Discursos 2006 90

A UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA FUNDACIÓN


"CENTESIMUS ANNUS, PRO PONTIFICE"


Viernes 19 de mayo




Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
91 queridos hermanos y hermanas:

Me alegra poder reunirme con vosotros por primera vez y os saludo cordialmente a todos. Saludo en particular al señor cardenal Attilio Nicora, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica, así como al presidente de la Fundación, conde Lorenzo Rossi di Montelera, a quien le doy las gracias por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los obispos presentes y a los sacerdotes, vuestros asistentes espirituales. A cada uno de vosotros os expreso aprecio y gratitud por el servicio que prestáis al Sucesor de Pedro y por la generosidad con la que sostenéis su actividad apostólica.

El nombre mismo de vuestra fundación indica con claridad las apreciables finalidades que perseguís. "Centesimus Annus" hace referencia a la última gran encíclica social de Juan Pablo II, con la que el inolvidable Pontífice, resumiendo cien años de magisterio en este campo, proyectó hacia el futuro a la Iglesia, impulsando su confrontación con las "res novae" del tercer milenio. "Centesimus Annus" expresa también vuestro compromiso de colaborar para que en las diferentes áreas culturales del mundo contemporáneo la doctrina social desempeñe de manera clara su tarea en favor de la difusión del Evangelio.

El hecho de definirse "Pro Pontifice" subraya, a su vez, vuestra intención de cultivar una cercanía especial al ministerio pastoral del Obispo de Roma, comprometiéndoos a contribuir, según vuestras fuerzas, a sostener los instrumentos concretos que él necesita para animar y alentar la presencia de la Iglesia en todo el mundo. Habéis comenzado vuestra actividad en un ámbito sobre todo italiano; ahora veo con alegría que la estáis desarrollando progresivamente en otras áreas de Europa y de América. La naturaleza de la Fundación vaticana os capacita y os orienta hacia estos grandes horizontes.

Vuestro congreso sobre "Democracia, instituciones y justicia social" afronta problemas de gran actualidad. A veces se lamenta la lentitud con que se abre camino una auténtica democracia y, sin embargo, sigue siendo el instrumento histórico más valioso, si se utiliza bien, para disponer responsablemente del propio futuro de un modo digno del hombre. Con razón, habéis señalado dos puntos críticos en el camino hacia un ordenamiento más maduro de la convivencia humana. Se requieren, en primer lugar, instituciones apropiadas, creíbles y autorizadas, que no estén orientadas a la mera gestión del poder público, sino que sean capaces de promover niveles articulados de participación popular, respetando las tradiciones de cada nación y con la constante preocupación de conservar su identidad.

Del mismo modo, urge un esfuerzo tenaz, duradero y compartido para promover la justicia social. La democracia sólo alcanzará su plena realización cuando cada persona y cada pueblo pueda acceder a los bienes primarios: vida, comida, agua, salud, educación, trabajo, certeza de los derechos, a través de un ordenamiento de las relaciones internas e internacionales que asegure a cada uno la posibilidad de participar de ellos. Y sólo podrá haber auténtica justicia social en una perspectiva de solidaridad genuina, que comprometa a vivir y a trabajar siempre los unos por los otros, y nunca los unos contra o en perjuicio de los otros. El gran desafío de los cristianos laicos en el actual contexto mundial consiste en hacer que todo esto se convierta en una realidad concreta.

Queridos amigos, a través de la fundación "Centesimus Annus" contribuís, juntamente con otras beneméritas asociaciones, a hacer que crezca el conocimiento de la doctrina social con la que la Iglesia, como escribí en la encíclica Deus caritas est, pretende "contribuir a la purificación de la razón y a reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas ni estas pueden ser operativas a largo plazo" (n. ). Que cada uno de vosotros, en cuanto fiel laico, haga suyo "el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad", porque "la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, también su actividad política, vivida como "caridad social"" (ib.).

