Benedicto XVI Homilias 40312

4 de marzo 2012: Santa Misa en la parroquia romana de San Juan Bautista de La Salle, en el barrio Torrino

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Domingo 4 de marzo de 2012




Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juan Bautista de la Salle:

En primer lugar, quiero decir, con todo mi corazón, gracias por esta acogida tan cordial, calurosa. Gracias al buen párroco por sus hermosas palabras; gracias por este espíritu de familiaridad que encuentro. Somos realmente familia de Dios, y el hecho de que veis en el Papa también al papá, es para mí algo muy hermoso, que me anima. Pero ahora debemos pensar que tampoco el Papa es la última instancia: la última instancia es el Señor y miramos al Señor para percibir, para captar —en la medida de lo posible— algo del mensaje de este segundo domingo de Cuaresma.

La liturgia de este día nos prepara sea para el misterio de la Pasión —como escuchamos en la primera lectura— sea para la alegría de la Resurrección.

La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf. Gn 22,1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Pero un día Abrahán recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el mayor que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un instante y, después de preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el lugar establecido. Y podemos imaginar esta caminata hacia la cima del monte, lo que sucedió en su corazón y en el corazón de su hijo. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho, aferra el cuchillo para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro, porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en la nada. Y sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro, toda la promesa. Es realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento lo detiene una orden de lo alto: Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.

En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. Y esta extraordinaria misericordia de Dios suscita la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la fuerza del amor de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8,32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da todo. Y san Pablo insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo contra cualquier otro poder que pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv. Rm 8,33-34). Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza. Esto crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá condenarnos, nadie podrá separarnos de su inmenso amor. Precisamente el sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo de Dios aceptó y eligió voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación, de nuestra salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y este acto de su corazón nos atrae, nos une a él.

Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9,2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco tiempo antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado comprender por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de rechazo, de muerte, de cruz; más aún, se había opuesto decididamente a esta perspectiva. Ahora Jesús toma consigo a los tres discípulos para ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la gloria, el camino del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de sí mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo, siempre de nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a comprender que este es el camino necesario. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión» porque en su núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el éxodo definitivo que nos abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la Resurrección, de la salvación del mal. Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del mal.

Queridos hermanos y hermanas, como ya he dicho, me alegra mucho estar en medio de vosotros, hoy, para celebrar el Día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Giampaolo Perugini, a quien agradezco, una vez más, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y también los gratos regalos que me habéis ofrecido. Saludo a los vicarios parroquiales. Y saludo a las Hermanas Franciscanas Misioneras del Corazón Inmaculado de María, presentes aquí desde hace muchos años, particularmente beneméritas para la vida de esta parroquia, que encontró una pronta y generosa hospitalidad en su casa durante los primeros tres años de vida. Extiendo luego mi saludo a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que naturalmente sienten afecto por esta iglesia parroquial que lleva el nombre de su fundador. Saludo, asimismo, a todos los que colaboran en el ámbito de la parroquia: me refiero a los catequistas, a los miembros de las asociaciones y de los movimientos, así como de los distintos grupos parroquiales. Por último, quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades.

Al venir hoy entre vosotros, he notado la posición particular de esta iglesia, situada en el punto más alto del barrio, y dotada de un campanario enhiesto, casi como un dedo o una flecha hacia el cielo. Me parece que esta es una indicación importante: como los tres Apóstoles del Evangelio, también nosotros necesitamos subir al monte de la Transfiguración para recibir la luz de Dios, para que su rostro ilumine nuestro rostro. Y es en la oración personal y comunitaria donde encontramos al Señor, no como una idea, o como una propuesta moral, sino como una Persona que quiere entrar en relación con nosotros, que quiere ser amigo y renovar nuestra vida para hacerla como la suya. Y este encuentro no es sólo un hecho personal; esta iglesia vuestra, situada en el punto más alto del barrio, os recuerda que el Evangelio debe ser comunicado, anunciado a todos. No esperemos que otros vengan a traer mensajes diversos, que no llevan a la verdadera vida; convertíos vosotros mismos en misioneros de Cristo para los hermanos en los lugares donde viven, trabajan, estudian o sólo pasan el tiempo libre. Conozco las numerosas y significativas obras de evangelización que estáis llevando a cabo, especialmente a través del oratorio llamado «Estrella polar» —me alegra llevar también esta camiseta [la camiseta del oratorio]— donde, gracias al voluntariado de personas competentes y generosas, y con la participación de las familias, se fomenta el encuentro de muchachos en actividades deportivas, pero sin descuidar la formación cultural, a través del arte y la música, y sobre todo se educa en la relación con Dios, en los valores cristianos y en una participación cada vez más consciente en la celebración eucarística dominical.

