Belarmino: las 7 Palabras 26

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CAPITULO VI

El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

El conocimiento del poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el segundo fruto a ser recogido de la consideración de la segunda palabra, y este conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia fuerza. Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo solo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que l era un seductor y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su compañero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al ladrón que lo acompañaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus disposiciones fueron tan perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente después de la muerte ingreso en el gozo de su Señor. Por esta circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues el ladrón que entro en la vina del Señor casi a la hora duodécima recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oro tan amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos, ni por la admonición y ejemplo de su compañero, ni por la inusual oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido.



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Pero puede preguntarse, ¿por qué Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado al otro? Contesto que a ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió, fue convertido por la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad. Todavía podría argüirse, ¿por qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz que capaz de sobreponerse al corazón mas endurecido? La razón de que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede haber injusticia en Dios (Ver
Rm 9,14), como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios de Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de este ejemplo a no posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la muerte, es una lección que nos concierne de forma más inmediata. Pues si uno de los ladrones coopero con la gracia de Dios en el último momento, el otro la rechazo, y encontró su perdición definitiva. Y todo lector de historia, u observador de lo que sucede alrededor, no puede sino saber que la regla es que los hombres terminen una vida perversa con una muerte miserable, mientras que es una excepción que el pecador muera de manera feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia que aquellos que viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable, sino que muchas personas buenas y piadosas entran, después de su muerte, en posesión de los gozos eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas personas que, en un asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el tormento eterno, osan permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un día, viendo que pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y que después de la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en el infierno ya no hay redención.





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CAPITULO VII

El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Se puede extraer un tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Señor, advirtiendo el hecho de que hubieron tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales, a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del Señor, y la cargan incluso hasta la muerte, no solo pacientemente sino alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de estas palabras de nuestro Señor: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24), y de nuevo, "El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,27), que es precisamente la doctrina del Apóstol: "Todos los que quieran vivir piadosamente", dice, "en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones" (2Tm 3,12). Los Padres Griegos y Latinos dan su entera adhesión a esta enseñanza, y para no ser prolijo haré solo dos citas. San Agustín en su comentario a los salmos escribe: "Esta vida corta es una tribulación: si no es una tribulación no es un viaje: pero si es un viaje o bien no amas el país hacia el cual estas viajando, o bien sin duda estarás en tribulación". Y en otro lugar: "Si dices que no has sufrido nada aun, entonces no has empezado a ser Cristiano". San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquia, dice: "La tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un Cristiano". Y de nuevo: "No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado la prueba de la tribulación". En verdad esta doctrina puede ser demostrada por la razón. Las cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de la otra sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezara a sonar, a convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se consuma, o el fuego se extinga. "Frente al mal está el bien", dice el Eclesiastico, "frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador" (Eclo 33,14). Los hombres justos se comparan al fuego. su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos, moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados. ¿Es pues, por lo tanto, extraño que los hombres malos persigan a las almas justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizaña crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es hombres derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia; de esto necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos por los malos y los impíos.



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Los perversos también tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean perseguidos por los buenos, aun así serán atormentados por otros pecadores, por sus propios vicios, e incluso por sus conciencias perversas. El sabio Salomón, que ciertamente hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad fuera posible aquí, reconoció que tenía una Cruz que cargar cuando dijo:

"Consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mí hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos" (Ecl 2,11). Y el escritor del Libro del Eclesiastico, que era también un hombre muy prudente, pronuncia esta sentencia general: "Grandes trabajos han sido creados para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán" (Eclo 40,1). San Agustín en su comentario a los Salmos dice que "la mayor de las tribulaciones es una conciencia culpable". San Juan Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente como los perversos deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la pobreza; si están postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice que todo hombre desde el momento de su nacimiento está destinado a cargar una cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que derrama todo infante. "Cada uno de nosotros", escribe, "en su nacimiento, en su misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que está ingresando".

