Belarmino: las 7 Palabras 53


CAPITULO II

El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Hemos explicado brevemente lo relativo a la historia de la cuarta palabra: nos toca ahora recoger algunos frutos del árbol de la Cruz. El primer pensamiento que se presenta es que Cristo quiso apurar el cáliz de su Pasión hasta lo último. Permaneció en la Cruz por tres horas, desde la hora sexta hasta la nona. Permaneció por tres horas enteras y completas, incluso por más de tres horas, pues fue pegado a la Cruz antes de la hora sexta, y no quiso morir hasta la hora nona, como se prueba a continuación. El eclipse de sol comenzó a la hora sexta, como lo muestran los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas; San Marcos dice expresamente: "Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona" (Mc 15,33). Ahora bien, nuestro Señor pronuncio sus tres primeras palabras en la Cruz antes que se iniciase la oscuridad, y por lo tanto antes de la hora sexta. San Marcos explica esta circunstancia más claramente diciendo: "Era la hora tercia cuando le crucificaron"; y añadiendo poco después: "Llegada la hora sexta, hubo oscuridad" (Mc 15,25). Cuando dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, quiere indicar que fue clavado en la Cruz antes del fin de esa hora, y por lo tanto antes del inicio de la hora sexta. Debemos notar aquí que San Marcos habla de las horas principales, cada una de las cuales contenía tres horas ordinarias, tal como el propietario llamo a sus viñadores en las horas primera, tercia, sexta, nona y undécima (Mt 20). Por tanto San Marcos dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, pues la hora sexta no había llegado aún.

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Nuestro Señor quiso entonces beber el cáliz lleno y rebosante de su Pasión para ensenarnos a amar el cáliz amargo del arrepentimiento y el esfuerzo, y a no amar la copa de las consolaciones y los placeres mundanos. Según la ley de la carne y el mundo, debemos escoger pequeñas mortificaciones, pero grandes indulgencias; poco trabajo, pero mucha alegría; tomar poco tiempo para nuestras oraciones, pero largo tiempo para conversaciones ociosas. En verdad no sabemos lo que pedimos, pues el Apóstol advierte a los Corintios: "cada cual recibirá el salario según su propio trabajo" (
1Co 3,8); y nuevamente: "no recibe la corona si no ha competido según el reglamento" (2Tm 2,5). La felicidad eterna debe ser la recompensa del trabajo eterno, pero puesto que no podríamos disfrutar jamás de la felicidad eterna su nuestro trabajo aquí tuviese que ser eterno, nuestro Señor queda satisfecho si durante la vida que pasa como una sombra nos esforzamos por servirlo por el ejercicio de las buenas obras; por otro lado, los que pasan su corta vida ociosamente o, lo que es peor, pecando y provocando la ira de Dios, no son hijos sino niños que no tienen corazón, ni entendimiento, ni juicio. Pues si era necesario que Cristo padeciera y entrara así en su gloria (Lc 24,26), ¿cómo podremos entrar en una gloria que no es nuestra perdiendo el tiempo detrás de los placeres y la gratificación de la carne? Si el significado del Evangelio fuese oscuro, y pudiese ser entendido solamente luego de arduo esfuerzo, tal vez habría alguna excusa; pero su significado ha sido puesto de modo tan sencillo con el ejemplo de la vida de Aquel que lo predico primero, que ni el ciego puede equivocarse en percibirlo. Y la enseñanza de Cristo no ha sido ejemplificada solo con su propia vida, sino que han habido tantos comentarios a su doctrina al alcance de todos, como han habido apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y santos, cuyas alabanzas y triunfos celebramos día a día. Y todos estos proclaman fuertemente que no a través de muchos placeres, sino "a través de muchas tribulaciones" nos es necesario "entrar en el Reino de Dios" (Ac 14,22).





