Belarmino: las 7 Palabras 40

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Maria, la mujer de Clopas y madre de hijos que son llamados hermanos de nuestro Señor, es la representante de aquellos que ya han hecho algún progreso en el sendero de la perfección. Estos también necesitan asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de este mundo, con los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos la buena semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso las almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes y múltiples obras que realizo durante su vida, sino que quiso por medio de su muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el enemigo de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga, l no descendería de su Cruz. Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar actos de virtud, son los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual, pues, como nota verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, "el que no avanza en la virtud, retrocede", y en la misma epístola se refiere a la escalera de Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien descendían, pero ninguno estaba detenido. Más aun, incluso en los perfectos que viven una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada Señora y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de Cristo, incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del l, que fue crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad. Durante el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones de humildad, como cuando dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (
Mt 11,29). Y de nuevo: "Vete a sentarte en el último puesto" (Lc 14,10); y "Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado" (Lc 18,14). Aun así, todas Sus exhortaciones acerca de la necesidad de esta virtud no son tan persuasivas como el ejemplo que nos puso en la Cruz. ¿Pues qué mayor ejemplo de humildad podemos concebir que el Omnipotente se deje atar con sogas y clavar a una Cruz? ¿Y que l, "en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2,3), permita que Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una túnica blanca, y que Aquél que "se sienta en querubines" (Ps 99,1) sufra l mismo ser crucificado entre dos ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el hombre que se arrodillase ante un crucifijo, y mirase en el interior de su alma, y llegase a la conclusión de que no es deficiente en la virtud de la humildad, sería incapaz de aprender lección alguna.





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CAPITULO XI

El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

En tercer lugar, de las palabras que Cristo dirigió a su Madre y a su discípulo desde el pulpito de la Cruz, aprendemos cuales son los respectivos deberes de los padres hacia sus hijos, y de los hijos hacia sus padres. Trataremos en primer lugar de los deberes que los padres tienen para con sus hijos. Los padres cristianos deben amar a sus hijos, pero de tal manera que el amor a sus hijos no debe interferir con su amor a Dios. Esta es la doctrina que presenta nuestro Señor en el Evangelio: "El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi" (Mt 10,37).

Fue en obediencia a esta ley que nuestra Señora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a ella, y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el cielo. Mirar a su inocente Hijo, a quien ella amo apasionadamente, muriendo en medio de tales tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón; pero aunque hubiese estado en sus capacidades, no habría impedido la crucifixión, pues ella sabía que todos estos sufrimientos eran infligidos a su Hijo según "el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Ac 2,23). El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amo mucho, por tanto era ella afligida más allá de toda medida al contemplar a su Hijo tan cruelmente torturado. ¿Y como podría no haber amado esta Virgen Madre a su Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda excelencia, y cuando l estaba unido a ella con un lazo más cercano que los demás hijos estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que los padres aman a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro, porque las buenas cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos padres, sin embargo, que sienten apenas una pequeña ligazón con sus hijos, y otros que realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen la mala fortuna de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que acabamos de mencionar, la Virgen Madre de Dios amo a su Hijo más que lo que cualquier otra madre podría haber amado a sus hijos. En primer lugar, ninguna mujer ha engendrado jamás a un hijo sin la cooperación de su marido, pero la Bienaventurada Virgen tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón; como Virgen lo concibió, y como Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro Señor según la generación divina tiene Padre y no Madre, según la generación humana tiene Madre y no Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Señor fue concebido del Espíritu Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo, sino que l formo y moldeo el Cuerpo de Cristo, no a partir de su propia sustancia, sino de la pura carne de la Virgen.