Así pues, ojalá que este encuentro os confirme en este generoso compromiso. Al regresar a vuestras responsabilidades diarias, sentíos cada vez más unidos en el vínculo de la comunión católica y vivid con pasión los compromisos que habéis asumido. Os doy las gracias también por el donativo que vuestro presidente me ha entregado para sostener las obras de mi ministerio pastoral. Y, a la vez que invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la maternal protección de María, os bendigo a todos de corazón.


AL SEÑOR FRANCISCO VÁZQUEZ VÁZQUEZ NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE

Sábado 20 de mayo de 2006



Señor Embajador:

1. Me es grato recibir las cartas que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España ante la Santa Sede, y le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como los apreciados saludos de parte de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I, de la Familia Real, de su Gobierno y de la Nación española. Le ruego que les trasmita mis mejores deseos de prosperidad y de bien espiritual para ellos y todos los españoles, a los que tengo muy presentes en mis plegarias.

92 He tenido ocasión de visitar varias veces su país, del cual guardo un recuerdo muy grato, tanto por la amabilidad de las personas con quienes me he encontrado, como por la abundancia y alto valor de la numerosas obras de arte y expresiones culturales diseminadas por su geografía. Es un patrimonio envidiable, que denota una brillante historia, imbuida profundamente de valores cristianos y enriquecida también por la vida de eximios testigos del Evangelio, dentro y fuera de sus fronteras. Este patrimonio comprende obras en las que sus creadores han plasmado sus ideales y su fe. Si esto se ignorara o acallara, perdería buena parte de su atractivo y significado, pero seguirían siendo, por decirlo así, «piedras que hablan».

2. Las multiseculares relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede, como Vuestra Excelencia ha indicado, reflejan el vínculo constante del pueblo español con la fe católica. La gran vitalidad que la Iglesia ha tenido y tiene en su país es como una invitación especial a reforzar dichas relaciones y fomentar la colaboración estrecha entre ella y las instituciones públicas, de manera respetuosa y leal, desde las respectivas competencias y autonomía, con el fin de lograr el bien integral de las personas que, siendo ciudadanos de su patria, son también en gran medida hijos muy queridos de la Iglesia. Un camino importante para esta cooperación está trazado por los Acuerdos suscritos entre el Estado Español y la Santa Sede para garantizar a la Iglesia Católica «el libre y público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y magisterio» (art. I del primer Acuerdo, 3 de enero de 1979).

En efecto, como usted sabe, Señor Embajador, la Iglesia impulsa a los creyentes a que amen la justicia y participen honestamente en la vida pública o profesional con sentido de respeto y solidaridad, para «promover orgánica e institucionalmente el bien común» (Encíclica Deus caritas est ). También está comprometida en la promoción y defensa de los derechos humanos, por la alta consideración que tiene de la dignidad de la persona en su integridad, en cualquier lugar o situación en que se encuentre. Pone todo su empeño, con los medios que le son propios, en que ninguno de esos derechos sea violado o excluido, tanto por parte de los individuos como de las instituciones.

Por eso, la Iglesia proclama sin reservas el derecho primordial a la vida, desde su concepción hasta su ocaso natural, el derecho a nacer, a formar y vivir en familia, sin que ésta se vea suplantada u ofuscada por otras formas o instituciones diversas. A este respecto, el Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar próximamente en territorio español, en Valencia, y que espero con ilusión, me dará oportunidad de celebrar la belleza y la fecundidad de la familia fundada en el matrimonio, su altísima vocación y su imprescindible valor social.

3. La Iglesia insiste también en el derecho inalienable de las personas a profesar sin obstáculos, tanto pública como privadamente, la propia fe religiosa, así como el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus propios valores y creencias, sin discriminación o exclusión explícita o encubierta. A este propósito, es para mí un motivo de satisfacción constatar la gran demanda de la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas españolas, lo cual significa que la población reconoce la importancia de dicha asignatura para el crecimiento y formación personal y cultural de los jóvenes. Esta importancia para el desarrollo de la personalidad del alumno es el principio básico del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre la enseñanza y asuntos culturales, en el cual se establece que la enseñanza de la religión católica se impartirá «en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales» (art. 2).

