Discursos 2005 109

A LOS OBISPOS DE LA REPÚBLICA CHECA EN VISITA AD LIMINA APOSTOLORUM

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Viernes 18 de noviembre de 2005



Señor cardenal;
venerados hermanos:

Uno de los momentos más intensos de comunión eclesial y de participación fraterna del ministerio episcopal es la visita ad limina Apostolorum. En esta ocasión, ante el Señor, cada uno puede reflexionar junto con los demás hermanos sobre la vida de su comunidad, desde la perspectiva de la íntima relación que une a las Iglesias particulares con la Iglesia universal. Juntamente con el Sucesor de Pedro, queréis dar testimonio de plena adhesión a Cristo y de generosa disponibilidad hacia los fieles de la grey que os ha sido encomendada. Sed bienvenidos, queridos hermanos, a esta Sede romana, que es también punto de referencia espiritual para los católicos de todas las partes del mundo.

Durante los encuentros con cada uno de vosotros he podido conocer una Iglesia muy viva, que se siente llamada a ser levadura en una sociedad secularizada, pero al mismo tiempo interesada, y a menudo con nostalgia, en el mensaje liberador, aunque exigente, del Evangelio. Habéis puesto de relieve el número creciente de vuestros compatriotas que afirman no pertenecer a ninguna Iglesia, pero habéis notado, al mismo tiempo, el interés con que la sociedad civil sigue la actividad de la Iglesia católica y sus programas. Pienso que las devastaciones materiales y espirituales del régimen anterior han dejado en vuestros compatriotas, ahora que han recobrado la plena libertad, el anhelo de recuperar el tiempo perdido, proyectándose hacia adelante, quizá sin prestar suficiente atención a la importancia de los valores espirituales que dan vigor y consistencia a las conquistas civiles y materiales.

Esto abre un vasto ámbito para la misión de la comunidad cristiana. Como el granito de mostaza, una vez desarrollado, se convierte en un gran árbol que acoge a las aves del cielo, así vuestras Iglesias pueden dar acogida a los que buscan motivaciones válidas para su vida y sus opciones existenciales. Vuestras comunidades, muy unidas y fervorosas, sensibles al tema de la caridad universal, ya dan un sólido testimonio que atrae a muchas personas incluso del mundo de la cultura. Es un signo de esperanza para la formación de un laicado maduro, que sepa asumir sus responsabilidades eclesiales.

Queridos hermanos, sé que estáis siguiendo con afecto paterno a vuestros sacerdotes y a las personas consagradas. Son dones que Cristo, buen Pastor, ofrece al pueblo checo a través de vuestro ministerio. Me habéis dado buenas referencias del clero y de los religiosos, presentándolos como personas activas y laboriosas, disciplinadas y unidas. Junto con vosotros, expreso profunda gratitud al Señor por esta presencia tan significativa para la Iglesia. Pero este cuadro, que ofrece motivos de consuelo, no debe hacer olvidar otros aspectos que suscitan comprensible preocupación. Ante todo, la escasez de sacerdotes: es un dato que os induce justamente a dedicar una especial solicitud a la pastoral vocacional. También, desde este punto de vista, el esfuerzo por formar sólidas familias cristianas se revela de particular importancia para la vida de la Iglesia, porque precisamente de la familia depende la posibilidad de contar con nuevas generaciones sanas y generosas, y de presentarles la belleza de una vida consagrada totalmente a Cristo y a los hermanos.

Por eso, habéis hecho bien en tomar como punto prioritario de vuestro compromiso la atención a las familias, tanto a las que se están formando como a las ya formadas, que quizá atraviesan dificultades. La familia, que en el ámbito natural es la célula de la sociedad, en el sobrenatural es escuela fundamental de formación cristiana. Con razón el concilio Vaticano II la presentó como "iglesia doméstica", afirmando que en ella "los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de favorecer la vocación personal de cada uno y, con un cuidado especial, la vocación a la vida consagrada" (Lumen gentium LG 11).

