Discursos 2005 24

A LA LIV ASAMBLEA GENERAL DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Lunes 30 de mayo de 2005



Queridos hermanos obispos italianos:

Me alegra encontrarme esta mañana aquí con vosotros, reunidos en vuestra asamblea general, después de haber celebrado ayer con muchos de vosotros en Bari la santa misa conclusiva del Congreso eucarístico nacional. Saludo a vuestro presidente, cardenal Camillo Ruini, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los tres vicepresidentes, al secretario general y a cada uno de vosotros; y deseo expresaros sentimientos de profunda comunión y afecto sincero.

25 Han pasado sólo pocas semanas desde mi elección, y están muy vivos en nosotros los sentimientos que nos unieron en los días del sufrimiento y de la muerte de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, un padre, un ejemplo y un amigo para cada uno de nosotros. Os estoy particularmente agradecido porque siento que me acogéis con el mismo espíritu con el que lo acompañasteis a él durante los veintiséis años de su pontificado.

Queridos hermanos, nuestro vínculo tiene por lo demás una raíz precisa, que es la que une a todos los obispos del mundo con el Sucesor de Pedro, pero que en esta nación asume un vigor especial, porque el Papa es Obispo de Roma y primado de Italia. La historia ha mostrado, a lo largo de ya veinte siglos, cuán grandes frutos ha dado este vínculo particular, tanto para la vida de fe y el florecimiento de civilización del pueblo italiano, como para el ministerio del mismo Sucesor de Pedro. Por eso, inicio el servicio nuevo e inesperado al que el Señor me ha llamado sintiéndome íntimamente confortado por vuestra cercanía y solidaridad; juntos podremos cumplir la misión que Jesucristo nos ha encomendado; juntos podremos dar testimonio de Cristo y hacerlo presente hoy, al igual que ayer, en los hogares y en el corazón de los italianos.

En efecto, la relación de Italia con la fe cristiana no sólo se remonta a la generación apostólica, a la predicación y al martirio de san Pedro y san Pablo, sino que también actualmente es profunda y viva. Ciertamente, esa forma de cultura, basada en una racionalidad puramente funcional, que contradice y tiende a excluir el cristianismo, y en general las tradiciones religiosas y morales de la humanidad, está presente y operante en Italia como, en cierta medida, por doquier en Europa. Pero aquí su hegemonía no es en absoluto total y mucho menos indiscutida: en efecto, incluso entre quienes no comparten, o de cualquier modo no practican nuestra fe, son muchos los que están convencidos de que esa forma de cultura constituye en realidad una funesta mutilación del hombre y de su misma razón. Sobre todo en Italia, la Iglesia mantiene una presencia capilar entre personas de todas las edades y condiciones, y por tanto puede proponer en las situaciones más diversas el mensaje de salvación que el Señor le ha confiado.

Queridos hermanos, conozco vuestro empeño por mantener viva esta presencia y por incrementar su dinamismo misionero. En las Orientaciones pastorales que habéis entregado a las diócesis italianas para este primer decenio del nuevo siglo, recogiendo la enseñanza de Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, con acierto ponéis como fundamento de todo contemplar a Jesucristo y, en él, el verdadero rostro de Dios Padre, la relación viva y diaria con él. En efecto, aquí radica el alma y la energía secreta de la Iglesia, la fuente de la eficacia de nuestro apostolado. Sobre todo en el misterio de la Eucaristía nosotros mismos, nuestros sacerdotes y todos nuestros fieles podemos vivir plenamente esta relación con Cristo: aquí él se hace presente en medio de nosotros, se entrega siempre de nuevo, se hace nuestro, para que nosotros seamos suyos y aprendamos su amor. El Año de la Eucaristía y el Congreso recién celebrado en Bari son estímulos que nos ayudan a entrar más profundamente en este misterio.

