Discursos 2006 66

A UNA DELEGACIÓN DE LA EDITORIAL ZNAK DE CRACOVIA

Sábado 8 de abril de 2006

67 . Ilustres señores y señoras:

Os doy las gracias por haber venido y por las palabras que me acaba de dirigir vuestro presidente. Recuerdo nuestros encuentros anteriores, y me alegra poder acogeros aquí.

Representáis el ambiente que desde hace años existe en torno a la editorial Znak. Sé que este ambiente no se limita a la actividad relacionada con la publicación de libros, sino que se dedica a la promoción de la cultura cristiana, entendida en sentido amplio, y también realiza obras caritativas. Es una valiosa contribución a la formación del rostro espiritual de Cracovia, de Polonia y de la Iglesia.

Quiero aprovechar la oportunidad para dar las gracias a vuestra editorial por la publicación de mis libros en lengua polaca. Agradezco el esmero con que se han preparado estos textos para la publicación.

Habéis venido a Roma con ocasión del aniversario de la muerte de mi gran predecesor Juan Pablo II. Sé que como arzobispo de Cracovia manifestó una solicitud particular por Znak. También permaneció fiel a este ambiente cuando la Providencia divina lo llamó a la Sede de Pedro. Apreció siempre la participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia, y sostuvo sus iniciativas oportunas. No es casualidad que confiara precisamente a vuestra editorial su último libro, titulado "Memoria e identidad". Con gratitud recibió sus primeros ejemplares cuando ya estaba internado en el hospital policlínico Gemelli, poco antes de volver a la casa del Padre. Estoy seguro de que su patrocinio perdura aún y que implora para vosotros la bendición y las gracias de Dios. Os pido que, para honrar su memoria, permanezcáis fieles a Cristo y a la Iglesia. Que no se apague vuestro celo por difundir la cultura basada en los valores eternos.

Os agradezco una vez más vuestra visita y os bendigo de corazón.


A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL "UNIV"

Sala Pablo VI

Lunes 10 de abril de 2006



Queridos amigos:

Os dirijo un cordial saludo a todos vosotros que, prosiguiendo una tradición que dura ya desde hace algunos años, habéis venido a Roma para vivir la Semana santa y participar en el encuentro internacional UNIV. Como se puede ver, pertenecéis a numerosos países y con asiduidad os interesáis por las actividades de formación cristiana que la prelatura del Opus Dei organiza en vuestras ciudades. Bienvenidos a este encuentro y gracias por vuestra visita. Saludo, en particular, a vuestro prelado, monseñor Javier Echevarría Rodríguez, así como a vuestro joven representante, expresándoles mi gratitud por los sentimientos manifestados en nombre de todos.

Vuestra presencia en Roma, corazón del mundo cristiano, durante la Semana santa, os ayuda a vivir intensamente el misterio pascual. En particular, os permite encontraros con Cristo más íntimamente, de modo especial a través de la contemplación de su pasión, muerte y resurrección. Es él quien, como escribí en el Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud, orienta vuestros pasos, vuestros estudios universitarios y vuestras amistades, en medio del ajetreo de la vida diaria.
68 También para cada uno de vosotros, como les sucedió a los Apóstoles, el encuentro personal con el divino Maestro, que os llama amigos (cf. Jn 15,15), puede ser el inicio de una aventura extraordinaria: la de convertiros en apóstoles entre vuestros coetáneos, para llevarlos a experimentar como vosotros la amistad con el Dios que se hizo hombre, con el Dios que se hizo amigo mío. No olvidéis jamás, queridos jóvenes, que vuestra felicidad, que nuestra felicidad, depende en definitiva del encuentro y de la amistad con Jesús.

Considero de gran interés el tema en el que estáis profundizando en vuestro congreso, es decir, la cultura y los medios de comunicación social. Por desgracia, debemos constatar que en nuestro tiempo las nuevas tecnologías y los medios de comunicación no siempre favorecen las relaciones personales, el diálogo sincero y la amistad entre las personas; no siempre ayudan a cultivar la interioridad de la relación con Dios. Sé bien que para vosotros la amistad y el contacto con los demás, especialmente con vuestros coetáneos, representan una parte importante de la vida de cada día.