Correlativamente a este punto programático de vuestro compromiso pastoral, habéis dedicado vuestra atención a la "familia ampliada", que es la parroquia, conscientes de que en este ámbito el creyente experimenta la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo y aprende a vivir la dimensión social de la fe. Desde este punto de vista, es muy importante la inserción de los laicos en la actividad parroquial y su introducción a una sana y rica vida litúrgica. La comunidad cristiana es un grupo de personas con sus reglas, un cuerpo vivo que, en Jesús, está en el mundo para testimoniar la fuerza del Evangelio. Por tanto, se trata de un conjunto de hermanos y hermanas que no buscan el poder o un interés egoísta, sino que viven con alegría la caridad de Dios, que es Amor.

En este contexto, el Estado no debería tener dificultad en reconocer a la Iglesia como un interlocutor que no perjudica sus funciones al servicio de los ciudadanos. En efecto, la Iglesia realiza su acción en el ámbito religioso, para permitir a los creyentes expresar su fe, pero sin invadir la esfera de competencia de la autoridad civil. Con su compromiso apostólico y también con su contribución caritativa, sanitaria y escolar, promueve el progreso de la sociedad en un clima de gran libertad religiosa. Como es sabido, la Iglesia no busca privilegios, sino sólo poder cumplir su misión. En realidad, cuando se le reconoce este derecho, toda la sociedad se beneficia.

Venerados hermanos, he aquí algunas reflexiones que quería compartir con vosotros en este primer encuentro. Estoy espiritualmente cercano a vosotros en el ejercicio de vuestro ministerio pastoral, y os exhorto en particular a proseguir con confianza el diálogo ecuménico. Sé que es intenso, como el diálogo con todos los ciudadanos en el campo cultural sobre los valores fundamentales por los que se rige toda convivencia civil. El Señor sostenga con su gracia, por intercesión de su Madre Inmaculada, vuestros esfuerzos pastorales. Yo los acompaño con una cordial bendición apostólica, que os imparto a vosotros, a vuestros sacerdotes, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos que forman parte de la grey que os ha encomendado la divina Providencia.


A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL


SOBRE EL GENOMA HUMANO


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Sábado19 de noviembre de 2005



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras:

Saludo a todos con afecto y agradezco en particular al señor cardenal Javier Lozano Barragán las amables palabras de saludo que me ha dirigido en nombre de los presentes. Saludo de modo especial a los obispos y a los sacerdotes que participan en esta Conferencia, así como a los relatores, que durante estos días han dado una contribución ciertamente cualificada sobre los problemas afrontados: sus reflexiones y sugerencias serán objeto de atenta valoración por parte de las instancias eclesiales competentes.

Situándome en la perspectiva pastoral propia del Consejo pontificio que ha organizado esta Conferencia, me complace notar cómo hoy, sobre todo en el ámbito de las nuevas aportaciones de la ciencia médica, se ofrece a la Iglesia una posibilidad ulterior de realizar una valiosa obra de iluminación de las conciencias, para que todo descubrimiento científico contribuya al bien integral de la persona, en el respeto constante de su dignidad.

Al subrayar la importancia de esta tarea pastoral, quisiera decir ante todo una palabra de aliento a quienes se encargan de promoverla. El mundo actual se caracteriza por el proceso de secularización que, a través de complejas circunstancias culturales y sociales, no sólo ha reivindicado una justa autonomía de la ciencia y de la organización social, sino también, a menudo, ha cancelado el vínculo de las realidades temporales con su Creador, llegando incluso a descuidar la salvaguardia de la dignidad trascendente del hombre y el respeto de su misma vida. Sin embargo, hoy la secularización, en la forma del secularismo radical, ya no satisface a los espíritus más conscientes y atentos. Esto quiere decir que se abren espacios posibles, y tal vez nuevos, para un diálogo fecundo con la sociedad y no sólo con los fieles, especialmente sobre temas importantes como los que atañen a la vida.

