristianos. (...) Es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que, “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación”. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Ps 51,19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero» (n. CEC 1428). San Pablo habla a los cristianos de Corinto, pero a través de ellos quiere dirigirse a todos los hombres. En efecto, todos tienen necesidad de la gracia de Dios, que ilumine la mente y el corazón. El Apóstol apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2Co 6,2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad siguiendo las huellas de san Pablo; he aquí un motivo más para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, que necesita convertirse.

«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos» (Mt 6,1). Jesús, en el Evangelio de hoy, hace una relectura de las tres obras de misericordia fundamentales previstas por la ley de Moisés. La limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío observante de la ley. Con el transcurso del tiempo, estas prescripciones cayeron en el formalismo exterior, o incluso se transformaron en un signo de superioridad. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres obras de misericordia. Cuando se realiza una obra buena, casi por instinto surge el deseo de ser estimados y admirados por la buena acción, es decir, se busca una satisfacción. Y esto, por una parte, nos encierra en nosotros mismos y, por otra, nos hace salir de nosotros mismos, porque vivimos proyectados hacia lo que los demás piensan de nosotros y admiran en nosotros. El Señor Jesús, al proponer de nuevo estas prescripciones, no pide un respeto formal a una ley ajena al hombre, impuesta como una pesada carga por un legislador severo, sino que invita a redescubrir estas tres obras de misericordia viviéndolas de manera más profunda, no por amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de conversión a él. Limosna, oración y ayuno: es el camino de la pedagogía divina que nos acompaña, no sólo durante la Cuaresma, hacia el encuentro con el Señor resucitado; un camino que hemos de recorrer sin ostentación, con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver también en lo secreto de nuestro corazón.

Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y gozosos el itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de la Pascua; este tiempo «fuerte» del Año litúrgico es un tiempo favorable que se nos ofrece para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más generosidad la mortificación, gracias a la cual podamos salir con mayor liberalidad en ayuda del prójimo necesitado: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el Misterio pascual.

Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos lleve a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo, muerto y resucitado; nos ayude en el combate espiritual contra el pecado; y nos sostenga al invocar con fuerza: «Converte nos, Deus, salutaris noster», «Conviértenos a ti, oh Dios, nuestra salvación». Amén.



20 de marzo de 2011: Santa Misa y Rito de dedicación de la nueva parroquia romana de San Corbiniano, en el Infernetto

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Domingo 20 de marzo de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho estar entre vosotros para celebrar un acontecimiento tan significativo como es la dedicación a Dios y al servicio de la comunidad de esta iglesia en honor de san Corbiniano. La Providencia ha querido que este encuentro tenga lugar el segundo domingo de Cuaresma, que se caracteriza por el Evangelio de la Transfiguración de Jesús. Por eso, hoy se unen dos elementos, ambos muy importantes: por una parte, el misterio de la Transfiguración y, por otra, el del templo, es decir, de la casa de Dios en medio de vuestras casas. Las lecturas bíblicas que hemos escuchado han sido elegidas para iluminar estos dos aspectos.

La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del monte, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual que sus vestidos. Es lo que llamamos «Transfiguración»: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17,5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.

El relato habla también de Moisés y Elías, que se aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33,18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1R 19,11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos. E igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una misión por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en la nube, la voz de Dios que ordena: «Escuchadlo». La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, como individuos y como comunidad parroquial; encontradlo en la Eucaristía, en la escucha de su Palabra, en la oración, en la caridad.

El segundo punto es la Iglesia, como edificio y, sobre todo, como comunidad. Ahora bien, antes de reflexionar sobre la dedicación de vuestra iglesia, quiero deciros que hay un motivo particular que aumenta mi alegría de encontrarme hoy con vosotros. De hecho, san Corbiniano es el fundador de la diócesis de Freising, en Baviera, de la que fui obispo durante cuatro años. En mi escudo episcopal quise incluir un elemento íntimamente vinculado a la historia de este santo: el oso. Un oso —así se narra— había devorado el caballo de Corbiniano, quien se dirigía a Roma. Él se lo reprochó duramente, logró amansarlo y le cargó sobre el lomo su equipaje, que hasta ese momento había llevado el caballo. El oso transportó esa carga hasta Roma y sólo aquí el santo lo dejó libre de irse.

