Belarmino: las 7 Palabras 86

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Daremos ahora algunas palabras de explicación en relación a los cuatro decretos que regulan los sacrificios judíos. En primer lugar, nuestros cuerpos deben ser víctimas consagradas a Dios, que debemos usar para el honor de Dios. Pues no debemos mirar a nuestros cuerpos como propiedad nuestra, sino como propiedad de Dios, a quien estamos consagrados por el Bautismo, y que nos ha comprado en gran precio, como dice el Apóstol a los Corintios. Ni seamos tampoco meras víctimas, sino víctimas vivas por la vida de la gracia y el Espíritu Santo. Pues aquellos muertos por el pecado no son víctimas de Dios, sino del demonio, que mata nuestras almas y se regocija en su destrucción. Nuestro Dios, que siempre fue y es la fuente de la vida, no le habría ofrecido a l fétidos despojos que no son aptos para nada sino para ser arrojados a las bestias. En segundo lugar, debemos tener mucho cuidado en preservar esta vida de nuestras almas para que podamos ofrecer nuestro "culto espiritual". Ni es suficiente para la víctima estar viva. Debe ser también santa. Un "sacrificio viviente" y "santo", dice San Pablo. La oblación de víctimas limpias fue un sacrificio santo. Como hemos dicho antes, algunos cuadrúpedos eran limpios, como las ovejas, cabras y bueyes, y algunas aves eran limpias, como las tórtolas, gorriones y palomas. La primera clase de animales significan la vida activa, la última la contemplativa. Consecuentemente, si aquellos que llevan una vida activa entre los fieles desean ofrecerse a sí mismos como víctimas santas a Dios, deben imitar la simplicidad y la mansedumbre del cordero, que no conoce venganza, la laboriosidad y la seriedad del buey, que no busca reposo, ni corre vanamente de aquí para allá, sino soporta su carga y arrastra su arado y trabaja asiduamente en el cultivo de la tierra, y finalmente, la agilidad de la cabra al trepar las montanas y su rapidez en detectar objetos desde lejos. No deben descansar satisfechos con solo ser mansos, ni realizando ciertas tareas. Deben alzar sus corazones por la oración frecuente y contemplar las cosas que están arriba. Pues ¿cómo pueden realizar sus acciones por la gloria de Dios y hacerlas ascender como incienso de sacrificio ante l, si raramente o nunca piensan en Dios, ni lo buscan, y no están por medio de la meditación ardiendo con su Amor? La vida activa del cristiano no debe estar completamente separada de la contemplativa, así como la contemplativa no debe estar enteramente separada de la activa. Aquellos que no siguen el ejemplo de los bueyes y corderos y cabras en su trabajo continuo y útil por su Señor, sino que desean y buscan su propia comodidad temporal, no pueden ofrecer a Dios una víctima santa. Se parecen más a bestias feroces y carnívoras, como lobos, perros, osos, y cuervos, que hacen de su estomago un dios, y siguen las huellas del "león rugiente" que "ronda buscando a quién devorar" (
1P 5,8). Aquellos cristianos que siguen una vida contemplativa y buscan ofrecerse como víctimas vivas y santas a Dios deben imitar la soledad de la tórtola, la pureza de la paloma, la prudencia del gorrión. La soledad de la tórtola es aplicable principalmente a los monjes y ermitaños, que no tienen comunicación con el mundo y están enteramente dedicados a la contemplación de Dios y cantando sus alabanzas. La pureza y la fecundidad de la paloma es necesaria para los obispos y sacerdotes, que se relacionan con los hombres y han de engendrar y criar hijos espirituales, y será difícil para ellos imitar tal pureza y fecundidad a menos que frecuentemente vuelen hacia su país celestial por la contemplación, y por la caridad condescender a socorrer las necesidades de los hombres. Hay el peligro de que se abandonen enteramente a la contemplación y no engendren hijos espirituales, o de volverse tan llenos de trabajo que se contaminen con deseos mundanos, y mientras están ansiosos por salvar las almas de los demás, se conviertan ellos --que Dios lo impida-- en náufragos.