Dentro de su misión evangelizadora, la Iglesia tiene también como tarea propia la acción caritativa, la atención a cualquier necesitado que espera una mano amiga, fraterna y desinteresada que alivie su situación. En la España de hoy, como en su larga historia, este aspecto se manifiesta particularmente fecundo por sus numerosas obras asistenciales, en todos los campos y con gran amplitud de miras. Y, puesto que esta labor no se inspira en estrategias políticas o ideológicas (cf. Encíclica Deus caritas est ), encuentra en su camino personas e instituciones de cualquier procedencia, sensibles también al deber de socorrer al desvalido, quienquiera que sea. Basándose en este «deber de humanidad», la colaboración en el campo de la asistencia y ayuda humanitaria ha conseguido muchos logros, y es de esperar que se fomente cada vez más.

4. Señor Embajador, al concluir este encuentro, le reitero mis mejores deseos en el desempeño de la alta misión que se le ha encomendado, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se refuercen y progresen, reflejando el respeto y el entrañable afecto de tantos españoles por el Papa.
También espero que su estancia en Roma sea fecunda en experiencias humanas, culturales y cristianas, y usted y su distinguida familia se sientan como en su casa, aunque sin olvidar las hermosas tierras del extremo occidental de Europa, de donde provienen, y en las que arraigó muy pronto el Evangelio, cuya difusión después, bajo el patrocinio del apóstol Santiago, contribuyó a promover y mantener vivas las raíces cristianas de Europa.

Le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos a Sus Majestades los Reyes de España y a las Autoridades de tan noble nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre usted, sus seres queridos y colaboradores de esa Representación diplomática.


A LAS SUPERIORAS Y SUPERIORES GENERALES DE LAS CONGREGACIONES E INSTITUTOS SECULARES

Lunes 22 de mayo de 2006



Señor cardenal;
93 venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Es para mí una gran alegría encontrarme con vosotros, superiores y superioras generales, representantes y responsables de la vida consagrada. A todos dirijo mi cordial saludo. Con afecto fraterno saludo, en particular, al señor cardenal Franc Rodé, y le doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos, juntamente con otros representantes vuestros. Saludo al secretario y a los colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, agradeciéndoles el servicio que este dicasterio presta a la Iglesia en un campo tan importante como es el de la vida consagrada.

Mi pensamiento se dirige, en este momento, con viva gratitud a todos los religiosos y religiosas, los consagrados y consagradas, y los miembros de las sociedades de vida apostólica, que difunden en la Iglesia y en el mundo el bonus odor Christi (cf.
2Co 2,15). A vosotros, superioras y superiores mayores, os pido que transmitáis una palabra de especial solicitud a los que atraviesan dificultades, a los ancianos y a los enfermos, a los que están pasando momentos de crisis y de soledad, a los que sufren y se sienten confundidos, así como a los jóvenes y a las jóvenes, que también hoy llaman a la puerta de vuestras casas para pedir que se les permita entregarse a Jesucristo con el radicalismo del Evangelio.

Deseo que este momento de encuentro y de comunión profunda con el Papa os sirva a cada uno de vosotros de estímulo y consuelo en el cumplimiento de un compromiso siempre exigente y que a veces encuentra oposición. El servicio de autoridad exige una presencia constante, capaz de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las personas encomendadas a vosotros a corresponder con una fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu.

Vuestro compromiso con frecuencia va acompañado de la cruz y a veces también de una soledad que requiere un profundo sentido de responsabilidad, una generosidad sin desfallecimientos y un constante olvido de vosotros mismos. Estáis llamados a sostener y guiar a vuestros hermanos y hermanas en una época difícil, marcada por múltiples insidias.