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CAPITULO III

El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Otro fruto, y muy provechoso, puede ser obtenido por la consideración del silencio de Cristo durante esas tres horas que transcurrieron entre la hora sexta y la nona. Pues, oh alma mía, ¿qué fue lo que hizo tu Señor durante esas tres horas? El horror y la oscuridad universal habían cubierto el mundo, y tu Señor estaba reposando, no en una suave cama, sino en una Cruz, desnudo, sobrecargado de dolores, sin nadie que lo consuele. Tu, Señor, que eres el único que sabe lo que sufriste, ensena a tus siervos a entender cuanta gratitud te deben, para que participen contigo de tus lágrimas, y para que sufran por tu amor, si es tu parecer, la pérdida de todo tipo de consuelo en este su lugar de exilio.

"Oh hijo mío, durante el curso entero de mí vida mortal, que no fue otra cosa que continuo trabajo y dolor, no experimenté jamás tanta angustia como durante esas tres horas, ni sufrí jamás con mayor buena voluntad que entonces. Pues entonces, por la debilidad de mí Cuerpo, mis Heridas se abrían cada vez más, y la amargura de mis dolores se acrecentaba. También entonces, el frio, que aumentaba por la ausencia del sol, hizo aun mayores los sufrimientos de mí desnudo Cuerpo desde la cabeza hasta los pies. También entonces, la oscuridad misma que impedía la vista del cielo, de la tierra y de todo lo demás, como que forzó mis pensamientos a detenerse tan solo en los tormentos de mí Cuerpo, de modo que de así estas tres horas parecieron ser tres años. Pero ya que mi Corazón estaba inflamado con un anhelante deseo de honrar a mí Padre, de mostrarle mi obediencia, y de procurar la salvación de vuestras almas, y los dolores de mí cuerpo se acrecentaban tanto más cuanto este deseo iba siendo saciado, así estas tres horas parecieron ser tan solo tres pequeños momentos, así de grande fue mi amor al sufrir".

"Oh querido Señor, habiendo sido ése el caso, somos muy ingratos si tratamos de pasar una hora pensando en tus dolores, cuando tu no vacilaste en pender de una Cruz por nuestra Salvación durante tres horas completas, en la aterradora oscuridad, el frio y la desnudez, sufriendo una incontenible sed y punzadas aun más amargas. Pero, Tú que amas a los hombres, te pido me respondas esto. ¿Pudo la vehemencia de tus sufrimientos apartar por un solo momento tu Corazón de la oración durante esas tres largas y silentes horas? Pues cuando nosotros pasamos dificultad, especialmente si sufrimos un dolor corporal, encontramos una gran dificultad para orar".

"No ocurrió eso conmigo, hijo mío, pues en un Cuerpo débil tenía Yo un Alma lista para la oración. Efectivamente, durante esas tres horas, cuando no salió una sola palabra de mis labios, oré y supliqué al Padre por ti con mi Corazón. Y oré no solo con mi Corazón, sino también con mis Heridas y con mi Sangre. Pues había tantas bocas clamando por ti ante el Padre como Heridas había en mi Cuerpo, y mis Heridas eran muchas; y había tantas lenguas pidiendo y rogando por ti ante el mismo Padre, que es tu Padre y mi Padre, como había gotas de Sangre cayendo al suelo".

"Ahora finalmente, Señor, has abatido del todo la impaciencia de tu siervo, quien si eventualmente busca rezar lleno de trabajos, o cargado con aflicciones, apenas puede levantar su mente a Dios para rezar por sí mismo; o si por tu gracia consigue levantar su mente, no puede mantener fija su atención, sino que sus pensamientos se vuelven errantes hacia su trabajo o su dolor. Por tanto, Señor, ten piedad de este siervo tuyo por tu gran misericordia, para que imitando el gran ejemplo de tu paciencia pueda caminar por tus huellas y aprender a desdeñar sus leves aflicciones, al menos durante su oración".