Esto es posible porque en las poblaciones de larga tradición cristiana siguen presentes semillas de humanismo a las que no han afectado las disputas de la filosofía nihilista; semillas que, en realidad, tienden a reforzarse cuanto más graves son los desafíos. Por lo demás, el creyente sabe bien que el Evangelio tiene una sintonía intrínseca con los valores inscritos en la naturaleza humana. La imagen de Dios está tan profundamente grabada en el alma del hombre, que difícilmente puede silenciarse del todo la voz de la conciencia. Con la parábola del sembrador, Jesús nos recuerda en el Evangelio que existe siempre un terreno fértil en el que la semilla echa raíces, germina y da fruto.
También los hombres que no se reconocen ya como miembros de la Iglesia o que incluso han perdido la luz de la fe siguen estando atentos a los valores humanos y a las contribuciones positivas que el Evangelio puede aportar al bien personal y social.

Es fácil darse cuenta de esto, sobre todo reflexionando en lo que constituye el objeto de vuestra Conferencia: los hombres de nuestro tiempo, que se han vuelto más sensibles a causa de los terribles acontecimientos que han ensombrecido el siglo XX y el inicio del actual, pueden comprender bien que la dignidad del hombre no se identifica con los genes de su ADN y no disminuye por la posible presencia de diferencias físicas o de defectos congénitos.

El principio de "no discriminación" sobre la base de factores físicos o genéticos ha penetrado profundamente en las conciencias y está formalmente enunciado en las Cartas sobre los derechos humanos. Este principio tiene su fundamento más verdadero en la dignidad ínsita en todo hombre por el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). Por otra parte, el análisis sereno de los datos científicos lleva a reconocer la presencia de esta dignidad en cada fase de la vida humana, comenzando desde el primer momento de la fecundación. La Iglesia anuncia y propone estas verdades no sólo con la autoridad del Evangelio, sino también con la fuerza que deriva de la razón, y precisamente por esto siente el deber de apelar a todos los hombres de buena voluntad, con la certeza de que la aceptación de estas verdades no puede por menos de favorecer a las personas y a la sociedad. En efecto, es preciso evitar los riesgos de una ciencia y de una tecnología que pretenden ser completamente autónomas con respecto a las normas morales inscritas en la naturaleza del ser humano.

111 No faltan en la Iglesia organismos profesionales y academias capaces de evaluar las novedades en el ámbito científico, especialmente en el mundo de la biomedicina; hay, además, organismos doctrinales dedicados específicamente a definir los valores morales que hay que salvaguardar y a formular las normas que requiere su tutela eficaz; por último, hay dicasterios pastorales, como el Consejo pontificio para la pastoral de la salud, a los que corresponde elaborar las metodologías oportunas para asegurar una presencia eficaz de la Iglesia en el ámbito pastoral. Este tercer momento es valioso no sólo para una humanización cada vez más adecuada de la medicina, sino también para asegurar una respuesta oportuna a las expectativas, por parte de las personas, de una eficaz ayuda espiritual.

Por consiguiente, es necesario dar nuevo impulso a la pastoral de la salud. Esto implica una renovación y una profundización de la misma propuesta pastoral, que tenga en cuenta el aumento del conjunto de conocimientos difundidos por los medios de comunicación en la sociedad y del nivel de instrucción más elevado de las personas a las que se dirige.

No se puede descuidar el hecho de que, cada vez con más frecuencia, no sólo los legisladores, sino también los mismos ciudadanos están llamados a expresar su pensamiento sobre problemas también científicamente cualificados y difíciles. Si falta una instrucción adecuada, más aún, una formación adecuada de las conciencias, en la orientación de la opinión pública fácilmente pueden prevalecer falsos valores o informaciones inexactas.

Adecuar la formación de los pastores y de los educadores, a fin de capacitarlos para asumir sus responsabilidades de modo coherente con su fe y al mismo tiempo en un diálogo respetuoso y leal con los no creyentes, es la tarea imprescindible de una pastoral actualizada de la salud. En particular, en el campo de las aplicaciones de la genética, hoy las familias pueden carecer de las informaciones adecuadas y tener dificultades para mantener la autonomía moral necesaria para permanecer fieles a sus opciones de vida.