Es necesario que tengáis a Jesús como uno de vuestros amigos más queridos, más aún, el primero. Así veréis cómo la amistad con él os llevará a abriros a los demás, a quienes consideráis hermanos, manteniendo con cada uno una relación de amistad sincera. En efecto, Jesucristo es precisamente "el amor de Dios encarnado" (cf. Deus caritas est ), y sólo en él es posible encontrar la fuerza para ofrecer a los hermanos afecto humano y caridad sobrenatural, con espíritu de servicio que se manifiesta sobre todo en la comprensión. Es hermoso ver que los demás nos comprenden y comenzar a comprender a los demás.

Queridos jóvenes, permitidme que os repita lo que dije a vuestros coetáneos reunidos en Colonia en agosto del año pasado: quien ha descubierto a Cristo no puede por menos de llevar a los demás hacia él, dado que una gran alegría no se puede guardar para uno mismo, sino que es necesario comunicarla. Esta es la tarea a la que os llama el Señor; este es el "apostolado de amistad", que san Josemaría, fundador del Opus Dei, describe como "amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón" (Surco, n. 191). Todo cristiano está invitado a ser amigo de Dios y, con su gracia, a atraer hacia él a sus amigos.

De este modo, el amor apostólico se convierte en una auténtica pasión que se expresa transmitiendo a los demás la felicidad que se ha encontrado en Jesús. También san Josemaría nos recuerda algunas palabras clave de vuestro itinerario espiritual: "Comunión, unión, comunicación, confidencia: Palabra, Pan, Amor" (Camino, n. 535), las grandes palabras que expresan los puntos esenciales de nuestro camino.

Si cultiváis la amistad con Jesús, si os acercáis con frecuencia a los sacramentos, y especialmente a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, podréis llegar a ser la "nueva generación de apóstoles arraigados en la palabra de Cristo, capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo y dispuestos a difundir el Evangelio por todas partes" (Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de marzo de 2006, p. 3).

Que la santísima Virgen os ayude a responder siempre "sí" al Señor que os llama a seguirlo, y que interceda por vosotros san Josemaría. Deseándoos que viváis la Semana santa en oración y reflexión, en contacto con tantos vestigios de fe cristiana presentes en Roma, con afecto os bendigo a vosotros, a cuantos se ocupan de vuestra formación y a todos vuestros seres queridos.


AL FINAL DEL REZO DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

Viernes santo 14 de abril de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Hemos acompañado a Jesús en el vía crucis. Lo hemos acompañado aquí, por el camino de los mártires, en el Coliseo, donde tantos han sufrido por Cristo, han dado la vida por el Señor; donde el Señor mismo ha sufrido de nuevo en tantos.

Así hemos comprendido que el vía crucis no es algo del pasado y de un lugar determinado de la tierra. La cruz del Señor abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los tiempos. En el vía crucis no podemos limitarnos a ser espectadores. Estamos implicados también nosotros; por eso, debemos buscar nuestro lugar. ¿Dónde estamos nosotros?

69 En el vía crucis no se puede ser neutral. Pilatos, el intelectual escéptico, trató de ser neutral, de quedar al margen; pero, precisamente así, se puso contra la justicia, por el conformismo de su carrera.

Debemos buscar nuestro lugar.

En el espejo de la cruz hemos visto todos los sufrimientos de la humanidad de hoy. En la cruz de Cristo hoy hemos visto el sufrimiento de los niños abandonados, de los niños víctimas de abusos; las amenazas contra la familia; la división del mundo en la soberbia de los ricos que no ven a Lázaro a su puerta y la miseria de tantos que sufren hambre y sed.

Pero también hemos visto "estaciones" de consuelo. Hemos visto a la Madre, cuya bondad permanece fiel hasta la muerte y más allá de la muerte. Hemos visto a la mujer valiente que se acerca al Señor y no tiene miedo de manifestar solidaridad con este Varón de dolores. Hemos visto a Simón, el Cirineo, un africano, que lleva la cruz juntamente con Jesús. Y mediante estas "estaciones" de consuelo hemos visto, por último, que, del mismo modo que no acaban los sufrimientos, tampoco acaban los consuelos.