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La prudencia del gorrión es necesaria tanto para los contemplativos como para aquellos que se entregan a las tareas activas del ministerio. Hay tanto gorriones de cerca como gorriones de casa. Los gorriones de cerca muestran mucho cuidado en evitar las redes y las trampas puestas para ellos, y los gorriones de casa, que viven próximos al hombre, nunca se convierten en amigos del hombre, y con dificultad son capturados. Así los cristianos, y de manera especial los sacerdotes y monjes, deben imitar la prudencia del gorrión para evitar caer en las redes y trampas puestas para ellos por el diablo, y cuando tratan con hombres, lo hacen solo para beneficio del prójimo, evitando cualquier familiaridad con él, especialmente con las mujeres, escapando de conversaciones vanas, declinando invitaciones, y no estando presentes en actuaciones o teatros.

El último decreto en relación a los sacrificios era que la víctima fuera no solo viva y santa, sino también agradable, esto es, dar un suavísimo olor, de acuerdo a lo que dice la Escritura: "Y el Señor aspiro un suave aroma" (
Gn 8,21), y "Cristo se entrego por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ep 5,2). Era necesario que la víctima, para poder desprender este aroma tan agradable a Dios, esté tanto muerta como quemada. Esto tiene lugar en el sacrificio místico y razonable del cual estamos hablando, cuando la concupiscencia de la carne es completamente subyugada y abrasada por el fuego de la caridad. Nada más eficaz, veloz y perfecto para mortificar la concupiscencia de la carne que un sincero amor de Dios. Pues l es el Rey y Señor de todos los afectos de nuestro corazón, y todos nuestros afectos son gobernados por l y dependen de l, sea aquellos de temor o esperanza, de deseo u odio, o ira, o cualquier otra inquietud de mente. Ahora bien, el amor rinde nada más que un amor más fuerte, y consecuentemente, cuando el amor Divino posee completamente el corazón del hombre y lo enciende en llamas, todos los deseos carnales se rinden a él, y siendo completamente subyugados, no nos ocasionan ninguna inquietud. Y por tanto, ardientes aspiraciones y oraciones fervorosas ascienden de nuestros corazones como incienso ante el trono de Dios. Este es el sacrificio que Dios pide de nosotros, y al que el Apóstol nos exhorta a estar los más prontamente preparados para ofrecer.

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San Pablo usa un argumento muy fuerte para persuadirnos de ello, así como es en sí mismo duro y lleno de dificultad. Su argumento es expresado en estas palabras: "Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva" (
Rm 12,1). En el texto griego encontramos la palabra "misericordias" usada en vez de "misericordia". ¿Qué y cuantas son las misericordias de Dios por las que el Apóstol nos exhorta? En primer lugar está la creación, por la que fuimos hechos algo mientras que antes éramos nada. En segundo lugar, aunque Dios Todopoderoso no tenía necesidad de nuestro servicio, nos ha hecho siervos suyos, porque desea que hagamos algo por lo que pueda recompensarnos. En tercer lugar, nos hizo a su imagen, y nos hizo capaces de conocerlo y amarlo. En cuarto lugar, nos hizo, a través de Cristo, sus hijos adoptivos y coherederos de su Hijo Unigénito. En quinto lugar, nos hizo miembros de su Esposa, de aquella Iglesia de la cual l es la Cabeza. Por último, se ofreció a sí mismo en la Cruz, "como oblación y víctima de suave aroma" (Ep 5,2), para redimirnos de la esclavitud y lavarnos de nuestra iniquidad, "para que pueda presentar a l una Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga" (Ep 5,27). Estas son las misericordias de Dios por las que el Apóstol nos exhorta, como si dijera: "el Señor ha derramado tantas gracias sobre ustedes, que ni las merecen, ni las han pedido, ¿y aun tienen como cosa difícil el ofrecerse a sí mismos a Dios como víctimas vivas, santas y razonables? En verdad, lejos de ser difícil, debería parecer, para cualquiera que atentamente considera todas las circunstancias, fácil y ligero y agradable y placentero servir a tan buen Dios con nuestro corazón entero a través de todo tiempo, y tras el ejemplo de Cristo, ofrecernos a nosotros enteramente a l como una víctima, una oblación, y un holocausto en olor de suavidad.