Por tanto, en este sector se requiere una formación profunda y clara de las conciencias. Los actuales descubrimientos científicos afectan a la vida de las familias, impulsándolas a opciones imprevistas y delicadas, que hay que afrontar con responsabilidad. Así pues, la pastoral en el campo de la salud necesita consejeros formados y competentes. Esto permite entrever cuán compleja y exigente es hoy la gestión de este sector de actividades.

Ante estas mayores exigencias de la pastoral, la Iglesia, a la vez que sigue confiando en la luz del Evangelio y en la fuerza de la gracia, exhorta a los responsables a estudiar la metodología adecuada para prestar ayuda a las personas, a las familias y a la sociedad, conjugando fidelidad y diálogo, profundización teológica y capacidad de mediación. Para ello cuenta, en particular, con el apoyo de cuantos como vosotros, reunidos aquí para participar en esta Conferencia internacional, se interesan por los valores fundamentales en los que se basa la convivencia humana. Aprovecho de buen grado esta circunstancia para expresar a todos mi gratitud y mi aprecio por la contribución en un sector tan importante para el futuro de la humanidad. Con estos sentimientos, imploro del Señor copiosas luces sobre vuestro trabajo y, como testimonio de estima y afecto, os imparto a todos una especial bendición.


AL GRUPO DE TRABAJO DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS DE CIENCIAS Y CIENCIAS SOCIALES

Lunes 21 de noviembre de 2005



Ilustres señoras y señores:

Saludo con afecto a todos los que participan en este importante encuentro. En particular, deseo agradecer al profesor Nicola Cabibbo, presidente de la Academia pontificia de ciencias, y a la profesora Mary Ann Glendon, presidenta de la Academia pontificia de ciencias sociales, sus palabras. También me alegra saludar al cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado; al cardenal Carlo Maria Martini; y al cardenal Georges Cottier, que siempre se ha dedicado con empeño a la obra de las Academias pontificias.

Me complace particularmente que la Academia pontificia de ciencias sociales haya elegido "el concepto de persona en las ciencias sociales" como tema de estudio para este año. La persona humana está en el centro de todo el orden social y, por tanto, en el centro mismo de vuestro campo de estudio. Como dice santo Tomás de Aquino, la persona humana "significa lo que es más perfecto en la naturaleza" (Summa Theol. I 29,3). Los seres humanos son parte de la naturaleza, pero, como sujetos libres con valores morales y espirituales, la trascienden. Esta realidad antropológica es una parte integrante del pensamiento cristiano y responde directamente a los intentos de abolir el límite entre ciencias humanas y ciencias naturales, a menudo propuestos en la sociedad contemporánea.

Esta realidad, entendida correctamente, da una profunda respuesta a las cuestiones planteadas hoy sobre el estatus del ser humano. Es un tema que debe seguir formando parte del diálogo con la ciencia. La enseñanza de la Iglesia se basa en el hecho de que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, y les otorgó una dignidad superior y una misión común con respecto a toda la creación (cf. Gn 1 Gn 2).

112 De acuerdo con el designio de Dios, las personas no pueden separarse de las dimensiones física, psicológica o espiritual de la naturaleza humana. Aunque las culturas cambian con el paso del tiempo, suprimir o ignorar la naturaleza que declaran "cultivar" puede tener serias consecuencias. Del mismo modo, los individuos sólo alcanzarán su auténtica realización cuando acepten los elementos genuinos de la naturaleza que los constituye como personas.

El concepto de persona sigue contribuyendo a una profunda comprensión del carácter único y de la dimensión social de todo ser humano. Esto se verifica especialmente en las instituciones legales y sociales, donde la noción de "persona" es fundamental. Sin embargo, a veces, aunque se la reconoce en las declaraciones internacionales y en los estatutos legales, algunas culturas, especialmente cuando no están impregnadas profundamente del Evangelio, sufren el fuerte influjo de ideologías basadas en grupos o de una visión individualista y secularizada de la sociedad. La doctrina social de la Iglesia católica, que pone a la persona humana en el centro y en la base del orden social, puede ofrecer mucho a la reflexión contemporánea sobre temas sociales.

