Discursos 2006 98

ENCUENTRO ECUMÉNICO

98

Varsovia, jueves 25 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

"Gracia y paz a vosotros de parte de Aquel que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (Ap 1,4-5). Con estas palabras del libro del Apocalipsis, con las que san Juan saluda a las siete Iglesias de Asia, quiero dirigir mi afectuoso saludo a todos los que están aquí presentes, ante todo a los representantes de las Iglesias y las comunidades eclesiales reunidas en el Consejo ecuménico polaco. Agradezco al arzobispo Jeremías, de la Iglesia ortodoxa autocéfala y presidente de este Consejo, el saludo y las palabras de unión espiritual que acaba de dirigirme. Saludo al arzobispo Alfons Nossol, presidente del Consejo ecuménico de la Conferencia episcopal polaca.

Nos une hoy aquí el deseo de encontrarnos para dar gloria y honrar, con la oración común, a nuestro Señor Jesucristo: "Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1,5-6). Damos gracias a nuestro Señor, porque nos reúne, nos concede su Espíritu y nos permite invocar, por encima de lo que aún nos separa, "Abbá, Padre". Estamos convencidos de que él mismo intercede sin cesar en nuestro favor, pidiendo para nosotros: "Que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23).

Juntamente con vosotros doy gracias por el don de este encuentro de oración común. Veo en él una de las etapas para realizar el firme propósito que hice al inicio de mi pontificado: considerar una prioridad de mi ministerio el restablecimiento de la unidad plena y visible entre los cristianos. Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando visitó esta iglesia de la Santísima Trinidad, en el año 1991, subrayó: "Por mucho que nos esforcemos en lograr la unidad, ella es siempre un don del Espíritu Santo. Sólo estaremos dispuestos a recibir este don si hemos abierto nuestra mente y nuestro corazón a él a través de la vida cristiana y especialmente a través de la oración" (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8). En efecto, no podemos "lograr" la unidad sólo con nuestras fuerzas. Como recordé durante el encuentro ecuménico del año pasado en Colonia: "Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo" (Discurso a los representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, 19 de agosto de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 9).

Por eso, nuestras aspiraciones ecuménicas deben estar impregnadas por la oración, el perdón recíproco y la santidad de vida de cada uno de nosotros. Me complace que aquí, en Polonia, el Consejo ecuménico polaco y la Iglesia católica romana emprendan numerosas iniciativas en este ámbito.

"Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo lo verá, hasta los que le traspasaron" (Ap 1,7). Estas palabras del Apocalipsis nos recuerdan que todos estamos en camino hacia el encuentro definitivo con Cristo, cuando él desvelará ante nosotros el sentido de la historia humana, cuyo centro es la cruz de su sacrificio salvífico. Como comunidad de discípulos, nos encaminamos a ese encuentro, con la esperanza y la confianza de que será para nosotros el día de la salvación, el día que se hará realidad todo lo que anhelamos, gracias a nuestra disponibilidad a dejarnos guiar por la caridad recíproca, que su Espíritu suscita en nosotros. No edificamos esta confianza sobre nuestros méritos, sino sobre la oración en la que Cristo revela el sentido de su venida a la tierra y de su muerte redentora: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo" (Jn 17,24).

En camino hacia el encuentro con Cristo que "viene acompañado de nubes", con nuestra vida anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida. En efecto, experimentamos el peso de la responsabilidad que implica todo esto, pues el mensaje de Cristo debe llegar a todos los hombres de la tierra, gracias al compromiso de quienes creen en él y están llamados a testimoniar que él fue enviado verdaderamente por el Padre (cf. Jn 17,23). Por tanto, es necesario que, al anunciar el Evangelio, nos impulse el anhelo de cultivar relaciones recíprocas de caridad sincera, de modo que, a la luz de ellas, todos conozcan que el Padre mandó a su Hijo y ama a la Iglesia y a cada uno de nosotros como lo ama a él (cf. Jn 17,23). Así pues, los discípulos de Cristo, cada uno de nosotros, debemos tender a esa unidad, a fin de que nos convirtamos, como cristianos, en signo visible de su mensaje salvífico, destinado a todo ser humano.