Al contemplar el rostro de Cristo, y en Cristo el rostro del Padre, María santísima nos precede, nos sostiene y nos acompaña. El amor y la devoción a la Madre del Señor, tan difundidos y arraigados en el pueblo italiano, son una valiosa herencia, que debemos cultivar siempre, y un gran recurso también con vistas a la evangelización. Queridos hermanos, sobre estas bases podemos proponernos verdaderamente a nosotros mismos y a nuestros fieles la vocación a la santidad, "alto grado de la vida cristiana ordinaria", según la feliz expresión de Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte (
NM 31): en efecto, el Espíritu Santo viene a nosotros, de Cristo y del Padre, precisamente para introducirnos en el misterio de la vida y del amor de Dios, más allá de toda fuerza y expectativa humana.

En concreto, la presencia de la Iglesia en la población italiana se caracteriza ante todo por la amplia red de parroquias y por la vitalidad que expresan hasta ahora, a pesar de los grandes cambios de la sociedad y de la cultura. Por eso, en una reciente Nota pastoral vuestra ("El rostro misionero de las parroquias en un mundo que cambia") habéis tratado sabiamente de sostener las parroquias, reafirmando su valor y su función, y animando así en particular a los sacerdotes, que tienen la ardua responsabilidad de párrocos. Pero también habéis destacado la necesidad de que las parroquias asuman una actitud más misionera en la pastoral diaria y, por tanto, se abran a una colaboración más intensa con todas las fuerzas vivas de que la Iglesia dispone hoy.

Al respecto, es muy importante que se refuerce la comunión entre las estructuras parroquiales y las diversas realidades "carismáticas" surgidas en los últimos decenios y ampliamente presentes en Italia, para que la misión pueda llegar a todos los ambientes de vida. Con el mismo fin, ciertamente da una contribución valiosa la presencia de las comunidades religiosas, que en Italia son todavía numerosas, a pesar de la escasez de vocaciones.

Desde luego, la cultura es un terreno decisivo para el futuro de la fe y para la orientación global de la vida de una nación. Por eso, os pido que prosigáis el trabajo que habéis emprendido para que la voz de los católicos esté constantemente presente en el debate cultural italiano y, más aún, para que se refuerce la capacidad de elaborar racionalmente, a la luz de la fe, los múltiples interrogantes que se plantean en los diversos ámbitos del saber y en las grandes opciones de vida. Además, hoy la cultura y los modelos de comportamiento están cada vez más condicionados y caracterizados por las representaciones que proponen los medios de comunicación: por tanto, es meritorio el esfuerzo de vuestra Conferencia para tener, también en este nivel, una adecuada capacidad de expresión a fin de proporcionar a todos una interpretación cristiana de los acontecimientos y de los problemas.

Así pues, la situación efectiva de la Iglesia en Italia confirma y justifica la atención y las expectativas que tienen con respecto a ella muchas Iglesias hermanas en Europa y en el mundo. Como destacó muchas veces mi amado predecesor Juan Pablo II, Italia puede y debe desempeñar un gran papel para dar un testimonio común de Jesucristo, nuestro único Salvador, y para que se reconozca en Cristo la medida del verdadero humanismo, tanto por lo que respecta a la conciencia de las personas como a la organización de la vida social.

Una cuestión neurálgica, que requiere nuestra máxima atención pastoral, es la familia. En Italia, mucho más que en otros países, la familia representa en verdad la célula fundamental de la sociedad; está profundamente arraigada en el corazón de las generaciones jóvenes y afronta múltiples problemas, ofreciendo apoyo y remedio a situaciones que, de otro modo, serían desesperadas.

Sin embargo, también en Italia, en el actual clima cultural, la familia está expuesta a muchos peligros y amenazas, que todos conocemos. En efecto, a la fragilidad e inestabilidad interna de muchas uniones conyugales se suma la tendencia, generalizada en la sociedad y en la cultura, a rechazar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio. Por otra parte, precisamente Italia es una de las naciones en las que la escasez de nacimientos es más grave y persistente, con consecuencias ya graves para todo el cuerpo social. Por eso, ya desde hace mucho tiempo, los obispos italianos habéis unido vuestra voz a la de Juan Pablo II, ante todo para defender el carácter sagrado de la vida humana y el valor de la institución matrimonial, pero también para promover el papel de la familia en la Iglesia y en la sociedad, solicitando medidas económicas y legislativas que sostengan a las jóvenes familias en la generación y educación de los hijos.