Es providencial que estemos discutiendo sobre el tema de la persona mientras rendimos un homenaje particular a mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II. En cierto modo, su incuestionable contribución al pensamiento cristiano puede entenderse como una profunda meditación sobre la persona. Enriqueció y amplió ese concepto en sus encíclicas y en otros escritos. Estos textos representan un patrimonio que hay que recibir, conservar y asimilar con atención, particularmente las Academias pontificias.

Por tanto, aprovecho con gratitud esta ocasión para descubrir esta escultura del Papa Juan Pablo II, con dos inscripciones conmemorativas, que nos recuerdan el especial interés del siervo de Dios en el trabajo de vuestras Academias, especialmente de la Academia pontificia de ciencias sociales, fundada por él en 1994. También subrayan su iluminada disposición a llegar, a través de un diálogo de salvación, al mundo de la ciencia y de la cultura, un deseo que confió de modo particular a las Academias pontificias. Pido a Dios que vuestras actividades sigan produciendo un intercambio fecundo entre la enseñanza de la Iglesia sobre la persona humana y las ciencias y las ciencias sociales, que representáis. Sobre todos los presentes en esta importante ocasión invoco abundantes bendiciones divinas.


A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIII CONFERENCIA DE LA FAO



Jueves 24 de noviembre de 2005




Señores primeros ministros;
señor presidente;
señor director general;
ilustres señoras y señores:

Me complace daros una cordial bienvenida a todos vosotros, representantes de los Estados miembros de la FAO, que participáis en la trigésima tercera conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura. Este es nuestro primer encuentro, y me permite conocer de cerca vuestros esfuerzos al servicio de un gran ideal: librar a la humanidad del hambre. Saludo a todos cordialmente y, en particular, al director general, señor Jacques Diouf. Le expreso mis mejores deseos al comienzo de su nuevo mandato.

El encuentro de hoy me brinda la ocasión para expresar mi sincero aprecio por el programa que la FAO, en sus diversas agencias, ha desarrollado desde hace sesenta años, defendiendo con competencia y profesionalidad la causa del hombre, comenzando precisamente por el derecho básico de cada persona a estar "libre del hambre". La humanidad vive actualmente una paradoja preocupante: junto a avances siempre nuevos y positivos en las áreas de la economía, la ciencia y la tecnología, se asiste a un aumento continuo de la pobreza. Estoy seguro de que la experiencia que habéis acumulado durante estos años puede ayudar a desarrollar un método adecuado para combatir con éxito el hambre y la pobreza, un método modelado por el realismo concreto que ha caracterizado siempre las intervenciones de vuestra benemérita Organización.

En estos años la FAO ha trabajado en favor de una cooperación más amplia y ha visto en el "diálogo entre las culturas" un medio específico para garantizar un mayor desarrollo y un acceso seguro a la alimentación. Hoy, más que nunca, hacen falta instrumentos concretos y eficaces para eliminar las recurrentes tentaciones de conflicto entre diferentes visiones culturales, étnicas y religiosas. Es necesario basar las relaciones internacionales en el respeto a la persona y en los principios fundamentales de coexistencia pacífica, fidelidad a los compromisos asumidos y aceptación mutua por parte de los pueblos que constituyen la familia humana. Además, es preciso reconocer que el progreso técnico, aun siendo necesario, no lo es todo. Sólo es verdadero progreso el que salvaguarda íntegramente la dignidad del ser humano y permite a cada pueblo compartir sus recursos espirituales y materiales en beneficio de todos.

113 En este contexto, deseo recordar la importancia de ayudar a las comunidades autóctonas, con demasiada frecuencia sometidas a apropiaciones indebidas realizadas con fines de lucro, como vuestra Organización ha subrayado recientemente en sus Directrices sobre el derecho a la alimentación.