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Siendo las cosas así no puede haber duda de que hay una cruz guardada para el bueno así como para el malo, y solo me resta probar que la cruz de un santo dura poco tiempo, es ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es eterna, pesada y estéril. En primer lugar no puede haber duda en el hecho de que un santo sufre solo por un breve periodo, pues no puede tener que soportar nada cuando esta vida haya pasado. "Desde ahora, si --dice el Espíritu--" a las almas justas que parten, "que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan" (
Ap 14,13). "Y (Dios) enjugara toda lagrima de sus ojos" (Ap 21,4). Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida presente es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: "Están contados ya sus días" (Jb 14,5) y "El hombre, nacido de mujer, corto de días" (Jb 14,1) y "¿Qué será de vuestra vida?...¡Sois vapor que aparece un momento y después desaparece!" (Jc 4,14). El Apóstol, sin embargo, que llevo una cruz muy pesada desde su juventud hasta su edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: "En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (2Co 4,17), pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y los compara a un momento indivisible, aunque se hayan extendido por un periodo de más de treinta años. Y sus sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento, desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el último extremo (Ver 2Co 11,24). ¿Qué tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como realmente son? ¿Y qué dirías tu, amable lector, si insisto en que la cruz es no solo ligera, sino incluso dulce y agradable por razón de las superabundantes consolaciones del Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que puede ser llamado cruz: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30); y en otro lugar dice: "Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrara. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16,20). Y el Apóstol escribe: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2Co 7,4). En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo es no solo ligera y temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando escuchamos a nuestro Señor decir: "Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5,10), a San Pablo exclamando que "Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rm 8,18), y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si "participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria" (1Pe 4,13).



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Por otro lado no es necesaria una demostración para mostrar que la cruz de los perversos es eterna en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con certeza que la muerte del mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo fue la muerte del buen ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado esta morando en el infierno, y morara allí para siempre, porque el "gusano" del perverso "no morirá, su fuego no se apagara" (
Is 66,24). Y la cruz del glotón rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que son muy aptamente comparadas por el Señor a espinas que no pueden ser manipuladas o guardadas con impunidad, no cesa con esta vida como ceso la cruz del pobre Lázaro, sino que lo acompaña al infierno, donde incesantemente arde y lo atormenta, y lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su lengua ardiente: "porque estoy atormentado en esta llama" (Lc 16,24). Por eso la cruz de los perversos es eterna en su duración, y los lamentos de aquellos de quienes leemos en el libro de la Sabiduría, dan testimonio de que es pesada y ardua: "Nos hartamos de andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos intransitables" (Sg 5,7). ¡Qué! ¿No son senderos difíciles de andar la ambición, la avaricia, la lujuria? ¿No son senderos difíciles de andar los acompañantes de estos vicios: ira, contiendas, envidia? ¿No son senderos difíciles de andar los pecados que brotan de estos acompañantes: traición, disputas, afrentas, heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no es poco frecuente que obliguen a los hombres a suicidarse en desesperación, y, buscando por medio de ello evitar una cruz, preparar para sí mismos una mucho más pesada.



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¿Y qué ventaja o fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz de traerles una ventaja que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos higos. El yugo del Señor trae la paz, según Sus propias palabras: "Tomad sobre vosotros mi yugo... y hallaréis descanso para vuestras almas" (
Mt 11,29). ¿Puede el yugo del demonio, que es diametralmente opuesto al de Cristo, traer otra cosa que preocupación y ansiedad? Y esto es de mayor importancia aun: que mientras la Cruz de Cristo es el paso a la felicidad eterna, "¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,26), la cruz del demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la sentencia pronunciada sobre los perversos: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles" (Mt 25,41). Si hubiera hombres sabios que están crucificados en Cristo, no buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón busco tontamente, sino que permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen ladrón, y pedirán perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y así sufriendo solo con l, reinaran también con l, de acuerdo a las palabras del Apóstol: "Sufrimos con l, para ser también con él glorificados" (Rm 8,17). Si, sin embargo, hubieran sabios entre aquellos que son oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de sacársela de encima de una vez, y si tienen algún sentido cambiaran las cinco yugadas (Ver Lc 14,19) de bueyes por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere a los trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus cinco sentidos; y cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de pecar, trueca las cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo. Feliz es el alma que sabe como crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias, y distribuye las limosnas que pudieran haberse gastado en gratificar sus pasiones, y pasa en oración y en lectura espiritual, en pedir la gracia de Dios y el patrocinio de la Corte Celestial, las horas que podrían perderse en banquetear y en satisfacer la ambición incansable de hacerse amigo de los poderosos. De esta manera la cruz del mal ladrón, que es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada por la Cruz de Cristo, que es ligera y fecunda.