26 Con el mismo espíritu, actualmente os estáis esforzando por iluminar y motivar las opciones de los católicos y de todos los ciudadanos acerca del referéndum ya inminente sobre la ley relativa a la procreación asistida: precisamente por su claridad y concreción, vuestro compromiso es signo de la solicitud de los pastores por todo ser humano, que no puede reducirse jamás a un medio, sino que es siempre un fin, como nos enseña nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio y como nos dice la misma razón humana. En este compromiso, y en todas las múltiples obras que forman parte de la misión y del deber de los pastores, estoy cerca de vosotros con la palabra y con la oración, confiando en la luz y en la gracia del Espíritu, que actúa en las conciencias y en los corazones.

La misma solicitud por el verdadero bien del hombre que nos impulsa a preocuparnos por el bien de las familias y por el respeto de la vida humana se expresa en la atención a los pobres que tenemos entre nosotros, a los enfermos, a los inmigrantes y a los pueblos diezmados por las enfermedades, las guerras y el hambre. Queridos hermanos obispos italianos, deseo agradeceros a vosotros y a vuestros fieles la generosidad de vuestra caridad, que contribuye a hacer de la Iglesia concretamente el pueblo nuevo en el que nadie es extranjero. Recordemos siempre las palabras del Señor: cuanto hicisteis "a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (
Mt 25,40).

Como sabéis, en agosto iré a Colonia para la Jornada mundial de la juventud, y espero encontrarme de nuevo con muchos de vosotros, acompañados por gran número de jóvenes italianos. Precisamente con respecto a los jóvenes, a su formación y a su relación con el Señor y con la Iglesia, quisiera añadir una última reflexión.

En efecto, como afirmó repetidamente Juan Pablo II, ellos son la esperanza de la Iglesia; pero en el mundo de hoy también están particularmente expuestos al peligro de ser "llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina" (Ep 4,14). Por consiguiente, necesitan ayuda para crecer y madurar en la fe: este es el primer servicio que deben recibir de la Iglesia, y especialmente de nosotros, los obispos, y de nuestros sacerdotes.

Sabemos bien que muchos de ellos no están en condiciones de comprender y de aceptar inmediatamente toda la enseñanza de la Iglesia, pero, precisamente por eso, es importante despertar en ellos la intención de creer con la Iglesia, la confianza en que esta Iglesia, animada y guiada por el Espíritu, es el verdadero sujeto de la fe, insertándonos en el cual entramos y participamos en la comunión de la fe. Para que esto se pueda realizar, los jóvenes deben sentirse amados por la Iglesia, amados concretamente por nosotros, obispos y sacerdotes. Así, podrán experimentar en la Iglesia la amistad y el amor que el Señor siente por ellos, comprenderán que en Cristo la verdad coincide con el amor y, a su vez, aprenderán a amar al Señor y a tener confianza en su cuerpo, que es la Iglesia. Queridos hermanos obispos italianos, este es hoy el punto central del gran desafío de la transmisión de la fe a las generaciones jóvenes.

Aseguro mi oración diaria por vosotros y por vuestras Iglesias, por toda la amada nación italiana, por su presente y su futuro cristiano, así como por la tarea que está llamada a realizar en Europa y en el mundo, y os imparto con afecto una especial bendición apostólica a vosotros, a vuestros sacerdotes y a cada familia italiana.


Junio de 2005


A UNA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE VERONA EN LA CONCLUSIÓN DE SU SÍNODO DIOCESANO

Sábado 4 de junio de 2005



Queridos hermanos y hermanas de la diócesis de Verona:

Gracias por vuestro entusiasmo. Gracias por vuestra alegría, que es expresión y fruto de la fe. Me alegra acogeros durante vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por vuestro obispo, al que doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los responsables de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, así como a las autoridades civiles que han querido estar presentes en este encuentro.

Con esta peregrinación a la Sede apostólica, queréis expresar, al final del Sínodo diocesano, los vínculos de comunión que unen a la comunidad diocesana de Verona con la Iglesia de Roma, y reafirmar vuestra plena adhesión al magisterio del Sucesor de Pedro, constituido por Cristo "pastor de todos los fieles para procurar el bien común de la Iglesia universal y el bien de cada Iglesia" (Christus Dominus CD 2).

