Discursos 2005


1
abril de 2005



BENDICIÓN APOSTÓLICA "URBI ET ORBI"


PRIMERAS PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Balcón central de la Basílica Vaticana

Martes 19 de abril de 2005



Queridos hermanos y hermanas: después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor.

Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones.

En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!


A LOS MIEMBROS DEL COLEGIO CARDENALICIO


PRESENTES EN ROMA

Sala Clementina, viernes 22 de abril de 2005



Venerados hermanos cardenales:

1. Me encuentro con vosotros también hoy y quisiera haceros partícipes, de manera sencilla y fraterna, del estado de ánimo que estoy viviendo durante estos días. A las intensas emociones experimentadas con ocasión de la muerte de mi venerado predecesor Juan Pablo II, después durante el Cónclave, y sobre todo en su epílogo, se suman una íntima necesidad de silencio y dos sentimientos complementarios entre sí: un vivo deseo del corazón de expresar mi gratitud y un sentido de impotencia humana ante la elevada tarea que me espera.

Ante todo, gratitud. En primer lugar, siento que debo dar gracias a Dios, que, a pesar de mi fragilidad humana, me ha querido como Sucesor del apóstol san Pedro, y me ha encomendado la misión de gobernar y guiar a la Iglesia, para que sea en el mundo sacramento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium LG 1). Estamos seguros de que es el eterno Pastor quien guía con la fuerza de su Espíritu a su rebaño, asegurándole, en todo tiempo, pastores elegidos por él. Durante estos días se ha elevado un coro de oraciones del pueblo cristiano por el nuevo Pontífice, y fue realmente emocionante el primer encuentro con los fieles, anteayer por la tarde, en la plaza de San Pedro: a todos, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, jóvenes y ancianos expreso mi más sincero agradecimiento por su solidaridad espiritual.

2. Siento que debo expresaros mi gratitud a cada uno de vosotros, venerados hermanos, comenzando por el señor cardenal Angelo Sodano, que, haciéndose intérprete de los sentimientos comunes, acaba de dirigirme afectuosas expresiones y cordiales felicitaciones. Agradezco, además, al señor cardenal camarlengo, Eduardo Martínez Somalo, el servicio generosamente prestado en esta delicada fase de transición.

2 Deseo, también, extender mi sincero agradecimiento a todos los miembros del Colegio cardenalicio por la activa colaboración prestada en la gestión de la Iglesia durante la Sede vacante. Con particular afecto quisiera saludar a los cardenales que, a causa de su edad o por enfermedad, no participaron en el Cónclave. A cada uno de ellos le agradezco el ejemplo que dieron de disponibilidad y de comunión fraterna, así como su intensa oración, expresiones de amor fiel a la Iglesia, esposa de Cristo.

Asimismo, no puedo dejar de expresar mi sincero agradecimiento a cuantos, con diferentes funciones, cooperaron en la organización y en el desarrollo del Cónclave, ayudando de numerosos modos a los cardenales a vivir de la manera más segura y serena esas jornadas llenas de responsabilidad.

3. A vosotros, venerados hermanos, os manifiesto mi gratitud más personal por la confianza que habéis depositado en mí al elegirme Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Es un acto de confianza que constituye un estímulo a emprender esta nueva misión con más serenidad, porque estoy convencido de que puedo contar, además de con la ayuda indispensable de Dios, también con vuestra generosa colaboración. Os ruego que jamás dejéis de prestarme vuestro apoyo. Si, por una parte, tengo presentes los límites de mi persona y de mi capacidad, por otra sé bien cuál es la naturaleza de la misión que se me ha confiado y que me dispongo a cumplir con actitud de entrega interior. Aquí no se trata de honores, sino más bien de servicio, que se debe prestar con sencillez y disponibilidad, imitando a nuestro Maestro y Señor, que no vino a ser servido sino a servir (cf.
Mt 20,28), y que durante la última Cena lavó los pies a los Apóstoles, ordenándoles hacer lo mismo (cf. Jn 13,13-14). Por tanto, a mí y a todos nosotros juntos sólo nos queda aceptar de la Providencia la voluntad de Dios y hacer todo lo posible por cumplirla, ayudándonos unos a otros en la realización de nuestras respectivas tareas al servicio de la Iglesia.

