Discursos 2006 13

A LA COMISIÓN PREPARATORIA


DE LA III ASAMBLEA ECUMÉNICA EUROPEA


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Jueves 26 de enero de enero



Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os doy la bienvenida y os agradezco vuestra presencia. Os saludo a cada uno y, a través de vosotros, saludo a las Conferencias episcopales, a las comunidades y a los organismos ecuménicos de Europa. Dirijo un saludo especial a los presidentes del Consejo de Conferencias episcopales de Europa y de la Conferencia de Iglesias europeas, y les agradezco que hayan querido hacerse intérpretes de vuestros sentimientos fraternos. Vuestra visita es una ocasión ulterior para manifestar los vínculos de comunión que nos unen en Cristo, y renovar la voluntad de trabajar juntos para que se llegue cuanto antes a la unidad plena.

Me alegra particularmente reunirme hoy de nuevo con vosotros, después de haber participado ayer, en la basílica de San Pablo, en la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Habéis querido comenzar vuestra peregrinación ecuménica europea, que culminará en la asamblea de Sibiu (Rumanía), en septiembre de 2007, precisamente aquí, desde Roma, donde tuvieron lugar el anuncio y el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Y esto es muy significativo, porque los Apóstoles fueron los primeros en anunciar el Evangelio que, como cristianos, estamos llamados a proclamar y testimoniar a la Europa de hoy. Precisamente para dar mayor eficacia a este anuncio, queremos avanzar con valentía por el camino de la búsqueda de la comunión plena. El tema que habéis elegido para este itinerario espiritual —"La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa"— indica que la verdadera prioridad para Europa es esta: esforzarse para que la luz de Cristo resplandezca e ilumine con renovado vigor los pasos del continente europeo al inicio del nuevo milenio. Deseo que cada etapa de esta peregrinación esté marcada por la luz de Cristo y que la próxima Asamblea ecuménica europea contribuya a lograr que los cristianos de nuestros países tomen mayor conciencia de su deber de testimoniar la fe en el contexto cultural actual, a menudo marcado por el relativismo y la indiferencia. Se trata de un servicio indispensable que es preciso prestar a la Comunidad europea, la cual durante estos años ha ensanchado sus confines.

En efecto, para que sea fructuoso el proceso de unificación que ha puesto en marcha, Europa necesita redescubrir sus raíces cristianas, dando cabida a los valores éticos que forman parte de su vasto y consolidado patrimonio espiritual. A los discípulos de Cristo nos corresponde la tarea de ayudar a Europa a tomar conciencia de esta peculiar responsabilidad suya en el concierto de los pueblos. Sin embargo, la presencia de los cristianos sólo será eficaz e iluminadora si tenemos la valentía de recorrer con decisión el camino de la reconciliación y de la unidad. Me viene a la memoria el interrogante que mi amado predecesor Juan Pablo II se planteó en la homilía durante la celebración ecuménica con ocasión de la I Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Europa, el 7 de diciembre de 1991: "En Europa, que está en camino hacia su unidad política, ¿podemos admitir que precisamente la Iglesia de Cristo sea un factor de desunión y de discordia? ¿No sería este uno de los mayores escándalos de nuestro tiempo?" (n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1991, p. 18).

¡Cuán importante es encontrar en Cristo la luz para avanzar de manera concreta hacia la unidad! Todos debemos hacer este esfuerzo, queridos representantes de las Iglesias y de las comunidades eclesiales en Europa, porque todos tenemos una responsabilidad específica por lo que concierne al camino ecuménico de los cristianos en nuestro continente y en el resto del mundo. Después de la caída del muro que separaba a los países de Oriente y Occidente en Europa es más fácil el encuentro entre los pueblos; hay más oportunidades de aumentar el conocimiento y la estima recíproca, con un enriquecedor intercambio mutuo de dones; se siente la necesidad de afrontar unidos los grandes desafíos del momento, comenzando por el de la modernidad y la secularización.
La experiencia demuestra ampliamente que el diálogo sincero y fraterno engendra confianza, elimina temores y prejuicios, supera dificultades y abre a la confrontación serena y constructiva.