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Leemos en San Agustín como un soldado distinguido discutía con uno de sus compañeros acerca de tomar la cruz. "Díganme, les pido, ¿a qué meta nos han de conducir todos los trabajos que emprendemos? ¿Qué objeto nos presentamos a nosotros mismos? ¿Por quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición es hacernos amigos del Emperador; ¿y no esta acaso el camino que nos conduce a su honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no estamos colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? ¿Y por cuantos años tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo volverme amigo de Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento". Así argumentaba que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaria más sabiamente si emprendiera menores y más leves trabajos para asegurarse la amistad de Dios. Ambos soldados tomaron su decisión en el momento; ambos dejaron el ejército en orden a servir en serio a su Creador, y lo que incremento su alegría al tomar este primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto de casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios.





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CAPITULO VIII

Explicación literal de la tercera Palabra: "Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre"

(Jn 19,27)

La última de las tres palabras, que tienen una referencia especial a la caridad por el prójimo, es: "Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre" (Jn 19,26 Jn 19,27). Pero antes que expliquemos el significado de esta palabra, debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del Evangelio de San Juan: "Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, Maria, mujer de Clopas, y Maria Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19,25-27). Dos de las tres Marías que estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, Maria, la Madre de nuestro Señor, y Maria Magdalena. Acerca de Maria, la mujer de Clopas, hay alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo tres hijas, esto es, Maria, la Madre de Cristo, la mujer de Clopas, y Maria Salomé. Pero esta opinión esta casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no podemos suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aun, sabemos que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra Bienaventurada Señora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona otra Maria Salomé en los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que "Maria Magdalena, Maria la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle" (Mc 16,1), la palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir Maria, la madre de Salomé, como justo antes había dicho Maria, la madre de Santiago, sino que está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de la versión Griega, donde la palabra está escrita Salwmacronmh. Más aun, esta Maria Salomé era la esposa de Zebedeo (Ver Mt 27,56), y la madre de los Apóstoles Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos Evangelistas, San Mateo y San Marcos (Ver Mc 15,40), así como Maria, la madre de Santiago era la esposa de Clopas, y la madre de Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la verdadera interpretación es esta: que Maria, la mujer de Clopas, era llamada hermana de la Bienaventurada Virgen porque Clopas era el hermano de San José, el Esposo de la Bienaventurada Virgen, y las esposas de dos hermanos tienen el derecho de llamarse y ser llamadas hermanas. Por la misma razón Santiago el menor es llamado el hermano de nuestro Señor, aunque solo era su primo, pues era el hijo de Clopas, quien, como hemos dicho, era el hermano de San José. Eusebio nos brinda este relato en su historia eclesiástica, y cita, como autoridad digna de fe, a Hegesipo, un contemporáneo de los Apóstoles. También tenemos a favor de la misma interpretación la autoridad de San Jerónimo, como podemos deducir de su trabajo contra Helvidio.