4. En este momento me complace recordar a mis venerados Predecesores, el beato Juan XXIII, los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo I y, especialmente, a Juan Pablo II, cuyo testimonio durante los días pasados nos sostuvo más que nunca, y cuya presencia seguimos sintiendo siempre viva. El doloroso acontecimiento de su muerte, después de un período de grandes pruebas y sufrimientos, se ha revelado en realidad con características pascuales, como él había deseado en su testamento (24.II 1.III.1980). La luz y la fuerza de Cristo resucitado se han irradiado en la Iglesia desde esa especie de "última misa" que celebró en su agonía y culminó en el "amén" de una vida enteramente entregada, por medio del Corazón inmaculado de María, para la salvación del mundo.

5. Venerados hermanos, cada uno de vosotros volverá ahora a su respectiva sede para reanudar su trabajo, pero espiritualmente permaneceremos unidos en la fe y en el amor al Señor, en el vínculo de la celebración eucarística, en la oración insistente y en la comunión del ministerio apostólico diario. Vuestra cercanía espiritual, vuestros sabios consejos y vuestra activa cooperación serán para mí un don por el cual os estaré siempre agradecido y un estímulo para cumplir con total fidelidad y entrega el mandato que se me ha confiado.

A la Virgen Madre de Dios, que acompañó con su presencia silenciosa los pasos de la Iglesia naciente y confortó la fe de los Apóstoles, le encomiendo a todos nosotros y las expectativas, las esperanzas y las preocupaciones de toda la comunidad de los cristianos. Bajo la protección materna de María, Mater Ecclesiae, os invito a caminar dóciles y obedientes a la voz de su divino Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Invocando su constante intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a cuantos la Providencia divina encomienda a vuestro cuidado pastoral.


A LOS RESPONSABLES DE LOS MEDIOS


DE COMUNICACIÓN SOCIAL,


PRESENTES EN ROMA PARA EL CÓNCLAVE

Sábado 23 de abril de 2005



Ilustres señores, gentiles señoras:

1. Con placer me encuentro con vosotros y os saludo cordialmente, periodistas, fotógrafos, operadores de televisión y cuantos, de diversas maneras, pertenecéis al mundo de la comunicación. Gracias por vuestra visita y, particularmente, por el servicio que habéis prestado durante estos días a la Santa Sede y a la Iglesia católica. Dirijo un cordial saludo a monseñor John Patrick Foley, presidente del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.

Se puede decir que, gracias a vuestro trabajo, durante varias semanas la atención del mundo entero ha permanecido fija en la basílica, en la plaza de San Pedro y en el palacio apostólico, dentro del cual mi predecesor, el inolvidable Papa Juan Pablo II concluyó serenamente su existencia terrena, y donde, a continuación, en la capilla Sixtina, los señores cardenales me eligieron a mí como su sucesor.

2. Gracias a todos vosotros, estos acontecimientos de importancia histórica se han difundido en todo el mundo. Sé cuánto trabajo ha implicado para vosotros, obligados a estar lejos de vuestros hogares y familias, trabajando con horarios prolongados y a veces en condiciones difíciles. Conozco la competencia y la dedicación con que habéis realizado esta ardua tarea. En nombre mío, y especialmente en nombre de los católicos que, viviendo lejos de Roma, han podido compartir estos emocionantes momentos de fe mientras se realizaban, os agradezco todo lo que habéis hecho. En efecto, son maravillosas y extraordinarias las posibilidades que nos brindan los modernos medios de comunicación.

3 El concilio Vaticano II ya habló del gran potencial de los medios de comunicación. En efecto, los padres conciliares dedicaron su primer documento a este tema; en él se afirma que los medios de comunicación, "por su naturaleza, pueden llegar no sólo a los individuos, sino también a las multitudes y a toda la sociedad humana" (Inter mirifica IM 1). Desde el 4 de diciembre de 1963, cuando se promulgó el decreto Inter mirifica hasta hoy, la humanidad ha sido testigo de una extraordinaria revolución de los medios de comunicación, que ha afectado a todos los aspectos de la vida humana.