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Verdaderamente entonces la Virgen lo ha engendrado sola, solo ella puede clamar que es su propio Hijo, y por tanto lo ha amado con más amor que cualquier otra madre. En segundo lugar, el Hijo de la Virgen no solo fue y es hermoso más que los hijos de los hombres sino que sobrepasa en todo también a todos los ángeles, y como consecuencia natural de su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloro en la Pasión y Muerte de su Hijo más que otras, y San Bernardo no duda en afirmar en uno de sus sermones que el dolor que sintió nuestra Señora en la crucifixión fue un martirio del corazón, según la profecía de Simeón: "?y a ti misma una espada te atravesara el alma!" (
Lc 2,35). Y puesto que el martirio del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo, San Anselmo en su obra Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la Virgen fue más amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Señor, en su Agonía en el Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar revista a todos los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día siguiente, y abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a estar tan afligido que un Sudor de Sangre mano de su Cuerpo, algo que no sabemos que haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, más allá de toda duda, nuestra Bienaventurada Señora cargo una pesadísima cruz, y soporto un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su alma, pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de paciencia, y contemplo todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo alguno de impaciencia, porque busco el honor y la gloria de Dios más que la gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de dolor, como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozo o grito fuertemente, sino que valientemente llevo la aflicción que era la voluntad de Dios que llevase. Ella amo a su Hijo vehementemente, pero amo más el honor de Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo que su Divino Hijo prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida. Más aun, su inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la confianza de su alma al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna. Ella fue consciente de que la Muerte de su Hijo seria como una pequeña dormición, tal como dijo el Salmista Real: "Yo me acuesto y me duermo, y me despierto, pues Yahvé me sostiene" (Ps 3,6).

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Todos los fieles deben imitar este ejemplo de Cristo subordinando el amor a sus hijos al amor a Dios, que es el Padre de todos, y ama a todos con un amor mayor y más beneficioso que el que podemos experimentar. En primer lugar, los padres cristianos deben amar a sus hijos con un amor viril y prudente, no alentándolos si obran mal, sino educándolos en el temor de Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y castigándolos si han ofendido a Dios o son negligentes en su educación. Pues esta es la voluntad de Dios, tal como nos es revelada en las Sagradas Escrituras, en el libro del Eclesiastico: "¿Tienes hijos? Instrúyelos e inclínalos desde su juventud" (Eclo 7,24). Y leemos de Tobías que "desde su infancia le enseno a su hijo a temer a Dios y abstenerse de todo pecado" (
Tb 1,10). El Apóstol advierte a los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se vuelvan apocados, sino que los formen mediante la instrucción y la corrección del Señor, esto es, no tratarlos como esclavos, sino como hijos (Col 3,21 Ep 6,4). Los padres que son muy severos con sus hijos, y que los reprochan y castigan incluso por una pequeña falta, los tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentara y les hará odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy indulgentes criaran hijos inmorales, que serán luego víctimas del fuego del infierno en vez de poseer una corona inmortal en el cielo.

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El método correcto que han de adoptar los padres en la educación de sus hijos es ensenarles a obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes corregirlos, pero de manera tal que se evidencia que la corrección procede de un espíritu de amor y no de odio. Más aun, si Dios llama a un hijo al sacerdocio o a la vida religiosa, ningún impedimento debe ponerse a esta vocación, pues los padres no han de oponerse a la voluntad de Dios, sino más bien decir con el santo Job: "El Señor me lo dio, y el Señor me lo quito: bendito sea el nombre del Señor" (
Jb 1,21). Finalmente, si los padres pierden a sus hijos por una muerte intempestiva, como nuestra Bienaventurada Madre perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el buen juicio de Dios, quien a veces toma un alma para sí si percibe que podría perder su inocencia y así perecer por siempre. Verdaderamente, si los padres pudiesen penetrar en los designios de Dios en relación a la muerte de un hijo, se alegrarían en vez de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección, como la tuvo nuestra Señora, no nos lamentaríamos mas porque una persona muera en su juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque una persona vaya a dormir antes de la noche, pues la muerte del fiel es una clase de sueño, como nos dice el Apóstol en su Epístola a los Tesalonicenses: "Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los que están dormidos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza" (1Tes 4,12). El Apóstol habla de la esperanza y no de la fe, porque no se refiere a una resurrección incierta, sino a una resurrección feliz y gloriosa, similar a la de Cristo, que fue un despertar a la vida verdadera. Pues el hombre que tiene una fe firme en la resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo muerto se despertara de nuevo a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una gran razón para alegrarse, pues la salvación de su hijo está asegurada.

