Discursos 2006 74


Mayo 2006



AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO EN EL SANTUARIO ROMANO DEL AMOR DIVINO

Roma, lunes 1 de mayo de 2006



75 Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí motivo de consuelo estar hoy con vosotros para rezar el santo rosario en este santuario de la Virgen del Amor Divino, en el que se expresa la profunda devoción a la Virgen María, tan arraigada en el alma y en la historia del pueblo de Roma. Siento alegría en especial al pensar que así estoy renovando la experiencia de mi amado predecesor Juan Pablo II, el cual, hace exactamente veintisiete años, el primer día del mes de mayo de 1979, realizó su primera visita como Pontífice a este santuario.

Saludo con afecto al rector, mons. Pasquale Silla, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Saludo a los demás sacerdotes Oblatos Hijos de la Virgen del Amor Divino y a las religiosas Hijas de la Virgen del Amor Divino, que se dedican con alegría y generosidad al servicio del santuario y de todas sus múltiples obras de bien. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini y al obispo auxiliar del sector sur, mons. Paolo Schiavon, así como a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis venido aquí en tan gran número.

Hemos rezado el santo rosario, recorriendo los cinco misterios "gozosos", que nos han ayudado a revivir en nuestro corazón los inicios de nuestra salvación, desde la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María hasta el misterio del Niño Jesús, a los doce años, perdido y encontrado en el templo de Jerusalén mientras escuchaba e interrogaba a los doctores.
Hemos repetido y hecho nuestras las palabras del ángel: "Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo" y también la exclamación con que santa Isabel acogió a la Virgen, que había acudido prontamente a su casa para ayudarle y servirle: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno!".

Hemos contemplado la fe dócil de María, que se fía sin reservas de Dios y se pone totalmente en sus manos. También nos hemos acercado, como los pastores, al Niño Jesús recostado en el pesebre y hemos reconocido y adorado en él al Hijo eterno de Dios que, por amor, se ha hecho nuestro hermano y así también nuestro único Salvador.

Juntamente con María y José, también nosotros hemos entrado en el templo para ofrecer a Dios al Niño y cumplir el rito de la purificación; y aquí el anciano Simeón, con sus palabras, nos ha anticipado la salvación, pero también la contradicción y la cruz, la espada que, bajo la cruz del Hijo, traspasaría el alma de la Madre y precisamente así la hará no sólo madre de Dios sino también nuestra madre común.

Queridos hermanos y hermanas, en este santuario veneramos a María santísima con el título de Virgen del Amor Divino. Así queda plenamente de manifiesto el vínculo que une a María con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de su existencia, cuando en su concepción, el Espíritu, el Amor eterno del Padre y del Hijo, hizo de ella su morada y la preservó de toda sombra de pecado; luego, cuando por obra del mismo Espíritu concibió en su seno al Hijo de Dios; después, también a lo largo de toda su vida, durante la cual, con la gracia del Espíritu, se cumplió en plenitud la exclamación de María: "He aquí la esclava del Señor"; y, por último, cuando, con la fuerza del Espíritu Santo, María fue llevada a los cielos con toda su humanidad concreta para estar junto a su Hijo en la gloria de Dios Padre.

"María —escribí en la encíclica Deus caritas est— es una mujer que ama. Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama" (n. ). Sí, queridos hermanos y hermanas, María es el fruto y el signo del amor que Dios nos tiene, de su ternura y de su misericordia. Por eso, juntamente con nuestros hermanos en la fe de todos los tiempos y lugares, recurrimos a ella en nuestras necesidades y esperanzas, en las vicisitudes alegres y dolorosas de la vida. Mi pensamiento va, en este momento, con profunda participación, a la familia de la isla de Ischia, afectada por la desgracia que aconteció ayer.

Con el mes de mayo aumenta el número de los que, desde las parroquias de Roma y también desde muchos otros sitios, vienen aquí en peregrinación para orar y para gozar de la belleza y de la serenidad de estos lugares, que ayuda a descansar. Así pues, desde aquí, desde este santuario del Amor Divino esperamos una fuerte ayuda y un apoyo espiritual para la diócesis de Roma, para mí, su Obispo, y para los demás obispos colaboradores míos, para los sacerdotes, para las familias, para las vocaciones, para los pobres, para los que sufren y los enfermos, para los niños y los ancianos, para toda la nación italiana.