3. La Iglesia, consciente de su misión y de la importancia de los medios de comunicación, ha buscado, especialmente desde el concilio Vaticano II, la colaboración con el mundo de la comunicación social. Sin duda alguna, el gran artífice de este diálogo abierto y sincero fue el Papa Juan Pablo II, el cual, durante sus más de veintiséis años de pontificado, mantuvo relaciones constantes y fecundas con vosotros, que estáis comprometidos en las comunicaciones sociales. Precisamente a los responsables de las comunicaciones sociales quiso dedicar uno de sus últimos documentos, la carta apostólica del pasado 24 de enero, en la que recuerda que "vivimos en una época de comunicación global, en la que muchos momentos de la existencia humana se articulan a través de procesos mediáticos o por lo menos deben confrontarse con ellos" (El rápido desarrollo, 3).

Deseo proseguir este diálogo fructuoso, y comparto lo que observó al respecto el Papa Juan Pablo II; es decir, que "el fenómeno actual de las comunicaciones sociales impulsa a la Iglesia a una especie de revisión pastoral y cultural para ser capaz de afrontar de manera adecuada el cambio de época que estamos viviendo" (ib., 8).

4. Para que los medios de comunicación social puedan prestar un servicio positivo al bien común, hace falta la contribución responsable de todos y cada uno. Por eso, es preciso comprender cada vez mejor las perspectivas y la responsabilidad que implica su desarrollo con vistas a las consecuencias concretas que tiene para la conciencia y la mentalidad de las personas, así como para la formación de la opinión pública. Al mismo tiempo, quisiera destacar la necesidad de una clara referencia a la responsabilidad ética de quienes trabajan en este sector, particularmente por lo que respecta a la búsqueda sincera de la verdad, así como a la defensa del carácter central y de la dignidad de la persona. Sólo con esta condición los medios de comunicación pueden corresponder al plan de Dios, que los ha puesto a nuestra disposición "para descubrir, usar, dar a conocer la verdad; también la verdad sobre nuestra dignidad y sobre nuestro destino de hijos suyos, herederos del reino eterno" (ib., 14).

5. Ilustres señores, amables señoras, os agradezco una vez más el importante servicio que prestáis a la sociedad. Os expreso a cada uno mi cordial aprecio, con la seguridad de un recuerdo en la oración por todas vuestras intenciones. Extiendo mi saludo a vuestras familias y a cuantos forman parte de vuestras comunidades de trabajo. Por intercesión de la Madre celestial de Cristo, invoco sobre cada uno de vosotros los dones de Dios, en prenda de los cuales imparto a todos mi bendición.


A LAS DELEGACIONES DE LAS DIVERSAS IGLESIAS


Y DE OTRAS RELIGIONES NO CRISTIANAS

Lunes 25 de abril de 2005



Con alegría os acojo, queridos delegados de las Iglesias ortodoxas, de las Iglesias ortodoxas orientales y de las comunidades eclesiales de Occidente, pocos días después de mi elección. Fue particularmente grata vuestra presencia ayer en la plaza de San Pedro, después de haber vivido juntos los tristes momentos de la muerte del querido Papa Juan Pablo II. El tributo de simpatía y afecto que expresasteis a mi inolvidable predecesor no fue un simple acto de cortesía eclesial. Mucho camino se ha recorrido durante los años de su pontificado, y vuestra participación en el luto de la Iglesia católica por su muerte ha mostrado cuán verdadero y grande es el anhelo común de unidad.

Al saludaros, quisiera dar gracias al Señor que nos ha bendecido con su misericordia y ha infundido en nosotros una sincera disposición a hacer nuestra su oración: ut unum sint. Así, él nos ha hecho cada vez más conscientes de la importancia de caminar hacia la comunión plena. Con amistad fraterna podemos intercambiarnos los dones recibidos del Espíritu y nos sentimos impulsados a estimularnos recíprocamente para anunciar a Cristo y su mensaje al mundo, que hoy a menudo se encuentra turbado e inquieto, inconsciente e indiferente.

Este encuentro es particularmente significativo. Ante todo, al nuevo Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia católica, le permite repetir a todos, con sencillez: Duc in altum! Sigamos adelante con esperanza. Como mis predecesores, especialmente Pablo VI y Juan Pablo II, siento fuertemente la necesidad de reafirmar el compromiso irreversible, asumido por el concilio Vaticano II y proseguido durante los últimos años también gracias a la acción del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. El camino hacia la comunión plena querida por Jesús para sus discípulos implica una docilidad concreta a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, valentía, dulzura, firmeza y esperanza de lograr ese objetivo. Implica, ante todo, la oración insistente y tener un mismo corazón, para obtener del buen Pastor el don de la unidad para su rebaño.