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CAPITULO IV

El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Cuando nuestro Señor exclamo en la Cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", l no ignoraba la razón por la cual Dios lo había abandonado. ¿Qué podía ignorar quien conocía todas las cosas? Y así San Pedro, cuando nuestro Señor le pregunto "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?", respondió, "Señor, tu sabes todas las cosas: tu sabes que te amo" (Jn 21,17). Y el Apóstol San Pablo, hablando de Cristo, dice, "En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento" (Col 2,3). Cristo por lo tanto pregunto, no para aprender algo, sino para alentarnos a preguntar, de manera que buscando y encontrando podamos aprender muchas cosas que nos serán útiles e incluso quizás necesarias. ¿Por qué, entonces, Dios abandono a su Hijo en medio de sus pruebas y de su amarga angustia? Cinco razones se me presentan, y éstas las mencionaré para que aquellos que son más sabios que yo puedan tener la oportunidad de investigar otras mejores y más útiles.

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La primera razón que se me presenta es la grandeza y la multitud de los pecados que la humanidad ha cometido contra su Dios, y que el Hijo de Dios asumió para expiarlos en su propia Carne: "El mismo", escribe Pedro, "que llevo nuestros pecados en su Cuerpo sobre el árbol; a fin de que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos para la justicia; por cuyas heridas vosotros fuisteis curados" (1Pe 2,24). En efecto, la grandeza de las ofensas que Cristo asumió para expiar es en cierto sentido infinita, por razón de la Persona de infinita majestad y excelencia que ha sido ofendida; pero, por otro lado, la Persona de Aquel que expía, Persona que es el Hijo de Dios, es también de infinita majestad y excelencia, y por consiguiente cada sufrimiento voluntariamente tomado por el Hijo de Dios, incluso si hubiese derramado tan solo una gota de su Sangre, habría sido una expiación suficiente. Con todo quiso Dios que su Hijo tuviera que sufrir innumerables tormentos y los más duros dolores, porque nosotros habíamos cometido no una sino numerosas ofensas, y el Cordero de Dios, que quito los pecados del mundo, tomo sobre si no solo el pecado de Adán, sino todos los pecados de toda la humanidad. Esto se ve en ese abandono del que el Hijo se queja al Padre: "¿Por qué me has abandonado?". La segunda razón es la grandeza y la multitud de las penas del infierno, y el Hijo de Dios muestra cuan grandes son al querer apagarlos con los torrentes de su Sangre. El profeta Isaías nos ensena qué tan terribles son, que son completamente intolerables, cuando pregunta: "¿Quién de ustedes puede habitar con el fuego devorador? ¿Quién de ustedes podrá habitar con llamas eternas?" (
Is 33,14). Demos, entonces, gracias con todo nuestro corazón a Dios, quien consintió abandonar por un momento a su Único Hijo a los más grandes tormentos, para liberarnos de las llamas que serian eternas. Démosle gracias, también, desde el fondo de nuestro corazón al Cordero de Dios, que prefirió ser abandonado por Dios bajo su espada castigadora que abandonarnos a nosotros a los dientes de aquella bestia que siempre roerá y nunca estará satisfecha de roernos.

