Benedicto XVI Homilias 60412

5 de abril de 2012: Santa Misa "in cena Domini"

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Basílica de San Juan de Letrán

Jueves Santo 5 de abril de 2012


Queridos hermanos y hermanas


El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás y, por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que, orando, va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo el misterio de nuestra Redención.

Jesús sale en la noche. La noche significa falta de comunicación, una situación en la que uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación, la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en definitiva, es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de vida. Jesús entra en la noche para superarla e inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la humanidad.

Durante este camino, él ha cantado con sus Apóstoles los Salmos de la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, ahora se va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su Transfiguración – la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través de su figura humana – y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén. El éxodo de Jesús en Jerusalén, ¡qué palabra misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido el episodio de la fuga y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué aspecto tendría el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer tramo de este éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo. Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en esta hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. No obstante, escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en sus almas, y ellos las transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús llama a Dios «Abbá».Y esto significa – como ellos añaden – «Padre». Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre», sino como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente «niño», Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la más profunda unidad con él.

Si nos preguntamos cuál es el elemento más característico de la imagen de Jesús en los evangelios, debemos decir: su relación con Dios. Él está siempre en comunión con Dios. El ser con el Padre es el núcleo de su personalidad. A través de Cristo, conocemos verdaderamente a Dios. «A Dios nadie lo ha visto jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el seno del Padre… lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Ahora conocemos a Dios tal como es verdaderamente. Él es Padre, bondad absoluta a la que podemos encomendarnos. El evangelista Marcos, que ha conservado los recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún: Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. Mc 14,36). Él, que es la bondad, es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos.

Antes de reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús, debemos prestar atención a lo que los evangelistas nos relatan sobre la actitud de Jesús durante su oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39 cf. Mc 14,35); asume por consiguiente la actitud de total sumisión, que ha sido conservada en la liturgia romana del Viernes Santo. Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos, al arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe.

Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por nosotros. Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente ante la presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más. En las noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el caudal del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora también por mí. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre.

Finalmente, debemos prestar atención aún al contenido de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). La voluntad natural del hombre Jesús retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana en la voluntad del Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre. La actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén



7 de abril de 2012: Vigilia Pascual

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Basílica Vaticana

Sábado Santo 7 de abril de 2012




Queridos hermanos y hermanas!

Pascua es la fiesta de la nueva creación. Jesús ha resucitado y no morirá de nuevo. Ha descerrajado la puerta hacia una nueva vida que ya no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Ha asumido al hombre en Dios mismo. «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios», dice Pablo en la Primera Carta a los Corintios (1Co 15,50). El escritor eclesiástico Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de escribir refriéndose a la resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y sangre, tened confianza, gracias a Cristo habéis adquirido un lugar en el cielo y en el reino de Dios» (CCL II, 994). Se ha abierto una nueva dimensión para el hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua es el día de una nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia comienza la liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a comprender la nueva. Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la Liturgia de la Palabra, se lee el relato de la creación del mundo. En el contexto de la liturgia de este día, hay dos aspectos particularmente importantes. En primer lugar, que se presenta a la creación como una totalidad, de la cual forma parte la dimensión del tiempo. Los siete días son una imagen de un conjunto que se desarrolla en el tiempo. Están ordenados con vistas al séptimo día, el día de la libertad de todas las criaturas para con Dios y de las unas para con las otras. Por tanto, la creación está orientada a la comunión entre Dios y la criatura; existe para que haya un espacio de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de amor y libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia comienza escuchando ante todo la primera frase de la historia de la creación: «Dijo Dios: “Que exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal, el relato de la creación inicia con la creación de la luz. El sol y la luna son creados sólo en el cuarto día. La narración de la creación los llama fuentes de luz, que Dios ha puesto en el firmamento del cielo. Con ello, los priva premeditadamente del carácter divino, que las grandes religiones les habían atribuido. No, ellos no son dioses en modo alguno. Son cuerpos luminosos, creados por el Dios único. Pero están precedidos por la luz, por la cual la gloria de Dios se refleja en la naturaleza de las criaturas.

¿Qué quiere decir con esto el relato de la creación? La luz hace posible la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la comunicación. Hace posible el conocimiento, el acceso a la realidad, a la verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace posible la libertad y el progreso. El mal se esconde. Por tanto, la luz es también una expresión del bien, que es luminosidad y crea luminosidad. Es el día en el que podemos actuar. El que Dios haya creado la luz significa que Dios creó el mundo como un espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la libertad, espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es buena, el ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es creado por Dios, sino que existe sólo en virtud de la negación. Es el «no».

En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: «Que exista la luz». Antes había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y existió la luz». Jesús resucita del sepulcro. La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto no se refiere solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de aquellos días. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros.

Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede llegar todo esto a nosotros sin que se quede sólo en palabras sino que sea una realidad en la que estamos inmersos? Por el sacramento del bautismo y la profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El nuevo día, el día de la vida indestructible llega también para nosotros. Cristo nos toma de la mano. A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera. Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos, iluminación.

¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a dónde va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia vida. Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y sus valores son la verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo tiempo también amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos tanto, pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos identificar. Por eso la fe, que nos muestra la luz de Dios, es la verdadera iluminación, es una irrupción de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura de nuestros ojos a la verdadera luz.

Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía una anotación sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de la nueva creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un símbolo del todo particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es una luz que vive en virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina consumiéndose a sí misma. Da luz dándose a sí misma. Así, representa de manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da mucha luz. Otro aspecto sobre el cual podemos reflexionar es que la luz de la vela es fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Y el fuego da calor. También en esto se hace nuevamente visible el misterio de Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una palabra de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien está cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al mismo tiempo calor, no una luz fría, sino una luz en la que salen a nuestro encuentro el calor y la bondad de Dios.

El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.

Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo entre en el mundo (cf. Lumen gentium LG 1). Amén.



16 de abril de 2012: Santa Misa con ocasión del 85° cumpleaños del Santo Padre

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Capilla Paulina

Lunes 16 de abril de 2012



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

En el día de mi cumpleaños y de mi Bautismo, el 16 de abril, la liturgia de la Iglesia ha puesto tres señales que me indican a dónde lleva el camino y que me ayudan a encontrarlo. En primer lugar, la memoria de santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes; luego, uno de los santos más peculiares de la historia de la Iglesia, Benito José Labre; y después, sobre todo, el hecho de que este día se encuentra todavía inmerso en el Misterio pascual, en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección, y en el año de mi nacimiento se manifestó de un modo particular: era el Sábado Santo, el día del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte de Dios, pero también el día en el que se anunciaba la Resurrección.

A Bernardita Soubirous, la muchacha sencilla del sur, de los Pirineos, todos la conocemos y la amamos. Bernardita creció en la Francia ilustrada del siglo XIX, en una pobreza difícilmente imaginable. La cárcel, que había sido abandonada por ser demasiado insalubre, se convirtió al final —después de algunas dudas— en la morada de la familia, en la que transcurrió su infancia. No tuvo la posibilidad de recibir formación escolar; sólo un poco de catecismo para prepararse a la Primera Comunión. Pero precisamente esta muchacha sencilla, que en su corazón había permanecido pura y limpia, tenía el corazón que ve, era capaz de ver a la Madre del Señor y en ella el reflejo de la belleza y de la bondad de Dios. A esta joven María podía manifestarse y a través de ella hablar al siglo e incluso más allá del siglo. Bernardita sabía ver, con el corazón puro y genuino. Y María le indica la fuente: ella puede descubrir la fuente de agua viva, pura e incontaminada; agua que es vida, agua que da pureza y salud. Y, a través de los siglos, esta agua ya es un signo de parte de María, un signo que indica dónde se hallan las fuentes de la vida, dónde podemos purificarnos, dónde encontramos lo que está incontaminado. En nuestro tiempo, en el que vemos el mundo tan agitado, y en el que existe la necesidad del agua, del agua pura, este signo es mucho más grande. De María, de la Madre del Señor, del corazón puro viene también el agua pura, genuina, que da la vida, el agua que en este siglo —y en los siglos futuros— nos purifica y nos cura.

Creo que podemos considerar esta agua como una imagen de la verdad que sale a nuestro encuentro en la fe: la verdad no simulada, sino incontaminada. De hecho, para poder vivir, para poder llegar a ser puros, necesitamos tener en nosotros la nostalgia de la vida pura, de la verdad no tergiversada, de lo que no está contaminado por la corrupción, del ser hombres sin mancha. Pues bien, este día, esta pequeña santa siempre ha sido para mí un signo que me ha indicado de dónde proviene el agua viva que necesitamos —el agua que nos purifica y que da la vida—, y un signo de cómo deberíamos ser: con todo el saber y todas las capacidades, que también son necesarios, no debemos perder el corazón sencillo, la mirada sencilla del corazón, capaz de ver lo esencial; y siempre debemos pedir al Señor que nos ayude a conservar en nosotros la humildad que permite al corazón ser clarividente —ver lo que es sencillo y esencial, la belleza y la bondad de Dios— y encontrar así la fuente de la que brota el agua que da la vida y purifica.