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Nuestro siguiente punto es tratar acerca del deber que los hijos tienen para sus padres. Nuestro Señor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de respeto filial. Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los hijos es: "corresponder a sus progenitores" (
1Tm 5,4). Los hijos corresponden a sus padres cuando les proveen todo lo necesario para ellos en su edad avanzada, tal como sus padres les procuraron alimento y vestido en su infancia. Cuando Cristo estuvo a punto de morir confió su anciana Madre, que no tenía nadie que la cuidase, a la protección de San Juan, y le dijo que en adelante lo mire como a su hijo, y le mando a San Juan que la reverenciara como a su madre. Y así nuestro Señor cumplió perfectamente las obligaciones que un hijo debe a su madre. En primer lugar, en la persona de San Juan. Le dio a su Madre Virgen un hijo que era de la misma edad que él, o tal vez un año menor, y por tanto era en todo sentido capaz de proveer por el bienestar de la Madre de nuestro Señor. En segundo lugar, le dio por hijo al discípulo a quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había retribuido amor por amor, y en consecuencia nuestro Señor tuvo la mayor confianza en la diligencia con la que su discípulo sostendría a su Madre. Más aun, escogió al discípulo que sabía que viviría más que los otros apóstoles, y que por lo tanto viviría más que su Madre. Finalmente, nuestro Señor tuvo esta atención para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando su Cuerpo entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera fue atormentada por las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía que beber el cáliz amargo de la inminente muerte, de modo que parecería que no podría pensar en nada sino en sus propios dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfo por encima de todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue como confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la prontitud y fidelidad de su discípulo, pues "desde aquella hora la acogió en su casa" (Jn 19,27).

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Cada hijo tiene una mayor obligación que la que nuestro Señor tuvo de proveer por las necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más a sus padres que lo que Cristo le debía a su Madre. Cada niño recibe de sus padres un mayor favor que el que pueden esperar devolver, pues ha recibido de sus manos lo que para él es imposible darles, a saber, el ser. "Recuerda --dice el Eclesiastico--, que no habrías nacido si no fuese por ellos" (Eclo 7,30). Solo Cristo es una excepción a esta regla. En efecto, l recibió de su Madre su vida como hombre, pero l le dio a ella tres vidas; su vida humana, cuando con la cooperación del Padre y del Espíritu Santo la creo; su vida de gracia, cuando la previno en la dulzura de sus bendiciones creándola Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al reino de la gloria y exaltada por encima de los coros de los ángeles. En consecuencia, si Cristo, quien le dio a su Bienaventurada Madre más de lo que l había recibido de ella en su nacimiento, deseo corresponderla, ciertamente el resto de la humanidad esta aun más obligada a corresponder a sus padres. Más aun, al honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro deber, y aun así la bondad de Dios es tal como para recompensarnos por ello. En los Diez Mandamientos está grabada la ley: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra" (
Ex 20,12). Y el Espíritu Santo dice: "Aquél que honre a su padre tendrá gozo en sus propios hijos, y en el día de su oración será escuchado" (Eclo 3,6). Y Dios no solo recompensa a los que reverencian a sus padres, sino que castiga a los que les son irrespetuosos, pues éstas son las palabras de Cristo: "Dios ha dicho que el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte" (Mt 15,4). "Y maldito es de Dios quien irrita a su madre" (Eclo 3,18). Por lo tanto, podemos concluir que la maldición de un padre traerá consigo la ruina, pues Dios mismo lo ratificara. Esto se prueba por muchos ejemplos; y narraremos brevemente uno que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En Cesarea, una ciudad de Capadocia, habían diez niños, a saber siete varones y tres mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron inmediatamente golpeados por el cielo con tal castigo que todos sus miembros temblaron, y, en su penosa situación, adonde fuera que fuesen, no podían soportar la mirada de sus conciudadanos, y así vagaron por todo el mundo Romano. Al final, dos de ellos fueron curados por las reliquias de San Esteban Protomártir, en presencia de San Agustín.