En especial, esperamos la fuerza interior para cumplir el voto que hicieron los romanos el 4 de junio de 1944, cuando pidieron solemnemente a la Virgen del Amor Divino que esta ciudad fuera preservada de los horrores de la guerra, y fueron escuchados: el voto y la promesa de corregir y mejorar su conducta moral, para hacerla más conforme a la del Señor Jesús.

76 También hoy es necesaria la conversión a Dios, a Dios Amor, para que el mundo se vea libre de las guerras y del terrorismo. Nos lo recuerdan, por desgracia, las víctimas, como los militares que murieron el jueves pasado en Nassiriya, Irak, a los que encomendamos a la maternal intercesión de María, Reina de la paz.

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, desde este santuario de la Virgen del Amor Divino renuevo la invitación que hice en la encíclica Deus caritas est (n. ): vivamos el amor y así hagamos entrar la luz de Dios en el mundo. Amén.


SALUDO DEL PAPA BENEDICTO XVI A LOS EX GUARDIAS SUIZOS PARTICIPANTES EN UNA "MARCHA" CONMEMORATIVA

Plaza de San Pedro

Jueves 4 de mayo de 2006



Me alegra dirigiros mi cordial saludo a todos vosotros, queridos amigos, ex guardias suizos y participantes en la "marcha" especial organizada con ocasión del 500° aniversario de la venida a Roma de los primeros 150 Gwardiknechte.Siguiendo el mismo itinerario realizado hace quinientos años, pasando por Milán, Fidenza, Lucca, Siena y Acquapendente, habéis llegado a Roma y ahora estáis aquí, en esta plaza de San Pedro, que conocéis muy bien. Os acoge y os saluda el Sucesor del Papa Julio II, cuyo nombre está inseparablemente unido al benemérito cuerpo de la Guardia Suiza pontificia.

Queridos ex guardias suizos, con esta significativa iniciativa, que comenzó el 7 de abril en Bellinzona y termina hoy aquí, en Roma, habéis querido rendir homenaje a vuestros predecesores; al mismo tiempo, deseabais dar gracias al Señor por vuestra pertenencia personal al cuerpo de la Guardia Suiza, renovando así una vez más vuestra adhesión a esta "familia" también después de finalizar vuestro servicio. Habéis emprendido esta larga marcha, por decirlo así, como una "peregrinación", siguiendo la famosa "Vía Francígena", el camino que recorrían en el Medioevo los peregrinos que desde Francia se dirigían a Roma. Durante los días de vuestra marcha, en la que habéis recorrido a pie cerca de 720 km, habéis atravesado numerosas aldeas y ciudades, informando a sus habitantes sobre vuestra historia y dándoles a conocer el espíritu que anima al cuerpo de la Guardia Suiza.

En cierto modo, habéis podido compartir los sentimientos de los primeros 150 guardias suizos, que el 21 de enero de 1506 llegaron a la ciudad eterna, vistieron inmediatamente el uniforme rojo y amarillo, los colores de la familia Della Rovere, y al día siguiente, desde la Puerta del Popolo, pasando por Campo de' Fiori, llegaron a la colina Vaticana. Era el 22 de enero de 1506, el día de fundación de la Guardia Suiza pontificia.

Queridos amigos, me congratulo con vosotros por esta hermosa iniciativa que recuerda el valor de esos 150 ciudadanos suizos que, con audacia y generosidad, defendieron hasta la muerte a la persona del Sumo Pontífice, escribiendo con su sacrificio una página importante de la historia de la Iglesia.