Hemos visto cómo san Pablo encontró en el "camino de la cruz" el celo de su fe y encendió la luz del amor. Hemos visto cómo san Agustín halló su camino. Lo mismo san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, san Maximiliano Kolbe, la madre Teresa de Calcuta... Del mismo modo también nosotros estamos invitados a encontrar nuestro lugar, a encontrar, como estos grandes y valientes santos, el camino con Jesús y por Jesús: el camino de la bondad, de la verdad; la valentía del amor.

Hemos comprendido que el vía crucis no es simplemente una colección de las cosas oscuras y tristes del mundo. Tampoco es un moralismo que, al final, resulta insuficiente. No es un grito de protesta que no cambia nada. El vía crucis es el camino de la misericordia, y de la misericordia que pone el límite al mal: eso lo hemos aprendido del Papa Juan Pablo II. Es el camino de la misericordia y, así, el camino de la salvación. De este modo estamos invitados a tomar el camino de la misericordia y a poner, juntamente con Jesús, el límite al mal.

Pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser "contagiados" por su misericordia. Pidamos a la santa Madre de Jesús, la Madre de la misericordia, que también nosotros seamos hombres y mujeres de la misericordia, para contribuir así a la salvación del mundo, a la salvación de las criaturas, para ser hombres y mujeres de Dios. Amén.

DISCURSO DE BENEDICTO XVI


AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO AL PAPA


EN EL 2759° ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE ROMA

Viernes 21 de abril de 2006



Señor presidente de la República
y distinguidas autoridades;
señor alcalde, señores y señoras:

70 He aceptado de buen grado y con gran alegría la invitación a este concierto en el nuevo Auditorium y siento el deber de expresar mi vivo agradecimiento al señor alcalde, que ha promovido la iniciativa. Al mismo tiempo que lo saludo cordialmente, le manifiesto también mi sincera gratitud por las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes.
Saludo cordialmente al presidente de la República italiana, que me honra con su presencia, así como a las demás autoridades que se han dado cita aquí.

Doy las gracias, por último, al profesor Bruno Cagli, superintendente de la Academia nacional de Santa Cecilia, a la orquesta y al coro dirigido por el maestro Vladimir Jurowski, y a la soprano Laura Aikin, que han interpretado célebres piezas y arias de Amadeus Mozart, un genio musical.
Con mucho gusto acepté estar presente en el concierto de esta tarde, que varios motivos contribuyen a hacer solemne y a la vez familiar.

Precisamente se celebra hoy el nacimiento de Roma, como recuerdo del tradicional aniversario de la fundación de la Urbe, una celebración histórica que, al remontarnos con el pensamiento a los orígenes de la ciudad, es una ocasión propicia para comprender mejor la vocación de Roma a ser faro de civilización y de espiritualidad para el mundo entero.

Gracias al encuentro entre sus tradiciones y el cristianismo, Roma ha desempeñado a lo largo de los siglos una misión peculiar, y sigue siendo hoy un importante polo de atracción para los numerosos visitantes cautivados por un patrimonio artístico tan rico, vinculado en gran parte a la historia cristiana de la ciudad.

El concierto de esta tarde quiere recordar también el primer aniversario de mi pontificado. Desde hace un año la comunidad católica de Roma, después de la muerte del amado e inolvidable Juan Pablo II, ha sido confiada, sorprendentemente, por la Providencia divina a mi solicitud pastoral. Ya desde mi primer encuentro con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, la tarde del 19 de abril del año pasado, pude comprobar yo mismo cuán generoso, abierto y acogedor es el pueblo romano.

Otras ocasiones me han permitido luego percibir de nuevo esta singular cercanía humana y espiritual. ¡Cómo no recordar, por ejemplo, el abrazo con tanta gente que cada domingo se renueva en la tradicional cita de la plegaria del mediodía! Aprovecho también esta oportunidad para expresar mi gratitud por la cordialidad que me dispensan y a la que correspondo de buen grado.

Manifiesto mi sincero agradecimiento esta tarde a toda la comunidad ciudadana, que ha querido unir el recuerdo del nacimiento de Roma con el del aniversario de mi elección como Obispo de Roma. Gracias por este gesto, que aprecio vivamente. También doy las gracias porque se ha elegido un programa musical tomado de las obras de Mozart, gran compositor que ha dejado una huella indeleble en la historia. Este año se celebra el 250° aniversario de su nacimiento y por eso se han programado varias iniciativas a lo largo de todo 2006, que con razón se está llamando también "Año de Mozart".