Tal vez aquí debo decir dos palabras sobre la vida de san Corbiniano. San Corbiniano era francés, sacerdote de la zona de París, y había fundado un monasterio en las inmediaciones de París. Era muy apreciado como consejero espiritual, pero más bien buscaba la contemplación; por eso vino a Roma para fundar aquí un monasterio cerca de las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Con todo, el Papa Gregorio II —estamos alrededor del año 720— apreciaba sus cualidades, había comprendido sus cualidades, y lo ordenó obispo, encargándole que fuera a Baviera para anunciar el Evangelio en esa tierra. Baviera: el Papa pensaba en el país situado entre el Danubio y los Alpes, que durante quinientos años había sido la provincia romana de la Raetia; sólo a finales del siglo v la población latina había regresado en gran parte a Italia. Allí habían quedado pocos, la gente sencilla; la tierra estaba poco habitada y había entrado allí un pueblo nuevo, el pueblo bávaro, que había encontrado una herencia cristiana porque el país había sido cristianizado durante la época romana. La gente bávara había comprendido inmediatamente que esta era la verdadera religión y quería hacerse cristiana, pero faltaba gente culta, faltaban sacerdotes para anunciar el Evangelio. Así el cristianismo había permanecido muy fragmentario, incipiente. El Papa conocía esta situación, conocía la sed de fe que había en aquel país; por eso encargó a san Corbiniano que se dirigiera allí para anunciar el Evangelio. Y en Freising, en la ciudad del duque, en una colina, el santo creó la catedral —ya había encontrado un santuario de la Virgen—, y allí permaneció durante más de mil años la sede del obispo. Sólo después del tiempo napoleónico se trasladó treinta kilómetros más al sur, a Munich. Aún se llama diócesis de Munich y Freising, y la majestuosa catedral románica de Freising sigue siendo el corazón de la diócesis. Así vemos cómo los santos promueven la unidad y la universalidad de la Iglesia. La universalidad: san Corbiniano une Francia, Alemania y Roma. La unidad: san Corbiniano nos dice que la Iglesia está fundada sobre Pedro y nos garantiza también la perennidad de la Iglesia construida sobre roca, que hace mil años era la misma Iglesia de hoy, porque el Señor es siempre el mismo. Él es siempre la Verdad, siempre antigua y siempre nueva, actualísima, presente, y es la clave para el futuro.

Ahora quiero dar las gracias a quienes han contribuido a construir esta iglesia. Conozco el gran empeño de la diócesis de Roma por asegurar a cada barrio complejos parroquiales adecuados. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector y al obispo secretario de la Obra romana para la conservación de la fe y la provisión de nuevas iglesias. Saludo sobre todo a mis dos sucesores. Saludo al cardenal Wetter, de quien partió la iniciativa de dedicar una iglesia parroquial a san Corbiniano y quien ha dado un gran apoyo para la realización del proyecto. Gracias, eminencia. Mil gracias. Me alegra que la iglesia se haya construido tan rápidamente. Saludo al cardenal Marx, actual arzobispo de Munich y Freising, que continúa con amor no sólo a san Corbiniano sino también a su iglesia en Roma. Mil gracias también a usted. Saludo asimismo a monseñor Clemens, de la diócesis de Paderborn y secretario del Consejo pontificio para los laicos. Saludo de modo particular al párroco, don Antonio Magnotta, a la vez que le agradezco las palabras que me ha dirigido. Gracias. Y naturalmente saludo también al vicario parroquial. A través de todos vosotros, aquí presentes, deseo enviar una palabra de afectuosa cercanía a los cerca de diez mil residentes en el territorio de la parroquia. Reunidos en torno a la Eucaristía, percibimos más fácilmente que la misión de cada comunidad cristiana es llevar a todos el mensaje del amor de Dios, dar a conocer a todos su rostro. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía sea siempre el corazón de la vida de los fieles, como lo es hoy para vuestra parroquia, aunque no todos sus miembros hayan podido participar en ella personalmente.