Queridos amigos, por lo que me concierne, renuevo aquí mi firme voluntad, manifestada al principio de mi pontificado, de asumir como compromiso prioritario el trabajar, sin ahorrar energías, en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Os agradezco una vez más vuestra grata visita y pido a Dios que acompañe con su Espíritu vuestros esfuerzos para preparar la próxima Asamblea ecuménica europea en Sibiu. El Señor bendiga a vuestras familias, a las comunidades, a las Iglesias y a todos los que en cada región de Europa se proclaman discípulos de Cristo.


AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO EN VISITA "AD LIMINA

Viernes 27 de enero



Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

15 Me alegra dirigiros mi saludo fraterno, mientras realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum. Al venir a fortalecer vuestros vínculos de comunión con el Obispo de Roma y, de este modo, con todo el Colegio episcopal, deseáis manifestar vuestra adhesión, así como la de todos vuestros fieles, al Sucesor de Pedro. Deseo que vuestra oración común ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y vuestros encuentros con la Curia romana os procuren alegría y consuelo en vuestro ministerio, y os den nuevo impulso.

Saludo con afecto a los pastores y a los fieles de las provincias eclesiásticas de Kinshasa, Mbandaka-Bikoro y Kananga, en las que tenéis la misión de edificar el Cuerpo de Cristo y guiar al pueblo de Dios. En el momento en que los católicos de la República Democrática del Congo, juntamente con todas las personas de buena voluntad, se disponen a vivir acontecimientos importantes para el futuro de su nación, quisiera manifestar mi cercanía espiritual, elevando al Señor una ferviente oración para que perseveren, con firme esperanza, en la edificación de la paz y la fraternidad.

En estos últimos años vuestro país ha vivido al ritmo de conflictos sangrientos, que han dejado profundas cicatrices en la memoria de los pueblos. Durante esta tragedia, que ha afectado en particular al este de vuestro país, habéis denunciado, con vigorosos mensajes, los abusos actuales, exhortando a los protagonistas locales a dar prueba de responsabilidad y de valentía, para que las poblaciones puedan vivir en paz y con seguridad. Animo a la Conferencia episcopal a permanecer vigilante para acompañar, mediante un trabajo concertado y audaz, los progresos actuales.

Los tiempos fuertes de la vida eclesial han marcado estos años. Usted, señor cardenal, ha recordado el gran jubileo de la Encarnación. También ha señalado el año 2005, durante el cual se celebró el décimo aniversario de la publicación de la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa. Al convocar esa Asamblea, el Papa Juan Pablo II deseaba promover una solidaridad pastoral orgánica en el continente africano para que la Iglesia lleve un mensaje de fe, de esperanza y de caridad creíble a todos los hombres de buena voluntad, con vistas a un nuevo impulso misionero de las Iglesias particulares.

Ahora que algunas diócesis celebran el centenario de su evangelización, deseo que cada uno de vosotros procure analizar la cuestión central de la propuesta del Evangelio y saque sus consecuencias pastorales para la vida de las comunidades locales, a fin de que el celo apostólico de los pastores y de los fieles se renueve y la reconstrucción moral, espiritual y material una a las comunidades en una sola familia, signo de fraternidad para vuestros contemporáneos.

Con una atención cada vez mayor a las inspiraciones del Espíritu y una intimidad cada vez más profunda con Cristo, la Iglesia cumple su misión profética de anunciar el Evangelio con valentía y entusiasmo. Esta misión, a la que el Señor resucitado llama a sus discípulos, que no pueden sustraerse a ella, os corresponde a vosotros de un modo especial, queridos hermanos en el episcopado, puesto que "la actividad evangelizadora del obispo, orientada a conducir a los hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su paternidad" (Pastores gregis ).