La tercera razón es el alto valor de la gracia de Dios, que es esa perla tan preciosa que obtuvo Cristo, el mercader sabio, vendiendo todo lo que tenía, y nos la devolvió a nosotros. La gracia de Dios, que nos fue dada en Adán, y que perdimos a través del pecado de Adán, es una piedra tan preciosa que mientras adorna nuestras almas y las hace agradables a Dios, es también una prenda de la felicidad eterna. Nadie podía devolvernos esa piedra preciosa, que era la joya de nuestras riquezas y de la cual la astucia de la serpiente nos había privado, sino el Hijo de Dios, quien venció por su sabiduría la maldad del demonio, y quien nos la devolvió al gran costo de sí mismo, ya que soporto tantas penas y dolores. Prevaleció la obediencia del Hijo, que tomo sobre si el más penoso peregrinaje para recuperarnos esa joya preciosa. La cuarta causa fue la inmensa grandeza del reino de los cielos, que el Hijo de Dios nos abrió con su inmensa fatiga y sufrimiento, a quien la Iglesia canta agradecida, "Cuando venciste el aguijón de la muerte, abriste el reino de los cielos a los creyentes". Pero para conquistar el aguijón de la muerte fue necesario sostener un duro combate con la muerte, y para que el Hijo de Dios pudiera triunfar lo más gloriosamente posible en este combate, fue abandonado por su Padre. La quinta causa fue el inmenso amor que el Hijo de Dios tenía por su Padre. Pues en la redención del mundo y en la extirpación del pecado, l se propuso hacer una satisfacción abundante y superabundante en honor de su Padre. Y esto no podría haber sido hecho si el Padre no hubiese abandonado al Hijo, esto es, si no le hubiese permitido sufrir todos los tormentos que pudieran ser ideados por la malicia del demonio, o pudieran ser soportados por un hombre. Si, por lo tanto, alguien pregunta por qué Dios abandono a su Hijo en la Cruz cuando estaba sufriendo tan extremados tormentos, nosotros podemos responder que l fue abandonado para ensenarnos la inmensidad del pecado, la inmensidad del infierno, la inmensidad de la gracia Divina, la inmensidad de la vida eterna, y la inmensidad del amor que el Hijo de Dios tuvo por su Padre. De estas razones surge otra pregunta: ¿Por qué, entonces, ha mezclado Dios el cáliz del sufrimiento de los mártires con una consolación espiritual tal que prefieren beber su cáliz endulzado con estas consolaciones a estar sin sufrimiento ni consolación, y permitió a su querido y amado Hijo beber hasta el final el cáliz amargo de su sufrimiento sin ninguna consolación? La respuesta es que en el caso de los mártires no se verifica ninguna de las razones que hemos dado arriba con respecto a nuestro Señor.





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CAPITULO V

El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

Otro fruto debe ser recogido, no tanto de la cuarta palabra en sí misma como de las circunstancias del tiempo en el cual fue pronunciada: esto es, de la consideración de la terrible oscuridad que precedió inmediatamente a la enunciación de esta palabra. La consideración de esta oscuridad sería lo más apropiado, no solo para ilustrar a la nación hebrea, sino para fortalecer a los cristianos mismos en la fe, si consideran seriamente la fuerza de las verdades que nos proponemos encontrar en ella.

La primera verdad es que mientras Cristo estaba en la Cruz el sol estaba oscurecido de tal manera que las estrellas eran tan visibles como lo son de noche. Este hecho es garantizado por cinco testigos, dignos de toda credibilidad, quienes eran de distintas naciones y escribieron sus libros en tiempos distintos y en lugares distintos, de tal manera que sus escritos no pudieron ser el resultado de comparación o conspiración alguna. El primero es San Mateo, un judío, quien escribió en Judea, y fue uno de aquellos que vio el sol oscurecerse. Ahora bien, ciertamente un hombre de este cuidado y prudencia no hubiera escrito lo que escribió, y en la ciudad de Jerusalén como es probable, a menos que el hecho que describió hubiese sido verdadero. De otra manera hubiese sido ridiculizado y objeto de burla para los habitantes de la ciudad y del país por haber escrito algo que todos sabían era falso. Otro testigo es San Marcos, quien escribió en Roma; también él vio el eclipse, pues se encontraba en Judea en ese tiempo con los demás discípulos de nuestro Señor. El tercero es San Lucas, quien era griego y escribió en griego: también él vio el eclipse en Antioquia. Como Dionisio Areopagita lo vio en Heliópolis, en Egipto, San Lucas pudo verlo más fácilmente en Antioquia, que está más cerca de Jerusalén que Heliópolis. Los testigos cuarto y quinto son Dionisio y Apolofanes, ambos griegos y en ese tiempo gentiles, quienes claramente afirman que vieron el eclipse y se llenaron de asombro ante él. Estos son los cinco testigos que dan testimonio del hecho porque lo vieron. A su autoridad debemos añadir la de los Anales de los Romanos y la de Flegon, el cronista del emperador Adriano, como hemos mostrado arriba en el primer capítulo. Por consiguiente esta primera verdad no puede ser negada por Judíos o Paganos sin gran temeridad. En medio de los cristianos es considerada parte de la fe católica.