27 Habéis venido para ser confirmados en la fe y yo, llamado desde hace poco a esta ardua tarea, me alegro de saludar, a través de vosotros, a una antigua e insigne comunidad eclesial como es la de san Zenón, muy venerado también en mi tierra, y animaros a perseverar en el compromiso de testimonio cristiano en el mundo de hoy.

Vuestro Sínodo, iniciado hace tres años, ha tenido su fase culminante en el Año de la Eucaristía. Esta feliz coincidencia ayuda a comprender mejor que la Eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana. "Ecclesia de Eucharistia" —"la Iglesia vive de la Eucaristía"—; así nos dejó escrito el siervo de Dios Juan Pablo II en su última encíclica. Vuestra diócesis debe vivir de la Eucaristía en todas sus expresiones: en las familias, pequeñas iglesias domésticas, y en cada una de las articulaciones sociales y pastorales de las parroquias y del territorio.

"En la Eucaristía —recordé en Bari el domingo pasado, al final del Congreso eucarístico nacional—, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor es también comunión con las hermanas y los hermanos" (Homilía, 29 de mayo de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 2005, p. 7).

Realmente nuestra vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella, la fe y la esperanza se extinguen, la caridad se enfría. Por eso, queridos amigos, os exhorto a cuidar cada vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas, especialmente las dominicales, para que el domingo sea realmente el día del Señor y confiera pleno sentido a los acontecimientos y a las actividades de todos los días, mostrando la alegría y la belleza de la fe.

La familia es, con razón, uno de los temas principales de vuestro Sínodo, como lo es en las orientaciones pastorales de la Iglesia, en Italia y en todo el mundo. En efecto, en vuestra diócesis, como también en otras partes, han aumentado los divorcios y las uniones irregulares, y esto constituye para los cristianos una urgente invitación a anunciar y testimoniar en toda su integridad el evangelio de la vida y de la familia.

La familia está llamada a ser "íntima comunidad de vida y amor" (Gaudium et spes
GS 48), porque está fundada en el matrimonio indisoluble. Ojalá que, a pesar de las dificultades y los condicionamientos sociales y culturales del actual momento histórico, los esposos cristianos no cesen de ser, con su vida, signo del amor fiel de Dios; que colaboren activamente con los sacerdotes en la pastoral de los novios, de los matrimonios jóvenes y de las familias, y en la educación de las nuevas generaciones.

Queridos hermanos y hermanas, ayer celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: sólo de esta fuente inagotable de amor podréis sacar la energía necesaria para vuestra misión. Del Corazón del Redentor, de su costado traspasado nació la Iglesia, que se renueva incesantemente mediante los sacramentos. Procurad alimentaros espiritualmente con la oración y con una intensa vida sacramental; profundizad en el conocimiento personal de Cristo y tended con todas las fuerzas a la santidad, el "alto grado de la vida cristiana", como solía decir el querido Juan Pablo II.

María santísima, de cuyo Corazón Inmaculado hoy hacemos memoria, obtenga como don para todos los miembros de vuestra diócesis la fidelidad total a Cristo y a su Iglesia. A la intercesión de la Madre celestial del Redentor y al apoyo de los santos y beatos de vuestra tierra encomiendo el camino postsinodal que os espera.

Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que con afecto imparto una especial bendición apostólica a vuestro obispo, a vosotros y a toda la comunidad diocesana.


EN LA CEREMONIA DE APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Lunes 6 de junio de 2005



Queridos hermanos y hermanas:

28 He aceptado con mucho gusto la invitación a introducir con una reflexión mía esta asamblea diocesana, ante todo porque me brinda la posibilidad de encontrarme con vosotros, de tener un contacto directo con vosotros, y además porque puedo ayudaros a profundizar en el sentido y la finalidad del camino pastoral que la Iglesia de Roma está recorriendo.

Saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, y en especial a vosotros, laicos y familias, que asumís conscientemente las tareas de compromiso y testimonio cristiano que tienen su raíz en el sacramento del bautismo y, para los casados, en el del matrimonio. Agradezco de corazón al cardenal vicario y a los esposos Luca y Adriana Pasquale las palabras que me han dirigido en nombre de todos vosotros.