Por tanto, os exhorto a proclamar sin cesar, con el ejemplo y la santidad de vuestra vida estrechamente unida a Cristo, el Evangelio de Cristo y a dejaros renovar por él, recordando que la Iglesia vive del Evangelio, sacando continuamente de él orientaciones para su camino. El Evangelio puede iluminar a fondo las conciencias y transformar desde el interior las culturas, a condición de que cada fiel se deje alcanzar en su vida personal y comunitaria por la palabra de Cristo, que invita, mediante una conversión auténtica y duradera, a una respuesta de fe personal y adulta, con vistas a una fecundidad social y a una fraternidad entre todos. Que vuestra caridad, vuestra humildad y vuestra sencillez de vida sean también para vuestros sacerdotes y vuestros fieles un testimonio estimulante, para que todos progresen de verdad por el camino de la santidad.

Señaláis la necesidad de llevar a cabo una profunda evangelización de los fieles. Las comunidades eclesiales vivas, presentes en todos los lugares de vuestras diócesis, reflejan bien esta evangelización de cercanía que hace a los fieles cada vez más adultos en su fe, con espíritu de fraternidad evangélica, según el cual todos se esfuerzan por analizar juntos los diversos aspectos de la vida eclesial, sobre todo la oración, la evangelización, la atención a los más pobres y la autofinanciación de las parroquias. Estas comunidades constituyen también una valiosa defensa contra la ofensiva de las sectas, que explotan la credulidad de los fieles y los confunden, proponiéndoles una falsa visión de la salvación y del Evangelio, y una moral complaciente.

Desde esta perspectiva, os animo a vigilar con la máxima atención la calidad de la formación permanente de los responsables de estas comunidades, principalmente de los catequistas, cuya entrega y espíritu eclesial aprecio, y a procurar que dispongan de las condiciones espirituales, intelectuales y materiales que les permitan cumplir lo mejor posible su misión, bajo la responsabilidad de los pastores. Velad también para que estas comunidades eclesiales vivas sean verdaderamente misioneras, deseosas no sólo de acoger el Evangelio de Cristo, sino también de testimoniarlo ante los hombres.

Los fieles, alimentados con la palabra de Cristo y los sacramentos de la Iglesia, encontrarán la alegría y la fuerza necesarias para el testimonio valiente de la esperanza cristiana. Sobre todo en estos tiempos, particularmente decisivos para la vida de vuestro país, recordad a los fieles laicos que es urgente que promuevan la renovación del orden temporal, exhortándolos a "ejercer en el tejido social un influjo dirigido a transformar no solamente las mentalidades, sino las mismas estructuras de la sociedad, de modo que se reflejen mejor los designios de Dios sobre la familia humana" (Ecclesia in Africa ).

Mi pensamiento se dirige afectuosamente a todos vuestros sacerdotes, diocesanos y miembros de institutos, colaboradores del orden episcopal, establecidos por Cristo como ministros al servicio del pueblo de Dios y de todos los hombres. Conozco las difíciles condiciones en las que muchos de ellos cumplen su misión, y les agradezco su servicio, a menudo heroico, con vistas al crecimiento espiritual de sus comunidades. Con vuestra presencia estable en vuestras diócesis, manifestadles vuestra cercanía, desarrollando una capacidad de diálogo confiado con ellos y estando atentos a su crecimiento humano, intelectual y espiritual para que, mediante la búsqueda de la santidad en el ejercicio mismo de su ministerio, sean auténticos educadores de la fe y modelos de caridad para los fieles.

16 Os corresponde asimismo exhortar a vuestros sacerdotes a la excelencia en la vida espiritual y moral, recordándoles en particular el vínculo único que une al sacerdote con Cristo, y cuyo celibato sacerdotal, vivido en la castidad perfecta, manifiesta la profundidad y el carácter vital. Velad también por su formación permanente, para que puedan penetrar cada vez más a fondo en el misterio de Cristo. Que iluminen la conciencia de los fieles y edifiquen comunidades cristianas sólidas y misioneras con sus raíces y su centro en la Eucaristía, que ellos presiden en nombre de Cristo.