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La segunda verdad es que este eclipse solo pudo ser ocasionado por el grandísimo poder de Dios: que por lo tanto no pudo ser el trabajo del demonio, o de los hombres a través de la mediación del demonio, sino que procedió de la especial Providencia y voluntad de Dios, el Creador y Soberano del mundo. La prueba es ésta. El sol solo pudo ser eclipsado por uno de estos tres métodos: ya sea por la interposición de la luna entre el sol y la tierra; o por alguna nube grande y densa; o a través de la absorción o extinción de los rayos del sol. La interposición de la luna no pudo haber ocurrido por las leyes de la naturaleza, ya que era la Pascua de los judíos y la luna estaba llena. El eclipse entonces debió haber ocurrido o sin la interposición de la luna, o la luna, por algún milagro grande y extraordinario, debió haber pasado en unas pocas horas sobre un espacio que naturalmente le tomaría catorce días completar, y luego por la repetición del milagro habría retornado a su lugar natural. Ahora bien, es admitido por todos que solo Dios puede influenciar los movimientos de las esferas celestes, porque el demonio tiene solo poder en este globo, y así el Apóstol llama a Satanás "el príncipe de los poderes de este aire" (
Ep 2,2).

El eclipse del sol no pudo haber ocurrido por el segundo método, pues una densa y gruesa nube no podría esconder los rayos del sol sin al mismo tiempo ocultar las estrellas. Y tenemos la autoridad de Flegon para decir que durante este eclipse las estrellas eran tan visibles en el cielo como lo son durante la noche. Y respecto al tercer método, debemos recordar que los rayos del son no pudieron ser absorbidos o extinguidos sino solo por el poder de Dios quien creó el sol. Por lo tanto esta segunda verdad es tan cierta como la primera, y no puede ser negada sin un grado igual de temeridad.

La tercera verdad es que la Pasión de Cristo fue la causa del eclipse que fue realizado por la especial Providencia de Dios, y es probada por el hecho de que la oscuridad ensombreció la tierra justo el tiempo que nuestro Señor permaneció vivo en la Cruz, esto es, desde la hora sexta hasta la nona. Atestiguan esto todos los que hablan del eclipse; y no podría haber ocurrido que un eclipse en sí mismo milagroso coincidiese por casualidad con la Pasión de Cristo. Pues los milagros no son producto de la casualidad, sino del poder de Dios. Y no conozco de ningún autor que haya asignado otra causa a este eclipse tan maravilloso. Así pues, quienes conocen a Cristo reconocen que fue realizado en atención a l, y quienes no lo conocen confiesan su ignorancia de su causa, pero permanecen en admiración ante el hecho.

La cuarta verdad es que una oscuridad tan terrible solo podría haber mostrado que la sentencia de Caifás y Pilato era injustísima, y que Jesús era el Hijo único y verdadero de Dios, el Mesías prometido a los judíos. Esta fue la razón por la que los judíos pedían su muerte. Pues cuando en el consejo de los Sacerdotes, los Escribas y los Fariseos el Sumo Sacerdote vio que la evidencia presentada contra l no probaba nada, se levanto y dijo: "Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tu eres el Cristo, el Hijo de Dios".