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CAPITULO XII

El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

La carga y el yugo que puso nuestro Señor en San Juan, al confiar a su cuidado la protección de su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo dulce y una carga ligera. ¿Quién pues no estimaría una felicidad habitar bajo el mismo techo con quien había llevado por nueve meses en su vientre al Verbo Encarnado, y había disfrutado por treinta años la más dulce y feliz comunicación de sentimientos con l? ¿Quién no enviaría al discípulo elegido de nuestro Señor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la presencia constante de la Madre de Dios? Y aun así si no me equivoco esta en nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo Señor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue crucificado por amor a nosotros, nos diga en relación a su Madre, "He ahí a tu Madre", y diga a su Madre por cada uno de nosotros "¡He ahí a tu hijo!". Nuestro buen Señor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al trono de gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no hipócritas. Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no desdeñará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco nuestra benignísima Madre llevara a mal tener una innumerable multitud de hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo redimió con su preciosa Sangre y aun más preciosa Muerte. Aproximémonos por tanto con confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas roguémosle humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, "He ahí a tu hijo", y a nosotros en relación a su Madre, "He ahí a tu Madre". ¡Cuan seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! ¿Quién se atreverá a apartarnos de debajo de su manto? ¿Qué tentaciones, qué tribulaciones podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y Madre nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa protección. Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la singular y maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que todos los que han confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos. De ella se ha escrito: "Ella te pisara la cabeza" (Gn 3,15). Quienes confían en ella pueden con seguridad "pisar sobre el áspid y la víbora, y hollar al león y al dragón" (Ps 90,13). Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos hombres ilustres de los tanto que han reconocido haber encontrado la esperanza de su salvación el Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro Señor les dijo "He ahí a tu Madre", y en relación a quienes le dijo a su Madre, "He ahí a tu hijo".

El primero será San Efrén de Siria, un antiguo Padre de tanto renombre que San Jerónimo nos informa que sus trabajos eran leídos públicamente en las iglesias antes que las Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las alabanzas de la Madre de Dios, él dice: "La inmaculada y pura Virgen Madre de Dios, la Reina de todo, y la esperanza de los que desesperan". Y nuevamente: "Tu eres un puerto para los que son atacados por tormentas, consuelo del mundo, liberadora de los que están en prisión; tú eres madre de los huérfanos, redentora de los cautivos, alegría del enfermo, y estrella para la seguridad de todos". Y nuevamente: "Guárdame y protégeme bajo tu brazo, ten piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No confío en nadie sino en ti, oh Virgen sincerísima. ¡Salve, paz, gozo y seguridad del mundo!". Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien fue uno de los primeros en mostrar el más grande honor y poner la mayor confianza en la protección de la santísima Virgen. Así dice en un sermón sobre la Natividad de la Bienaventurada Virgen: "Oh hija de Joaquín y Ana, oh Señora, recibe las oraciones de un pecador que te ama y honra ardientemente, y mira a ti como su única esperanza de alegría, como la sacerdotisa de la vida, y la guía de los pecadores para retornar a la gracia y el favor de tu Hijo, y la segura depositaria de la seguridad, aligera el peso de mis pecados, vence mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y concédeme que bajo tu guía pueda llegar a la felicidad celestial". Ahora seleccionaremos unos pocos pasajes de dos Padres latinos. San Anselmo, en su trabajo Sobre la Excelencia de la Virgen dice: "Considero como un gran signo de predestinación para alguno que se le haya concedido el favor de meditar frecuentemente en Maria". Y nuevamente: "Recuerda que a veces obtenemos auxilio con mas prontitud invocando el nombre de la Virgen Madre que si hubiésemos invocado el Nombre del Señor Jesús, su único Hijo, y es no porque sea ella más grande o poderosa que l, ni porque sea l más grande y poderoso por medio de ella, sino más bien ella por medio de l. ¿Cómo es entonces que obtenemos auxilio mas prontamente al invocarla que al invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y mi explicación es que su Hijo es el Señor y Juez de todo, y es capaz de discernir los méritos de cada uno. En consecuencia, cuando su Nombre es invocado por alguien, puede con justicia prestar oídos sordos a la suplica, pero si el nombre de su Madre es invocado, incluso suponiendo que los méritos del que suplica no le dan derecho a ser escuchado, aun así los méritos de la Madre de Dios son tales que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración". Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable, describe por un lado el afecto santo y maternal con el que la Bienaventurada Virgen acoge a los que le son devotos, y por otro el amor filial de quienes la miran como Madre. En su segundo sermón sobre el texto "El Ángel fue enviado", exclama: "Oh tu, quienquiera que seas, que sabes que estás expuesto a los peligros del tempestuoso mar de este mundo más que lo que gozas de la seguridad de la tierra firme, no alejes tus ojos del esplendor de esta Estrella, del Maria Estrella del Mar, a menos que desees ser devorado por la tempestad. Si los vientos de las tentaciones surgen, si eres arrojado a las rocas de las tribulaciones, mira esta Estrella, llama a Maria. Si eres arrojado aquí y allá en las oleadas del orgullo, de la ambición, de las calumnias, de la envidia, levanta la mirada hacia esta Estrella, llama a Maria. Si tu, aterrorizado por la magnitud de tus crímenes, perplejo ante el impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el temor de tu Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el hoyo de la desesperanza, piensa en Maria; en todos tus peligros, en todas tus dificultades, en todas tus dudas piensa en Maria, llama a Maria. No serás confundido si la sigues, no desesperaras si le rezas, no te equivocaras si piensas en ella".