¿Cómo no reconocer, con espíritu de gratitud a Dios, que este encuentro tiene también el significado de un don ya otorgado? En efecto, Cristo, Príncipe de la paz, ha actuado en medio de nosotros, ha sembrado a manos llenas sentimientos de amistad, ha atenuado las discordias, nos ha enseñado a vivir con una mayor actitud de diálogo, en armonía con los compromisos propios de quienes llevan su nombre. Vuestra presencia, queridos hermanos en Cristo, más allá de lo que nos divide y ensombrece nuestra comunión plena y visible, es un signo de comunión y de apoyo para el Obispo de Roma, que puede contar con vosotros para proseguir el camino en la esperanza y para crecer en Cristo, nuestra Cabeza.

En esta ocasión tan singular, en la que nos encontramos reunidos precisamente al inicio de mi servicio eclesial, acogido con temor y obediencia confiada al Señor, os pido a todos que deis, juntamente conmigo, un ejemplo del ecumenismo espiritual que en la oración realiza sin obstáculos nuestra comunión.

4 A todos vosotros encomiendo estas intenciones y estas reflexiones, con mi saludo más cordial, para que los transmitáis a vuestras Iglesias y comunidades eclesiales.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos amigos de las diversas tradiciones religiosas, y os agradezco sinceramente vuestra presencia en la solemne inauguración de mi pontificado. Os dirijo un saludo cordial y afectuoso a vosotros y a todos los seguidores de las religiones que representáis. Agradezco en particular la presencia entre nosotros de los miembros de la comunidad musulmana, y expreso mi aprecio por el progreso del diálogo entre musulmanes y cristianos, tanto a nivel local como internacional. Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera.

El mundo en el que vivimos a menudo está marcado por conflictos, violencia y guerra, pero anhela ardientemente la paz, una paz que es sobre todo don de Dios, una paz por la que debemos orar sin cesar. Pero la paz es también un deber que compromete a todos los pueblos, especialmente los que reconocen pertenecer a tradiciones religiosas. Nuestros esfuerzos para encontrarnos y fomentar el diálogo son una valiosa contribución para construir la paz sobre fundamentos sólidos. El Papa Juan Pablo II, mi venerable predecesor, al comienzo del nuevo milenio, escribió que "el nombre del único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz" (Novo millennio ineunte
NM 55). Por tanto, es necesario entablar un diálogo auténtico y sincero, construido sobre el respeto a la dignidad de toda persona humana, creada, como los cristianos creemos firmemente, a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27).

Al inicio de mi pontificado, os dirijo a vosotros y a todos los creyentes de las tradiciones religiosas que representáis, así como a cuantos buscan con corazón sincero la Verdad, una fuerte invitación a ser todos artífices de paz, con un esfuerzo recíproco de comprensión, respeto y amor.
A todos doy un cordial saludo.


A LOS PEREGRINOS ALEMANES

Lunes 25 de abril de 2005



Queridos compatriotas alemanes:

Ante todo, debo disculparme por el retraso. Los alemanes son famosos por su puntualidad. Al parecer, ya me he italianizado mucho. Pero hemos tenido un encuentro ecuménico con los representantes del ecumenismo de todo el mundo, de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, y con los representantes de las demás religiones. Ha sido un encuentro muy cordial; por eso ha durado mucho. Pero ahora, por fin, os doy una cordial bienvenida.

Agradezco de corazón las felicitaciones, las palabras y los signos de afecto y de amistad, que he recibido, de modo impresionante, de todas las partes de Alemania. Al inicio de mi camino en un ministerio en el que jamás había pensado y para el que no me creía preparado, todo esto me proporciona gran fuerza y ayuda. ¡Que Dios os recompense!

Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes. Pero me impactó mucho una breve carta que me escribió un hermano del Colegio cardenalicio. Me recordaba que durante la misa por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret: ¡Sígueme! Yo había explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a decir: sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera. Ese hermano cardenal me escribía en su carta: "Si el Señor te dijera ahora "sígueme", acuérdate de lo que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que ha vuelto a la casa del Padre". Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para cosas grandes, para el bien.