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También hay un aparente desacuerdo en las narrativas evangélicas, en el que será bueno detenernos brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres estaban de pie cerca de la Cruz del Señor, mientras que tanto San Marcos (Ver
Mc 15,40) como San Lucas (Ver Lc 23,49) dicen que estaban distantes. San Agustín en su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace armonizar estos tres textos de la siguiente manera. Estas santas mujeres pueden haber dicho que estaban al mismo tiempo distantes de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban distantes de la Cruz en referencia a los soldados y ejecutores, que estaban en una proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban suficientemente cerca de la Cruz para escuchar las palabras del Señor, que la multitud de espectadores, que estaban a mayor distancia, no podían escuchar. También podemos explicar los textos de la siguiente manera. Durante el momento mismo en que el Señor fue clavado a la Cruz, la concurrencia de soldados y gente mantuvo a las santas mujeres a la distancia, pero apenas la Cruz fue fijada en tierra, muchos de los Judíos volvieron a la ciudad, y entonces las tres mujeres y San Juan se acercaron más. Esta explicación elimina la dificultad acerca de la razón por la cual la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí mismos las palabras, "Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre", cuando habían tantos otros presentes, y Cristo no se dirigió ni a su Madre ni a su discípulo por su nombre. La verdadera respuesta a esta objeción es que las tres mujeres y San Juan estaban parados tan cerca de la Cruz como para permitir al Señor designar mediante Sus miradas las personas a las que Se estaba dirigiendo. Además, las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos personales, y no a extraños. Y entre Sus amigos personales que estaban allí no había ningún otro hombre a quien pudiera decir, "Ahí tienes a tu madre", a excepción de San Juan, y no había ninguna otra mujer que quedara sin hijos por su muerte, a excepción de su Madre Virgen. Por lo cual l dijo a su Madre: "Ahí tienes a tu hijo", y a su discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Este es pues el sentido literal de estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar de este mundo al seno de Mi Padre Celestial, y pues tengo plena conciencia de que Tu, Mi Madre, no tienes ni parientes, ni marido, ni hermanos, ni hermanas, en orden a no dejarte totalmente desprovista de auxilio humano, Te encomiendo al cuidado de Mi muy amado discípulo Juan: él actuara contigo como un hijo, y Tu actuaras con él como una Madre. Y este consejo o mandato de Cristo, que lo mostro tan preocupado por los otros, fue bienvenido igualmente por ambas partes, y de ambos podemos creer que habrán inclinado sus cabezas como muestra de su aquiescencia, pues San Juan dice de sí mismo: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa", esto es, San Juan inmediatamente obedeció a nuestro Señor, y considero a la Bienaventurada Virgen, junto con sus ya ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las cuales era su deber cuidar y atender.

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Todavía permanece una pregunta adicional que puede hacerse. San Juan fue uno de aquellos que había dicho: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?" (
Mt 19,27). Y entre las cosas que habían abandonado, nuestro Señor enumera padre y madre, hermanos y hermanas, casa y tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y de su hermano Santiago, dijo: "Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron" (Mt 4,22). ¿De donde viene pues que a quien había dejado una madre por Cristo, el Señor le diga que mire a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos que ir muy lejos para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a Cristo dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían ser un impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que pudieran derivar una ventaja mundana o un placer carnal de su presencia. Pero no dejaron esa solicitud que un hombre esta en justicia obligado a mostrar por sus padres o sus hijos, si necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una orden religiosa si su padre esta o tan abatido por la edad, u oprimido por la pobreza, que no puede vivir sin su auxilio. Y así como San Juan dejo a su padre y a su madre cuando no tenían necesidad de él, así cuando Cristo le ordeno cuidar y atender a su Madre Virgen, ella estaba desprovista de todo auxilio humano. Dios, por cierto, sin ninguna asistencia del hombre, hubiera podido atender a su Madre con todas las cosas necesarias por el ministerio de los ángeles, así como sirvieron a Cristo Mismo en el desierto, pero quiso que San Juan hiciera esto para que mientras el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella pudiera honrar y auxiliar al Apóstol. Pues Dios envió a Elías a asistir a la pobre viuda, no porque l no pudiera haberla sostenido por medio de un cuervo, como lo había hecho antes, sino, como observa San Agustín, para que el profeta la pueda bendecir. Por lo cual complació a nuestro Señor confiar su Madre al cuidado de San Juan por el doble propósito de otorgarle a él una bendición, y de probar ante todos que él por encima de los demás era su discípulo amado. Pues verdaderamente en esta transferencia de su Madre se cumplió aquél texto: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredara vida eterna" (Mt 19,29). Pues ciertamente recibió el ciento por uno aquel que dejando a su madre, la esposa de un pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina del mundo, llena de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser elevada por encima de todos los coros de los ángeles en el reino celestial.