Los consagrados y las consagradas hoy tienen la tarea de ser testigos de la transfigurante presencia de Dios en un mundo cada vez más desorientado y confuso, un mundo en el que colores difuminados han sustituido a los colores claros y nítidos. Ser capaces de ver nuestro tiempo con la mirada de la fe significa poder mirar al hombre, el mundo y la historia a la luz de Cristo crucificado y resucitado, la única estrella capaz de orientar "al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática" (Fides et ratio FR 15).

En los últimos años se ha comprendido la vida consagrada con un espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico; pero no podemos ignorar que algunas opciones concretas no han presentado al mundo el rostro auténtico y vivificante de Cristo. De hecho, la cultura secularizada ha penetrado en la mente y en el corazón de no pocos consagrados, que la entienden como una forma de acceso a la modernidad y una modalidad de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia es que, juntamente con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del aburguesamiento y de la mentalidad consumista.

En el evangelio, Jesús nos advirtió que existen dos caminos: uno es el camino estrecho, que lleva a la vida; y otro es el camino ancho que lleva a la perdición (cf. Mt 7,13-14). La verdadera alternativa es, y será siempre, la aceptación del Dios vivo mediante el servicio obediente por fe, o el rechazo de Dios.

Así pues, una condición previa al seguimiento de Cristo es la renuncia, el desprendimiento de todo lo que no es él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, no vinculados, capaces de abandonarlo todo para seguirlo y encontrar sólo en él su propio todo. Hacen falta opciones valientes, tanto a nivel personal como comunitario, que impriman una nueva disciplina en la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la dimensión totalizante de la sequela Christi.

Pertenecer al Señor significa estar inflamados por su amor incandescente, ser transformados por el esplendor de su belleza: le entregamos a él nuestra pequeñez como sacrificio de suave olor, para que se convierta en testimonio de la grandeza de su presencia para nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de ser embriagado por la riqueza de su gracia.

94 Pertenecer al Señor: esta es la misión de los hombres y mujeres que han elegido seguir a Cristo casto, pobre y obediente, para que el mundo crea y sea salvado. Ser totalmente de Cristo para transformarse en una permanente confesión de fe, en una inequívoca proclamación de la verdad que hace libres ante la seducción de los falsos ídolos que han encandilado al mundo. Ser de Cristo significa mantener siempre ardiendo en el corazón una llama viva de amor, alimentada continuamente con la riqueza de la fe, no sólo cuando conlleva la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la aridez, al sufrimiento.

El alimento de la vida interior es la oración, íntimo coloquio del alma consagrada con su Esposo divino. Un alimento aún más rico es la participación diaria en el misterio inefable de la divina Eucaristía, en la que Cristo resucitado se hace constantemente presente en la realidad de su carne.

Para pertenecer totalmente al Señor, las personas consagradas abrazan un estilo de vida casto. La virginidad consagrada no se puede insertar en el marco de la lógica de este mundo; es la más "irracional" de las paradojas cristianas y no a todos les es concedido entenderla y vivirla (cf.
Mt 19,11-12). Vivir una vida casta significa también renunciar a la necesidad de aparecer, asumir un estilo de vida sobrio y modesto. Los religiosos y las religiosas están llamados a demostrarlo también con la elección del vestido, un vestido sencillo, que sea signo de la pobreza vivida en unión con Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9). Así, y sólo así, se puede seguir sin reservas a Cristo crucificado y pobre, sumergiéndose en su misterio y haciendo propias sus opciones de humildad, pobreza y mansedumbre.

La última reunión plenaria de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica tuvo como tema: "El servicio de autoridad". Queridos superiores y superioras generales, es una ocasión para profundizar la reflexión sobre un ejercicio de la autoridad y de la obediencia que esté siempre inspirado en el Evangelio. El yugo de quienes están llamados a desempeñar la delicada tarea de superior o superiora, en todos los niveles, será tanto más suave cuanto más sepan redescubrir las personas consagradas el valor de la obediencia profesada, que tiene como modelo la de Abraham, nuestro padre en la fe, y más aún la de Cristo. Es preciso evitar el voluntarismo y el espontaneísmo, para abrazar la lógica de la cruz.