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CAPITULO XVI

El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz

Un cuarto fruto puede ser cosechado de una cuarta explicación de la palabra "todo está cumplido". Pues si es verdad, como muy ciertamente es, que Dios por los méritos de Cristo nos ha librado de la servidumbre del diablo, y nos ha colocado en el reino de su amado Hijo, preguntemos, y no desistamos en nuestra indagación hasta que hayamos encontrado alguna razón, por qué tanta gente prefiere la esclavitud del enemigo de la humanidad, en vez del servicio a Cristo, nuestro amabilísimo Señor, y escoger el arder para siempre en las llamas del infierno con Satanás, en vez de reinar felicísimos en la gloria eterna con Nuestro Señor Jesucristo. La única razón que hallo es que el servicio a Cristo empieza con la Cruz. Es necesario crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias. Esta trago amargo, este cáliz de hiel, naturalmente produce nausea en el hombre frágil, y es muchas veces la única razón por la cual el preferiría ser esclavo de sus pasiones que ser Señor de ellas por tal remedio. Un hombre sin razón, ciertamente, o más aun no un hombre sino una bestia, pues un hombre despojado de su razón es tal, puede ser gobernado por sus deseos y apetitos. Pero como el hombre es dotado de razón, ciertamente sabe o debería saber que aquel que es mandado crucificar su carne con sus vicios y concupiscencias debe insistir en guardar este precepto, particularmente al ser asistido por la gracia de Dios para hacer tal, y que Nuestro Señor, como buen doctor, prepara de tal manera esta amarga poción en orden a que pueda ser bebida sin dificultad. Más aun, si alguno de nosotros individualmente fuera la primera persona a la que estas palabras fuesen dirigidas "Toma tu cruz y sígueme", tal vez tendríamos una excusa para dudar y desconfiar de nuestras fuerzas, y no atrevernos a poner nuestras manos sobre una cruz que consideramos incapaces de cargar. Pero como no solamente hombres, sino incluso niños de tierna edad han valientemente tomado la Cruz de Cristo, la han cargado pacientemente, y han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias, ¿por qué habremos de temer? ¿Por qué habremos de dudar? San Agustín fue vencido por este argumento, y de una vez domino sus concupiscencias carnales que por años había considerado inconquistables. Puso delante de los ojos de su alma a tantos hombres y mujeres que habían llevado vidas castas, y se dijo a sí mismo: "¿Por qué no puedes hacer lo que tantos de ambos sexos han hecho confiando no en su propia fuerza, sino en el Señor su Dios?". Lo que ha sido dicho de la concupiscencia de la carne, puede ser dicho con igual fuerza de la concupiscencia de los ojos, que es la avaricia y el orgullo de la vida. No hay vicio que con la asistencia de Dios no pueda ser superado, y no hay razón para temer que Dios se rehusara a ayudarnos. San León dice: "Dios Todopoderoso insiste con justicia que guardemos sus mandamientos pues él nos previene con su gracia". Miserables y locas y necias son, pues, aquellas almas que prefieren llevar cinco yugos de bueyes bajo el mando de Satanás, y con trabajo y pena ser esclavos de sus sentidos, y finalmente ser torturados para siempre con su líder, el diablo, en las llamas del infierno, que someterse al yugo de Cristo, que es dulce y ligero, y hallar descanso para sus almas en esta vida, y en la próxima vida una corona eterna con su Rey en interminable gloria.