Así, al final, no me quedó otra opción que decir sí. Confío en el Señor, y confío en vosotros, queridos amigos. Como dije ayer en la homilía, un cristiano jamás está solo. Así expresé la maravillosa experiencia que todos hemos podido hacer en estas cuatro extraordinarias semanas que acabamos de vivir. Al morir el Papa, en medio de tanto dolor, se manifestó la Iglesia viva. Resultó evidente que la Iglesia es una fuerza de unidad, un signo para la humanidad.

5 Cuando las grandes cadenas de radio y televisión informaron, veinticuatro horas al día, sobre la vuelta del Papa a la casa del Padre, sobre el dolor de las personas y sobre la obra del gran Pontífice muerto, respondían a una participación que superó todas las expectativas. En el Papa vieron a un padre que daba seguridad y confianza, que en cierto modo unía a todos entre sí. Se vio claramente que la Iglesia no está cerrada en sí misma, que no vive para sí misma, sino que es un punto luminoso para los hombres.

Se vio claramente que la Iglesia no es vieja ni inmóvil. ¡No, es joven! Al ver a tantos jóvenes que se reunieron en torno al Papa fallecido y, en último término, en torno a Cristo, de quien él dio testimonio, se constata una realidad muy consoladora: no es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes. Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas.

Por eso, los jóvenes -vosotros lo sois- están de nuevo totalmente abiertos a Cristo. Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad, con él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica. Cuando habla de la cruz que debemos llevar, no se trata del gusto del tormento o de un moralismo mezquino. Es el impulso del amor, que comienza por sí mismo, pero no se busca a sí mismo, sino que impulsa a la persona al servicio de la verdad, la justicia y el bien. Cristo nos muestra a Dios y, de esa forma, la verdadera grandeza del hombre.

Con gratitud y alegría veo aquí a las delegaciones y a los peregrinos de mi tierra bávara. Ya en otras ocasiones os he manifestado cuán importante es para mí vuestro afecto sincero, que perdura desde los días en que dejé mi amada archidiócesis de Munich y Freising para venir al Vaticano, respondiendo a la llamada de mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II, que, hace ya más de 23 años, me nombró prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.

En todos los años que han pasado desde entonces, siempre he sido consciente de que Baviera y Roma no están muy distantes entre sí, no sólo desde un punto de vista geográfico: Baviera y Roma siempre han sido dos polos que han mantenido una fructuosa relación recíproca. Desde Roma, por medio de comerciantes, funcionarios y soldados, el Evangelio llegó hasta el Danubio y el Lech.
Omito ahora muchos acontecimientos. En los siglos XVI y XVII Baviera dio uno de los testimonios más hermosos de fidelidad a la Iglesia católica. Lo demuestra el fecundo intercambio de cultura y piedad entre la Baviera barroca y la Sede del Sucesor de Pedro. En la edad moderna, Baviera dio a la Iglesia universal un santo tan amable como el portero capuchino fray Conrado de Parzam.

Queridos amigos, no nos apartemos de esta generosidad, de esta peregrinación hacia Cristo.
Espero con alegría Colonia, donde se encontrarán los jóvenes del mundo, o mejor, donde la juventud del mundo tendrá su encuentro con Cristo. Caminemos juntos; mantengámonos unidos. Confío en vuestra ayuda. Os pido que seáis indulgentes si, como cualquier hombre, cometo errores, o si resulta incomprensible algo de lo que el Papa debe decir o hacer según su conciencia y según la conciencia de la Iglesia. Os pido vuestra confianza. Si nos mantenemos unidos, encontraremos el camino correcto. Pidamos a María, Madre del Señor, que nos haga sentir su amor de mujer y madre, en el que podamos comprender toda la profundidad del misterio de Cristo.

¡Que el Señor os bendiga a todos!


Mayo de 2005


A LOS OBISPOS DE SRI LANKA EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 7 de mayo de 2005



6 Queridos hermanos en el episcopado:

1. En estos primeros días de mi pontificado, me alegra daros la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en Sri Lanka, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, la primera que tiene lugar después de mi elección. Os agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre mons. Joseph Vianney Fernando, presidente de vuestra Conferencia episcopal. Venís de un continente particularmente marcado por su riqueza de culturas, lenguas y tradiciones (cf. Ecclesia in Asia ), y dais testimonio de la profunda fe de vuestro pueblo en Jesucristo, el único Redentor del mundo. Ruego para que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo renueve vuestro compromiso de servir y anunciar con convicción a Cristo, para que vuestro pueblo crezca en el conocimiento y el amor a Aquel que vino para que "tengan vida y la tengan en abundancia" (
Jn 10,10).