"Todos los presbíteros, junto con los obispos, participan del único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo, de manera que la unidad misma de consagración y misión exige su comunión jerárquica con el orden episcopal" (Presbyterorum ordinis
PO 7). Desde esta perspectiva, también os animo a desarrollar cada vez más los vínculos de comunión en el seno de vuestro presbiterio diocesano. Como señaláis en vuestras relaciones quinquenales, la persistencia de los conflictos a veces afecta negativamente a la unidad del presbiterio, favoreciendo el desarrollo del tribalismo y de luchas de poder nefastas para la edificación del Cuerpo de Cristo, y fuente de confusión para los fieles.

Os exhorto a cada uno a recuperar esta profunda fraternidad sacerdotal, que es propia de los ministros ordenados, para que realicen la unidad que atrae a los hombres hacia Cristo. Impulsad a vuestros sacerdotes a animarse mutuamente en la práctica de la caridad fraterna, proponiéndoles en particular algunas formas de vida comunitaria, para ayudarles a crecer juntos en la santidad, con fidelidad a su vocación y a su misión, en plena comunión con vosotros.

A vosotros os corresponde prestar una atención constante a la calidad de la formación de los futuros sacerdotes. Con vosotros, doy gracias por la generosidad de numerosos jóvenes que, habiendo escuchado la llamada de Cristo a ponerse a su servicio como sacerdotes en la Iglesia, son admitidos a proseguir su discernimiento en los seminarios. Pero es importante -se trata de una exigencia pastoral para el obispo, primer representante de Cristo en la formación sacerdotal- que la Iglesia cumpla cada vez más su grave responsabilidad en el acompañamiento y en el discernimiento de las vocaciones sacerdotales.

Esto vale en especial para la elección de los formadores, cuyo exigente trabajo alabo aquí, en torno a los cuales, bajo la autoridad del rector, se edifica la comunidad del seminario. Que su madurez humana y espiritual, su amor a la Iglesia y su prudencia pastoral les ayuden a cumplir con justicia y seguridad la hermosa misión de comprobar las capacidades espirituales, humanas e intelectuales de los candidatos al sacerdocio.

Para concluir, hago mías las observaciones que los padres sinodales expresaron muy acertadamente sobre las aptitudes fundamentales que se deben adquirir con vistas a un ministerio sacerdotal fecundo: "Hay que preocuparse de formar a los futuros sacerdotes en los verdaderos valores culturales de sus respectivos países, en el sentido de la honradez, la responsabilidad y la fidelidad a la palabra dada, (...) de modo que sean sacerdotes espiritualmente firmes y disponibles, entregados a la causa del Evangelio, capaces de administrar con transparencia los bienes de la Iglesia y de llevar una vida sencilla, de acuerdo con su ambiente" (Ecclesia in Africa ).

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro, os invito a la esperanza. La buena nueva se anuncia desde hace más de un siglo en vuestra tierra. Doy gracias al Señor por el trabajo generoso de todos los agentes de la evangelización, entre los cuales figuran numerosos misioneros, que han permitido la implantación y el crecimiento de vuestra Iglesia. Hoy os animo a proseguir con valentía la evangelización que vuestros predecesores iniciaron. Iglesia de Dios en la República democrática del Congo, ¡no pierdas jamás la alegría de creer y de dar a conocer el Evangelio de Cristo Salvador! Que vuestras comunidades, sostenidas por los testigos de la fe en vuestro país, sobre todo por la beata María Clementina Anuarite Nengapeta y el beato Isidoro Bakanja, sean signos proféticos de una humanidad renovada por Cristo, humanidad sin rencor ni miedo.

Encomendándoos a la maternal intercesión de la Virgen María, os imparto de buen grado una afectuosa bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.


A LAS ASOCIACIONES CRISTIANAS DE TRABAJADORES ITALIANOS (ACLI)

Viernes 27 de enero de 2006



Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos miembros de las ACLI:

17 Nos encontramos hoy con ocasión del sexagésimo aniversario de la fundación de las Asociaciones cristianas de trabajadores italianos. Saludo al presidente Luigi Bobba, y le agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido y que me han conmovido verdaderamente; saludo a los demás dirigentes y a cada uno de vosotros. Dirijo un saludo especial a los obispos y a los sacerdotes que os acompañan y cuidan de vuestra formación espiritual.