Luego está Benito José Labre, el piadoso peregrino mendicante del siglo XVIII que, después de varios intentos inútiles, encontró finalmente su vocación de peregrinar como mendicante —sin nada, sin ningún apoyo, sin quedarse para sí con nada de lo que recibía, salvo lo absolutamente necesario—, peregrinar a través de toda Europa, a todos los santuarios de Europa, desde España hasta Polonia y desde Alemania hasta Sicilia: ¡un santo verdaderamente europeo! Podemos decir también: un santo un poco peculiar que, mendigando, vagabundea de un santuario a otro y no quiere hacer más que rezar y así dar testimonio de lo que cuenta en esta vida: Dios. Ciertamente, no representa un ejemplo para emular, pero es una señal, es un dedo que indica hacia lo esencial. Nos muestra que sólo Dios basta; que más allá de todo lo que puede haber en este mundo, más allá de nuestras necesidades y capacidades, lo que cuenta, lo esencial es conocer a Dios. Sólo Dios basta. Y este «sólo Dios» él nos lo indica de un modo dramático. Y, al mismo tiempo, esta vida realmente europea que, de santuario en santuario, abraza todo el continente europeo hace evidente que aquel que se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos, porque por parte de Dios caen las fronteras; sólo Dios puede eliminar las fronteras porque gracias a él todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros; hace presente que la unicidad de Dios significa, al mismo tiempo, la fraternidad y la reconciliación de los hombres, el derribo de las fronteras que nos une y nos cura. Así Benito José Labre es un santo de la paz precisamente porque es un santo sin ninguna exigencia, que muere pobre de todo pero bendecido con todo.

Y, por último, está el Misterio pascual. En el mismo día en que nací, gracias a la diligencia de mis padres, también renací por el agua y por el Espíritu, como acabamos de escuchar en el Evangelio. En primer lugar, está el don de la vida, que mis padres me hicieron en tiempos muy difíciles, y por el cual les debo dar las gracias. Pero no se debe dar por descontado que la vida del hombre es un don en sí misma. ¿Puede ser verdaderamente un hermoso don? ¿Sabemos qué amenazas se ciernen sobre el hombre en los tiempos oscuros que se encontrará, e incluso en los más luminosos que podrán venir? ¿Podemos prever a qué afanes, a qué terribles acontecimientos podrá quedar expuesto? ¿Es justo dar la vida así, sencillamente? ¿Es responsable o es demasiado incierto? Es un don problemático, si se considera sólo en sí mismo. La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: «¿Acaso un viejo puede renacer?». Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.

El día en que fui bautizado, como he dicho, era Sábado Santo. Entonces se acostumbraba todavía anticipar la Vigilia pascual en la mañana, a la que seguiría aún la oscuridad del Sábado Santo, sin el Aleluya. Me parece que esta singular paradoja, esta singular anticipación de la luz en un día oscuro, puede ser en cierto sentido una imagen de la historia de nuestros días. Por un lado, aún está el silencio de Dios y su ausencia, pero en la Resurrección de Cristo ya está la anticipación del «sí» de Dios; y por esta anticipación nosotros vivimos y, a través del silencio de Dios, escuchamos su palabra; y a través de la oscuridad de su ausencia vislumbramos su luz. La anticipación de la Resurrección en medio de una historia que se desarrolla es la fuerza que nos indica el camino y que nos ayuda a seguir adelante.

Damos gracias a Dios porque nos ha dado esta luz y le pedimos que esa luz permanezca siempre. Y en este día tengo motivo para darle las gracias a él y a todos los que siempre me han hecho percibir la presencia del Señor, que me han acompañado para que no perdiera la luz.

Me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el «sí» de Dios a través de su fe.

Al final, cardenal decano, le agradezco sus palabras de amistad fraterna, y su colaboración en todos estos años. Y expreso mi profundo agradecimiento a todos los colaboradores de los treinta años que he vivido en Roma, que me han ayudado a llevar el peso de mi responsabilidad. Gracias. Amén.



29 de abril de 2012: Santa Misa de ordenación sacerdotal

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Basílica Vaticana

Jornada mundial de oración por las vocaciones

IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2012


Venerados hermanos,
queridos ordenandos,
queridos hermanos y hermanas:

La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo «del Buen Pastor», contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.

Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen pastor», a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento —la Pascua de Cristo—, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.

Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Ps 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Ac 4,8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: «Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular»; y añade: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (vv. Ac 4,11-12).

El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente» (Ps 118,22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21,42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.

La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (1Jn 3,1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que «lo somos realmente» (v. 1Jn 3,1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando —si Dios lo quiere— podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 1Jn 3,2).

Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él encomendados: a la vida verdadera, la vida «en abundancia» (Jn 10,10). Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. «El buen pastor da su vida por la ovejas» (Jn 10,11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: «Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas» (Discurso sobre la adoración de la cruz: ).

En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los «compromisos de los elegidos», la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: «¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse «cada vez más estrecha» por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta pregunta diciendo: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, en la entrega del pan y el vino: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor». Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.

Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados. En efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta «puerta» del sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta «vía santa» como pueden cumplir el éxodo que les conduce a la «tierra prometida» de la verdadera libertad, a las «verdes praderas» de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10,7 Jn 10,9 Ps 77,14 Ps 77,20-21 Ps 23,2).

Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro «Sí, quiero, con la gracia de Dios», cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas —tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino. Amén.



Benedicto XVI Homilias 60412