2. En diciembre del año pasado, junto con otras innumerables personas en todo el mundo, me sentí profundamente conmovido al observar los efectos devastadores del maremoto que se cobró un gran número de víctimas sólo en Sri Lanka, y dejó a cientos de miles de personas sin hogar. Os ruego que transmitáis mis más sentidas condolencias y las de los católicos del mundo entero a todos los que han soportado tan terribles pérdidas. En el rostro de las personas afligidas por la muerte de un ser querido o que han perdido sus bienes no podemos menos de reconocer el rostro sufriente de Cristo, y, de hecho, es a él a quien servimos cuando mostramos nuestro amor y compasión a los necesitados (cf. Mt 25,40).

La comunidad cristiana tiene la obligación particular de cuidar de los niños que han perdido a sus padres a causa del desastre natural. El reino de los cielos pertenece a estos miembros más vulnerables de la sociedad (cf. Mt 19,14), pero, muy a menudo, se los olvida simplemente o se los explota sin escrúpulos como soldados, trabajadores o víctimas inocentes del tráfico de seres humanos. No hay que escatimar ningún esfuerzo para instar a las autoridades civiles y a la comunidad internacional a combatir estos abusos y brindar a los niños la protección legal que merecen justamente.

Incluso en los momentos más oscuros de nuestra vida, sabemos que Dios jamás está ausente. San Pablo nos recuerda que "en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28), y esto ha resultado evidente en la generosidad sin precedentes de la respuesta humanitaria al maremoto. Quiero elogiaros a todos por el modo excepcional como la Iglesia en Sri Lanka se ha esforzado por afrontar las necesidades materiales, morales, psicológicas y espirituales de las víctimas. Podemos reconocer más signos de la bondad de Dios en la participación y colaboración de sectores tan diversos de la sociedad en el esfuerzo por prestar ayuda. Ha sido alentador ver a miembros de diferentes religiones y de diversos grupos étnicos en Sri Lanka y de toda la comunidad mundial reunirse para mostrar su solidaridad con las personas afectadas y redescubrir los vínculos fraternos que los unen. Estoy seguro de que encontraréis los medios para hacer aún más fecundos los resultados de esta cooperación, procurando especialmente que se preste gratuitamente ayuda a todos los necesitados.

3. La Iglesia en Sri Lanka es joven -un tercio de la población de vuestro país tiene menos de quince años-, y esto da gran esperanza para el futuro. Por tanto, la educación religiosa en las escuelas debe ser una de las principales prioridades. Cualesquiera que sean las dificultades que encontréis en este sector, no debéis desistir de cumplir vuestra responsabilidad. Del mismo modo, los seminarios requieren una atención particular por parte de los obispos (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, ), y os exhorto a velar siempre para que se imparta una sana formación espiritual y teológica a vuestros seminaristas. Necesitan ser estimulados a ejercer su futuro apostolado de un modo que atraiga a los demás hacia Cristo. Cuanto más santos, más alegres y más entusiastas sean en su ministerio sacerdotal, tanto más fructuoso será (cf. Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves santo de 2005, n. 7). Es gratificante saber que vuestro país ya ha sido bendecido con un gran número de vocaciones sacerdotales, y ruego para que muchos otros jóvenes reconozcan la llamada de Dios a entregarse completamente a sí mismos por amor al Reino y respondan a ella.

4. Para concluir mis reflexiones con vosotros hoy, os presento la imagen de los discípulos de Emaús, recordada recientemente por mi amado predecesor para guiarnos en este Año de la Eucaristía. Cristo mismo los acompañó en su viaje. Les abrió los ojos a la verdad contenida en las Escrituras, reavivó su esperanza y se reveló a sí mismo a ellos en la fracción del pan (cf. Mane nobiscum Domine, 1). Él os acompaña también cuando guiáis a vuestro pueblo a lo largo del camino del seguimiento de Cristo. Renovad vuestra confianza en él. Abridle vuestro corazón.
Pedidle, en unión con toda la Iglesia en el mundo: "Mane nobiscum, Domine".