Vivimos hoy una jornada importante, que corona los esfuerzos, los trabajos, los sacrificios realizados, y el compromiso de la gente que reside aquí para constituirse como comunidad cristiana y madura, capaz de tener una iglesia ya consagrada definitivamente al culto de Dios. Me alegra que ya se haya alcanzado esa meta, y estoy seguro de que favorecerá las asambleas y el crecimiento de la familia de los creyentes en este territorio. La Iglesia quiere estar presente en todos los barrios donde la gente vive y trabaja, con el testimonio evangélico de cristianos coherentes y fieles, pero también con edificios que permitan reunirse para la oración y los sacramentos, para la formación cristiana y para entablar relaciones de amistad y fraternidad, haciendo crecer a los niños, a los jóvenes, a las familias y a los ancianos en el espíritu de comunidad que Cristo nos ha enseñando y que el mundo tanto necesita.

Como se ha realizado el edificio parroquial, así mi visita desea animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros. Lo hemos escuchado en la segunda lectura: «Vosotros sois campo de Dios, edificio de Dios», escribe san Pablo a los Corintios (1Co 3,9) y a nosotros; y los exhorta a construir sobre el único cimiento verdadero, que es Jesucristo (1Co 3,11). Por eso, también yo os exhorto a hacer de vuestra nueva iglesia el lugar en donde se aprende a escuchar la Palabra de Dios, la «escuela» permanente de vida cristiana de la que parte toda actividad de esta parroquia joven y comprometida. Sobre este aspecto es iluminador el texto del libro de Nehemías que se nos ha propuesto en la primera lectura. En él se ve bien que Israel es el pueblo convocado para escuchar la Palabra de Dios, escrita en el libro de la Ley. Los ministros leen solemnemente este libro y lo explican al pueblo, que está de pie, alza las manos al cielo y luego se arrodilla y se postra rostro en tierra, como signo de adoración. Es una verdadera liturgia, animada por la fe en Dios que habla, por el arrepentimiento de la propia infidelidad a la Ley del Señor, pero sobre todo por la alegría de que la proclamación de su Palabra es signo de que él no ha abandonado a su pueblo, que está cerca de él. También vosotros, queridos hermanos y hermanas, al reuniros para escuchar la Palabra de Dios con fe y perseverancia, os convertís, de domingo en domingo, en Iglesia de Dios, formados y modelados interiormente por su Palabra. ¡Qué gran don es este! Estad siempre agradecidos por él.

Vuestra comunidad es joven; está constituida en gran parte por parejas que llevan poco tiempo casadas y que vienen a vivir al barrio; son numerosos los niños y los muchachos. Conozco el empeño y la atención que se dedican a la familia y al acompañamiento de los matrimonios jóvenes: sabed poner en práctica una pastoral familiar caracterizada por la acogida abierta y cordial de los nuevos núcleos familiares, que favorezca el conocimiento mutuo, de forma que la comunidad parroquial sea cada vez más una «familia de familias», capaz de compartir con ellas tanto las alegrías como las inevitables dificultades de los comienzos. Sé también que varios grupos de fieles se reúnen para orar, formarse en la escuela del Evangelio, participar en los sacramentos y vivir esa dimensión esencial para la vida cristiana que es la caridad. Pienso en quienes con la Cáritas parroquial se esfuerzan por salir al encuentro de las numerosas exigencias del territorio, respondiendo especialmente a las expectativas de los más pobres y necesitados.