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CAPITULO XVII

El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz

Un quinto fruto puede ser recogido de esta palabra, pues podemos aplicarla a la edificación de la Iglesia que fue perfeccionada en la Cruz, como otra Eva formada de la costilla de otro Adán. Y este misterio debería ensenarnos a amar la Cruz, honrar la Cruz, y estar estrechamente unidos a la Cruz. ¿Pues quién no ama el lugar de nacimiento de su madre? Todos los fieles tienen una extraordinaria veneración por el sagrado hogar de Loreto, porque es el lugar de nacimiento de la Virgen Madre de Dios, y ahí en su vientre virginal Ella concibió a Jesucristo Nuestro Señor, como el ángel anuncio a San José: "Porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo" (Mt 1,20). Así la Santa Iglesia Católica Romana, consiente del lugar de su nacimiento, tiene a la Cruz plantada en todo lugar, y en todo lugar exhibida. Somos ensenados a hacerla sobre nosotros mismos, la vemos en las iglesias y casas. La Iglesia no confiere ningún sacramento sin la Cruz, no bendice nada sin el signo de la Cruz, y nosotros, los hijos de la Iglesia, manifestamos nuestro amor a la Cruz cuando pacientemente sobrellevamos las adversidades por amor a nuestro Dios crucificado. Esto es gloriarse en la Cruz. Esto es hacer lo que dijo el Apóstol: "Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de Jesús" (Ac 5,41). San Pablo simplemente nos da a entender lo que él quiere decir por glorificarse en la Cruz cuando dice: "Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,3-5). Y nuevamente en su Carta a los Gálatas: "Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo" (Ga 6,14). Esto es ciertamente el triunfo de la Cruz, cuando el mundo con sus pompas y placeres esta muerto para el alma cristiana que ama a Cristo crucificado, y el alma está muerta para el mundo al amar las tribulaciones y el desprecio que el mundo odia, y odiando los placeres de la carne, y el aplauso vacio de hombres a los que ama el mundo. De esta manera el verdadero siervo de Dios rinde tan perfectamente que también puede decirse de él: "está concluido".





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CAPITULO XVIII

El sexto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz

El último fruto en ser cosechado de la consideración de esta palabra ha de ser recogido de la perseverancia que Nuestro Señor exhibió en la Cruz. Somos ensenados por esta palabra "todo está cumplido" como Nuestro Señor perfecciono tanto la obra de su Pasión desde el principio hasta el fin que nada le faltaba: "Las obras de Dios son perfectas" (Dt 32,24). Y como Dios Padre completo la obra de la creación en el sexto día y descanso el séptimo, así el Hijo de Dios completo la obra de nuestra redención en el sexto día y descanso en el sueño de la muerte el séptimo. En vano los judíos lo provocaban: "Si l es el Rey de Israel que baje de la Cruz y creeremos en l" (Mt 27,42). Con mayor verdad exclamaba San Bernardo: "Porque es el Rey de Israel, no abandonara el emblema de su realeza. No nos dará una excusa para fallar en nuestra perseverancia, que sola es coronada: no hará torpes las lenguas de los predicadores, ni mudos los labios de aquellos que consuelan a los débiles, ni vacías las palabras de aquellos cuyo deber es decir a todos: no abandonen su cruz, pues sin duda cada alma individual hubiera respondido si pudiese: He abandonado mi cruz, porque Cristo deserto primero de la suya". Cristo persevero en su Cruz incluso hasta su muerte, para perfeccionar tanto su obra que nada le faltase, y dejarnos ejemplo de perseverancia en todo sentido digno de nuestra admiración. Es fácil ciertamente permanecer en lugares que nos acomodan, o perseverar en tareas que nos agradan, pero es muy difícil quedarse en el puesto de uno cuando hay tanto dolor a ser aliviado, o continuar en una ocupación en la que hay tanta ansiedad ligada a ella. Pero si pudiésemos entender la razón que indujo a Nuestro Señor a perseverar en la Cruz, deberíamos estar completamente convencidos que tenemos que cargar nuestra cruz con constancia, y de ser necesario, cargarla con coraje incluso hasta nuestra muerte. Si fijamos los ojos solamente en la Cruz no podemos sino llenarnos de horror a la vista de tal instrumento de muerte. Pero si fijamos nuestros ojos en l que nos exhorta a cargar la Cruz, y en el lugar al que la Cruz nos llevara, y en el fruto que la Cruz produce en nosotros, entonces, en vez de aparecer llena de dificultades y obstáculos, será fácil y agradable perseverar en llevarla, e incluso permanecer con constancia clavada en ella.