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El mismo Santo en este sermón sobre la Natividad de la Virgen dice los siguiente: "Alza tus pensamientos y juzga con qué afecto quiere l que honremos a Maria que ha llenado su alma con la plenitud de su bondad, de modo que toda esperanza, toda gracia, toda protección del pecado que recibamos la reconozcamos como viniendo a través de sus manos". "Veneremos a Maria con todo nuestro corazón y todas nuestras oblaciones, pues esa es la voluntad de quien ha hecho que recibamos todo por medio de Maria". "Hijos míos, ella es la escalera para los pecadores, ella es my mayor confianza, ella es todo el fundamento de mí esperanza". A estos extractos de los escritos de dos santos Padres, añadiré algunas citas de dos santos Teólogos. Santo Tomas, en su ensayo sobre la salutación angélica, dice: "Ella es bendita entre todas las mujeres porque ella sola ha quitado la maldición de Adán, ha traído bendiciones a la humanidad, y ha abierto las puertas del Paraíso. Por eso es llamada Maria, nombre que significa "Estrella del Mar", pues así como marineros conducen sus naves a puerto mirando las estrellas, así los Cristianos son llevados a la gloria por la intercesión de Maria". San Buenaventura escribe en su Pharetra: "Oh Santísima Virgen, así como todo el que te odia y es olvidado por ti necesariamente perecerá, así todo el que te ama y es amado por ti necesariamente será salvado". El mismo Santo en su Vida de San Francisco habla así de la confianza de éste en la Bienaventurada Virgen: "Amo a la Madre de nuestro Señor Jesucristo con un amor inefable, por ella nuestro Señor Jesucristo llego a ser nuestro hermano, y por ella obtuvimos misericordia. Junto a Cristo coloco toda su confianza en ella, la miro como abogada propia y de su Ordena, y en su honor ayuno devotamente desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la Asunción". Con estos santos juntaremos el nombre del Papa Inocencio III, quien fue eminentemente distinguido por su devoción a la Virgen, y no solo celebro sus grandezas en sus sermones, sino que construyo un monasterio en su honor, y lo que es más admirable, en una exhortación que dirigió a su grey para que confíen en ella, uso palabras cuya veracidad fue luego ejemplificada en su propia persona. Así hablo en su segundo sermón sobre la Asunción: "Que el hombre que está sentado en la oscuridad del pecado mire la luna, que invoque a Maria para que ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la compunción de corazón. Pues ¿quién que la haya alguna vez llamado en su desgracia no ha sido escuchado?". El lector puede consultar el cap. IX, libro 2, sobre "Las lágrimas de la paloma", y ver que allí hemos escrito sobre el Papa Inocencio III. De estos extractos, y de estos signos de predestinación, queda abundantemente evidente que una devoción cordial a la Virgen Madre de Dios no es novedad alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo favor Cristo le ha dicho a su Madre: "He ahí a tu hijo", con tal que no preste oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: "He ahí a tu Madre".