Repasando estos cinco siglos, damos gracias a Dios por el bien realizado por vuestros predecesores y por la valiosa colaboración que la Guardia Suiza pontificia sigue dando a la Santa Sede también hoy. A la vez que encomendamos a la misericordia divina a los que han muerto, invocamos sobre quienes componen vuestra grande y meritoria Asociación de ex guardias suizos la constante protección del Señor. Que él siga guiando vuestros pasos y sosteniendo con su gracia todas vuestras acciones, y anime con su Espíritu las numerosas iniciativas que habéis emprendido para perpetuar y hacer fecunda la experiencia particular que habéis vivido en la ciudad eterna al servicio de la Sede apostólica.

Con estos sentimientos, os imparto a todos vosotros, aquí reunidos, y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.


A LOS MIEMBROS DE LA "FUNDACIÓN PAPAL"

Viernes 5 de mayo de 2006



77 Queridos amigos en Cristo:

En este tiempo gozoso, en el que damos gracias y alabamos a Dios por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, me complace saludaros a vosotros, miembros de la "Fundación Papal", con ocasión de vuestra peregrinación anual a Roma. "Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (
Ph 1,2).

Nuestra fe pascual nos da la esperanza de que el Señor resucitado transformará verdaderamente el mundo. En su resurrección reconocemos el cumplimiento de la promesa de Dios al pueblo exiliado de Israel: "He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel" (Ez 37,12). En verdad, Cristo resucitado da una esperanza y una fuerza renovadas a muchas personas de nuestro tiempo que sufren injusticias o privaciones y anhelan vivir con la libertad y la dignidad de los hijos de Dios.

Cristo prometió enviar el Espíritu Santo para encender el corazón de los creyentes, impulsándolos a amar a sus hermanos y hermanas como Cristo los amó y a testimoniar, con su actividad caritativa, el amor del Padre a toda la humanidad (cf. Deus caritas est ). El fruto de ese don del Espíritu puede verse claramente en la ayuda que la "Fundación Papal" da en nombre de Cristo a los países en vías de desarrollo, en forma de proyectos de ayuda, subvenciones y becas. Os agradezco sinceramente vuestro apoyo y la ayuda que me dais en el cumplimiento de mi misión de apacentar la grey de Cristo en todo el mundo.

Os aseguro que vuestro amor a la Iglesia y vuestro compromiso en la práctica de la caridad cristiana son profundamente apreciados.

Mientras nos preparamos para celebrar la gran efusión del Espíritu en Pentecostés, os animo a continuar en vuestro generoso compromiso para que la llama del amor divino siga resplandeciendo por doquier en el corazón de los creyentes.

Encomendándoos a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, os imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros y a vuestras familias como prenda de alegría y de paz en el Salvador resucitado.



A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LOS DIRECTORES NACIONALES DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Lunes 8 de mayo de 2006

. Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias:

78 Os dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros. Saludo en particular al señor cardenal Crescenzio Sepe, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y a monseñor Henryk Hoser, presidente de las Obras misionales pontificias. Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar con ocasión de la asamblea general ordinaria anual de vuestro Consejo superior.

Vuestra presencia testimonia el compromiso misionero de la Iglesia en los diferentes continentes, y el carácter "pontificio" que distingue a vuestra asociación subraya el vínculo especial que os une con la Sede de Pedro. Sé que, después de un intenso trabajo de "actualización", habéis concluido la redacción y logrado la aprobación de vuestro nuevo Estatuto. Ojalá que contribuya a abrir más perspectivas aún al trabajo de animación misionera y de ayuda a la Iglesia que estáis llevando a cabo.

En vuestra asamblea general queréis reflexionar sobre el mandato misionero que Jesús encomendó a sus discípulos y que representa una urgencia pastoral experimentada por todas las Iglesias locales, recordando también lo que afirma el concilio Vaticano II, es decir, que la actividad misionera es esencial para la comunidad cristiana. Al ponerse al servicio de la evangelización, las Obras misionales pontificias, desde su fundación en el siglo XIX, han experimentado que la acción misionera consiste en definitiva en comunicar a los hermanos el amor de Dios que se reveló en el designio de la salvación.