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¿Entonces por qué Cristo persevero tanto colgado de su Cruz incluso hasta la muerte sin un lamento o una murmuración? La primera razón es el amor que tenía por su Padre: "La copa que me ha dado el Padre, ¿no la he de beber?" (
Jn 18,11). Cristo amo a su Padre y el Padre amo a su Hijo Unigénito con un amor igualmente inefable. Y cuando vio el cáliz del sufrimiento ofrecido a l por su todo-bueno y todo-amoroso Padre en tal manera que l no pudo concluir sino que era ofrecido a l por la mejor de las razones, no nos ha de maravillar que tomara hasta los residuos con la mayor prontitud. El Padre había hecho una fiesta de bodas para su Hijo, y le había dado por Esposa la Iglesia, ciertamente desfigurada y deformada, pero que l había de limpiar amorosamente en el baño de su preciosa Sangre y hacerla hermosa, "sin mancha ni arruga" (Ep 5,27). Cristo por su lado amo cariñosamente a la Esposa dada a l por su Padre, y no dudo en derramar su Sangre para hacerla hermosa y atractiva. Si Jacob sudo por siete años alimentando a los rebaños de Laban, sufrió el calor y el frio y la falta de sueño para poder casarse con Raquel, y si estos siete años de trabajos pasaron tan rápidamente que "parecieron sino pocos días dada la grandeza de su amor" (Gn 29,20), y otros siete años parecieron igualmente cortos, no debe sorprendernos que el Hijo de Dios deseo ser colgado de la Cruz por tres horas por su Esposa, la Iglesia, que había de ser madre de tantos miles de santos y de tantos hijos de Dios. Más aun, al beber al amargo cáliz de su Pasión, Cristo estaba llevado no solo por su Amor al Padre y a su Esposa, sino también por la exaltada gloria y la ilimitada y eterna alegría que iba a asegurar por medio de su Cruz. "Se humillo a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo cual Dios lo exalto, y le dio el Nombre que esta sobre todo nombre: para que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Ph 2,8-11).

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Al ejemplo que Cristo nos ha puesto, añadamos también el ejemplo que los Apóstoles manifiestan para que imitemos. San Pablo en su Carta a los Romanos, luego de enumerar sus propias cruces y las de sus compañeros, pregunta: "¿Quién nos separara del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los peligros? ¿La espada? Como dice la Escritura: por Tu causa somos muertos todo el día, tratados como ovejas destinadas al matadero". Y contesta su propia pregunta: "Pero en todo esto vencemos gracias a Aquel que nos amo" (
Rm 8,35-37). No debemos preocuparnos del sufrimiento que las cruces significan si deseamos permanecer firmes en sobrellevarlas, sino alentarnos a nosotros mismos por el amor de aquel Dios que tanto nos amo que entrego a su único Hijo por nuestro rescate; o incluso manteniendo fijos nuestros ojos en Aquel Hijo de Dios que nos amo y "se dio a sí mismo por nosotros" (Tt 2,14). En su Carta a los Corintios, el mismo Apóstol dice: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2Co 7,4). ¿Cuando surgió esta consolación y este gozo que lo hace, por sí decirlo, impasible en toda aflicción? l nos da la respuesta: "la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (2Co 4,17). Por tanto la contemplación de la corona que lo aguardaba, y el pensamiento que siempre guardo ante él, valía por todos las pruebas de esta vida momentánea y trivial. "¿Qué persecución --clama San Cipriano-- puede prevalecer ante tales pensamientos?" (Cyprian., Lib. de Exhort. Martyr). Como segundo modelo tomaremos la conducta de San Andrés, que no miro la cruz en la que iba a ser colgado por dos días como una horca, sino que la abrazó como a un amigo, y cuando los espectadores de su ejecución querían bajarlo, de ninguna manera lo consentía, pues deseaba permanecer unido a la cruz incluso hasta su muerte. Y ésta no es la acción de una persona loca o necia, sino de un apóstol iluminado y de un hombre lleno del Espíritu Santo.