No se debe olvidar tampoco que, mientras algunas áreas están sujetas a medidas y controles internacionales, millones de personas están condenadas al hambre, incluso a morir de inanición, en zonas donde tienen lugar conflictos violentos, conflictos que la opinión pública tiende a olvidar porque los considera internos, étnicos o tribales. Pero en esos conflictos se han eliminado sistemáticamente vidas humanas, mientras que la población ha sido desarraigada de sus tierras y a veces forzada, para huir de una muerte segura, a abandonar sus alojamientos precarios en los campos de refugiados.

Un signo alentador es la iniciativa de la FAO de convocar a sus Estados miembros para discutir sobre la cuestión de la reforma agraria y el desarrollo rural. No se trata de un área nueva, pero la Iglesia siempre se ha interesado por ella, preocupándose en particular por los pequeños agricultores rurales que representan una parte significativa de la población activa, especialmente en los países en vías de desarrollo. Una línea de acción podría consistir en asegurar que las poblaciones rurales cuenten con los recursos y los medios que necesitan, comenzando por la educación y la formación, así como estructuras organizativas que salvaguarden las pequeñas haciendas familiares y las cooperativas (cf. Gaudium et spes
GS 71).

Dentro de pocos días muchos de los participantes en esta Conferencia se encontrarán en Hong Kong para entablar negociaciones sobre el comercio internacional, particularmente con respecto a los productos agrícolas. La Santa Sede confía en que prevalezca un sentido de responsabilidad y solidaridad con los menos favorecidos, para que se dejen a un lado los intereses locales y la lógica del poder. No se debe olvidar que la vulnerabilidad de las áreas rurales tiene repercusiones significativas en la subsistencia de los pequeños agricultores y sus familias, si se les niega el acceso al mercado. Actuar con coherencia implica, por tanto, reconocer el papel esencial de la familia rural, guardiana de los valores y agente natural de solidaridad en las relaciones entre las generaciones. Por consiguiente, es preciso apoyar también el papel de la mujer rural y asegurar a los niños no sólo la alimentación sino también la educación básica.

Señoras y señores, consciente de la gran complejidad de vuestro trabajo, ofrezco estas reflexiones a vuestra consideración, puesto que estoy convencido de que el corazón de todos debe abrirse cada vez más a todas las personas que en nuestro mundo carecen del pan de cada día. Los trabajos de esta Conferencia mostrarán la fuerza de la creciente convicción de que hace falta una lucha valiente contra el hambre. Que Dios todopoderoso ilumine vuestras deliberaciones y os conceda la fuerza necesaria para perseverar en vuestros indispensables esfuerzos al servicio del bien común. Renuevo a todos mis mejores deseos de pleno éxito en los trabajos de vuestra Conferencia.


DURANTE LA INAUGURACIÓN DEL 85° CURSO ACADÉMICO EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN

Viernes 25 de noviembre de 2005



Rector magnífico;
ilustres decanos y profesores;
señores médicos y auxiliares;
queridos estudiantes:

Me alegra mucho visitar esta sede romana de la Universidad católica del Sagrado Corazón para inaugurar oficialmente el año académico 2005-2006. Mi pensamiento va en este momento a las otras sedes del Ateneo: a la central de Milán, cerca de la hermosa basílica de San Ambrosio, a las de Brescia, Piacenza-Cremona y Campobasso. Quisiera que en este momento toda la familia de la "Católica" se sintiera unida, bajo la mirada de Dios, al inicio de una nueva etapa del camino en el compromiso científico y formativo.

114 Aquí con nosotros están presentes espiritualmente el padre Gemelli y muchos otros hombres y mujeres que, con su entrega iluminada, han escrito la historia del Ateneo. También sentimos cercanos a los Papas, desde Benedicto XV hasta Juan Pablo II, que mantuvieron siempre un vínculo especial con esta Universidad. En efecto, mi visita de hoy se une a la que mi venerado predecesor realizó hace cinco años a esta misma sede, con la misma ocasión.