En efecto, como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. n. ), conocer y acoger este Amor salvífico es fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A través de actos de caridad concreta y generosa, las Obras de la Propagación de la fe, de San Pedro Apóstol y de la Santa Infancia, han difundido el anuncio de la buena nueva y han contribuido a fundar y consolidar las Iglesias en nuevos territorios; la Unión Misional del Clero ha hecho que el clero y los religiosos presten mayor atención a la evangelización. Todo esto ha suscitado en el pueblo cristiano un despertar de fe y de amor, así como un gran entusiasmo misionero.

Queridos amigos de las Obras misionales pontificias, también gracias a la animación misionera que realizáis en las parroquias y en las diócesis, hoy la oración y la ayuda concreta a las misiones se consideran parte integrante de la vida de todo cristiano. Del mismo modo que la Iglesia primitiva enviaba a Jerusalén las "colectas" recogidas en Macedonia y Acaya para los cristianos de aquella Iglesia (cf.
Rm 15,25-27), así hoy los fieles de todas las comunidades se sienten animados por un espíritu de participación y de comunión responsable para apoyar a las tierras de misión en sus necesidades y esto constituye un signo elocuente de la catolicidad de la Iglesia.

Vuestro Estatuto, poniendo de relieve que la misión, obra de Dios en la historia, "no es un mero instrumento, sino un acontecimiento que pone a todos a disposición del Evangelio y del Espíritu" (art. 1), os alienta a trabajar para que crezca en los cristianos la conciencia de que el compromiso misionero los implica en el dinamismo espiritual del bautismo, reuniéndolos en comunión en torno a Cristo para participar en su misión (cf. ib.).

Este intenso movimiento misionero, en el que deben participar las comunidades eclesiales y cada uno de los fieles, se ha desarrollado en estos años con una prometedora cooperación misionera. Vosotros sois un testimonio significativo de esa cooperación, pues ayudáis a alimentar por doquier ese espíritu de misión universal, que ha sido el signo distintivo de vuestro nacimiento como Obras misionales y la fuerza de vuestro desarrollo.

Seguid prestando ese valioso servicio a las comunidades eclesiales, fomentando su cooperación recíproca. La armonía de objetivos y la anhelada unidad de acción evangelizadora crecen en la medida en que toda actividad tiene como punto de referencia a Dios, que es Amor, y al corazón traspasado de Cristo, en el que ese amor se manifiesta en su máximo grado (cf. Deus caritas est ). De este modo, cada una de vuestras acciones, queridos amigos, no se reducirá nunca a mera eficiencia organizativa, ni quedará vinculada a intereses particulares de cualquier tipo, sino que siempre será una manifestación del Amor divino. El hecho de que provengáis de diferentes diócesis muestra claramente que las Obras misionales pontificias, "aun siendo las Obras del Papa, lo son también del Episcopado entero y de todo el pueblo de Dios" (Cooperatio missionalis, 4).

Queridos directores nacionales, a vosotros os agradezco en particular todo lo que hacéis para salir al paso de las exigencias de la evangelización. Que vuestro compromiso estimule a todos los que se benefician de vuestra ayuda a acoger el don inestimable de la salvación y a abrir el corazón a Cristo, único Redentor. Con estos sentimientos, invocando la materna asistencia de María, Reina de los Apóstoles, os imparto a vosotros, aquí presentes, y a las Iglesias particulares a las que representáis, una especial bendición apostólica.


AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 11 de mayo de 2006



Señores cardenales;
79 queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Quebec, que habéis venido a realizar vuestra visita ad limina y a compartir vuestras preocupaciones y vuestras esperanzas con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores. Nuestro encuentro es una manifestación de la comunión profunda que une a cada una de vuestras diócesis con la Sede de Pedro.
Agradezco a monseñor Gilles Cazabon, presidente de la Asamblea de obispos católicos de Quebec, la presentación del contexto, a veces difícil, en el que lleváis a cabo vuestro ministerio pastoral. A través de vosotros quisiera saludar afectuosamente también a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos de vuestras diócesis, apreciando la participación de numerosas personas en la vida de la Iglesia. Que Dios bendiga los generosos esfuerzos realizados para que la buena nueva del Señor resucitado se anuncie a todos.

Con los otros tres grupos de obispos de vuestro país tendré ocasión de proseguir mi reflexión sobre temas significativos para la misión de la Iglesia en la sociedad canadiense, caracterizada por el pluralismo, el subjetivismo y un secularismo creciente.