LIBRO II: SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ

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CAPITULO I

Explicación literal de la cuarta Palabra: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"

(Mt 27,46)

Hemos explicado en la parte anterior las tres primeras palabras que fueron pronunciadas por nuestro Señor desde el pulpito de la Cruz, alrededor de la hora sexta, poco después de su crucifixión. En esta parte explicaremos las cuatro restantes palabras, que, luego de la oscuridad y el silencio de tres horas, proclamo este mismo Señor desde este mismo pulpito con fuerte voz. Pero primero parece necesario explicar brevemente cual, y de donde, y para qué surgió la oscuridad que existió entre las tres primeras y las últimas cuatro palabras, pues así dice San Mateo: "Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamo Jesús con fuerte voz: "¡Eli, Eli! ¿lema sabactani?", esto es: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"" (Mt 27,45 Mt 27,46). Y esta oscuridad surgió de un eclipse de sol, tal como nos lo narra San Lucas:

"Se eclipso el sol" (Lc 23,44), dice.

Pero aquí se presentan tres dificultades. En primer lugar, un eclipse de sol ocurre en luna nueva, cuando la luna está entre la tierra y el sol, y esto no puede haber sucedido en la muerte de Cristo, porque la luna no estaba en conjunción con el sol, como ocurre cuando hay luna nueva, sino que estaba opuesta al sol como en la luna nueva, pues la Pasión ocurrió en la Pascua de los judíos, que, según San Lucas, estaba en el día catorce del mes lunar. En segundo lugar, incluso si la luna hubiese estado en conjunción con el sol en el momento de la Pasión, la oscuridad no podría haber durado tres horas, es decir, desde la sexta hasta la nona, pues un eclipse de sol no dura tanto tiempo, especialmente si es un eclipse total, cuando el sol esta tan escondido que su oscuridad es llamada tinieblas. Pues dado que la luna se mueve mas rápido que el sol, según su propio movimiento, oscurece la superficie entera del sol por un periodo breve solamente, y, estando el sol constantemente en movimiento, mientras la luna se aleja, empieza a dar su luz a la tierra. Finalmente, no puede ocurrir jamás que por la conjunción del sol y de la luna la tierra entera quede en tinieblas, Pues la luna es más pequeña que el sol, incluso más pequeña que la tierra, y por lo tanto por su interposición no puede la luna oscurecer tanto al sol como para privar al universo de su luz. Y si alguien sostiene que la opinión de los Evangelistas se refiere solamente a la tierra de Palestina, y no al mundo entero absolutamente, es refutado por el testimonio de San Dionisio el Areopagita, quien, en su Epístola a San Policarpo, declara que en la ciudad de Heliópolis, en Egipto, él mismo vio este eclipse del sol, y sintió estas horrorosas tinieblas. Y Flego, un historiador griego, gentil, relata este eclipse cuando dice: "En el cuarto año de la bicentésimo segunda Olimpiada, tuvo lugar el eclipse más grande y extraordinario que haya jamás ocurrido, pues a la hora sexta la luz del día se troco en tinieblas de noche, de modo que las estrellas aparecieron n los cielos". Este historiador no escribió en Judea, y es citado por Orígenes contra Celso, y Eusebio en sus Crónicas sobre el trigésimo tercer año de Cristo. Luciano mártir da así testimonio del acontecimiento: "Mira en nuestros anales, y encontraras que en el tiempo de Pilato desapareció el sol, y el día fue invadido por tinieblas". Rufino cita estas palabras de San Luciando en la Historia Eclesiástica de Eusebio, que él mismo tradujo al latín. También Tertuliano, en su Apologeticon, y Pablo Orosio, en su historia, todos ellos, en efecto, hablan del globo entero, y no de solo Judea. Ahora bien en cuanto a la solución de las dificultades. Lo que dijimos mas arribe, que un eclipse de sol ocurre en luna nueva, y no en luna llegan, es cierto cuando tiene lugar un eclipse natural; pero el eclipse en la muerte de Cristo fue extraordinario y no natural, pues fue el efecto de Aquel que hizo el sol y la luna, el cielo y la tierra. San Dionisio, en el pasaje que acabamos de referir, afirma que al mediodía la luna fue vista por él y por Apolofanes acercarse al sol con un movimiento rápido e inusual, y que la luna se ubico a si misma ante el sol y permaneció en esa posición hasta la hora nona, y de la misma manera regreso a su lugar en el Este. A la objeción de que un eclipse del sol no podía durar tres horas, de modo que por todo ese tiempo las tinieblas cubriesen la tierra, podemos responder que en un eclipse natural y ordinario esto sería cierto: este eclipse, sin embargo, no estuvo regido por las leyes de la naturaleza, sino por la voluntad del Creador Todopoderosos, quien pudo tan fácilmente detener a la luna, como ocurrió, quieta ante el sol, sin moverse ni mas rápido ni más lento que el sol, como pudo traer la luna de modo extraordinario y con gran velocidad desde su posición al Este del sol, y luego de tres horas hacerla regresar a su lugar en los cielos.