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Todos los cristianos pueden aprender del ejemplo de Cristo y sus apóstoles cómo comportarse cuando no pueden descender de su cruz, esto es, cuando no se pueden liberar de alguna aflicción particular o no pueden sufrir sin pecar. En primer lugar, la vida de cada religioso ligado por los votos de pobreza, castidad y obediencia, es comparada al martirio del cual no debe huir. Si un esposo está casado a una esposa irascible, áspera y mal humorada, o una esposa está casada a un hombre cuyo temperamento y carácter no es en lo más mínimo menos difícil de tratar, como San Agustín, en sus "Confesiones", nos asegura era la disposición de su padre, el esposo de Santa Mónica, entonces la cruz debe ser valientemente cargada, pues la unión es indisoluble. Los esclavos que han perdido su libertad, prisioneros condenados a servicio perpetuo, enfermos que sufren de una enfermedad incurable, los pobres que son tentados a asegurar el alivio momentáneo robando, todos y cada uno han de dirigir sus pensamientos, no a la cruz que cargan, sino a Aquel que ha puesto la cruz sobre ellos, si desean perseverar cargándola con paz interior, y desean ganarse la inmensa recompensa que es prometida a ellos en el cielo cuando sus sufrimientos acaben. Sin duda es Dios quien nos aflige con las cruces, y l es nuestro amadísimo Padre, y sin su participación ni la tristeza ni la alegría pueden tener lugar en nosotros. Sin duda, también, cualquier cosa que nos pase por voluntad suya es lo mejor para nosotros, y ha de ser tan agradable para nosotros como para llevarnos a decir con Cristo: "El Cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (
Jn 18,11); y con el Apóstol: "Pero en todo eso vencemos gracias a Aquel que nos amo" (Rm 8,37). En consecuencia, aquellos que no pueden dejar de lado su cruz sin pecar deben considerar, no su presente sufrimiento, sino la corona que les aguarda, y cuya posesión más que compensara todas las aflicciones, todos los dolores de esta vida. "Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con lo gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rm 8,18), fue lo que dijo San Pablo de sí mismo, y el juicio que hizo sobre Moisés fue: "prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa" (He 11,25-26).

Para consolación de aquellos que son forzados a cargar la pesada carga de la cruz a lo largo de muchos años, no estará fuera de lugar relatar brevemente la historia de dos almas que no perseveraron, y encontraron esperándolos una cruz más pesada y eterna.

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Cuando Judas el traidor empezó a reflexionar sobre lo detestable y enorme de su traición, se sintió incapaz de soportar la vergüenza y la confusión de encontrarse nuevamente con alguno de los apóstoles o discípulos de Cristo, y se colgó a sí mismo con una soga. Lejos de escapar de la vergüenza que temía, solo cambio una cruz por otra más pesada. Pues su confusión será aún mayor cuando, el día del Juicio Final, tendrá que pararse delante de todos los ángeles y hombres, no solo como el traidor convicto de su Señor, sino como un asesino de sí mismo. Que necedad fue de su parte evitar una breve vergüenza delante del entonces pequeño rebano de Cristo, quienes hubieran sido mansos y buenos con él, como su Señor, y lo hubiesen confiado a la misericordia de su Redentor, y no tener que sufrir la infamia y la ignominia que ha de sufrir cuando esté delante a la vista de todas las creaturas como un traidor a su Dios y un suicida. El otro ejemplo es tomado del panegírico de San Basilio sobre los cuarenta mártires. En la persecución del emperador Licinio, cuarenta soldados fueron condenados a muerte por su firme creencia en Cristo. Fueron ordenados ser expuestos desnudos durante la noche en un lago congelado, y ganar su corona por la lenta agonía de ser congelados a muerte. Al lado del lago congelado se tenía preparado un baño caliente, al cual cualquiera que negara su fe tenía la libertad de introducirse. Treinta y nueve de los mártires dirigieron sus pensamientos a la felicidad eterna que los esperaba, sin importarles su sufrimiento actual, que pronto acabaría, perseverando con facilidad en su fe, mereciendo recibir de las manos de Jesucristo su corona de gloria eterna. Pero uno pondero y considero sus tormentos, no pudo perseverar, y se lanzo al baño caliente. Mientras la sangre empezó correr nuevamente a través de sus miembros congelados, expiro su alma, que, marcada con la desgracia de ser un traidor a su Dios, descendió directamente a los eternos tormentos del infierno. Buscando evadir la muerte, este infeliz desdichado la hallo, cambiando una transitoria y comparativamente ligera cruz por una insoportable y eterna. Los imitadores de estos dos hombres miserables pueden ser hallados entre aquellos que abandonan su vida religiosa, que alejan de si el yugo que es suave y la carga que es ligera, y cuando menos lo esperan, se encuentran atados como esclavos del yugo más pesado de sus numerosos apetitos que nunca satisfacen, y aplastados bajo la vejante carga de innumerables pecados. Aquellos que se niegan a cargar la Cruz de Cristo están obligados a cargar las ataduras y cadenas de Satanás.