En el año 2008, cuando Quebec celebre el IV centenario de su fundación, en vuestra región tendrá lugar el Congreso eucarístico internacional. Por tanto, quisiera ante todo invitar a vuestras diócesis a una renovación del sentido y de la práctica de la Eucaristía, a través de un redescubrimiento del lugar esencial que debe tener en la vida de la Iglesia "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". En efecto, en vuestras relaciones quinquenales habéis señalado la notable disminución de la práctica religiosa durante los últimos años, constatando en especial que son pocos los jóvenes que participan en las asambleas eucarísticas. Los fieles deben convencerse del carácter vital de la participación regular en la asamblea dominical, para que su fe pueda crecer y expresarse de modo coherente.

En efecto, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, nos une y nos configura con el Hijo de Dios. También construye la Iglesia, la consolida en su unidad de Cuerpo de Cristo; ninguna comunidad cristiana puede edificarse si no tiene su raíz y su centro en la celebración eucarística. A pesar de las dificultades cada vez mayores que afrontáis, como pastores tenéis el deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto dominical y de invitarlos a participar. Los fieles, congregados en la Iglesia para celebrar la Pascua del Señor, reciben en este sacramento luz y fuerza para vivir plenamente su vocación bautismal. Además, el sentido del sacramento no se agota en el momento de la celebración. "Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria" (Dies Domini, 45). Después de vivir y proclamar la presencia del Resucitado, los fieles se esforzarán por ser evangelizadores y testigos en su vida diaria.

Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?

Con todo, es necesario considerar como un signo real de esperanza el anhelo de renovación que sienten los fieles. La Jornada mundial de la juventud de Toronto tuvo un impacto positivo en numerosos jóvenes canadienses. La celebración del Año de la Eucaristía ha permitido un despertar espiritual, sobre todo mediante la práctica de la adoración eucarística. El culto que se rinde a la Eucaristía fuera de la misa, estrechamente unido a la celebración, es también de gran valor para la vida de la Iglesia, pues tiende a la comunión sacramental y espiritual.

Como escribió el Papa Juan Pablo II, "si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento?" (Ecclesia de Eucharistia
EE 25). Esta experiencia puede proporcionar fuerza, consuelo y apoyo.

La vida de oración y de contemplación, fundada en el misterio eucarístico, se encuentra también en el corazón de la vocación de las personas consagradas, que han elegido el camino de la sequela Christi para entregarse al Señor con un corazón indiviso, en una relación cada vez más íntima con él. Con su entrega incondicional a la persona de Cristo y a su Iglesia, tienen la misión particular de recordar a todos la vocación universal a la santidad.

Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia está agradecida a los Institutos de vida consagrada de vuestro país por el compromiso apostólico y espiritual de sus miembros. Este compromiso se expresa de muchas maneras, en especial a través de la vida contemplativa, que eleva a Dios una incesante oración de alabanza y de intercesión, o también mediante el servicio generoso de la actividad catequística y caritativa de vuestras diócesis, y mediante la cercanía a las personas más necesitadas de la sociedad, manifestando así la bondad del Señor hacia los pequeños y los pobres.

80 En este compromiso diario madura la búsqueda de la santidad que las personas consagradas quieren vivir, sobre todo a través de un estilo de vida diferente del que presenta el mundo y de la cultura del entorno. Sin embargo, a través de estos compromisos, es fundamental que, con una vida espiritual intensa, las personas consagradas proclamen que Dios solo basta para dar plenitud a la existencia humana.

Por tanto, para ayudar a las personas consagradas a vivir su vocación específica con auténtica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio, os invito a prestar una atención particular a la consolidación de relaciones confiadas con ellas y con sus institutos. La vida consagrada es un don de Dios en beneficio de toda la Iglesia y al servicio de la vida del mundo. Es, pues, necesario que se desarrolle en una sólida comunión eclesial.