Vuestra asociación nació por la intuición clarividente del Papa Pío XII, de venerada memoria, que quiso dar cuerpo a una presencia visible y eficaz de los católicos italianos en el mundo del trabajo, sirviéndose de la valiosa colaboración del entonces sustituto de la Secretaría de Estado, Giovanni Battista Montini. Diez años más tarde, el 1 de mayo de 1955, el mismo Pontífice instituyó la fiesta de San José obrero, para proponer a todos los trabajadores del mundo el camino de la santificación personal a través del trabajo, y restituir así al esfuerzo diario la perspectiva de una auténtica humanización. También hoy la cuestión del trabajo, en el centro de cambios rápidos y complejos, sigue interpelando la conciencia humana y exige que no se pierda de vista el principio de fondo que debe orientar toda opción concreta: el bien de cada ser humano y de toda la sociedad.

Dentro de esta fidelidad fundamental al proyecto originario de Dios, quisiera releer ahora brevemente con vosotros y para vosotros las tres "consignas" o "fidelidades" que históricamente os habéis comprometido a encarnar en vuestra multiforme actividad. La primera fidelidad que las ACLI están llamadas a vivir es la fidelidad a los trabajadores.La persona es "la medida de la dignidad del trabajo" (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 271). Por eso, el Magisterio ha recordado siempre la dimensión humana de la actividad laboral, orientándola a su verdadera finalidad, sin olvidar que el coronamiento de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del descanso. Por consiguiente, exigir que el domingo no se homologue a todos los demás días de la semana es una opción de civilización.

De la primacía del valor ético del trabajo humano derivan otras prioridades: la del hombre sobre el trabajo mismo (cf. Laborem exercens
LE 12), la del trabajo sobre el capital (cf. ib.) y la del destino universal de los bienes sobre el derecho a la propiedad privada (cf. ib., LE 14): en suma, la prioridad del ser sobre el tener (cf. ib., LE 20). Esta jerarquía de prioridades muestra con claridad que el ámbito del trabajo, con pleno derecho, forma parte de la cuestión antropológica.

En este campo emerge hoy una nueva e inédita consecuencia de la cuestión social relacionada con la defensa de la vida. Vivimos en un tiempo en el que la ciencia y la técnica brindan posibilidades extraordinarias de mejorar la existencia de todos. Pero un uso incorrecto de este poder puede provocar graves e irreparables amenazas contra el destino de la vida misma. Por tanto, hay que reafirmar la enseñanza del amado Juan Pablo II, que nos invitó a ver en la vida la nueva frontera de la cuestión social (cf. Evangelium vitae EV 20). La defensa de la vida, desde su concepción hasta su término natural, y dondequiera que se vea amenazada, ofendida o ultrajada, es el primer deber en el que se expresa una auténtica ética de la responsabilidad, que se extiende coherentemente a todas las demás formas de pobreza, de injusticia y de exclusión.

La segunda consigna a la que quisiera animaros es, de acuerdo con el espíritu de vuestros padres fundadores, la fidelidad a la democracia, la única que puede garantizar la igualdad y los derechos de todos. En efecto, se da una especie de dependencia recíproca entre democracia y justicia, que impulsa a todos a comprometerse de modo responsable para que se salvaguarde el derecho de cada uno, especialmente de los débiles o marginados. La justicia es el banco de prueba de una auténtica democracia.

Dicho esto, no hay que olvidar que la búsqueda de la verdad constituye al mismo tiempo la condición de posibilidad de una democracia real y no aparente: "Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (Centesimus annus CA 46). De aquí la invitación a trabajar para que aumente el consenso en torno a un marco de referencias comunes. De lo contrario, el llamamiento a la democracia corre el riesgo de ser una mera formalidad de procedimiento, que perpetúa las diferencias y acentúa los problemas.