Esta asamblea, y el año pastoral cuyas líneas fundamentales señalará, constituyen una nueva etapa del camino que la Iglesia de Roma ha emprendido, sobre la base del Sínodo diocesano, con la Misión ciudadana impulsada por nuestro muy querido Papa Juan Pablo II, como preparación para el gran jubileo del año 2000. En esa Misión todas las realidades de nuestra diócesis —parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos— se movilizaron, no sólo para una misión al pueblo de Roma, sino también para ser ellas mismas "pueblo de Dios en misión", poniendo en práctica la feliz expresión de Juan Pablo II: "Parroquia, búscate a ti misma y encuéntrate fuera de ti misma", es decir, en los lugares donde la gente vive. Así, a lo largo de la Misión ciudadana, muchos miles de cristianos de Roma, en gran parte laicos, se convirtieron en misioneros y llevaron la palabra de la fe en primer lugar a las familias de los diversos barrios de la ciudad y, luego, a los diferentes ambientes de trabajo, a los hospitales, a las escuelas y a las universidades, a los ámbitos de la cultura y del tiempo libre.

Después del Año santo, mi amado predecesor os pidió que no interrumpierais ese camino y no desaprovecharais las energías apostólicas suscitadas y los frutos de gracia cosechados. Por eso, desde 2001 la orientación pastoral fundamental de la diócesis ha sido dar forma permanente a la misión, caracterizando en sentido más decididamente misionero la vida y las actividades de las parroquias y de todas las demás realidades eclesiales. Ante todo, quiero deciros que confirmo plenamente esa opción, pues resulta cada vez más necesaria y no tiene alternativas, en un marco social y cultural en el que actúan múltiples fuerzas, que tienden a alejarnos de la fe y de la vida cristiana.

Ya desde hace dos años, el compromiso misionero de la Iglesia de Roma se ha centrado sobre todo en la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental se ve sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por eso tiene especial necesidad de ser evangelizada y sostenida concretamente, sino también porque las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales. Estas son las líneas que seguiremos también en el próximo año pastoral y, por eso, el tema de nuestra asamblea es "Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe".

Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y transmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador. Así pues, este será el núcleo de mi reflexión de esta tarde, refiriéndome a la doctrina de la exhortación apostólica Familiaris consortio (parte segunda,
FC 12-16).

El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?

La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.

De esta conexión fundamental entre Dios y el hombre deriva la conexión indisoluble entre espíritu y cuerpo; en efecto, el hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo vivificado por un espíritu inmortal. Así pues, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo así, un carácter teológico; no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es solamente biológico, sino también expresión y realización de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sí misma. Así, de esas dos conexiones —del hombre con Dios y, en el hombre, del cuerpo con el espíritu— brota una tercera: la conexión entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el "sí" del hombre implica trascender el momento presente: en su totalidad, el "sí" significa "siempre", constituye el espacio de la fidelidad. Sólo dentro de él puede crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difíciles.

Por consiguiente, la libertad del "sí" es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma.

En concreto, el "sí" personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este "sí" personal no puede por menos de ser un "sí" también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad.

29 En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública. Así pues, el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.

En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el "matrimonio a prueba", hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera: así su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo —por decirlo así— fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.

La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, se ha hecho realidad en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: "Dios ama a su pueblo". En efecto, la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación.

El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.

En el Nuevo Testamento Dios radicaliza su amor hasta hacerse él mismo, en su Hijo, carne de nuestra carne, hombre verdadero. De este modo, la unión de Dios con el hombre asumió su forma suprema, irreversible y definitiva. Y así se traza también para el amor humano su forma definitiva, el "sí" recíproco, que no puede revocarse: no aliena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia, para llevarlo de nuevo a la verdad de la creación.

El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del hombre, no le hace violencia, sino que la libera y la restaura, precisamente al elevarla más allá de sus propios límites. Y del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así el amor humano auténtico es donación de sí y no puede existir si quiere liberarse de la cruz.