Los desafíos que se plantean a la vida consagrada sólo pueden afrontarse manifestando una unidad profunda entre sus miembros y con la totalidad de la Iglesia y de sus pastores. Por consiguiente, invito a las personas consagradas, hombres y mujeres, a aumentar su sentido eclesial y su deseo de trabajar en una relación cada vez más estrecha con los pastores, acogiendo y difundiendo la doctrina de la Iglesia en su integridad y totalidad.

La comunión eclesial, que se funda en la persona misma de Jesucristo, exige también fidelidad a la doctrina de la Iglesia, sobre todo mediante una correcta interpretación del concilio Vaticano II, a saber —como ya dije en otra ocasión—, mediante una ""hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado" (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 10). En efecto, si leemos y acogemos así el Concilio, "puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia" (ib.).

La renovación de las vocaciones sacerdotales y religiosas debe ser también una preocupación constante de la Iglesia en vuestro país. Una verdadera pastoral vocacional encontrará su fuerza en la existencia de hombres y mujeres movidos por un amor apasionado a Dios y a sus hermanos, con fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

No hay que olvidar el lugar esencial de una oración confiada, para crear una nueva sensibilidad en el pueblo cristiano, que permita a los jóvenes responder a las llamadas del Señor. Para vosotros y para toda la comunidad cristiana es un deber primordial transmitir sin temor la llamada del Señor, suscitar vocaciones y acompañar a los jóvenes en el itinerario del discernimiento y del compromiso, con la alegría de entregarse en el celibato.

Con este espíritu, tenéis que estar atentos a la catequesis impartida a los niños y a los jóvenes, para permitirles conocer de verdad el misterio cristiano y acceder a Cristo. A este respecto, por tanto, invito a toda la comunidad católica de Quebec a prestar una atención renovada a su adhesión a la verdad de la enseñanza de la Iglesia por lo que concierne a la teología y a la moral, dos aspectos inseparables del ser cristiano en el mundo. Los fieles no pueden adherirse, sin perder su propia identidad, a las ideologías que se difunden hoy en la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro deseo animaros vivamente en vuestro ministerio al servicio de la Iglesia en Canadá. Que Cristo resucitado os dé alegría y paz para guiar a los fieles por los caminos de la esperanza, a fin de que sean auténticos testigos del Evangelio en la sociedad canadiense. A todos imparto de todo corazón la bendición apostólica.


A UN CONGRESO ORGANIZADO POR EL INSTITUTO JUAN PABLO II PARA ESTUDIOS

SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

Jueves 11 de mayo de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

81 Con gran alegría me encuentro con vosotros en este XXV aniversario de la fundación del Instituto pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, en la Universidad pontificia Lateranense. Os saludo a todos cordialmente y os agradezco el gran afecto con que me habéis acogido. Doy las gracias de corazón a monseñor Livio Melina por sus amables palabras y también por haber abreviado. Podremos leer luego lo que quería decir, y queda más tiempo para compartir.

Los inicios de vuestro Instituto están relacionados con un acontecimiento muy especial: precisamente el 13 de mayo de 1981, en la plaza de San Pedro, mi querido predecesor Juan Pablo II sufrió el grave atentado, bien conocido, durante la audiencia en la que iba a anunciar la creación de vuestro Instituto. Este hecho tiene una importancia especial en la actual conmemoración, que celebramos poco después del primer aniversario de su muerte. Lo habéis querido destacar mediante la oportuna iniciativa de un congreso dedicado al tema: "La herencia de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia: amar el amor humano".

Con razón, vosotros sentís esta herencia de manera totalmente especial, pues sois los destinatarios y los continuadores de la visión que constituyó uno de los ejes de su misión y de sus reflexiones: el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. Esta herencia no es simplemente un conjunto de doctrinas o de ideas; es ante todo una enseñanza dotada de una luminosa unidad sobre el sentido del amor humano y de la vida. La presencia de numerosas familias en esta audiencia —y por tanto no sólo los alumnos actuales y del pasado, sino sobre todo los alumnos del futuro— es un testimonio particularmente elocuente de cómo la enseñanza de esa verdad ha sido acogida y ha dado sus frutos.