Me alegra lo que hacéis en la preparación de los muchachos y de los jóvenes para los sacramentos de la vida cristiana, y os exhorto a interesaros cada vez más también por sus padres, especialmente por los que tienen niños pequeños. La parroquia ha de esforzarse por proponerles también a ellos, en horarios y de modos convenientes, encuentros de oración y de formación, sobre todo para los padres de los niños que deben recibir el Bautismo y los demás sacramentos de la iniciación cristiana. También prestad una atención particular a las familias que atraviesan dificultades o que se encuentran en una situación precaria o irregular. No las dejéis solas; más bien estad cerca de ellas con amor, ayudándolas a comprender el auténtico plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. El Papa quiere dirigir en particular unas palabras de afecto y de amistad también a vosotros, queridos muchachos y jóvenes que me escucháis, y a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. El presente y el futuro de la comunidad eclesial y civil dependen especialmente de vosotros. La Iglesia espera mucho de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de la vida.

Queridos amigos de san Corbiniano, el Señor Jesús, que llevó a los Apóstoles al monte a orar y les manifestó su gloria, hoy nos ha invitado a nosotros a esta nueva iglesia: aquí podemos escucharlo, aquí podemos reconocer su presencia al partir el Pan eucarístico, y de este modo llegar a ser Iglesia viva, templo del Espíritu Santo, signo del amor de Dios en el mundo. Volved a vuestras casas con el corazón lleno de gratitud y de alegría, porque formáis parte de este gran edificio espiritual que es la Iglesia. A la Virgen María encomendamos nuestro camino cuaresmal, así como el de la toda la Iglesia. Que la Virgen, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, para poder participar juntamente con ella en la alegría de la Pascua. Amén.



17 de abril de 2011: Domingo de Ramos - XXVI Jornada Mundial de la Juventud

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Plaza de San Pedro

XXVI Jornada Mundial de la Juventud

Domingo 17 de abril de 2011


: Queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes:

Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».

Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella tradición? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El fin último de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual él quiere elevar al ser humano.

Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, comenzamos la peregrinación: por el camino elevado hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas? Sí, está por encima de nuestras posibilidades. Desde siempre los hombres están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar esa misma altura de Dios. En todos los descubrimientos del espíritu humano se busca en último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para ser independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido llevar a cabo la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que se presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.

Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.

Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, dice hoy la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto.

El salmo procesional 23, que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos ser levantados: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están unidas a estas actitudes; si nuestras manos se hacen inocentes y nuestro corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos. Le necesitamos. Él nos atrae hacia lo alto, sosteniéndonos en sus manos –es decir, en la fe– nos da la justa orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su amor.

La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y en la existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.

Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y las manos inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional, es decir que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Ps 23,6). Amén.



21 de abril de 2011: Santa Misa crismal

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Basílica Vaticana

Jueves Santo 21 de abril de 2011



Queridos hermanos:

En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal. En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida” de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos “cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía. Dejemos que precisamente estos santos óleos, que ahora son consagrados, nos recuerden esta tarea inherente a la palabra “cristiano”, y pidamos al Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que lo seamos verdaderamente cada vez más.

En la liturgia de este día se bendicen, como hemos dicho, tres óleos. En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales de la existencia cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar. Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el Dies irae. Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (Ps 105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones.Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.

Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (Lc 9,2). El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del profeta Isaías (Is 61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres. El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa –por recordar sólo algunos nombres– atraviesa el mundo una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas –junto con su competencia profesional– llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.

En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (Is 61,6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19,6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1P 2,9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.

No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no caen en saco roto.

Me dirijo finalmente a vosotros, queridos hermanos en el ministerio sacerdotal. El Jueves Santo es nuestro día de un modo particular. En la hora de la Última Cena el Señor ha instituido el sacerdocio de la Nueva Alianza. “Santifícalos en la verdad” (Jn 17,17), ha pedido al Padre para los Apóstoles y para los sacerdotes de todos los tiempos. Con enorme gratitud por la vocación y con humildad por nuestras insuficiencias, dirijamos en esta hora nuestro “sí” a la llamada del Señor: Sí, quiero unirme íntimamente al Señor Jesús, renunciando a mí mismo… impulsado por el amor de Cristo. Amén.



21 de abril de 2011: Santa Misa "in cena Domini"

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Benedicto XVI Homilias 9031