Queridos hermanos y hermanas, este vínculo profundo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios y el amor humano, encuentra confirmación también en algunas tendencias y desarrollos negativos, cuyo peso sentimos todos. En efecto, el envilecimiento del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se revela, en nuestro tiempo, como el arma más adecuada y eficaz para separar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre.

De forma análoga, la voluntad de "liberar" de Dios a la naturaleza lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer a capricho para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; en cambio, se destruye el plan del Creador y, en consecuencia, la verdad de nuestra naturaleza.

También en la generación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios al hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida sólo se da enteramente cuando juntamente con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida. Precisamente esto muestra claramente cuán contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, es cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.

Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: "Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro", hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro.

Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el "sí" del Creador. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, "pequeñas Iglesias domésticas", como las llamó el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium
LG 11 Apostolicam actuositatem AA 11), utilizando una antigua expresión patrística (cf. san Juan Crisóstomo, In Genesim sermo VI, 2; VII, 1). En el mismo sentido, la Familiaris consortio afirma que "el matrimonio cristiano (...) constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia" (n. FC 15).

30 De todo ello deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a una estrecha colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la formación de la persona y la transmisión de la fe.

Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, pero asimismo en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en donde se encuentren personas que cuiden de los hermanos, en particular de los niños y de los jóvenes, y también de los adultos, de los ancianos, de los enfermos, de las familias mismas, porque los aman en Cristo. El gran patrono de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que "la educación es cosa del corazón y sólo Dios es su dueño" (Epistolario, 4, 209).

En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf.
1P 3,15), está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8,28).

Por este motivo, en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar. Así pues, la Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestras comunidades objeto de oración constante y confiada, además de modelo de vida.
Queridos hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos sacerdotes, conozco la generosidad y la entrega con que servís al Señor y a la Iglesia. Vuestro trabajo diario para formar a las nuevas generaciones en la fe, en estrecha conexión con los sacramentos de la iniciación cristiana, así como para preparar al matrimonio y para acompañar a las familias en su camino, a menudo arduo, en particular en la gran tarea de la educación de los hijos, es la senda fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para vivificar el tejido social de nuestra amada ciudad de Roma.

Así pues, proseguid, sin desalentaros ante las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su naturaleza, delicada, pues implica la libertad del otro, al que siempre se impulsa, aunque sea dulcemente, a tomar decisiones. Ni los padres, ni los sacerdotes o los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir la libertad del niño, del muchacho o del joven al que se dirigen. De modo especial, la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión.

En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio "yo". Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común.

Así pues, es evidente que no sólo debemos tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de las personas; también estamos llamados a contrarrestar su predominio destructor en la sociedad y en la cultura. Por eso, además de la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, especialmente para reafirmar la intangibilidad de la vida humana desde la concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio, y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. También por este compromiso os doy gracias cordialmente.
Sacerdocio y vida consagrada

Un último mensaje que quisiera dejaros atañe al cuidado de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: todos sabemos cuánta necesidad tiene la Iglesia de estas vocaciones. Para que nazcan o lleguen a madurar, para que las personas llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la oración, que nunca debe faltar en cada familia y comunidad cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de vida de los sacerdotes, de los religiosos y las religiosas, la alegría que manifiestan por haber sido llamados por el Señor. Asimismo, es esencial el ejemplo que los hijos reciben dentro de su familia, y la convicción de las familias mismas de que, también para ellas, la vocación de sus hijos es un gran don del Señor.

La elección de la virginidad por amor a Dios y a los hermanos, que se requiere para el sacerdocio y la vida consagrada, ha de ir unida a la valoración del matrimonio cristiano: uno y otra, de maneras diferentes y complementarias, de algún modo hacen visible el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo.

31 Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las tardes de la asamblea y luego durante el próximo año pastoral. Pido al Señor que os dé valentía y entusiasmo, para que nuestra Iglesia de Roma, cada parroquia, comunidad religiosa, asociación o movimiento, participe más intensamente en la alegría y en los esfuerzos de la misión, y así cada familia y toda la comunidad cristiana vuelva a encontrar en el amor del Señor la llave que abre la puerta de los corazones y que hace posible una verdadera educación en la fe y la formación de las personas.

Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.



Discursos 2005 24