Belarmino: las 7 Palabras 110

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San Gregorio hábilmente nos ensena lo que es necesario para la perfección de la obediencia en las diferentes circunstancias. Dice: "algunas veces recibiremos ordenes agradables, y en otros momentos desagradables. Es de la mayor importancia recordar que en algunas circunstancias, si algo de amor propio se filtra en nuestra obediencia, nuestra obediencia es nula. En otras circunstancias nuestra obediencia será en proporción menos virtuosa en la medida que hay menor sacrificio personal. Por ejemplo: un religioso es puesto en un puesto honorable. Es nombrado superior de un monasterio. Ahora bien, si asume este oficio a través del motivo meramente humano del gusto, estará juntamente falto de obediencia. Ese hombre no es dirigido por obediencia, asumiendo tareas agradables es esclavo de su propia ambición. De la misma manera, un religioso recibe alguna orden humillante si, por ejemplo, cuando su amor propio lo lleva a aspirar a la superioridad, es ordenado realizar algunos oficios que no conllevan ninguna distinción ni dignidad, entonces disminuirá el mérito de su obediencia en proporción a lo que falta en forzar su voluntad en desear el oficio, porque de mala gana y a fuerza obedece en asunto que considera indigno de sus talentos o de su experiencia. La obediencia invariablemente pierde algo de su perfección si el deseo por ocupaciones bajas y humildes no acompaña de alguna manera u otra la obligación forzada de asumirlas. En las ordenes, por tanto, que son repugnantes a la naturaleza, ha de haber algo de sacrificio personal, y en las ordenes que son agradables a la naturaleza no debe haber amor propio. En el primer caso la obediencia será más meritoria mientras más cerca esté unida a la voluntad divina mediante el deseo. En el segundo caso la obediencia será más perfecta mientras más separada esté de cualquier anhelo de reconocimiento mundano. Entenderemos mejor las diferentes señales de la verdadera obediencia al considerar dos acciones de dos santos que están ahora en el cielo (
Ex 3). Cuando Moisés estaba pastando las ovejas en el desierto, fue llamado por el Señor, quien le hablo a través de la boca de un ángel desde la zarza ardiendo, para llevar al pueblo judío en su éxodo de la tierra de Egipto. En su humildad, Moisés dudo en aceptar tan glorioso mando. "¡Por favor, Señor! --dijo-- Desde ayer y antes de ayer yo no soy elocuente, y después que has hablado a tu siervo, me hallo aun tartamudo y pesado de lengua" (Ex 4,10). Deseo declinar el oficio mismo, y rogo para que pueda ser dado a otro. "Te ruego, Señor, que envíes al que has de enviar" (Ex 4,13). ¡Mirad! Arguye su falta de elocuencia como una excusa al Autor y Dador del habla, para ser exonerado de una labor que era honorable y llena de autoridad. San Pablo, como dice a los Gálatas (Ga 2,2), fue divinamente advertido de ir a Jerusalén. En el camino se encuentra con el Profeta Agabo, y se entera por él lo que tendrá que sufrir en Jerusalén. "Agabo, se acerco a nosotros, tomo el cinturón de Pablo, se ato sus pies y sus manos y dijo: "esto dice el Espíritu Santo: así ataran los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregaran en manos de los gentiles"" (Ac 21,11). A lo que San Pablo inmediatamente respondió: "Yo estoy dispuesto no solo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús" (Ac 21,13). Sin amilanarse por la revelación que recibió acerca de los sufrimientos que le estaban reservados, se dirigió a Jerusalén. Realmente anhelaba sufrir, aunque como hombre debe haber sentido algo de miedo, pero este mismo miedo fue vencido, haciéndolo más valerosos. El amor propio no encontró lugar en la honorable tarea que fue impuesta a Moisés, pues tuvo que vencerse a sí mismo para asumir la guía del pueblo judío. Voluntariamente se dirigió San Pablo hacia el encuentro de la adversidad. Era consciente de las persecuciones que lo aguardaban, y su fervor lo hacía anhelar aun cruces más pesadas. Uno deseo declinar el renombre y la gloria de ser líder de una nación, incluso cuando Dios visiblemente lo llamaba. El otro estaba preparado y deseoso para abrazar las penalidades y tribulaciones por amor a Dios. Con el ejemplo de estos dos santos ante nosotros, debemos decidirnos, si deseamos obtener la perfecta obediencia, a permitir que la voluntad de nuestro superior solamente imponga sobre nosotros tareas honorables, y a forzar nuestra propia voluntad a abrazar los oficios difíciles y humillantes" ("Lib. Mor." xxxv. c. x). Hasta aquí San Gregorio. Cristo nuestro Señor, Señor de todo, había previamente aprobado por su conducta la doctrina aquí expuesta por San Gregorio. Cuando sabia que la gente venía para llevarlo por la fuerza y hacerlo su rey, "huyo al monte, solo" (Jn 6,15). Pero cuando sabia que los judíos y soldados, con Judas a la cabeza, venían para hacerlo prisionero y crucificarlo, de acuerdo al mandato que había recibido de su Padre, de buena gana salió al encuentro de ellos, dejándose capturar y atar. Cristo, por tanto, nuestro buen Señor, nos ha dado un ejemplo de la perfección de la obediencia, no solamente por su predicación y palabras, sino por sus obras y en la verdad. Reverencio a su Padre con una obediencia fundada en el sufrimiento y las humillaciones. La Pasión de Cristo exhibe el más brillante ejemplo de la más exaltada y ennoblecida de las virtudes. Es un modelo que siempre han de tener ante sus ojos aquellos que han sido llamados por Dios para aspirar a la perfección de la obediencia y la imitación de Cristo.












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