Me alegra que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial haya ido madurando y consolidándose cada vez más a lo largo de los años. La fe se debe vivir juntamente y la parroquia es un lugar donde se aprende a vivir la propia fe en el «nosotros» de la Iglesia. Y deseo animaros a que crezca también la corresponsabilidad pastoral, en una perspectiva de auténtica comunión entre todas las realidades presentes, que están llamadas a caminar juntas, a vivir la complementariedad en la diversidad, a testimoniar el «nosotros» de la Iglesia, de la familia de Dios. Conozco el empeño que ponéis en la preparación de los muchachos y los jóvenes para los sacramentos de la vida cristiana. El próximo «Año de la fe» debe ser para esta parroquia una ocasión propicia también para aumentar y consolidar la experiencia de la catequesis sobre las grandes verdades de la fe cristiana, de modo que permita a todo el barrio conocer y profundizar el Credo de la Iglesia, y superar el «analfabetismo religioso», que es uno de los mayores problemas de nuestro tiempo.

Queridos amigos, vuestra comunidad es joven —se ve—; está formada por familias jóvenes, y gracias a Dios son muchos los niños y muchachos que la pueblan. A este respecto, quiero recordar la misión de la familia, y de toda la comunidad cristiana, de educar en la fe, con la ayuda del tema de este año pastoral, de las orientaciones pastorales propuestas por la Conferencia episcopal italiana, y sin olvidar la profunda y siempre actual enseñanza de san Juan Bautista de la Salle. En especial, queridas familias, vosotras sois el ambiente de vida en donde se dan los primeros pasos en la fe; sed comunidades donde se aprenda a conocer y amar cada vez más al Señor, comunidades donde se dé un enriquecimiento mutuo para vivir una fe verdaderamente adulta.

Por último, quiero recordaros a todos la importancia y la centralidad de la Eucaristía en la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar en el centro de vuestro Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación, día en el cual vivir juntos en la alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda persona sola o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida de los fieles, como lo está hoy.

Queridos hermanos y hermanas, desde el Tabor, el monte de la Transfiguración, el itinerario cuaresmal nos conduce hasta el Gólgota, monte del supremo sacrificio de amor del único Sacerdote de la alianza nueva y eterna. En ese sacrificio se encierra la mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo sobre sí todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como vencedor de la muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Encomendemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, así como el de toda la Iglesia. Ella, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, cristianos maduros, para poder participar juntamente con ella en la plenitud de la alegría pascual. Amén.



10 de marzo 2012: Vísperas con ocasión de la visita del Arzobispo de Canterbury

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Basílica de San Gregorio en el Celio

Sábado 10 de marzo de 2012




Vuestra Gracia,
venerados hermanos,
queridos monjes y monjas camaldulenses,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es motivo de gran alegría estar aquí hoy, en esta basílica de San Gregorio en el Celio para la solemne celebración vespertina en la memoria de la muerte de san Gregorio Magno. Con vosotros, queridos hermanos y hermanas de la familia camaldulense, doy gracias a Dios por los mil años de la fundación del sagrado eremitorio de Camáldoli por obra de san Romualdo. Me alegra vivamente la presencia, en esta circunstancia especial, de Su Gracia el doctor Rowan Williams, arzobispo de Canterbury. A usted, querido hermano en Cristo, a cada uno de vosotros, queridos monjes y monjas, y a todos los presentes dirijo mi cordial saludo.