Permitidme que haga referencia una vez más al encuentro ecuménico que tuvo lugar en esta iglesia con la participación de vuestro gran compatriota Juan Pablo II y a su intervención, en la que delineó del siguiente modo la visión de los esfuerzos tendentes a la unidad plena de los cristianos: "El reto que se nos lanza es el de superar gradualmente los obstáculos (...) y crecer juntos en esa unidad de Cristo, que es única, unidad con la que la dotó desde el comienzo; la seriedad de este cometido impide obrar precipitada o impacientemente, pero el deber de responder a la voluntad de Cristo exige que permanezcamos firmes en el camino hacia la paz y la unidad entre todos los cristianos. Sabemos bien que no somos nosotros los que vamos a cicatrizar las heridas de la división y a restablecer la unidad; somos simples instrumentos que Dios puede utilizar; la unidad entre los cristianos será don de Dios, en su tiempo de gracia. Tendamos humildemente hacia ese día, creciendo en el amor, el perdón y la confianza recíprocos" (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8).

Desde aquel encuentro, han cambiado muchas cosas. Dios nos ha concedido dar muchos pasos hacia la comprensión recíproca y el acercamiento. Permitidme atraer vuestra atención hacia algunos acontecimientos ecuménicos que tuvieron lugar en ese tiempo en el mundo: la publicación de la encíclica Ut unum sint; las concordancias cristológicas con las Iglesias precalcedonias; la firma en Augsburgo de la "Declaración común sobre la doctrina de la justificación"; el encuentro con ocasión del gran jubileo del año 2000 y la memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX; la reanudación del diálogo católico-ortodoxo a nivel mundial; el funeral de Juan Pablo II, con la participación de casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales.

Sé que también aquí, en Polonia, este anhelo fraterno de unidad ha logrado éxitos concretos. Quisiera mencionar en este momento: la firma de la declaración de reconocimiento mutuo de la validez del bautismo, realizada en el año 2000, también en este templo, por la Iglesia católica romana y las Iglesias reunidas en el Consejo ecuménico polaco; la creación de la Comisión para las relaciones entre la Conferencia episcopal polaca y el Consejo ecuménico polaco, a la que pertenecen los obispos católicos y los jefes de otras Iglesias; la creación de las comisiones bilaterales para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos, luteranos, miembros de la Iglesia nacional polaca, mariavitas y adventistas; la publicación de la traducción ecuménica del Nuevo Testamento y del libro de los Salmos; la iniciativa llamada "Obra navideña de ayuda a los niños", en la que colaboran las organizaciones caritativas de las Iglesias católica, ortodoxa y evangélica.

99 Constatamos muchos progresos en el campo del ecumenismo y, sin embargo, esperamos siempre algo más. Permitidme señalar hoy, un poco más detalladamente, dos cuestiones. La primera se refiere al servicio caritativo de las Iglesias. Son numerosos los hermanos que esperan de nosotros el don del amor, de la confianza, del testimonio, de una ayuda espiritual y material concreta. A este problema me referí en mi primera encíclica, Deus caritas est. Afirmé en ella: "El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor" (n. ).

No podemos olvidar la idea esencial que desde el inicio constituyó el fundamento muy fuerte de la unidad de los discípulos: "En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida digna" (ib.). Esta idea es siempre actual, aunque a lo largo de los siglos hayan cambiado las formas de la ayuda fraterna; aceptar los desafíos caritativos contemporáneos depende en gran medida de nuestra colaboración recíproca.
Me alegra que este problema tenga mucho eco en el mundo en forma de numerosas iniciativas ecuménicas. Noto, complacido, que en la comunidad de la Iglesia católica y en las demás Iglesias y comunidades eclesiales se han difundido diversas formas nuevas de actividad caritativa, y han reaparecido con renovado impulso algunas antiguas. Son formas que a menudo unen la evangelización y las obras de caridad (cf. ib., b).

Parece que, a pesar de todas las diferencias que hay que superar en el ámbito del diálogo interconfesional, es legítimo atribuir el compromiso caritativo a la comunidad ecuménica de los discípulos de Cristo en la búsqueda de una unidad plena. Todos podemos insertarnos en la colaboración en favor de los necesitados, aprovechando esta red de relaciones recíprocas, fruto del diálogo entre nosotros y de la acción común. Con el espíritu del mandamiento evangélico, debemos tener esta amorosa solicitud en favor de los hermanos necesitados, sean quienes sean.
A este propósito, en mi encíclica escribí que "para un mejor desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso "para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos"" (ib.). Ojalá que la práctica de la caritas fraterna nos acerque cada vez más a todos los que participamos en este encuentro y haga más creíble nuestro testimonio de Cristo ante el mundo.