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Finalmente, un eclipse del son no podría haber sido percibido en el mismo momento en todas partes del mundo, pues la luna es más pequeña que la tierra y mucho más pequeña que el sol. Esto es ciertísimo en relación a la simple interposición de la luna; pero lo que la luna no podía hacer por sí misma, lo hizo el Creador del sol y de la luna, con tan solo dejar de cooperar con el sol en la iluminación del globo. Y, nuevamente, no puede ser cierto, como algunos supones, que estas tinieblas universales fueran causadas por nubes densas y oscuras, pues es evidente, por la autoridad de los antiguos, que durante este eclipse y tinieblas las estrellas brillaron en el cielo y nubes densas habrían oscurecido no solo al sol, sino también la luna y las estrellas.

Son varias las razones dadas por las que Dios deseo estas tinieblas universales durante la Pasión de Cristo. Hay dos especiales entre ellas. Primero, para mostrar la verdadera ceguera del pueblo judío, como nos lo cuenta San León en su décimo sermón sobre la Pasión de nuestro Señor, y esta ceguera de los judíos dura hasta este momento, y seguirá durando, según la profecía de Isaías:

"¡Arriba, resplandece, oh Jerusalén, que ha llegado tu luz, y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti! Pues mira como la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos" (
Is 60,1 Is 60,2): la más densa oscuridad, sin duda, cubrirá al pueblo de Israel, y una espesa nube más ligera y fácilmente disipable cubrirá a los gentiles. La segunda razón, tal como lo ensena San Jerónimo, fue para mostrar la inmensa magnitud del pecado de los judíos. En efecto, antes, hombres perversos solían hostigar, perseguir y matar a los buenos; ahora, hombres impíos se atrevieron a perseguir y crucificar a Dios mismo, quien había asumido nuestra naturaleza humana. Antes los hombres discutían unos con otros; de las disputas pasaban a las maldiciones; y de las maldiciones a la sangre y el asesinato; ahora siervos y esclavos se han levantado contra el Rey de los hombres y de los ángeles, y con una inaudita audacia lo han clavado en una Cruz. Por tanto, el mundo entero se ha llenado de horror, y para mostrar cuanto detesta semejante crimen, el sol ha retirado sus rayos y ha cubierto el universo con una terrible oscuridad.