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CAPITULO IX

El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Si examinamos atentamente todas las circunstancias bajo las cuales esta tercera palabra fue dicha, podemos recoger muchos frutos de su consideración. En primer lugar, hemos puesto ante nosotros el intenso deseo que Cristo sintió de sufrir por nuestra salvación para que nuestra redención pudiera ser copiosa y abundante. Pues para no incrementar el dolor y la pena que sienten, algunos hombres toman medidas para evitar que sus parientes estén presentes en su muerte, particularmente si su muerte ha de ser violenta, acompañada de desgracia e infamia. Pero Cristo no se sacio con su propia y amarguísima Pasión, tan llena de dolor y vergüenza, sino que quiso que su Madre y el discípulo a quien amaba estuvieran presentes e incluso estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la visión de los sufrimientos de aquellos más queridos a l aumentara su propio sufrimiento. Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Señor en la Cruz, y él deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su Madre, de su discípulo, de Maria la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más querida de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no tanto el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de lágrimas que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que estaban cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: "Las olas de la muerte me envolvían" (Ps 18,5), pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan cruelmente como atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ¡Es pues así que una muerte amarga separa no solo el alma del cuerpo, sino también a la madre del hijo, y tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, "Mujer, ahí tienes a tu hijo", pues su amor por Maria no le permitía en un momento así dirigirse a Ella con el nombre tierno de Madre. Dios tanto amo al mundo que le dio su Hijo Unigénito para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amo al Padre que derramo profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los dolores de su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que hubiera una redención abundante por nuestros pecados.

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Y para que no perezcamos, sino que gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos exhortan a imitar su caridad al representarla en su más exquisita belleza; y aun así el corazón del hombre todavía se resiste a esta caridad tan grande, y por lo tanto merece más bien sentir la ira de Dios, que saborear la dulzura de su misericordia, y caer en los brazos del Divino amor. Seriamos de verdad ingratos, y mereceríamos tormentos eternos, si por su amor no soportásemos lo poco que es necesario purgar para nuestra salvación, cuando contemplamos a nuestro Redentor amándonos en una medida tal, como para sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar tormentos incontables y derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota hubiera sido ampliamente suficiente para nuestra redención. La única razón que puede darse para nuestra desidia y locura es que ni meditamos en la Pasión de Cristo, ni consideramos su inmenso amor por nosotros con la seriedad y atención con que deberíamos. Nos contentamos con leer apuradamente la Pasión, o en escucharla leer, en lugar de asegurarnos oportunidades adecuadas para penetrar en nosotros mismos con el pensamiento de ella. Por eso el santo Profeta nos exhorta: "Mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta" (
Lm 1,12). Y el Apóstol dice: "Fijaos en aquel que soporto tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo" (He 12,3). Pero vendrá el tiempo en que nuestra ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés por el asunto de nuestra salvación será fuente de sincero dolor para nosotros. Pues hay muchos que en el Último Día gemirán "en la angustia de su espíritu" (Sg 5,3), y dirán: "Luego vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbro, no salió el sol para nosotros" (Sg 5,6). Y no sentirán este dolor estéril por primera vez en el infierno, sino que en el Día del Juicio, cuando sus ojos mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos de su alma se abran, contemplaran la verdad de estas cosas frente a las cuales durante su vida voluntariamente se cegaron.





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CAPITULO X

El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Podemos extraer otro fruto de la consideración de la tercera palabra dicha por Cristo en la Cruz de esta circunstancia: que habían tres mujeres cerca de la Cruz de nuestro Señor. Maria Magdalena es la representante del pecador arrepentido, o de aquél que está haciendo su primer intento de avanzar en el camino de la perfección. Maria la mujer de Clopas es la representante de aquellos que ya han hecho algún avance hacia la perfección; y Maria la Madre Virgen de Cristo es la representante de aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con nuestra Señora, pues en poco tiempo seria, si es que no lo había sido ya, confirmado en gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca de la Cruz, pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia están muy distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aun, estas almas escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su ejemplo, pues l no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria total sobre el demonio, que es lo que somos ensenados por San Pablo en su Epístola a los Colosenses: "Cancelo la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus clausulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal" (Col 2,14-15).


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