Las composiciones ejecutadas por la orquesta y el coro de la Academia nacional de Santa Cecilia son piezas admirables de Mozart, muy conocidas, entre ellas algunas impregnadas de un profundo sentido religioso. El "Ave verum", por ejemplo, que a menudo se canta en las celebraciones litúrgicas, es un motete con palabras densas de teología y un acompañamiento musical que toca el corazón e invita a la oración. Así, la música, al elevar el alma a la contemplación, nos ayuda a captar los matices más íntimos del genio humano, en el que se refleja algo de la belleza incomparable del Creador del universo.

Expreso, una vez más, mi agradecimiento a los que, de diversas maneras, han hecho posible este concierto de gran valor artístico, en particular a los intérpretes y a los músicos, así como a cuantos trabajan en este Auditorium.A cada uno le aseguro mi recuerdo en la oración, avalado por una especial bendición, que imparto ahora de buen grado a todos, extendiéndola a toda la querida ciudad de Roma.


A LOS MIEMBROS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

71

Sábado 22 de abril de 2006



Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:

Con gran alegría me reúno con vosotros en esta histórica basílica de San Pedro, después de la santa misa celebrada para vosotros por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, con ocasión de varias celebraciones jubilares de la familia ignaciana. A todos os dirijo mi cordial saludo.

En primer lugar, saludo al prepósito general, padre Peter-Hans Kolvenbach, y le agradezco las amables palabras con las que me ha manifestado vuestros sentimientos comunes. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a todos los que han querido participar en esta celebración.

Juntamente con los padres y los hermanos, saludo también a los amigos de la Compañía de Jesús aquí presentes, y entre ellos a los numerosos religiosos y religiosas, a los miembros de las Comunidades de vida cristiana y del Apostolado de la oración, a los alumnos y ex alumnos con sus familias de Roma, de Italia y de Stonyhurst, en Inglaterra, a los profesores y a los alumnos de las instituciones académicas, y a los numerosos colaboradores y colaboradoras.

Vuestra visita me brinda la oportunidad de dar gracias, junto con vosotros, al Señor por haber concedido a vuestra Compañía el don de hombres de extraordinaria santidad y de excepcional celo apostólico, como son san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y el beato Pedro Fabro. Son para vosotros padres y fundadores: por eso, conviene que en este centenario los recordéis con gratitud y los contempléis como guías sabios y seguros de vuestro camino espiritual y de vuestra actividad apostólica.

San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como "nuestro principio y principal fundamento" (MI, Serie III, 1P 162).

Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.

Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.

Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: de ahí el impulso que dio a la institución de los "colegios", los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.

Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier, de cuyo nacimiento el pasado 7 de abril se celebró el quinto centenario: no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo —se podría decir una única pasión— los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.

72 San Francisco Javier, a quien mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, proclamó "patrono de las misiones católicas", comprendió que su misión consistía en "abrir caminos nuevos" al Evangelio "en el inmenso continente asiático". Su apostolado en Oriente duró sólo diez años, pero su fecundidad ha resultado admirable en los cuatro siglos y medio de vida de la Compañía de Jesús, puesto que su ejemplo ha suscitado entre los jóvenes jesuitas muchísimas vocaciones misioneras, y sigue siendo siempre una llamada a continuar la acción misionera en los grandes países del continente asiático.

Si san Francisco Javier trabajó en los países de Oriente, su hermano y amigo desde los años de estudios en París, el beato Pedro Fabro, saboyano, que nació el 13 de abril de 1506, desarrolló su actividad en los países europeos, donde los fieles cristianos aspiraban a una auténtica reforma de la Iglesia. Hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo, atrayendo de este modo a muchos jóvenes a la Compañía, el beato Fabro pasó su breve existencia en varios países de Europa, especialmente en Alemania, donde, por orden de Pablo III, participó en las dietas de Worms, Ratisbona y Espira, en las conversaciones con los jefes de la Reforma. Así cumplió de manera excepcional el voto de especial obediencia al Papa "sobre las misiones", convirtiéndose para todos los jesuitas del futuro en un modelo digno de imitar.