En conclusión, los consagrados y las consagradas están llamados a ser en el mundo signo creíble y luminoso del Evangelio y de sus paradojas, sin acomodarse a la mentalidad de este mundo, sino transformándose y renovando continuamente su propio compromiso, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, grato a él y perfecto (cf. Rm 12,2). Esto es precisamente lo que os deseo, queridos hermanos y hermanas; un deseo sobre el que invoco la maternal intercesión de la Virgen María, modelo insuperable de toda vida consagrada.

Con estos sentimientos, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a todos los que forman parte de vuestras múltiples familias espirituales.

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD' BENEDICTO XVI

A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA

Aeropuerto de Varsovia

Jueves 25 de mayo de 2006



Señor presidente;
ilustres señores y señoras;
señores cardenales y hermanos en el episcopado;
95 queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Me alegra poder estar hoy entre vosotros en tierra de la República polaca. He deseado mucho esta visita al país y entre la gente de la cual provenía mi amado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II. He venido para seguir las huellas del itinerario de su vida, desde su infancia hasta su partida al memorable cónclave de 1978. Siguiendo este camino, quiero encontrarme y conocer mejor a las generaciones de creyentes que lo ofrecieron al servicio de Dios y de la Iglesia, y a cuantos nacieron y maduraron para el Señor bajo su guía pastoral como sacerdote, obispo y Papa.

Nuestro camino común estará acompañado por el lema: "Permaneced firmes en la fe". Lo recuerdo desde el inicio para afirmar que no se trata sólo de un viaje emotivo, aunque también lo sea en este aspecto, sino de un itinerario de fe, enmarcado en la misión que me ha confiado el Señor en la persona del apóstol san Pedro, que fue llamado a confirmar a los hermanos en la fe (cf.
Lc 22,32).
Yo también quiero beber de la fuente abundante de vuestra fe, que mana sin interrupción desde hace más de un milenio.

Saludo al señor presidente y le doy las gracias de corazón por las palabras que me ha dirigido en nombre de las autoridades de la República y de la nación. Saludo a los señores cardenales, a los arzobispos y a los obispos. Dirijo un saludo también al primer ministro y a todo el Gobierno, a los representantes del Parlamento y del Senado, a los miembros del Cuerpo diplomático con su decano, el nuncio apostólico en Polonia.

Me alegra la presencia de las autoridades regionales, encabezadas por el alcalde de Varsovia.
Quiero dirigir un saludo también a los representantes de la Iglesia ortodoxa, de la Iglesia evangélica de Augsburgo y de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Y lo dirijo también a la comunidad judía y a los seguidores del islam. Por último, saludo de corazón a toda la Iglesia en Polonia: a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los alumnos de los seminarios, a todos los fieles, y sobre todo a los enfermos, a los jóvenes y a los niños. Os pido que me acompañéis con el pensamiento y la oración, para que este viaje produzca frutos para todos nosotros y nos ayude a profundizar y fortalecer nuestra fe.

He dicho que el recorrido de mi camino en este viaje a Polonia está marcado por las huellas de la vida y del servicio pastoral de Karol Wojtyla y por el itinerario que recorrió como Papa peregrino en su patria. Por este motivo, he querido visitar principalmente dos ciudades muy queridas para Juan Pablo II: la capital de Polonia, Varsovia, y su sede arzobispal, Cracovia. En Varsovia me encontraré con los sacerdotes, con las diversas Iglesias y comunidades eclesiales no católicas, y con las autoridades estatales. Espero que estos encuentros den abundantes frutos para nuestra fe común en Cristo y para las realidades sociales y políticas en las que viven los hombres y las mujeres de hoy. Está prevista una breve visita a Czestochowa y un encuentro con los representantes de los religiosos y religiosas, con los seminaristas y con los miembros de los movimientos eclesiales. La mirada amorosa de María nos acompañará en nuestra búsqueda común de un vínculo profundo y fiel con Cristo, su Hijo.