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CAPITULO XIX

Explicación literal de la séptima Palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu"

(Lc 23,46)

Hemos llegado a la última palabra que Nuestro Señor pronuncio. En el momento de la muerte de Jesús, "dando un fuerte grito, dijo, "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu"" (Lc 23,46). Explicaremos cada palabra separadamente. "Padre". Merecidamente llama a Dios su Padre, pues l era un Hijo que había sido obediente a su Padre incluso hasta la muerte, y era propio que su último deseo, que con seguridad iba a ser escuchado, sea precedido por tan dulce nombre. "En tus manos". En las Sagradas Escrituras las manos de Dios significan la inteligencia y la voluntad de Dios, o en otras palabras, su sabiduría y poder, o también, la inteligencia de Dios que conoce todas las cosas, y la voluntad de Dios que puede hacer todas las cosas. Con estos dos atributos como manos, Dios hace todas las cosas, y no necesita ningún instrumento en el cumplimiento de su voluntad. San León dice: "La voluntad de Dios es su omnipotencia" (Serm. ii. "De Nativ."). En consecuencia, con Dios querer es hacer. "Todo cuanto quiso lo ha hecho" (Ps 113,3). "Te encomiendo". Entrego a tu cuidado mi Vida, con la seguridad de que me será devuelta cuando venga el tiempo de mí resurrección. "Mi espíritu". Hay diversidad de opinión en cuanto al significado de esta palabra. Ordinariamente la palabra espíritu es sinónimo de alma, que es la forma substancial del cuerpo, pero puede significar también la vida misma, pues respirar es el signo de la vida. Aquellos que respiran viven, y mueren los que dejan de respirar. Si por la palabra Espíritu entendemos aquí el alma de Cristo, debemos guardarnos de pensar que su alma, en el momento de la separación del cuerpo, estaba en peligro. Estamos acostumbrados a encomendar con muchas oraciones y ansiedades las almas de los agonizantes, porque están a punto de aparecer delante del tribunal de un Juez estricto para recibir su recompensa o castigo por sus pensamientos, palabras y hechos. El alma de Cristo no estaba en tal necesidad, porque disfrutaba de la Visión Beatifica desde el tiempo de su creación, estaba unida hipostáticamente a la persona del Hijo de Dios, y podía incluso ser llamada el Alma de Dios, y también porque dejaba el cuerpo victoriosa y triunfante, objeto de terror para los demonios, y no un alma a ser asustada por ellos. Si la palabra "espíritu" es entonces tomada como sinónimo de alma, el sentido de estas palabras de Nuestro Señor "Te encomiendo mi Espíritu" es que el Alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza, hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del Libro de la Sabiduría:

"Las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sg 3,1). Sin embargo, el sentido comúnmente aceptado de la palabra en este pasaje es la vida del cuerpo. Con esta interpretación la palabra puede ser entonces ampliada. Entrego ahora mi aliento de vida, y mientras dejo de respirar, dejo de vivir. Pero este aliento, esta vida, te la confío a Ti, Padre mío, para que en breve puedas nuevamente restituirla a mí cuerpo. Nada de lo que guardas perece. En Ti todas las cosas viven. Con una palabra llamas a la existencia cosas que no eran, y con una palabra das la vida a aquellos que no la tenían.