Queridos padres y hermanos de la Compañía, hoy contempláis con particular devoción a la santísima Virgen María, recordando que el 22 de abril de 1541 san Ignacio y sus primeros compañeros emitieron los votos solemnes ante la imagen de María en la basílica de San Pablo extramuros. Que María siga velando sobre la Compañía de Jesús, para que cada uno de sus miembros lleve en sí mismo la "imagen" de Cristo crucificado, participando así en su resurrección.
Para ello, aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que imparto de buen grado a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a toda vuestra familia espiritual, mi bendición, que extiendo también a todas las demás personas religiosas y consagradas que han participado en esta audiencia.



A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GHANA EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 24 de abril de 2006



Queridos hermanos en el episcopado:

Durante estos días de gozosa celebración de la resurrección de nuestro Señor y Salvador, os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Ghana, con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para la visita ad limina Apostolorum. A través de vosotros, manifiesto mi cordial afecto a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis. Agradezco en especial a monseñor Lucas Abadamloora las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. Deseo expresar mi estima, en particular, al cardenal Peter Poreku Dery, nativo de Ghana, que recientemente entró a formar parte del Colegio cardenalicio, y aprovecho también esta oportunidad para saludar al cardenal Peter Turkson, arzobispo de Cabo Costa.

Todos habéis venido a Roma, ciudad donde los apóstoles san Pedro y san Pablo dieron su vida a imitación de Cristo: san Pedro, muy cerca del lugar donde nos encontramos hoy, y san Pablo en la vía Ostiense. Pido constantemente a Dios que, como siervos buenos y fieles del Evangelio, al igual que los príncipes de los Apóstoles, "os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien y la actividad de la fe, para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en él" (2Th 1,11-12).

Durante los años recientes vuestro país ha dado grandes pasos para afrontar la plaga de la pobreza y fortalecer la economía. A pesar de este plausible progreso, aún queda mucho por hacer para superar esta condición que constituye un obstáculo para un amplio sector de la población. La pobreza extrema y generalizada produce a menudo una degeneración moral general que lleva al crimen, a la corrupción, a los ataques contra la santidad de la vida humana o incluso al regreso a las prácticas supersticiosas del pasado.

En esta situación, la gente puede perder fácilmente la confianza en el futuro. Sin embargo, la Iglesia brilla como un faro de esperanza en la vida del cristiano. Y uno de los modos más eficaces para lograrlo es ayudar a los fieles a comprender mejor las promesas de Jesucristo. Por tanto, la Iglesia, como faro de esperanza, tiene una particular y urgente necesidad de intensificar sus esfuerzos para proporcionar a los católicos programas completos de formación, que les ayuden a profundizar su fe cristiana y así los capaciten para ocupar su legítimo lugar tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Parte esencial de todo proceso adecuado de formación es el papel de los catequistas laicos. Por consiguiente, es justo expresar la gratitud a los numerosos hombres y mujeres comprometidos que trabajan desinteresadamente de este modo al servicio de vuestra Iglesia local. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, "su labor debe ser reconocida y estimada dentro de la comunidad cristiana" (n. ).

73 Sé que estos fieles, hombres y mujeres, a menudo no pueden realizar su tarea por falta de recursos o por la hostilidad del ambiente, pero siguen siendo mensajeros valientes de la alegría de Cristo. Consciente de cuán agradecidas están las Iglesias locales por el servicio que prestan los catequistas, os animo a vosotros y a vuestros sacerdotes a seguir haciendo todo lo posible para garantizar que estos evangelizadores reciban el apoyo espiritual, doctrinal, moral y material que necesitan para cumplir adecuadamente su misión.

En muchos países, incluido el vuestro, los jóvenes constituyen casi la mitad de la población. La Iglesia en Ghana es joven. Para llegar a la juventud contemporánea la Iglesia debe afrontar sus problemas con franqueza y con amor. Un sólido fundamento catequístico fortalecerá su identidad católica y les proporcionará los instrumentos necesarios para afrontar los desafíos de las realidades económicas que cambian, la globalización y la enfermedad. También les ayudará a responder a los argumentos aducidos con frecuencia por las sectas religiosas. Por consiguiente, es importante que la futura planificación pastoral, tanto a nivel nacional como local, tome atentamente en consideración las necesidades de los jóvenes y elabore programas para la juventud que respondan convenientemente a esas necesidades (cf. Christifideles laici
CL 46).