La segunda cuestión a la que quiero referirme atañe a la vida matrimonial y familiar. Sabemos que entre las comunidades cristianas, llamadas a testimoniar el amor, la familia ocupa un lugar particular. En el mundo de hoy, en el que se están multiplicando las relaciones internacionales e interculturales, jóvenes provenientes de diversas tradiciones, de distintas religiones, de diferentes confesiones cristianas cada vez más a menudo se deciden a fundar una familia.

Muchas veces, para los jóvenes mismos y para sus seres queridos es una decisión difícil, que implica varios peligros relativos tanto a la perseverancia en la fe como a la construcción futura del orden familiar, al igual que la creación de un clima de unidad de la familia y de condiciones oportunas para el crecimiento espiritual de los hijos. Sin embargo, precisamente gracias a la difusión a gran escala del diálogo ecuménico, la decisión puede dar origen a la formación de un laboratorio práctico de unidad. Por eso son necesarias la benevolencia recíproca, la comprensión y la madurez en la fe de ambas partes, así como de las comunidades de las que provienen.

Quiero expresar mi aprecio a la Comisión bilateral del Consejo para las cuestiones del ecumenismo de la Conferencia episcopal polaca y del Consejo ecuménico polaco, que han emprendido la elaboración de un documento en el que se presenta la doctrina cristiana común sobre el matrimonio y la familia, y se establecen principios, aceptables por todos, para contraer matrimonios interconfesionales, indicando un programa común de solicitud pastoral para dichos matrimonios.
Deseo a todos que en esta delicada cuestión se acreciente la confianza recíproca entre las Iglesias y una colaboración que respete plenamente los derechos y la responsabilidad de los cónyuges por la formación en la fe de la propia familia y por la educación de los hijos.

"Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (
Jn 17,26). Hermanos y hermanas, poniendo toda nuestra confianza en Cristo, que nos da a conocer su nombre, caminemos cada día hacia la plenitud de la reconciliación fraterna. Que su oración haga que la comunidad de sus discípulos en la tierra, en su misterio y en su unidad visible, se transforme cada vez más en una comunidad de amor en la que se refleje la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.


ENCUENTRO CON LOS RELIGIOSOS, LAS RELIGIOSAS, LOS SEMINARISTAS Y LOS REPRESENTANTES DE LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES

Czestochowa, viernes 26 de mayo de 2006



100 Queridos religiosos, religiosas, personas consagradas, todos vosotros que, movidos por la voz de Jesús, lo habéis seguido por amor; queridos seminaristas, que os estáis preparando para el ministerio sacerdotal; queridos representantes de los Movimientos eclesiales, que lleváis la fuerza del Evangelio al mundo de vuestras familias, de vuestros lugares de trabajo, de las universidades, al mundo de los medios de comunicación social y de la cultura, a vuestras parroquias:

Como los Apóstoles con María "subieron a la estancia superior" y allí "perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (
Ac 1,12 Ac 1,14), así también hoy nos hemos reunido aquí, en Jasna Góra, que es para nosotros, en esta hora, la "estancia superior", donde María, la Madre del Señor, está en medio de nosotros. Hoy ella guía nuestra meditación; nos enseña a orar. Nos indica cómo abrir nuestra mente y nuestro corazón a la fuerza del Espíritu Santo, que viene a nosotros para que lo llevemos a todo el mundo. Deseo saludar cordialmente a la archidiócesis de Czestochowa juntamente con su pastor, el arzobispo Stanislaw, y con los obispos Antoni y Jan. A todos os doy las gracias por haber querido participar en esta oración.

Queridos hermanos, necesitamos un momento de silencio y recogimiento para entrar en la escuela de María, a fin de que nos enseñe cómo vivir de fe, cómo crecer en ella, cómo permanecer en contacto con el misterio de Dios en los acontecimientos ordinarios, diarios, de nuestra vida. Con delicadeza femenina y con "la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo" (Redemptoris Mater RMA 46), María sostuvo la fe de Pedro y de los Apóstoles en el Cenáculo, y hoy sostiene mi fe y la vuestra.