La tercera consigna es la fidelidad a la Iglesia. Sólo una adhesión cordial y apasionada al camino eclesial garantizará la identidad necesaria, que se hace presente en todos los ámbitos de la sociedad y del mundo, sin perder el sabor y el aroma del Evangelio. Con razón, las palabras que Juan Pablo II os dirigió el 1 de mayo de 1995 —"Sólo el Evangelio renueva las ACLI"— indican aún hoy a vuestra asociación el camino real, dado que os alientan a poner en el centro de la vida asociativa la palabra de Dios y a considerar la evangelización como parte integrante de vuestra misión.

Además, la presencia de los sacerdotes, para acompañaros en vuestra vida espiritual, os ayuda a valorar vuestra relación con la Iglesia local y a fortalecer vuestro compromiso ecuménico y de diálogo interreligioso. Como laicos y trabajadores cristianos asociados, cuidad siempre la formación de vuestros miembros y dirigentes, desde la perspectiva del servicio peculiar al que estáis llamados. Como testigos del Evangelio y constructores de vínculos fraternos, estad presentes con valentía en los ámbitos cruciales de la vida social.

Queridos amigos, el hilo conductor de la celebración de vuestro sexagésimo aniversario ha sido volver a interpretar estas históricas "fidelidades", valorando la cuarta consigna con la que el venerado Juan Pablo II os exhortó a "ensanchar los confines de vuestra acción social" (Discurso a las ACLI, 27 de abril de 2002, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de mayo de 2002, p. 10). Que este compromiso para el futuro de la humanidad esté animado siempre por la esperanza cristiana. Así también vosotros, como testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo, contribuiréis a infundir nuevo dinamismo a la gran tradición de las Asociaciones cristianas de trabajadores italianos y, bajo la acción del Espíritu Santo, podréis cooperar a renovar la faz de la tierra. Que Dios os acompañe y la Virgen santísima os proteja a vosotros, a vuestras familias y todas vuestras iniciativas. Os bendigo con afecto, asegurándoos un recuerdo especial en mi oración.


A LOS PRELADOS AUDITORES, DEFENSORES DEL VÍNCULO Y ABOGADOS DE LA ROTA ROMANA

Sábado 28 de enero de 2006



Ilustres jueces,
18 oficiales y colaboradores del Tribunal apostólico de la Rota romana:

Ha pasado casi un año desde el último encuentro de vuestro tribunal con mi amado predecesor Juan Pablo II. Fue el último de una larga serie. De la inmensa herencia que él nos dejó también en materia de derecho canónico, quisiera señalar hoy en particular la Instrucción Dignitas connubii, sobre el procedimiento que se ha de seguir en las causas de nulidad matrimonial. Con ella se quiso elaborar una especie de vademécum, que no sólo recoge las normas vigentes en esta materia, sino que también las enriquece con otras disposiciones, necesarias para la aplicación correcta de las primeras. La mayor contribución de esa Instrucción, que espero sea aplicada íntegramente por los agentes de los tribunales eclesiásticos, consiste en indicar en qué medida y de qué modo deben aplicarse en las causas de nulidad matrimonial las normas contenidas en los cánones relativos al juicio contencioso ordinario, cumpliendo las normas especiales dictadas para las causas sobre el estado de las personas y para las de bien público.

Como sabéis bien, la atención prestada a los procesos de nulidad matrimonial trasciende cada vez más el ámbito de los especialistas. En efecto, las sentencias eclesiásticas en esta materia influyen en que muchos fieles puedan o no recibir la Comunión eucarística. Precisamente este aspecto, tan decisivo desde el punto de vista de la vida cristiana, explica por qué, durante el reciente Sínodo sobre la Eucaristía, muchas veces se hizo referencia al tema de la nulidad matrimonial.