La Iglesia tiene también la misión de ayudar a las familias cristianas a vivir fiel y generosamente como verdaderas "iglesias domésticas" (cf. Lumen gentium LG 11). De hecho, una sana catequesis depende del apoyo de familias cristianas sólidas, que nunca son egoístas, siempre se orientan a los demás y se fundan en el sacramento del matrimonio.

Al examinar vuestras relaciones quinquenales, he notado que muchos de vosotros os preocupáis por la correcta celebración del matrimonio cristiano en Ghana. Comparto vuestra preocupación y, por tanto, invito a los fieles a poner el sacramento del matrimonio en el centro de su vida familiar.
Aunque el cristianismo trata de respetar siempre las venerables tradiciones de las culturas y los pueblos, se esfuerza por purificar las prácticas que son contrarias al Evangelio. Por esta razón, es esencial que toda la comunidad católica siga poniendo de relieve la importancia de la unión monógama e indisoluble de un hombre y una mujer, consagrada en el santo matrimonio. Para el cristiano, las formas tradicionales de matrimonio no pueden ser nunca un sucedáneo del matrimonio sacramental.

El don de sí al otro está también en el centro del sacramento del orden sagrado. Quienes reciben este sacramento se configuran de un modo particular con Cristo, Cabeza de la Iglesia. Así pues, están llamados a entregarse totalmente por el bien de sus hermanos y hermanas. Esto sólo puede suceder cuando la voluntad de Dios ya no se ve como algo impuesto desde fuera, sino que llega a ser "mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío" (Deus caritas est ). El sacerdocio no debe considerarse nunca como un medio para mejorar la propia posición social o el propio nivel de vida. Si fuera así, la entrega del sacerdote y la docilidad a los designios de Dios darían lugar a aspiraciones personales, haciendo que el sacerdote sea ineficaz y que no se sienta realizado. Por tanto, os animo en vuestros continuos esfuerzos por certificar la aptitud de los candidatos al sacerdocio y garantizar debidamente la formación sacerdotal a quienes están preparándose para el ministerio sagrado. Debemos ayudarles a discernir la voluntad de Cristo y a cultivar este don, de modo que puedan llegar a ser ministros eficaces y realizados de su alegría.

Queridos hermanos, sé que este año es un jubileo especial para la Iglesia en Ghana. En efecto, exactamente ayer, 23 de abril, se celebró el centenario de la llegada de los misioneros al norte de vuestro país. Pido a Dios de modo especial que el celo misionero os siga animando a vosotros y a vuestro amado pueblo, fortaleciéndoos en vuestros esfuerzos por difundir el Evangelio. Al volver a vuestros ambientes, os invito a encontrar consuelo en las palabras que el apóstol san Pedro dirigió a los primeros cristianos: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva" (1P 1,3).

Encomendando vuestro ministerio a María, Reina de los Apóstoles, os imparto cordialmente mi bendición apostólica a vosotros y a todos los que han sido confiados a vuestra solicitud pastoral.


A LOS MIEMBROS DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

Jueves 27 de abril de 2006



. Señor cardenal;
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

74 Es para mí motivo de gran alegría reunirme con vosotros al final de vuestra sesión plenaria anual.
Os recuerdo con afecto a cada uno de vosotros, por haberos conocido personalmente durante los años de mi cargo como presidente de esta misma Comisión. Deseo manifestaros mis sentimientos de gratitud y aprecio por el importante trabajo que estáis realizando al servicio de la Iglesia y por el bien de las almas, en sintonía con el Sucesor de Pedro. Agradezco al señor cardenal William Joseph Levada las palabras de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión durante vuestra reunión.

Os habéis reunido nuevamente para profundizar un tema muy importante: la relación entre Biblia y moral. Se trata de un tema que no sólo concierne al creyente, sino también a toda persona como tal. Y nos concierne precisamente en un tiempo de crisis de las culturas y de crisis moral. En efecto, el impulso primordial del hombre es su deseo de felicidad y de una vida plenamente realizada. Sin embargo, hoy son muchos los que piensan que dicha realización debe alcanzarse de manera absolutamente autónoma, sin ninguna referencia a Dios y a su ley. Algunos han llegado a teorizar una soberanía absoluta de la razón y de la libertad en el ámbito de las normas morales: esas normas constituirían el ámbito de una ética solamente "humana", es decir, sería la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo: los promotores de esta "moral laica" afirman que el hombre, como ser racional, no sólo puede sino que incluso debe decidir libremente el valor de sus comportamientos.