Después visitaré Cracovia, para ir desde allí a Wadowice, a Kalwaria, a Lagiewniki y a la catedral de Wawel. Sé muy bien que son los lugares más amados por Juan Pablo II, pues están vinculados a su crecimiento en la fe y a su servicio pastoral. Habrá también un encuentro con los enfermos y los que sufren, en el lugar quizá más apropiado para una cita con ellos, el santuario de la Misericordia Divina en Lagiewniki. Y no podré faltar cuando los jóvenes se reúnan para la vigilia de oración. Con mucho gusto estaré con ellos y espero disfrutar de su testimonio de fe joven y vigorosa.

El domingo nos encontraremos en la explanada de Blonia para celebrar la solemne santa misa de acción de gracias por el pontificado de mi amado predecesor y por la fe en la que siempre nos confirmó con la palabra y el ejemplo de su vida. Y, por último, me dirigiré a Auschwitz. Allí espero reunirme sobre todo con los supervivientes de las víctimas del terror nazi, procedentes de diferentes naciones, que sufrieron la trágica opresión. Rezaremos todos juntos para que las heridas del siglo pasado cicatricen con la medicina que Dios nos propone al invitarnos al perdón recíproco, y nos ofrece en el misterio de su misericordia.

"Permaneced firmes en la fe" es el lema de este viaje apostólico. Quisiera que estos días nos sirvieran a todos, a los fieles de la Iglesia que está en Polonia y a mí mismo, para fortalecernos en la fe. Deseo que para quienes no tienen la gracia de la fe, pero albergan en su corazón la buena voluntad, mi visita sea un tiempo de fraternidad, de benevolencia y de esperanza. Estos valores eternos de la humanidad constituyen un fundamento firme para construir un mundo mejor, en el que cada uno pueda encontrar la prosperidad material y la felicidad espiritual. Se lo deseo a todo el pueblo polaco.

96 A la vez que doy las gracias una vez más al señor presidente y al Episcopado polaco por la invitación, abrazo cordialmente a todos los polacos y les pido que me acompañen con la oración en este camino de fe.

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A POLONIA


ENCUENTRO CON EL CLERO

Catedral de Varsovia

Jueves 25 de mayo de 2006



"Ante todo, doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros (...), pues ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía" (Rm 1,8-12). Con estas palabras del apóstol san Pablo me dirijo a vosotros, queridos sacerdotes, porque en ellas encuentro perfectamente reflejados mis actuales sentimientos y pensamientos, deseos y oraciones. Saludo, en particular, al cardenal Józef Glemp, arzobispo de Varsovia y primado de Polonia, a quien expreso mi más cordial felicitación por el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, que celebra precisamente hoy.

He venido a Polonia, a la amada patria de mi gran predecesor Juan Pablo II, para compartir —como solía hacer él— el clima de fe en el que vivís y para "comunicaros algún don espiritual que os fortalezca". Espero que mi peregrinación de estos días "confirme nuestra fe común: la vuestra y la mía".

Me encuentro hoy con vosotros en la archicatedral metropolitana de Varsovia, que con cada piedra recuerda la dolorosa historia de vuestra capital y de vuestro país. Habéis afrontado grandes pruebas en tiempos no muy lejanos. Recordemos a los heroicos testigos de la fe, que entregaron su vida a Dios y a los hombres, santos canonizados y también hombres comunes, que perseveraron en la rectitud, en la autenticidad y en la bondad, sin perder jamás la confianza.

En esta catedral recuerdo en particular al siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, a quien llamáis "el primado del milenio", el cual, abandonándose a Cristo y a su Madre, supo servir fielmente a la Iglesia aun en medio de pruebas dolorosas y prolongadas. Recordemos con estima y gratitud a los que no se dejaron vencer por las fuerzas de las tinieblas; aprendamos de ellos la valentía de la coherencia y de la constancia en la adhesión al Evangelio de Cristo.

Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a servirlo en el nuevo milenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, constituidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras "yo" o "mi" ("Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo..."), no lo hacéis en vuestro nombre, sino en nombre de Cristo, "in persona Christi", que quiere servirse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón. Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.

La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede sentir la tentación de exclamar con san Pedro: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5,8), porque nos cuesta creer que Cristo nos haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cualquier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor precisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisamente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral. No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por tener la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.

A este propósito, me complace recordar la experiencia que viví el año pasado en Colonia.
Entonces fui testigo del profundo e inolvidable silencio de un millón de jóvenes, en el momento de la adoración del santísimo Sacramento. Aquel silencio orante nos unió, nos dio un gran consuelo. En un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adoración silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuencia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán consuelo y luz sobre todo las personas probadas.

97 Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política. De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo o del permisivismo, no es necesario que el sacerdote conozca todas las corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo que los fieles esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la palabra revelada.

La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena formación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a esconderse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la misericordia divina.

El Papa Juan Pablo II, con ocasión del gran jubileo, exhortó muchas veces a los cristianos a hacer penitencia por las infidelidades del pasado. Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores. Es preciso rechazar el deseo de identificarse solamente con quienes no tienen pecado. ¿Cómo habría podido la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores? Precisamente por su salvación Cristo se encarnó, murió y resucitó. Por tanto, debemos aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana. Practicándola, confesamos los pecados individuales en unión con los demás, ante ellos y ante Dios.

Sin embargo, conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias. Hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces.

Además, la confessio peccati, para usar una expresión de san Agustín, siempre debe ir acompañada por la confessio laudis, por la confesión de la alabanza. Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, debemos recordar también el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, aun llevada en recipientes de barro, ha dado frutos a menudo excelentes.

Hoy la Iglesia en Polonia se encuentra ante un gran desafío pastoral: prestar asistencia a los fieles que han salido del país. La plaga del desempleo obliga a numerosas personas a irse al extranjero.
Es un fenómeno generalizado, en gran escala. Cuando las familias se dividen de este modo, cuando se rompen las relaciones sociales, la Iglesia no puede permanecer indiferente. Es necesario que las personas que parten sean acompañadas por sacerdotes que, manteniéndose unidos a las Iglesias locales, realicen el trabajo pastoral en medio de los inmigrantes. La Iglesia que está en Polonia ya ha dado numerosos sacerdotes y religiosas, que prestan su servicio no sólo en favor de los polacos que están fuera de los confines del país, sino también, y a veces en condiciones muy difíciles, en las misiones de África, Asia, América Latina, y en otras regiones.

No olvidéis, queridos sacerdotes, a estos misioneros. Debéis acoger con una perspectiva verdaderamente católica el don de numerosas vocaciones con que Dios ha bendecido a vuestra Iglesia. Sacerdotes polacos, no tengáis miedo de dejar vuestro mundo seguro y conocido para servir en lugares donde faltan sacerdotes y vuestra generosidad puede dar abundante fruto.

Permaneced firmes en la fe. También a vosotros os encomiendo este lema de mi peregrinación. Sed auténticos en vuestra vida y en vuestro ministerio. Contemplando a Cristo, vivid una vida modesta, solidaria con los fieles a quienes sois enviados. Servid a todos; estad a su disposición en las parroquias y en los confesonarios; acompañad a los nuevos movimientos y asociaciones; sostened a las familias; no descuidéis la relación con los jóvenes; acordaos de los pobres y los abandonados.
Si vivís de fe, el Espíritu Santo os sugerirá qué debéis decir y cómo debéis servir. Podréis contar siempre con la ayuda de la Virgen, que precede a la Iglesia en la fe. Os exhorto a invocarla siempre con las palabras que conocéis bien: "Estamos cerca de ti, te recordamos, velamos".

A todos imparto mi bendición.



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