"La fe es un contacto con el misterio de Dios", dijo el Santo Padre Juan Pablo II (ib., RMA 17), porque creer "quiere decir "abandonarse" en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente "cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos"" (ib., RMA 14). La fe es el don, recibido en el bautismo, que hace posible nuestro encuentro con Dios. Dios se oculta en el misterio: pretender comprenderlo significaría querer circunscribirlo en nuestros conceptos y en nuestro saber, y así perderlo irremediablemente. En cambio, mediante la fe podemos abrirnos paso a través de los conceptos, incluso los teológicos, y podemos "tocar" al Dios vivo. Y Dios, una vez tocado, nos transmite inmediatamente su fuerza. Cuando nos abandonamos al Dios vivo, cuando en la humildad de la mente recurrimos a él, nos invade interiormente como un torrente escondido de vida divina.

¡Cuán importante es para nosotros creer en la fuerza de la fe, en su capacidad de entablar una relación directa con el Dios vivo! Debemos cuidar con esmero el desarrollo de nuestra fe, para que penetre realmente todas nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras acciones e intenciones.
La fe ocupa un lugar no sólo en los estados de ánimo y en las experiencias religiosas, sino ante todo en el pensamiento y en la acción, en el trabajo diario, en la lucha contra sí mismos, en la vida comunitaria y en el apostolado, puesto que hace que nuestra vida esté impregnada de la fuerza de Dios mismo. La fe puede llevarnos siempre a Dios, incluso cuando nuestro pecado nos hace daño.

En el Cenáculo los Apóstoles no sabían lo que les esperaba. Atemorizados, estaban preocupados por su futuro. Seguían experimentado aún el asombro provocado por la muerte y resurrección de Jesús, y estaban angustiados por haberse quedado solos después de su ascensión al cielo. María, "la que había creído que se cumplirían las palabras del Señor" (cf. Lc 1,45), asidua con los Apóstoles en la oración, enseñaba la perseverancia en la fe. Con toda su actitud los convencía de que el Espíritu Santo, con su sabiduría, conocía bien el camino por el cual los estaba conduciendo y que, por tanto, podían poner su confianza en Dios, entregándose sin reservas a él, y entregándole también sus talentos, sus límites y su futuro.

Muchos de vosotros habéis reconocido esta llamada secreta del Espíritu Santo y habéis respondido con todo el entusiasmo de vuestro corazón. El amor a Jesús, "derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que os ha sido dado" (cf. Rm 5,5), os ha indicado el camino de la vida consagrada. No lo habéis buscado vosotros. Ha sido Jesús quien os ha llamado, invitándoos a una unión más profunda con él. En el sacramento del santo bautismo habéis renunciado a Satanás y a sus obras, y habéis recibido las gracias necesarias para la vida cristiana y la santidad. Desde ese momento brotó en vosotros la gracia de la fe, que os ha permitido uniros a Dios.

En el momento de la profesión religiosa o de la promesa, la fe os llevó a una adhesión total al misterio del Corazón de Jesús, cuyos tesoros habéis descubierto. Renunciasteis entonces a cosas buenas, a disponer libremente de vuestra vida, a formar una familia, a acumular bienes, para poder ser libres de entregaros sin reservas a Cristo y a su reino. ¿Recordáis vuestro entusiasmo cuando emprendisteis la peregrinación de la vida consagrada, confiando en la ayuda de la gracia? Procurad no perder el impulso originario, y dejad que María os conduzca a una adhesión cada vez más plena.

Queridos religiosos, queridas religiosas, queridas personas consagradas, cualquiera que sea la misión que se os ha encomendado, cualquiera que sea el servicio conventual o apostólico que estéis prestando, conservad en el corazón el primado de vuestra vida consagrada. Que ella renueve vuestra fe. La vida consagrada, vivida en la fe, une íntimamente a Dios, aviva los carismas y confiere una extraordinaria fecundidad a vuestro servicio.

Amadísimos candidatos al sacerdocio, la reflexión sobre el modo como María aprendía de Jesús puede ayudaros en gran medida también a vosotros. Desde su primer "fiat", durante los largos y ordinarios años de su vida oculta, mientras educaba a Jesús, o cuando en Caná de Galilea solicitaba el primer milagro, o por último cuando en el Calvario al pie de la cruz contemplaba a Jesús, lo "aprendía" en cada momento. Había acogido, primero en la fe y después en su seno, el Cuerpo de Jesús y lo había dado a luz. Día a día lo había adorado extasiada, lo había servido con amor responsable, había cantado en su corazón el Magnificat.