Esta convicción equivocada se basa en un presunto conflicto entre la libertad humana y cualquier forma de ley. En realidad, el Creador, porque somos criaturas, ha inscrito en nuestro mismo ser la "ley natural", reflejo de su idea creadora en nuestro corazón, como brújula y medida interior de nuestra vida. Precisamente por eso la sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos dicen que la vocación y la plena realización del hombre no consisten en el rechazo de la ley de Dios, sino en la vida según la ley nueva, que consiste en la gracia del Espíritu Santo: junto con la palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, esta se manifiesta en la "fe que actúa por la caridad" (
Ga 5,6). Y precisamente en esta acogida de la caridad que viene de Dios (Deus caritas est) la libertad del hombre encuentra su realización más elevada.

Entre la ley de Dios y la libertad del hombre no hay contradicción: la ley de Dios rectamente interpretada no atenúa ni mucho menos elimina la libertad del hombre; al contrario, la garantiza y la promueve, puesto que, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, "la libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza" (n. CEC 1731). La ley moral, establecida por Dios en la creación y confirmada en la revelación veterotestamentaria, tiene en Cristo su cumplimiento y su grandeza. Jesucristo es el camino de la perfección, la síntesis viva y personal de la libertad perfecta en la obediencia total a la voluntad de Dios. La función originaria del Decálogo no fue abolida por el encuentro con Cristo, sino llevada a su plenitud. Una ética que, en la escucha de la revelación, quiere ser también auténticamente racional alcanza su perfección en el encuentro con Cristo, que nos da la nueva alianza.

El modelo de este obrar moral auténtico es el comportamiento del mismo Verbo encarnado, que hace coincidir su voluntad con la voluntad de Dios Padre en la aceptación y en el cumplimiento de su misión: su alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34); hace siempre lo que agrada al Padre, poniendo en práctica su palabra (cf. Jn 8,29 Jn 8,55); refiere lo que el Padre le ha mandado decir y anunciar (cf. Jn 12,49). Revelando al Padre y su modo de actuar, Jesús revela al mismo tiempo las normas del obrar humano correcto. Afirma esta relación de modo explícito y ejemplar cuando, concluyendo su enseñanza sobre el amor a los enemigos (cf. Mt 5,43-47), dice: "Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Esta perfección divina, divino-humana, nos resulta posible si estamos estrechamente unidos a Cristo, nuestro Salvador.

El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es una norma impuesta desde fuera. Jesús mismo recorre este camino, y sólo nos pide que lo sigamos. Además, no se limita a pedir: ante todo nos da en el bautismo la participación en su misma vida, capacitándonos así para acoger y poner en práctica sus enseñanzas. Esto aparece cada vez con mayor evidencia en los escritos del Nuevo Testamento. Su relación con los discípulos no consiste en una enseñanza exterior, sino vital: los llama "hijos" (Jn 13,33 Jn 21,5), "amigos" (Jn 15,14-15), "hermanos" (Mt 12,50 Mt 28,10 Jn 20,17), invitándolos a entrar en comunión de vida con él y a acoger con fe y alegría su yugo "suave" y su carga "ligera" (cf. Mt 11,28-30).

Por tanto, en la búsqueda de una ética inspirada cristológicamente es preciso tener siempre presente que Cristo es el Logos encarnado que nos hace partícipes de su vida divina y nos sostiene con su gracia en el camino hacia nuestra realización verdadera. En el Logos encarnado se manifiesta de modo definitivo lo que es realmente el hombre; la fe en Cristo nos da el coronamiento de la antropología. Por eso, la relación con Cristo define la realización más elevada del obrar moral del hombre. Este obrar humano se funda directamente en la obediencia a la ley de Dios, en la unión con Cristo y en la inhabitación del Espíritu en el alma del creyente. No es un obrar dictado por normas solamente exteriores, sino que proviene de la relación vital que une a los creyentes con Cristo y con Dios.

Deseándoos una fructífera prosecución de vuestra reflexión, invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo la luz del Espíritu Santo, e imparto a todos la bendición apostólica, como confirmación de mi confianza y mi afecto.



Discursos 2006 66