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Pasemos ahora a la interpretación de las palabras del Señor: "¡Eli, Eli! ¿lema sabactani?". Estas palabras están tomadas del Salmo 21: "Dios mío, Dios mío, mírame, ¿por qué me has abandonado?" (
Ps 21,1). Las palabras "mírame", que aparecen a la mitad del versículo, fueron añadidas por los Setenta intérpretes, pero en el texto hebreo solo se encuentran las palabras que nuestro Señor pronuncio. Debemos resaltar que los Salmos fueron escritos en hebreo, y las palabras pronunciadas por Cristo estaban en parte en siriaco, que era el lenguaje entonces en uso entre los judíos. Estas palabras: "Talita kum -- Muchacha, a ti te digo, levántate", y "Effata -- Ábrete", así como otras palabras en el Evangelio son siriacas y no hebreas. Nuestro Señor entonces se queja de haber sido abandonado por Dios, y se queja gritando con fuerte voz. Estas dos circunstancias deben ser brevemente explicadas. El abandono de Cristo por su Padre puede ser interpretado de cinco maneras, pero hay una sola que es la verdadera interpretación. Pues, en efecto, hubo cinco uniones entre el Padre y el Hijo: una, la unión natural y eterna de la Persona el Hijo en esencia; la segunda, el nuevo lazo de unión de la Naturaleza Divina con la naturaleza humana en la Persona del Hijo, o lo que es lo mismo, la unión de la Persona Divina del Hijo con la naturaleza humana; la tercera era la unión de gracia y voluntad, pues Cristo como hombre era un hombre "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), como lo atestigua en San Juan: "yo hago siempre lo que le agrada a él" (Jn 8,29), y de l lo dijo el Padre: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). La cuarta fue la unión de gloria, pues el alma de Cristo gozo desde el momento de la concepción de la visión beatifica; la quinta fue la unión de protección a la que se refiere cuando dice: "y el que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo" (Jn 8,29). El primer tipo de unión es inseparable y eterno, pues se funda en la Esencia Divina, y así dice nuestro Señor: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30); y por tanto no dijo Cristo: "Padre mío, ¿por qué me has abandonado?", sino "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Pues el Padre es llamado el Dios del Hijo solo después de la Encarnación y por razón de la Encarnación. El segundo tipo de unión no ha sido ni jamás puede ser disuelto, pues lo que Dios ha asumido una vez no puede jamás dejarlo de lado y por eso dice el Apóstol: "El que no se perdono ni a su propio hijo, sino que lo entrego por todos nosotros" (Rm 8,32); y, San Pedro, "Cristo padeció por nosotros", y "Ya que Cristo padeció en la carne" (1Pe 2,21; 4,1): todo lo cual prueba que no quien fue crucificado no fue meramente un hombre, sino el verdadero Hijo de Dios, y Cristo el Señor. El tercer tipo de unión también existe aun y existirá siempre: "Pues también Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, el justo por los injustos" (1Pe 3,18), tal como lo expresa San Pedro; pues para ningún provecho nos habría sido la muerte de Cristo si esta unión de gracia se hubiese disuelto. La cuarta unión no pudo ser interrumpida, pues la beatitud del alma no puede perderse, ya que comprende el goce de todo bien, y la parte superior del alma de Cristo estaba verdaderamente feliz (S.Th., III 46,8).



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Queda entonces solamente la unión de protección, que fue quebrada por un breve periodo, para dar tiempo a la oblación del sacrificio de sangre para la redención del mundo. En efecto, Dios Padre pudo en varias maneras haber protegido a Cristo, y haber impedido la Pasión, y por este motivo dice Cristo en su Oración en el Huerto: "Padre, todo es posible para ti; aparte de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú" (
Mc 14,36): y nuevamente a San Pedro: "¿O piensas que no puedo yo rogar a mí Padre, que pondría al punto a mí disposición más de doce legiones de ángeles?" (Mt 26,53). Asimismo, Cristo como Dios pudo haber salvado del sufrimiento su Cuerpo, pues dice "Nadie me la quita (Jn 10,18) (mi vida); yo la doy voluntariamente" y esto es lo que había profetizado Isaías: "Fue ofrecido por su propia voluntad" (Is 53,7). Finalmente, el Alma bendita de Cristo puedo haber transmitido al Cuerpo el don de la impasibilidad y de la incorrupción; pero le plugo al Padre, y al Verbo, y al Espíritu Santo, para que se cumpliese el decreto de la Santa Trinidad, permitir que el poder del hombre prevalezca temporalmente contra Cristo. Pues esta era la hora a la que se refería Cristo cuando dijo a los que venían a aprehenderlo:

"Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas" (Lc 22,53). Así entonces, Dios abandono a su Hijo cuando permitió que su Carne humana sufriese tan crueles tormentos sin consuelo alguno, y Cristo manifestó este abandono gritando con voz fuerte para que todos puedan conocer la inmensidad del precio de nuestra redención, pues hasta esa hora había l soportado todos sus tormentos con tanta paciencia y ecuanimidad que apareciese casi como libre de la capacidad de sentir. No se quejo l de los judíos que lo acusaron, ni de Pilato que lo condeno, ni de los soldados que lo crucificaron. No gimió; no gritó; no dio ningún signo exterior de su sufrimiento; y ahora, a punto de morir, para que la humanidad pueda entender, y nosotros, sus siervos, podamos recordar una gracia tan inmensa, y el valor del precio de nuestra redención, quiso declarar públicamente el gran sufrimiento de su Pasión. Por eso estas palabras "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" No son palabras de alguien que acusa, o que reprocha, o que se queja, sino, como he dicho, son palabras de Alguien que declara la inmensidad de su sufrimiento por la mejor de las causas, y en el más oportuno de los momentos.





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Belarmino: las 7 Palabras 40