Dirijo un saludo cordial al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del Instituto Toniolo, y al rector magnífico, profesor Lorenzo Ornaghi, agradeciendo a ambos las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes. Extiendo con deferencia mi saludo a las otras ilustres personalidades religiosas y civiles que han venido, en particular al senador Emilio Colombo, que durante 48 años ha sido miembro del Comité permanente del Instituto Toniolo, presidiéndolo desde 1986 hasta 2003. Le agradezco profundamente cuanto ha hecho al servicio de la Universidad.

Al encontrarnos aquí, ilustres y queridos amigos, no podemos por menos de pensar en los momentos llenos de aprensión y conmoción que vivimos durante las últimas ocasiones en que Juan Pablo II fue internado en este Policlínico. En aquellos días, desde todas las partes del mundo se dirigía al "Gemelli" el pensamiento de los católicos, y no sólo de ellos. Desde sus habitaciones en el hospital el Papa impartió a todos una enseñanza inigualable sobre el sentido cristiano de la vida y del sufrimiento, testimoniando personalmente la verdad del mensaje cristiano. Por eso, deseo renovar la expresión de mi aprecio y agradecimiento, así como el de innumerables personas, por las solícitas atenciones prestadas al Santo Padre. Que él os obtenga a cada uno las recompensas celestiales.

La Universidad católica del Sagrado Corazón, en sus cinco sedes y catorce facultades, cuenta hoy con cerca de cuarenta mil alumnos inscritos. Resulta espontáneo pensar: ¡qué responsabilidad! Miles de jóvenes pasan por las aulas de la "Católica". ¿Cómo salen de ellas? ¿Qué cultura han encontrado, asimilado, elaborado? He aquí el gran desafío, que concierne en primer lugar al grupo directivo del Ateneo, al cuerpo docente y, por tanto, a los mismos alumnos: dar vida a una auténtica Universidad católica, que destaque por la calidad de la investigación y la enseñanza y, al mismo tiempo, por la fidelidad al Evangelio y al magisterio de la Iglesia.

A este propósito, es providencial que la Universidad católica del Sagrado Corazón esté vinculada estructuralmente a la Santa Sede a través del Instituto Toniolo de estudios superiores, cuya tarea era y es garantizar la consecución de los fines institucionales del Ateneo de los católicos italianos. Este planteamiento originario, confirmado siempre por mis predecesores, asegura de modo colegial un sólido arraigo de la Universidad en la Cátedra de Pedro y en el patrimonio de valores que le dejaron en herencia sus fundadores. Expreso mi sincero agradecimiento a todos los componentes de esta benemérita institución.

Por tanto, volvemos a la pregunta: ¿qué cultura? Me alegra que el rector, en sus palabras de introducción, haya destacado la "misión" originaria y siempre actual de la Universidad católica: hacer investigación científica y actividad didáctica según un proyecto cultural y formativo coherente, al servicio de las nuevas generaciones y del desarrollo humano y cristiano de la sociedad. A este propósito, es riquísimo el patrimonio de enseñanzas legado por el Papa Juan Pablo II, que culminó en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, de 1990. Él demostró siempre que el hecho de ser "católica" no rebaja en absoluto a la universidad, sino que más bien la valora al máximo. En efecto, si toda universidad tiene como misión fundamental "la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad" (ib., 30), una comunidad académica católica se distingue por la inspiración cristiana de las personas y de la comunidad misma, por la luz de la fe que ilumina la reflexión, por la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia y por el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios (cf. ib., 13).

Por eso, la Universidad católica es un gran laboratorio en el que, según las diversas disciplinas, se elaboran itinerarios siempre nuevos de investigación en una confrontación estimulante entre fe y razón, orientada a recuperar la síntesis armoniosa lograda por santo Tomás de Aquino y por los otros grandes del pensamiento cristiano, una síntesis contestada, lamentablemente, por importantes corrientes de la filosofía moderna. La consecuencia de esta contestación ha sido que, como criterio de racionalidad, se ha afirmado de modo cada vez más exclusivo el de la demostración mediante el experimento. Así, las cuestiones fundamentales del hombre —como vivir y morir— quedan excluidas del ámbito de la racionalidad, y se dejan a la esfera de la subjetividad.