Y cuando nuestro Señor reconoció y confesó que si lo era, aquél "rasgo sus vestidos y dijo: ‘¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?’ Respondieron ellos diciendo: ‘Es reo de muerte’" (Mt 26,63 Mt 26,65 Mt 26,66). Nuevamente cuando estaba ante Pilato, quien deseaba liberarlo, los Sumos Sacerdotes y el pueblo gritaban: "Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios" (Jn 19,7). Este fue el principal motivo por el que Cristo nuestro Señor fue condenado a la muerte de la Cruz, y esto había sido profetizado por el profeta Daniel cuando dijo: "el Cristo será suprimido, y el pueblo que lo niegue no será suyo" (Da 9,26). Por esta causa, entonces, Dios permitió que durante la Pasión de Cristo una horrible oscuridad se esparza sobre el mundo entero, para mostrar con total claridad que el Sumo Sacerdote estuvo equivocado, que el pueblo judío estuvo equivocado, que Herodes estuvo equivocado, y que el que estuvo colgado de la Cruz era su único Hijo, el Mesías. Y cuando el centurión vio estas manifestaciones celestiales exclamo: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54); y nuevamente, "Ciertamente este Hombre era justo" (Lc 23,47). Pues el centurión reconoció en tales signos celestiales la voz de Dios anulando la sentencia de Caifás y de Pilato, y declarando que este Hombre era condenado a muerte en contra de la ley, pues era el Autor de la vida, el Hijo de Dios, el Cristo prometido. Pues qué otra cosa podría haber significado Dios con esta oscuridad, con la secreta separación de las rocas y el rasgarse el velo del Templo, sino que se estaba apartando de un pueblo que una vez fue el suyo, y estaba airado con gran ira pues no habían conocido el tiempo de su visita.

Ciertamente si los judíos considerasen estas cosas, y al mismo tiempo volviesen su atención al hecho de que desde ese día fueron dispersados por todas las naciones, no tuvieron ya ni reyes ni pontífices, ni altares, ni sacrificios, ni profetas, deberían concluir que han sido abandonados por Dios y, lo que es peor, que se han sido entregados a un sentido corrupto, y que se cumple en ellos ahora lo que Isaías profetizo cuando presento al Señor diciendo: "Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Enceguece el corazón de ese pueblo y hazlo duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y lo cure" (Is 6,9-10).





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CAPITULO VI

El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

En las tres primeras palabras Cristo nuestro Maestro nos ha recomendado tres grandes virtudes: caridad para con nuestros enemigos, amabilidad para los que sufren, y afecto por nuestros padres. En las cuatro últimas palabras nos recomienda cuatro virtudes, ciertamente no más excelentes, pero aun así no menos necesarias para nosotros: humildad, paciencia, perseverancia y obediencia. En efecto, de la humildad, que puede ser llamada la virtud característica de Cristo, pues no se ha hecho mención de ella en los escritos de los sabios de este mundo, nos dio l ejemplo por medio de sus acciones durante el transcurso completo de su vida y con selectas palabras se mostro como el Maestro de la virtud cuando dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón" (Mt 11,29). Pero en ningún momento nos alentó más claramente a la práctica de esta virtud, y junto con ella a la de la paciencia, que no puede ser separada de la humildad, que cuando exclamo "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Pues Cristo nos muestra con estas palabras que con el consentimiento de Dios, tal como lo atestiguaron las tinieblas, se había oscurecido toda su gloria y su excelencia, y nuestro Señor no podría haber soportado esto si no hubiese poseído la virtud de la humildad en el grado más heroico.