Hemos escuchado dos pasajes de san Pablo. El primero, tomado de la segunda carta a los Corintios, está especialmente en sintonía con el tiempo litúrgico que estamos viviendo: la Cuaresma. De hecho, contiene la exhortación del Apóstol a aprovechar el momento favorable para acoger la gracia de Dios. El momento favorable es naturalmente aquel en que Jesucristo vino a revelarnos y donarnos el amor de Dios por nosotros, con su encarnación, pasión, muerte y resurrección. El «día de la salvación» es la realidad que san Pablo llama en otro lugar la «plenitud de los tiempos», el momento en que Dios, al encarnarse, entra de un modo totalmente singular en el tiempo y lo llena con su gracia. A nosotros corresponde, por consiguiente, acoger este don, que es Jesús mismo: su Persona, su Palabra, su Santo Espíritu. Además, igualmente en la primera lectura que hemos escuchado, san Pablo nos habla también de sí mismo y de su apostolado: de cómo él se esfuerza por ser fiel a Dios en su ministerio, para que sea verdaderamente eficaz y no se transforme en un obstáculo para la fe. Estas palabras nos hacen pensar en san Gregorio Magno, en el testimonio luminoso que dio al pueblo de Roma y a toda la Iglesia con un servicio irreprensible y lleno de celo por el Evangelio. Verdaderamente se puede aplicar también a san Gregorio lo que san Pablo escribió de sí mismo: la gracia de Dios en él no fue vana (cf. 1Co 15,10). En realidad, este es el secreto para la vida de cada uno de nosotros: acoger la gracia de Dios y consentir con todo el corazón y con todas las fuerzas su acción. Este es también el secreto de la verdadera alegría y de la paz profunda.

La segunda lectura, en cambio, está tomada de la carta a los Colosenses. Son las palabras —siempre tan conmovedoras por su dimensión espiritual y pastoral— que el Apóstol dirige a los miembros de esa comunidad para formarlos según el Evangelio, a fin de que todo lo que hagan, «de palabra o de obra, lo realicen en nombre del Señor Jesús» (cf. Col 3,17). «Sed perfectos» había dicho el Maestro a sus discípulos; y ahora el Apóstol exhorta a vivir según esta alta medida de la vida cristiana que es la santidad. Puede hacerlo porque los hermanos a los que se dirige son «elegidos de Dios, santos y amados». También aquí, en la base de todo está la gracia de Dios, está el don de la llamada, el misterio del encuentro con Jesús vivo. Pero esta gracia exige la respuesta de los bautizados: requiere el compromiso de revestirse de los sentimientos de Cristo: compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad, perdón recíproco y, sobre todo, como síntesis y coronamiento, el agape, el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús y que el Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón. Y para revestirse de Cristo es necesario que su Palabra habite entre nosotros y en nosotros con toda su riqueza, y en abundancia. En un clima de constante acción de gracias, la comunidad cristiana se alimenta de la Palabra y eleva hacia Dios, como canto de alabanza, la Palabra que él mismo nos ha donado. Y toda acción, todo gesto, todo servicio, se realiza dentro de esta relación profunda con Dios, en el movimiento interior del amor trinitario que desciende hacia nosotros y vuelve a ascender hacia Dios, movimiento que en la celebración del sacrificio eucarístico encuentra su forma más elevada.

Esta Palabra ilumina también las alegres circunstancias que nos reúnen hoy, en el nombre de san Gregorio Magno. Gracias a la fidelidad y a la benevolencia del Señor, la congregación de los monjes camaldulenses de la Orden de San Benito ha podido recorrer mil años de historia, alimentándose a diario de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, como les había enseñado su fundador san Romualdo, según el «triplex bonum» de la soledad, de la vida en común y de la evangelización. Figuras ejemplares de hombres y mujeres de Dios, como san Pedro Damián, Graciano —el autor del Decretum—, san Bruno de Querfurt y los cinco hermanos mártires, Rodolfo I y II, la beata Gherardesca, la beata Juana de Bagno y el beato Pablo Giustiniani; hombres de ciencia y de arte como fray Mauro el Cosmógrafo, Lorenzo Mónaco, Ambrogio Traversari, Pietro Delfino y Guido Grandi; historiadores ilustres como los analistas camaldulenses Giovanni Benedetto Mittarelli y Anselmo Costadoni; celosos pastores de la Iglesia, entre los que destaca el Papa Gregorio XVI, mostraron los horizontes y la gran fecundidad de la tradición camaldulense.