Como consecuencia, al final desaparece la cuestión que dio origen a la universidad —la cuestión de la verdad y del bien—, siendo sustituida por la cuestión de la factibilidad. Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser mismo y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios.

Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Cristo, que unió en sí a Dios y al hombre, la eternidad y el tiempo, el espíritu y la materia. "En el principio existía el Verbo —el Logos, la razón creadora—. (...) Y el Verbo se hizo carne" (
Jn 1,1 Jn 1,14). El Logos divino, la razón eterna, está en el origen del universo, y en Cristo se unió una vez para siempre a la humanidad, al mundo y a la historia. A la luz de esta verdad capital de fe y, al mismo tiempo, de razón, es posible nuevamente, en el tercer milenio, conjugar fe y ciencia.

Sobre esta base se desarrolla el trabajo diario de una universidad católica. ¿No es una aventura que entusiasma? Sí, lo es porque, moviéndose dentro de este horizonte de sentido, se descubre la unidad intrínseca que existe entre las diversas ramas del saber: la teología, la filosofía, la medicina, la economía, cada disciplina, incluidas las tecnologías más especializadas, porque todo está unido.
Elegir la Universidad católica significa elegir este planteamiento que, a pesar de sus inevitables límites históricos, caracteriza la cultura de Europa, a cuya formación las universidades nacidas históricamente "ex corde Ecclesiae" han dado efectivamente una aportación fundamental.

115 Por tanto, queridos amigos, con renovado amor a la verdad y al hombre echad las redes mar adentro, en la alta mar del saber, confiando en la palabra de Cristo, aun cuando sintáis el cansancio y la desilusión de no haber "pescado" nada. En el vasto mar de la cultura Cristo necesita siempre "pescadores de hombres", es decir, personas de conciencia y bien preparadas, que pongan su competencia profesional al servicio del bien, es decir, en último término, del reino de Dios.
También el trabajo de investigación dentro de la universidad, si se realiza desde una perspectiva de fe, ya forma parte de este servicio al Reino y al hombre. Pienso en toda la investigación que se lleva a cabo en los múltiples institutos de la Universidad católica: está destinada a la gloria de Dios y a la promoción espiritual y material de la humanidad. En este momento pienso en particular en el instituto científico que vuestro Ateneo quiso ofrecer al Papa Juan Pablo II el 9 de noviembre de 2000, con ocasión de su visita a esta sede para inaugurar solemnemente el año académico.

Deseo afirmar que el "Instituto científico internacional Pablo VI de investigación sobre la fertilidad e infertilidad humana para una procreación responsable" me interesa mucho. En efecto, por sus finalidades institucionales se presenta como ejemplo elocuente de la síntesis entre verdad y amor que constituye el centro vital de la cultura católica. Ese Instituto, nacido para responder al llamamiento realizado por el Papa Pablo VI en la encíclica Humanae vitae, se propone dar una base científica segura tanto a la regulación natural de la fertilidad humana como al compromiso de superar de modo natural la posible infertilidad. Haciendo míos el aprecio y la gratitud de mi venerado predecesor por esta iniciativa científica, deseo que tenga el apoyo necesario en la prosecución de su importante actividad de investigación.

Ilustres profesores y queridos alumnos, el año académico que hoy inauguramos es el 85° de la historia de la Universidad católica del Sagrado Corazón. En efecto, las clases comenzaron en Milán en diciembre de 1921, con cien inscritos, en las dos facultades: ciencias sociales y filosofía. A la vez que con vosotros doy gracias al Señor por el largo y fecundo camino realizado, os exhorto a permanecer fieles al espíritu de los comienzos, así como a los Estatutos, que son la base de esta institución. Así podréis realizar una fecunda y armoniosa síntesis entre la identidad católica y la plena inserción en el sistema universitario italiano, según el proyecto de Giuseppe Toniolo y del padre Agostino Gemelli. Este es el deseo que expreso hoy a todos vosotros: seguid construyendo día a día, con entusiasmo y alegría, la Universidad católica del Sagrado Corazón. Es un compromiso que acompaño con mi oración y con una especial bendición apostólica.



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