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La gloria de Cristo, de la que nos escribe San Juan al inicio de su Evangelio --"Vimos su gloria, gloria como de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (
Jn 1,14)--, consistía en su Poder, su Rectitud, su Justicia, su real Majestad, la felicidad de su Alma, y la dignidad divina de la que gozaba como el verdadero y real Hijo de Dios. Las palabras "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", muestran que su Pasión echó un velo sobre todos estos dones. Su Pasión echó un velo sobre su poder, pues cuando estuvo clavado en la Cruz aparecía tan impotente que los Sumos Sacerdotes, los soldados y el ladrón se burlaban de su debilidad diciendo: "Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz; l que salvo a otros, a sí mismo no puede salvarse" (Mc 27,40-42). ¡Cuánta paciencia, cuanta humildad le fue necesaria a l que era Todopoderoso, para no responder ni una palabra a semejantes mofas! Su Pasión echó un velo sobre su Sabiduría, pues ante el Sumo Sacerdote, ante Herodes, ante Pilato, estuvo como privado de entendimiento y respondió sus preguntas con el silencio, de modo tal que "Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido" (Lc 23,11). ¡Cuánta paciencia, cuanta humildad, le fue necesaria a quien era no solo más sabio que Salomón, sino que era la Sabiduría misma de Dios, para tolerar tales ultrajes! Su Pasión echó un velo sobre la rectitud de su vida, pues fue clavado a una Cruz entre dos ladrones, como un embustero del pueblo, y un usurpador de un reino ajeno. Y Cristo confesó que el haber sido abandonado por su Padre parecía proyectar un mayor resplandor a la gloria de su vida inocente. "¿Por qué me has abandonado?". Pues Dios no suele abandonar a los hombres rectos sino a los perversos. En efecto, todo hombre orgulloso tiene particular cuidado para evitar decir algo que pueda llevar a sus oyentes a deducir que ha sido menospreciado. Pero los hombres humildes y pacientes, cuyo Rey es Cristo, aprovechan diligentemente toda ocasión de practicar su humildad y su paciencia, con tal que al hacerlo no violen la verdad. Cuánta paciencia, cuanta humildad le fue necesaria para soportar semejantes insultos, especialmente a Aquel de quien San Pablo dice: "Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos" (He 7,26). Esta Pasión proyecta tal velo sobre su real Majestad que tenía una corona de espinas por diadema, una cana como cetro, un patíbulo como cámara de audiencia, dos ladrones como sus reales huéspedes. ¡Cuanta paciencia entonces, cuanta humildad le fue necesaria a quien era el verdadero Rey de reyes, Señor de señores, y Príncipe de los reyes de este mundo! ¿Qué diré de la alegría de corazón de la que Cristo gozo desde el momento mismo de su concepción, y de la que, si hubiese querido, podría haber hecho participar a su Cuerpo? ¿Qué velo echó su Pasión sobre la gloria de su felicidad, pues lo hizo, como dice Isaías, "Despreciable, y desecho de hombres, Varón de dolores, y colmado de injurias" (Is 53,3), de modo que en la grandeza de su sufrimiento grito: "Dios mío, Dios míos, ¿por qué me has abandonado?"? En fin, su Pasión oscureció tanto la poderosa dignidad de su Persona Divina que Aquel que se sienta no solo por encima de todos los hombres, sino por encima de los mismos Ángeles, pudo decir "Pero soy un gusano y no hombre, la vergüenza de los hombres, y el asco del pueblo" (Ps 21,7).

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Cristo, entonces, descendió en su Pasión al abismo mismo de la humildad, pero esta humildad tuvo su recompensa y su gloria. Lo que nuestro Señor había prometido tan a menudo de que "el que se humilla será ensalzado", nos dice el Apóstol que fue ejemplificado en su propia Persona. "Se humillo a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le exalto y le otorgo el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos" (
Ph 2,8-10). Así, quien parecía ser el menor de los hombres es declarado ser el primero, y una pequeña y como pasajera humillación ha sido seguida por una gloria que será eterna. Así ha ocurrido con los Apóstoles y los Santos. San Pablo dice de los Apóstoles: "Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos" (1Co 4,13), esto es, los compara a las cosas más viles que son holladas bajo los pies. Así fue su humildad. ¿Cuál es su gloria? San Juan Crisóstomo nos dice que los apóstoles están sentados ahora en el cielo, cerca al trono mismo de Dios, donde los querubines lo alaban y los serafines lo obedecen. Ellos están asociados con los grandes príncipes de la corte celestial. Y estarán allí por siempre. Si los hombres considerasen cuan glorioso es imitar en esta vida la humildad del Hijo de Dios, y viesen a cuanta gloria los conduciría esta humildad, encontraríamos muy pocos hombres orgullosos. Pero puesto que la mayoría de los hombres miden todo con sus sentidos y con consideraciones humanas, no debemos sorprendernos si el numero de los humildes es pequeño, y el de los orgullosos infinito.