Encomendándoos a vosotros y a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos a la intercesión de María, Mujer de la Eucaristía, de corazón os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y fortaleza en su Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

ORACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LA VIRGEN DE GUADALUPE

VENERADA EN LOS JARDINES VATICANOS

Miércoles 11 de mayo de2005


Santa María, que bajo la advocación
7 de Nuestra Señora de Guadalupe
eres invocada como Madre
por los hombres y mujeres
del pueblo mexicano y de América Latina,
alentados por el amor que nos inspiras,
ponemos nuevamente
en tus manos maternales nuestras vidas.

Tú que estás presente
en estos jardines vaticanos,
reina en el corazón
de todas la madres del mundo
8 y en nuestros corazones.
Con gran esperanza,
a ti acudimos y en ti confiamos.

Dios te Salve, María,
llena eres de gracia, el Señor está contigo.
Bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto
de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

9 Nuestra Señora de Guadalupe
Ruega por nosotros

BENEDICTUS P.P. XVI



AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 12 de mayo de 2005



Excelencias;
señoras y señores:

Me alegra encontrarme con vosotros hoy, poco antes de cumplirse un mes del comienzo de mi servicio pastoral como Sucesor de Pedro. Agradezco las palabras que acaba de dirigirme, en vuestro nombre, su excelencia el señor profesor Giovanni Galassi, decano del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, apreciando la atención de todos los diplomáticos a la misión que lleva a cabo la Iglesia en el mundo. Expreso a cada uno de vosotros, así como a vuestros colaboradores, mi cordial saludo y mis mejores deseos, agradeciéndoos vuestras atenciones durante los grandes acontecimientos que vivimos en el pasado mes de abril y el trabajo que realizáis diariamente.

Al dirigirme a vosotros, mi pensamiento va asimismo a los países que representáis y a sus dirigentes. Pienso también en las naciones con las que la Santa Sede aún no tiene relaciones diplomáticas. Algunas de ellas se han unido a las celebraciones con ocasión de la muerte de mi predecesor y de mi elección a la Sede de Pedro. Habiendo apreciado esos gestos, deseo expresarles hoy mi gratitud y dirigir un saludo deferente a las autoridades civiles de esos países, formulando el deseo de verlos cuanto antes representados ante la Sede apostólica. De esos países, sobre todo de aquellos en los que las comunidades católicas son numerosas, me han llegado mensajes que he apreciado particularmente. Quisiera manifestar cuán queridas son para mí esas comunidades y todos los pueblos a los que pertenecen, asegurándoles a todos que están presentes en mi oración.

Al veros, no puedo por menos de recordar el largo y fecundo ministerio del querido Papa Juan Pablo II. Misionero infatigable del Evangelio en los numerosos países que visitó, prestó también un servicio único a la causa de la unidad de la familia humana. Mostró el camino hacia Dios, invitando a todos los hombres de buena voluntad a reavivar sin cesar su conciencia y a edificar una sociedad de justicia, paz y solidaridad, en la caridad y el perdón mutuo. No hay que olvidar tampoco sus innumerables encuentros con los jefes de Estado, los jefes de Gobierno y los embajadores, aquí, en el Vaticano, durante los cuales defendió la causa de la paz.

Yo vengo de un país donde la paz y la fraternidad son apreciadas por todos los habitantes, en especial por los que, como yo, han conocido la guerra y la separación entre hermanos pertenecientes a una misma nación, a causa de ideologías devastadoras e inhumanas que, bajo la apariencia de sueños e ilusión, impusieron sobre los hombres el yugo de la opresión. Por eso, podéis comprender que yo soy particularmente sensible al diálogo entre todos los hombres, para superar toda forma de conflicto y tensión, y para hacer que nuestra tierra sea una tierra de paz y fraternidad.

Todos juntos —las comunidades cristianas, los responsables de las naciones, los diplomáticos y todos los hombres de buena voluntad—, aunando sus esfuerzos, están llamados a construir una sociedad pacífica, para vencer la tentación de enfrentamientos entre culturas, etnias y mundos diferentes. Con este fin, cada pueblo debe tomar de su patrimonio espiritual y cultural los mejores valores de que es portador, a fin de salir sin temor al encuentro de los demás, aceptando compartir sus riquezas espirituales y materiales en beneficio de todos.

Para proseguir en este sentido, la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos humanos fundamentales, por desgracia violados aún en diferentes partes de la tierra, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana a la vida, a la alimentación, a una casa, al trabajo, a la asistencia sanitaria, a la protección de la familia y a la promoción del desarrollo social, en el respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios.


Discursos 2005