101 En vuestro camino y en vuestro futuro ministerio sacerdotal dejaos guiar por María para "aprender" a Jesús. Contempladlo, dejad que él os forme, para que un día, en vuestro ministerio, seáis capaces de mostrarlo a todos los que se acerquen a vosotros. Cuando toméis en vuestras manos el Cuerpo eucarístico de Jesús para alimentar con él al pueblo de Dios, y cuando asumáis la responsabilidad de la parte del Cuerpo místico que se os encomiende, recordad la actitud de asombro y de adoración que caracterizó la fe de María. Del mismo modo que ella en su amor responsable y materno a Jesús conservó el amor virginal lleno de asombro, así también vosotros, al arrodillaros litúrgicamente en el momento de la consagración, conservad en vuestro corazón la capacidad de asombraros y de adorar. Reconoced en el pueblo de Dios que se os encomiende los signos de la presencia de Cristo. Estad atentos para percibir los signos de santidad que Dios os muestre entre los fieles. No temáis por los deberes y las incógnitas del futuro. No temáis que os falten las palabras o que os rechacen. El mundo y la Iglesia necesitan sacerdotes, santos sacerdotes.

Queridos representantes de los nuevos Movimientos en la Iglesia, la vitalidad de vuestras comunidades es un signo de la presencia activa del Espíritu Santo. Vuestra misión ha nacido de la fe de la Iglesia y de la riqueza de los frutos del Espíritu Santo. Deseo que seáis cada vez más numerosos, para servir a la causa del reino de Dios en el mundo de hoy. Creed en la gracia de Dios que os acompaña, y llevadla al entramado vivo de la Iglesia y, de modo particular, a donde no puede llegar el sacerdote, el religioso o la religiosa. Son numerosos los Movimientos a los que pertenecéis. Os alimentáis de doctrina proveniente de diversas escuelas de espiritualidad, reconocidas por la Iglesia. Aprovechad la sabiduría de los santos, recurrid a la herencia que han dejado. Formad vuestra mente y vuestro corazón en las obras de los grandes maestros y de los testigos de la fe, recordando que las escuelas de espiritualidad no deben ser un tesoro encerrado en las bibliotecas de los conventos. La sabiduría evangélica, leída en las obras de los grandes santos y verificada en la propia vida, se ha de llevar de modo maduro, no infantil ni agresivo, al mundo de la cultura y del trabajo, al mundo de los medios de comunicación social y de la política, al mundo de la vida familiar y social. Para verificar la autenticidad de vuestra fe y de vuestra misión, que no atrae la atención hacia sí, sino que realmente irradia en torno a sí la fe y el amor, confrontadla con la fe de María. Reflejaos en su corazón. Permaneced en su escuela.

Cuando los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, se dispersaron por todo el mundo para anunciar el Evangelio, uno de ellos, Juan, el apóstol del amor, de modo particular "acogió a María en su casa" (cf.
Jn 19,27). Precisamente gracias a su profunda relación con Jesús y con María pudo insistir tan eficazmente en la verdad de que "Dios es amor" (1Jn 4,8 1Jn 4,16). Yo mismo quise tomar estas palabras como inicio de la primera encíclica de mi pontificado: Deus caritas est. Esta verdad sobre Dios es la más importante, la más central. A todos aquellos a quienes resulta difícil creer en Dios, les repito hoy: "Dios es amor". Sed vosotros mismos, queridos amigos, testigos de esta verdad. Lo seréis eficazmente si permanecéis en la escuela de María. Junto a ella experimentaréis vosotros mismos que Dios es amor y transmitiréis su mensaje al mundo con la riqueza y la variedad que el mismo Espíritu Santo sabrá suscitar.

¡Alabado sea Jesucristo!



SALUDO DEL SANTO PADRE A LOS JÓVENES DESDE LA VENTANA DEL PALACIO ARZOBISPAL

Cracovia, viernes 26 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo la costumbre iniciada durante las estancias de Juan Pablo II en Cracovia, os habéis reunido ante la sede arzobispal para saludar al Papa. Os doy las gracias por esta presencia y por la cordial acogida.

Sé que el día 2 de cada mes, a la hora de la muerte de mi amado predecesor, os reunís aquí para recordarlo y orar por su elevación al honor de los altares. Que esta oración sostenga a los que se ocupan de la causa, y enriquezca vuestro corazón con toda gracia.