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CAPITULO VII

Explicación literal de la quinta Palabra: "Tengo sed"

(Jn 19,28)

La quinta palabra que encontramos en San Juan es "tengo sed". Pero para entenderla tenemos que añadir las palabras precedentes y subsiguientes del mismo evangelista. "Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed". Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca" (Jn 19,28-29). El significado de estas palabras es que nuestro Señor deseaba realizar todo lo que sus profetas, inspirados por el Espíritu Santo, habían predicho sobre su vida y muerte. Ya todo se había realizado, excepto el haber mezclado hiel con lo que iba a beber, de acuerdo a lo que está en el salmo sesenta y nueve: "Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre" (Ps 69,22). Por eso, para que la Escritura se realice, es que grito con fuerte voz: "Tengo sed". Pero ¿por qué para que fueran cumplidas la Escrituras? ¿Por qué no más bien porque realmente estaba sediento y quería calmar su sed? Un profeta no profetiza con el propósito de que se cumpla aquello que predice, sino profetiza porque ve que aquello que profetiza se va a cumplir, y por eso lo predice. Consecuentemente el hecho de prever o de predecir algo no es el motivo para que esto ocurra, mas bien, el evento que va ocurrir es la causa por la que puede ser prevista o predicha.

Aquí tenemos abierto, ante nuestra vista, un gran misterio. Nuestro Señor sufrió desde el comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento de una gran cantidad de sangre seca a la persona, produciendo una violenta sed. Yo mismo una vez conocí un hombre que tenía varias heridas y consecuentemente había perdido mucha sangre, y que solo pedía algo para beber, como si no le importaran sus heridas, sino solo su terrible sed. Lo mismo es relatado de San Emeramo, mártir, quien estaba atado a una estaca, cruelmente torturado, y de lo único que se quejaba era de la sed. Pero Cristo había sido arrastrado de un lado al otro por la ciudad, y desde la flagelación en la columna, había sangrado copiosamente esa sangre que durante la crucifixión fluía de su cuerpo, como de cuatro fuentes, y este desangramiento continuó por varias horas. ¿No habrá experimentado una sed violentísima? Sin embargo, soporto esta agonía por tres horas en silencio, y lo pudo haber soportado hasta la muerte, que estaba tan próxima. ¿Entonces, por qué se mantuvo silente sobre este asunto durante tanto tiempo, y al momento de la muerte, pronuncio su sufrimiento clamando, "¡Tengo sed!"? Porque era la voluntad de Dios que todos nosotros sepamos que su Hijo único había sufrido esta agonía. Y así nuestro Padre celestial quiso que sea predicho por sus profetas, y también quiso que nuestro Señor Jesucristo, para dar un ejemplo de paciencia a sus fieles seguidores, reconociera que sufrió esa intensa agonía al exclamar "Tengo sed". Esto es, todos los poros de mí cuerpo están cerrados, mis venas están resecas, mi paladar esta reseco, mi garganta esta reseca, todos mis miembros están resecos. Si alguien desea aliviarme, deme algo de beber.

Consideremos ahora, qué bebida le fue ofrecida por los que estaban cerca a la Cruz. "Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron una esponja a una rama de hisopo empapada en vinagre y se la acercaron a la boca". ¡Oh, qué consolación! ¡Qué alivio! Había allí una vasija llena de vinagre, una bebida que tiende a hacer que las heridas duelan y que apura la muerte. Por este motivo estaba ahí, para hacer que los que estaban crucificados mueran más rápidamente. Al tratar ese punto San Cirilo dice con razón, "En vez de algo refrescante y aliviante, le ofrecieron algo que era doloroso y amargo". Y si consideramos lo que San Lucas escribe en el Evangelio, todo esto se vuelve todavía más probable: "También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre" (Lc 23,36). A pesar de que San Lucas dice esto de nuestro Señor justo después de que fue clavado a la Cruz, no obstante podemos creer piadosamente que cuando el soldado lo escucho exclamar, "Tengo sed", le ofrecieron el vinagre por medio de la misma esponja y rama que burlándolo ya le habían ofrecido. Concluimos que al principio un poco antes de su crucifixión le presentaron vino mezclado con hiel, y al poco tiempo de la muerte le dieron vinagre, una bebida de lo más desagradable para un hombre en agonía, para que la pasión de Cristo sea de comienzo a fin una autentica y real pasión que no admitía consolación.






Belarmino: las 7 Palabras 53