A primera vista, podría parecer que la preocupación pastoral que se reflejó en los trabajos del Sínodo y el espíritu de las normas jurídicas recogidas en la Dignitas connubii son dos cosas profundamente diferentes, incluso casi contrapuestas. Por una parte, parecería que los padres sinodales invitaban a los tribunales eclesiásticos a esforzarse para que los fieles que no están casados canónicamente puedan regularizar cuanto antes su situación matrimonial y volver a participar en el banquete eucarístico. Por otra, en cambio, la legislación canónica y la reciente Instrucción parecerían poner límites a ese impulso pastoral, como si la preocupación principal fuera cumplir las formalidades jurídicas previstas, con el peligro de olvidar la finalidad pastoral del proceso.

Detrás de este planteamiento se oculta una supuesta contraposición entre derecho y pastoral en general. No pretendo afrontar ahora a fondo esta cuestión, ya tratada por Juan Pablo II en repetidas ocasiones, sobre todo en el discurso de 1990 a la Rota romana (cf. AAS 82 [1990] 872-877). En este primer encuentro con vosotros prefiero centrarme, más bien, en lo que representa el punto de encuentro fundamental entre derecho y pastoral: el amor a la verdad. Por lo demás, con esta afirmación me remito idealmente a lo que mi venerado predecesor os dijo precisamente en el discurso del año pasado (cf. AAS 97 [2005] 164-166).

El proceso canónico de nulidad del matrimonio constituye esencialmente un instrumento para certificar la verdad sobre el vínculo conyugal. Por consiguiente, su finalidad constitutiva no es complicar inútilmente la vida a los fieles, ni mucho menos fomentar su espíritu contencioso, sino sólo prestar un servicio a la verdad. Por lo demás, la institución del proceso en general no es, de por sí, un medio para satisfacer un interés cualquiera, sino un instrumento cualificado para cumplir el deber de justicia de dar a cada uno lo suyo.

El proceso, precisamente en su estructura esencial, es una institución de justicia y de paz. En efecto, el proceso tiene como finalidad la declaración de la verdad por parte de un tercero imparcial, después de haber ofrecido a las partes las mismas oportunidades de aducir argumentaciones y pruebas dentro de un adecuado espacio de discusión. Normalmente, este intercambio de opiniones es necesario para que el juez pueda conocer la verdad y, en consecuencia, decidir la causa según la justicia. Así pues, todo sistema procesal debe tender a garantizar la objetividad, la tempestividad y la eficacia de las decisiones de los jueces.

También en esta materia es de importancia fundamental la relación entre la razón y la fe. Si el proceso responde a la recta razón, no puede sorprender que la Iglesia haya adoptado la institución procesal para resolver cuestiones intraeclesiales de índole jurídica. Así se fue consolidando una tradición ya plurisecular, que se conserva hasta nuestros días en los tribunales eclesiásticos de todo el mundo. Además, conviene tener presente que el derecho canónico ha contribuido de modo muy notable, en la época del derecho clásico medieval, a perfeccionar la configuración de la misma institución procesal.

Su aplicación en la Iglesia atañe ante todo a los casos en los que, estando disponible la materia del pleito, las partes podrían llegar a un acuerdo que resolviera el litigio, pero por varios motivos eso no acontece. Al recurrir a un proceso para tratar de determinar lo que es justo, no se pretende acentuar los conflictos, sino hacerlos más humanos, encontrando soluciones objetivamente adecuadas a las exigencias de la justicia.

Naturalmente, esta solución por sí sola no basta, pues las personas necesitan amor, pero, cuando resulta inevitable, constituye un paso significativo en la dirección correcta. Además, los procesos pueden versar también sobre materias que exceden la capacidad de disponer de las partes, en la medida en que afectan a los derechos de toda la comunidad eclesial. Precisamente en este ámbito se sitúa el proceso para declarar la nulidad de un matrimonio: en efecto, el matrimonio, en su doble dimensión, natural y sacramental, no es un bien del que puedan disponer los cónyuges y, teniendo en cuenta su índole social y pública, tampoco es posible imaginar alguna forma de autodeclaración.