Cada fase de la larga historia de los camaldulenses ha contado con testigos fieles del Evangelio, no sólo en el silencio del ocultamiento y de la soledad, y en la vida común compartida con los hermanos, sino también en el servicio humilde y generoso a todos. Especialmente fecunda ha sido la acogida ofrecida por las hospederías camaldulenses. En tiempos del humanismo florentino, dentro de los muros de Camáldoli se tuvieron las famosas disputationes, en las que participaron grandes humanistas como Marsilio Ficino y Cristoforo Landino; en los años dramáticos de la segunda guerra mundial, los mismos claustros propiciaron el nacimiento del célebre «Códice de Camáldoli», una de las fuentes más significativas de la Constitución de la República italiana. No fueron menos fecundos los años del concilio Vaticano II, durante los cuales maduraron entre los camaldulenses personalidades de gran valor, que han enriquecido a la congregación y a la Iglesia, y han promovido nuevos impulsos y nuevas sedes en Estados Unidos, en Tanzania, en India y en Brasil. En todo esto era garantía de fecundidad el apoyo de los monjes y monjas que acompañaban las nuevas fundaciones con la oración constante, vivida en la intimidad de su «reclusión», alguna vez incluso hasta el heroísmo.

El 17 de septiembre de 1993, el beato Papa Juan Pablo II, al encontrarse con los monjes del sagrado eremitorio de Camáldoli, comentaba el tema de su inminente capítulo general, «Elegir la esperanza, elegir el futuro», con estas palabras: «Elegir la esperanza y el futuro significa, en resumidas cuentas, elegir a Dios… Significa elegir a Cristo, esperanza de todo hombre». Y añadía: «Eso se realiza, de manera especial, en la forma de vida que Dios mismo ha suscitado en la Iglesia, impulsando a san Romualdo para que fundara la familia benedictina de Camáldoli, con sus elementos complementarios típicos: eremitorio y monasterio, vida solitaria y vida cenobítica, coordinadas entre sí» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1993, p. 7). Mi beato predecesor subrayó además que «elegir a Dios quiere decir también cultivar con humildad y paciencia —es decir, aceptando los tiempos de Dios— el diálogo ecuménico e interreligioso», siempre partiendo de la fidelidad al carisma originario recibido de san Romualdo y transmitido a través de una tradición milenaria y pluriforme.

Estimulados por la visita y por las palabras del Sucesor de Pedro, los monjes y monjas camaldulenses habéis proseguido vuestro camino buscando siempre de nuevo el justo equilibrio entre el espíritu eremítico y el cenobítico, entre la exigencia de dedicaros totalmente a Dios en la soledad y la de sosteneros en la oración común y la de la acoger a los hermanos para que puedan beber en las fuentes de la vida espiritual y juzgar las vicisitudes del mundo con conciencia verdaderamente evangélica. Así tratáis de conseguir la perfecta caritas que san Gregorio Magno consideraba punto de llegada de toda manifestación de la fe, compromiso que encuentra confirmación en el lema de vuestro escudo: «Ego Vobis, Vos Mihi», síntesis de la fórmula de alianza entre Dios y su pueblo, y fuente de la vitalidad perenne de vuestro carisma.