Durante el último viaje a Polonia, Juan Pablo II os dijo a propósito del tiempo que pasa: "No se puede hacer nada. Hay un solo medio: es Cristo, que dijo: "Yo soy la resurrección y la vida". Quiere decir: A pesar de la ancianidad, a pesar de la muerte, la juventud está en Dios. Y esto es lo que os deseo a todos los jóvenes de Cracovia, de Polonia y del mundo entero" (17 de agosto de 2002).

Esta era su fe, su firme convicción, su testimonio. Y hoy, a pesar de la muerte, él —joven en Dios— está entre nosotros. Nos invita a fortalecer la gracia de la fe, a renovarnos en el Espíritu y a "revestirnos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ep 4,24).
Os doy las gracias una vez más por la visita que habéis querido hacerme esta noche. Llevad mi saludo y mi bendición a vuestros familiares y amigos. Gracias.


ENCUENTRO CON LA POBLACIÓN

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Wadowice, Plaza Rynek, sábado 27 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

He llegado con gran emoción al lugar del nacimiento de mi gran predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, a la ciudad de su infancia y de su juventud. Wadowice no podía faltar en el itinerario de la peregrinación que estoy realizando en tierra polaca tras sus huellas. He querido detenerme precisamente aquí, en Wadowice, en los lugares en los que su fe nació y maduró, para orar juntamente con vosotros a fin de que pronto sea elevado al honor de los altares.

Johann Wolfgang von Goethe, el gran poeta alemán, dijo: "Quien quiera comprender a un poeta, debería ir a su pueblo". Del mismo modo, para comprender la vida y el ministerio de Juan Pablo II, era necesario venir a su ciudad natal. Él mismo confesó que aquí, en Wadowice, "comenzó todo: comenzó la vida, comenzó la escuela, los estudios, comenzó el teatro... y el sacerdocio" (Wadowice, 16 de junio de 1999).

Juan Pablo II, recordando aquellos comienzos, se refería a menudo a un signo: el de la fuente bautismal, que veneraba de modo particular en la iglesia de Wadowice. En 1979, durante su primera peregrinación a Polonia, confesó: "En esta fuente bautismal, el 20 de junio de 1920, me fue concedida la gracia de convertirme en hijo de Dios, junto con la fe de mi Redentor y fui acogido en la comunidad eclesial. Ya besé una vez solemnemente esta fuente bautismal, el año del milenario del bautismo de Polonia, cuando era arzobispo de Cracovia. Luego lo hice una vez más (...) en el 50° aniversario de mi bautismo, cuando era cardenal, y hoy he besado esta fuente bautismal por tercer vez, llegando de Roma como Sucesor de san Pedro" (Discurso del 7 de junio de 1979: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1979, p. 12).

Parece que estas palabras de Juan Pablo II encierran la clave para comprender la coherencia de su fe, el radicalismo de su vida cristiana y el deseo de santidad que manifestó continuamente. Aquí hay una profunda conciencia de la gracia divina, del amor gratuito de Dios al hombre, que, mediante el lavatorio con el agua y la efusión del Espíritu Santo, introduce al catecúmeno en la comunidad de sus hijos redimidos por la sangre de Cristo.

Pero hay también la conciencia de que el bautismo que justifica es también una llamada a buscar la justicia que brota de la fe. El programa más común de una vida auténticamente cristiana se resume en la fidelidad a las promesas del santo bautismo. La consigna de esta peregrinación: "Permaneced firmes en la fe", encuentra aquí su dimensión concreta, que se podría expresar con la exhortación: "Permaneced firmes en la observancia de las promesas bautismales". El siervo de Dios Juan Pablo II es testigo de esta fidelidad, que en este lugar se expresa de modo muy especial.

Mi gran predecesor afirmó que la basílica de Wadowice y la parroquia donde nació fueron lugares de particular importancia para el desarrollo de su vida espiritual y de la vocación sacerdotal que estaba manifestándose en él. Una vez dijo: "En este templo me acerqué por primera vez al sacramento de la confesión y en él hice mi primera Comunión. Aquí fui monaguillo. Aquí di gracias a Dios por el don del sacerdocio y, ya como arzobispo de Cracovia, aquí viví el jubileo de mis veinticinco años de sacerdocio. Sólo Dios, dador de todo bien, sabe cuántas gracias recibí en este templo y en esta comunidad parroquial. A él, Dios uno y trino, le doy gloria en el umbral de esta iglesia" (Homilía en Wadowice, 16 de junio de 1999: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de julio de 1999, p. 10).