En este punto, viene espontáneamente la segunda observación. En sentido estricto, ningún proceso es contra la otra parte, como si se tratara de infligirle un daño injusto. Su finalidad no es quitar un bien a nadie, sino establecer y defender la pertenencia de los bienes a las personas y a las instituciones. En la hipótesis de nulidad matrimonial, a esta consideración, que vale para todo proceso, se añade otra más específica. Aquí no hay algún bien sobre el que disputen las partes y que deba atribuirse a una o a otra. En cambio, el objeto del proceso es declarar la verdad sobre la validez o invalidez de un matrimonio concreto, es decir, sobre una realidad que funda la institución de la familia y que afecta en el máximo grado a la Iglesia y a la sociedad civil.

19 En consecuencia, se puede afirmar que en este tipo de procesos el destinatario de la solicitud de declaración es la Iglesia misma. Teniendo en cuenta la natural presunción de validez del matrimonio formalmente contraído, mi predecesor Benedicto XIV, insigne canonista, ideó e hizo obligatoria la participación del defensor del vínculo en dichos procesos (cf. const. ap. Dei miseratione, 3 de noviembre de 1741). De ese modo se garantiza más la dialéctica procesal, orientada a certificar la verdad.

El criterio de la búsqueda de la verdad, del mismo modo que nos guía a comprender la dialéctica del proceso, puede servirnos también para captar el otro aspecto de la cuestión: su valor pastoral, que no puede separarse del amor a la verdad. En efecto, puede suceder que la caridad pastoral a veces esté contaminada por actitudes de complacencia con respecto a las personas. Estas actitudes pueden parecer pastorales, pero en realidad no responden al bien de las personas y de la misma comunidad eclesial. Evitando la confrontación con la verdad que salva, pueden incluso resultar contraproducentes en relación con el encuentro salvífico de cada uno con Cristo. El principio de la indisolubilidad del matrimonio, reafirmado por Juan Pablo II con fuerza en esta sede (cf. los discursos del 21 de enero de 2000, en AAS 92 [2000] 350-355, y del 28 de enero de 2002, en AAS 94 [2002] 340-346), pertenece a la integridad del misterio cristiano.

Hoy constatamos, por desgracia, que esta verdad se ve a veces oscurecida en la conciencia de los cristianos y de las personas de buena voluntad. Precisamente por este motivo es engañoso el servicio que se puede prestar a los fieles y a los cónyuges no cristianos en dificultad fortaleciendo en ellos, tal vez sólo implícitamente, la tendencia a olvidar la indisolubilidad de su unión. De ese modo, la posible intervención de la institución eclesiástica en las causas de nulidad corre el peligro de presentarse como mera constatación de un fracaso.

Con todo, la verdad buscada en los procesos de nulidad matrimonial no es una verdad abstracta, separada del bien de las personas. Es una verdad que se integra en el itinerario humano y cristiano de todo fiel. Por tanto, es muy importante que su declaración se produzca en tiempos razonables.
Ciertamente, la divina Providencia sabe sacar bien del mal, incluso cuando las instituciones eclesiásticas descuidaran su deber o cometieran errores. Pero es una obligación grave hacer que la actuación institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles.

Además, la sensibilidad pastoral debe llevar a esforzarse por prevenir las nulidades matrimoniales cuando se admite a los novios al matrimonio y a procurar que los cónyuges resuelvan sus posibles problemas y encuentren el camino de la reconciliación. Sin embargo, la misma sensibilidad pastoral ante las situaciones reales de las personas debe llevar a salvaguardar la verdad y a aplicar las normas previstas para protegerla en el proceso.

Deseo que estas reflexiones ayuden a hacer comprender mejor que el amor a la verdad une la institución del proceso canónico de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral que debe animar esos procesos. En esta clave de lectura, la Instrucción Dignitas connubii y las preocupaciones que emergieron en el último Sínodo resultan totalmente convergentes. Amadísimos hermanos, realizar esta armonía es la tarea ardua y fascinante por cuyo discreto cumplimiento la comunidad eclesial os está muy agradecida. Con el cordial deseo de que vuestra actividad judicial contribuya al bien de todos los que se dirigen a vosotros y los favorezca en el encuentro personal con la Verdad, que es Cristo, os bendigo con gratitud y afecto.


Discursos 2006 13