El monasterio de San Gregorio en el Celio es el contexto romano en que celebramos el milenio de Camáldoli junto a Su Gracia el arzobispo de Canterbury que, juntamente con nosotros, reconoce este monasterio como lugar originario del vínculo entre el cristianismo en las tierras británicas y la Iglesia de Roma. Esta celebración, por consiguiente, tiene un profundo carácter ecuménico que, como sabemos, ya forma parte del espíritu camaldulense contemporáneo. Este monasterio camaldulense romano ha desarrollado con Canterbury y la Comunión anglicana, sobre todo después del concilio Vaticano II, vínculos ya tradicionales. Por tercera vez hoy el Obispo de Roma se encuentra con el arzobispo de Canterbury en la casa de san Gregorio Magno. Y es justo que sea así, porque precisamente de este monasterio el Papa Gregorio escogió a Agustín y a sus cuarenta monjes para enviarlos a llevar el Evangelio a los anglos, hace poco más de mil cuatrocientos años. La presencia constante de monjes en este lugar, y durante un tiempo tan largo, ya es en sí misma un testimonio de la fidelidad de Dios a su Iglesia, que nos sentimos felices de poder proclamar al mundo entero. El signo que realizaremos ante el santo altar donde san Gregorio mismo celebraba el sacrificio eucarístico, esperamos que permanezca no sólo como recuerdo de nuestro encuentro fraterno, sino también como estímulo para todos los fieles, tanto católicos como anglicanos, para que, al visitar en Roma los sepulcros de los santos apóstoles y mártires, renueven también el compromiso de orar constantemente y de trabajar en favor de la unidad, para vivir plenamente según el «ut unum sint» que Jesús dirigió al Padre.

Este deseo profundo, que tenemos la alegría de compartir, lo encomendamos a la celestial intercesión de san Gregorio Magno y de san Romualdo. Amén.



25 de marzo de 2012: Santa Misa en el Parque Expo Bicentenario de León, México

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Parque Expo Bicentenario de León

Domingo 25 de marzo de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.

«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Ps 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.

El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Ps 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. Ps 50,19).

La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.

El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar –observa san Agustín– que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis EV 51,9, PL 35, 1766).

La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).

Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.

También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.

En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.

En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.

Amén.



25 de marzo de 2012: Celebración de las Vísperas con los obispos de México y de América Latina en la Catedral de la Madre Santísima de la Luz, León

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Basílica-Catedral de Nuestra Señora de la Luz, León

Domingo 25 de marzo de 2012



Señores Cardenales,
Queridos hermanos en el Episcopado:

Es un gran gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de León, dedicada a Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos dado al Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la casa.

Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que hemos proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho a las palabras de los profetas (cf. Ac 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los hombres no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto.

Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos de recitar: Las «peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Ps 113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo, con el triunfo de Jesús sobre la muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Ps 117,23). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su fuerza en nuestras debilidades y penurias.

Esperaba con gran ilusión este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en México y en los diversos países de este gran Continente, como una ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea ciertamente retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado, podemos proseguir confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).

Agradezco el cordial saludo que me ha dirigido el Señor Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos. Y les ruego a ustedes, Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar a sus sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy dentro de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.

Al ver en sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes aplauden cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por los que siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión.

El Sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su solicitud pastoral paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos, como tampoco lo están en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los padecimientos y en la consolación (cf. 2Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la plegaria de quien recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31), que les anima también en la misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo sea cada vez más conocido, amado y seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar por las contrariedades.

La fe católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e historia de este Continente, en el que muchas de sus naciones están conmemorando el bicentenario de su independencia. Es un momento histórico en el que siguió brillando el nombre de Cristo, llegado aquí por obra de insignes y abnegados misioneros, que lo proclamaron con audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo, mostrando que el hombre encuentra en él su consistencia y la fuerza necesaria para vivir en plenitud y edificar una sociedad digna del ser humano, como su Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor, y de hacer penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos y mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de hoy.

Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.

Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y evangelizador que se abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los seminaristas, animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía a los presbíteros, a los que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de su Obispo y, si fuera necesario, también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes. Son sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los que han de mostrar una constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas han de ser valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto al don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe a los laicos más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para hacer presente y fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que se sientan tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión que ponen en trabajar en ella según su propia vocación, y el gran sacrificio que a veces les supone esta dedicación. En todo esto, es particularmente importante para los Pastores que reine un espíritu de comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos, evitando divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.

Con estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y actualizarlo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación.

Queridos hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen estas tierras.

Que la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe firme en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo.

Amén.




Benedicto XVI Homilias 40312