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Podemos entender que esta es la verdadera interpretación de la palabra del salmo 30, uno de los versículos que Nuestro Señor cita: "Sácame de la red que me han tendido, que tu eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi espíritu" (
Ps 30,5-6). En este versículo, el profeta claramente significa "vida" por la palabra "espíritu", pues pide a Dios preservar su vida, y no sufrir muerte por sus enemigos. Si consideramos el contexto en el Evangelio, está claro que éste es el sentido que Nuestro Señor quería darle. Pues luego de haber dicho "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu", el Evangelista añade:

"Y diciendo esto expiro" (Lc 23,46). Ahora bien, expirar es lo mismo que cesar de respirar, característica solo de los que viven. No puede ser dicho del alma, que es la forma substancial del cuerpo, como puede ser dicho del aire que inhalamos, que lo respiramos mientras vivimos, y que dejamos de respirarlo tan pronto morimos. Finalmente, nuestra interpretación es asegurada por las palabras de San Pablo: "El cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y suplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente" (He 5,7). Algunos autores refieren este pasaje a la oración de Nuestro Señor en el huerto: "Abba, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí este cáliz" (Mc 14,36). Pero esto es incorrecto, pues Nuestro Señor en aquella ocasión ni oro con un fuerte grito, ni fue escuchada su oración, y l mismo no quería ser escuchado para ser librado de la muerte. Oro para que el cáliz de su Pasión fuera apartado de l para mostrar su natural rechazo a la muerte, y para aprobar que realmente era hombre cuya naturaleza es temer su llegada. Y luego de esta oración añadió: "Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mc 14,36). En consecuencia, la oración en el Huerto no era la oración a la que alude el Apóstol en su Carta a los Hebreos. Otros, refieren este texto de San Pablo a la oración que Cristo hizo en la Cruz por aquellos que lo estaban crucificando. "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). En aquella ocasión, sin embargo, Nuestro Señor no oro con un fuerte grito, y no oro por sí mismo, ni tampoco oro para ser librado de la muerte, siendo ambas de estas cosas mencionadas claramente por el Apóstol como el fin de la oración de Nuestro Señor. Queda entonces que las palabras de San Pablo se deben referir a la oración hecha por Cristo al morir: "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu" (Lc 23,46).

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Esta plegaria, dice San Lucas, la hizo con fuerte voz: "Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo". Las palabras tanto de San Pablo como San Lucas concuerdan con esta interpretación. Más aun, como dice San Pablo, Nuestro Señor oro para ser salvado de la muerte, y esto no puede significar que oro para ser salvado de la muerte en la Cruz, pues en ese caso su plegaria no fue escuchada, y el Apóstol nos asegura que fue escuchada. El verdadero significado es que l oro para no ser devorado por la muerte, sino solamente para probar la muerte y luego regresar a la vida. Esta es la explicación evidente de estas palabras: "Habiendo ofrecido ruegos y suplicas con poderoso clamor de lágrimas al que podía salvarle de la muerte" (
He 5,7). Nuestro Señor no podía sino saber que l iba a morir ya que estaba tan cerca de la muerte, y deseo ser librado de la muerte solo en el sentido de no ser cautivo de la muerte. En otras palabras, oro por su pronta resurrección, y su oración fue rápidamente concedida, pues se alzo triunfante el tercer día. Esta interpretación del pasaje de San Pablo prueba más allá de toda duda que cuando el Señor dijo: "En tus manos encomiendo mi Espíritu", la palabra "espíritu" es sinónimo de vida y no de alma. Nuestro Señor no estaba ansioso por su Alma, pues la sabia segura, pues gozaba ya de la Visión Beatifica, y había visto a su Dios cara a cara desde el momento de su creación, pero estaba ansioso por su cuerpo, sabiendo con anticipación que pronto estaría privado de vida, y oro para que su cuerpo no esté largo tiempo en el sueño de la muerte. Esta oración fue tiernamente escuchada y concedida abundantemente.





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Belarmino: las 7 Palabras 86