La idea de "enseñar a amar" ya acompañó al joven sacerdote Karol Wojtyla y sucesivamente lo entusiasmó cuando, siendo un joven obispo, afrontó los difíciles momentos que siguieron a la publicación de la profética y siempre actual encíclica Humanae vitae de mi predecesor Pablo VI.
Fue en esa circunstancia cuando comprendió la necesidad de emprender un estudio sistemático de esta temática. Esto constituyó el substrato de esa enseñanza, que luego ofreció a toda la Iglesia en sus inolvidables Catequesis sobre el amor humano. Así puso de relieve dos elementos fundamentales que en estos años vosotros habéis tratado de profundizar y que configuran la novedad misma de vuestro Instituto como entidad académica con una misión específica dentro de la Iglesia.

El primer elemento es que el matrimonio y la familia están arraigados en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino. La sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de la auténtica imagen de Dios que el Creador quiso imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a él precisamente en la medida en la que está abierta al amor. Por tanto, la diferencia sexual que caracteriza el cuerpo del hombre y de la mujer no es un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa la forma del amor con la que el hombre y la mujer llegan a ser —como dice la sagrada Escritura— una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la transmisión de la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos.

Un segundo elemento caracteriza la novedad de la enseñanza de Juan Pablo II sobre el amor humano: su manera original de leer el plan de Dios precisamente en la convergencia de la revelación divina con la experiencia humana, pues en Cristo, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación del hombre al amor, que sólo puede encontrarse plenamente en la entrega sincera de sí mismo.

En mi reciente encíclica subrayé cómo precisamente mediante el amor se ilumina "la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino" (Deus caritas est ). Es decir, Dios se sirvió del camino del amor para revelar el misterio íntimo de su vida trinitaria.
Además, la íntima relación que existe entre la imagen de Dios Amor y el amor humano nos permite comprender que "a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano" (ib., ).

Esta indicación queda todavía, en buena parte, por explorar. De este modo se perfila la tarea que el Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia tiene en el conjunto de sus estructuras académicas: iluminar la verdad del amor como camino de plenitud en todas las formas de existencia humana. El gran desafío de la nueva evangelización, que Juan Pablo II propuso con tanto impulso, debe ser sostenido con una reflexión realmente profunda sobre el amor humano, pues precisamente este amor es un camino privilegiado que Dios ha escogido para revelarse a sí mismo al mundo y en este amor lo llama a una comunión en la vida trinitaria.

Este planteamiento también nos permite superar una concepción del amor como algo meramente privado, hoy muy generalizada. El auténtico amor se transforma en una luz que guía toda la vida hacia su plenitud, generando una sociedad donde el hombre pueda vivir. La comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, se convierte así en un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con otros tipos de uniones basadas en un amor débil constituye hoy algo especialmente urgente. Sólo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres.

82 La importancia que el trabajo del Instituto reviste en la misión de la Iglesia explica su configuración propia: de hecho, Juan Pablo II aprobó un solo Instituto con diferentes sedes distribuidas en los cinco continentes, con la finalidad de ofrecer una reflexión que muestre la riqueza de la única verdad en la pluralidad de las culturas. Esta unidad de visión en la investigación y en la enseñanza, a pesar de la diversidad de lugares y sensibilidades, representa un valor que tenéis que conservar, desarrollando las riquezas arraigadas en cada cultura. Esta característica del Instituto se ha demostrado particularmente adecuada para el estudio de una realidad como la del matrimonio y la familia. Vuestro trabajo puede mostrar cómo el don de la creación vivido en las diferentes culturas ha sido elevado a gracia de redención por Cristo.

Para poder cumplir bien vuestra misión como fieles herederos del fundador del Instituto, el querido Juan Pablo II, os invito a contemplar a María santísima, la Madre del Amor Hermoso. El amor redentor del Verbo encarnado debe convertirse para cada matrimonio y en cada familia en "fuente de agua viva en medio de un mundo sediento" (ib., ). A todos vosotros, queridos profesores, alumnos de hoy y de ayer, a todo el personal, así como a las familias de vuestro Instituto, os expreso mis mejores deseos, que acompaño con una especial bendición apostólica.




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