El templo es signo de la comunión de los creyentes unidos por la presencia de Dios, que habita en medio de ellos. Esta comunidad es la Iglesia amada por Juan Pablo II. Su amor a la Iglesia nació en la parroquia de Wadowice. En ella vio el ambiente de la vida sacramental, de la evangelización y de la formación en una fe madura. Por eso, como sacerdote, como obispo y como Papa manifestaba gran solicitud por las comunidades parroquiales. Con el espíritu de esa misma solicitud, durante la visita ad limina Apostolorum pedí a los obispos polacos que hicieran todo lo posible para que la parroquia polaca sea realmente una "comunidad eclesial" y una "familia de la Iglesia".

Para terminar, permitidme aludir también a una característica de la fe y de la espiritualidad de Juan Pablo II, relacionada con este lugar. Él mismo recordó muchas veces la profunda devoción de los habitantes de Wadowice a la imagen local de la Virgen del Perpetuo Socorro y la costumbre de los alumnos de la escuela secundaria de entonces de orar diariamente ante ella. Este recuerdo nos permite llegar al origen de la convicción que alimentaba Juan Pablo II: la convicción del lugar excepcional que ocupa María en la historia de la salvación y en la de la Iglesia. De ella brotaba también la convicción del lugar excepcional que la Madre de Dios tenía en su vida, una convicción que se expresaba en el "Totus tuus", lleno de entrega. Hasta los últimos instantes de su peregrinación terrena permaneció fiel a esta consagración.

Con el espíritu de esta devoción, ante esta imagen quiero dar gracias a Dios por el pontificado de Juan Pablo II y, como él, pedirle a la Virgen que vele sobre la Iglesia, cuya guía por voluntad de Dios me ha sido encomendada. Os pido también a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que me acompañéis con la misma oración con que sosteníais a vuestro gran compatriota. Os bendigo de corazón a todos vosotros, aquí presentes, y a todos los que vienen a Wadowice para beber en los manantiales del espíritu de fe de Juan Pablo II.

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A POLONIA

SALUDO DEL SANTO PADRE

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Kalwaria Zebrzydowska,, sábado 27 de mayo de 2006



Queridos padres franciscanos;
amadísimos hermanos y hermanas:

Durante su primer viaje a Polonia, Juan Pablo II visitó este santuario y dedicó su discurso a la oración. Al final, dijo: "Y también pido esto: pido que oréis aquí por mí, durante mi vida y después de mi muerte". Hoy he querido detenerme un momento en la capilla de la Virgen, y con gratitud orar por él, como pidió en esa ocasión. Siguiendo el ejemplo de Juan Pablo II, también yo os pido encarecidamente que oréis por mí y por toda la Iglesia.

Quisiera decir que, como el querido cardenal Stanislaw, también yo espero que la Providencia conceda pronto la beatificación y la canonización de nuestro amado Papa Juan Pablo II.



ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS

Lagiewniki, sábado 27 de mayo de 2006



Amadísimos hermanos y hermanas:

Me alegra poder encontrarme con vosotros, con ocasión de mi visita a este santuario de la Misericordia Divina. Os saludo de corazón a todos: a los enfermos, a los enfermeros, a los sacerdotes que en este santuario se dedican a la pastoral, a las religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia, a los miembros del "Faustinum" y a todos los demás.

En esta circunstancia nos encontramos ante dos misterios: el misterio del sufrimiento humano y el misterio de la Misericordia divina. A primera vista, estos dos misterios parecen contraponerse.
Pero cuando tratamos de profundizar en ellos a la luz de la fe, vemos que están en recíproca armonía, gracias al misterio de la cruz de Cristo. Como dijo aquí Juan Pablo II, "la cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (...). La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (17 de agosto de 2002, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4).

Vosotros, queridos enfermos, marcados por el sufrimiento del cuerpo y del alma, sois quienes estáis más unidos a la cruz de Cristo, pero, al mismo tiempo, sois los testigos más elocuentes de la misericordia de Dios. Por medio de vosotros y mediante vuestro sufrimiento, él se inclina con amor hacia la humanidad. Sois vosotros quienes, diciendo en el silencio del corazón: "Jesús, en ti confío", nos enseñáis que no hay fe más profunda, esperanza más viva y amor más ardiente que la fe, la esperanza y el amor de quien en la tribulación se abandona en las manos seguras de Dios. ¡Ojalá que las manos de quienes os ayudan en el nombre de la misericordia sean una prolongación de estas grandes manos de Dios!


Discursos 2006 98