Discursos 2007 56


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LOS EMPLEADOS DE LA FÁBRICA DE SAN PEDRO

Miércoles 14 de marzo de 2007



57 Venerados hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

Me alegra mucho este encuentro con vosotros, que tiene lugar en la sede de una antigua e ilustre institución pontificia: la Fábrica de San Pedro. Saludo ante todo al arzobispo mons. Angelo Comastri, arcipreste de la basílica de San Pedro y vuestro presidente, que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes.

Saludo asimismo al obispo mons. Vittorio Lanzani, delegado de la misma Fábrica, y a cada uno de vosotros. Trabajáis en un lugar, la veneranda basílica del Apóstol, que es el corazón de la Iglesia católica: un corazón que late, gracias al Espíritu Santo que lo mantiene siempre vivo, pero también gracias a la actividad de quienes diariamente lo hacen funcionar.

Hace poco se celebró el V centenario de la colocación de la primera piedra de la segunda basílica vaticana, como recordó mons. Comastri. Cinco siglos, y a pesar de todo sigue siempre viva y joven; no es un museo, es un organismo espiritual, y también las piedras participan de esta vitalidad. Vosotros, los que trabajáis aquí, sois "piedras vivas", como escribía el apóstol san Pedro, piedras vivas del edificio espiritual que es la Iglesia.

Me complace este encuentro, aunque breve, con el que en cierto modo se clausuran las celebraciones del V centenario de la basílica vaticana, donde realizáis concretamente vuestro trabajo. Quisiera aprovechar la ocasión para recordar, en este momento, a todos vuestros compañeros que os han precedido en los quinientos años pasados. A vosotros os expreso mi gratitud por lo que hacéis, con empeño y competencia, para que este "corazón" de la Iglesia, como decía antes, pueda seguir "latiendo" con perenne vitalidad: atrayendo a sí a hombres y mujeres del mundo entero y ayudándoles a realizar una experiencia espiritual que marque su vida.

En efecto, gracias a vuestra contribución, casi siempre oculta pero siempre oportuna, numerosas personas, peregrinos de todas las partes del mundo, pueden vivir con fruto su peregrinación, o simplemente su visita a la basílica vaticana, y llevar consigo en el corazón un mensaje de fe y de esperanza, no sólo la certeza de haber visto grandes obras de arte, sino también de haberse encontrado con la Iglesia viva, con el apóstol Pedro y, en definitiva, con Cristo. Nuevamente os doy las gracias y os animo: realizad siempre vuestro trabajo como un acto de amor a la Iglesia, a san Pedro y, por tanto, a Cristo.

A todos vosotros y a vuestros seres queridos os encomiendo a la protección especial de san Pedro. Y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración y os pido que también vosotros oréis por mí, os bendigo de corazón.


AL SEÑOR ALFONSO RIVERO MONSALVE, EMBAJADOR DE PERÚ ANTE LA SANTA SEDE

Viernes 16 de marzo de 2007

Señor Embajador:

1. Al recibir las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede, me complace darle la más cordial bienvenida, deseándole una fecunda labor para mantener las buenas relaciones que existen entre su noble País y esta Sede Apostólica. Al agradecerle las amables y sentidas palabras que me ha dirigido, le ruego que tenga a bien transmitir mi deferente saludo al Excelentísimo Dr. Alan García Pérez, Presidente de la República, a su Gobierno y al querido pueblo peruano.

58 2. Este encuentro nos trae a la memoria los profundos lazos que su Nación ha tenido y tiene con la Iglesia. Desde el primer momento, la fe católica —llevada allí por evangelizadores como santo Toribio de Mogrovejo, cuyo IV centenario de su muerte se ha conmemorado el año pasado— fue acogida y llegó a penetrar poco a poco en los entresijos culturales y sociales de ese pueblo bendito, en el que florecieron muy pronto los primeros santos y santas en suelo latinoamericano. Y como usted ha mencionado, además del santo Obispo, deseo recordar a los santos Rosa de Lima, Martín de Porres, Francisco Solano, Juan Macías y a la beata Ana de los Ángeles Monteagudo, beatificada por el Papa Juan Pablo II en su primera visita al Perú en 1985. También yo tuve ocasión de visitar su Patria en 1986 cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Conservo un gratísimo recuerdo de aquellos días, sobre todo de mis encuentros con personas sencillas de barrios populares, tanto en Lima como en el Cuzco.

3. En este mundo de rápidas transformaciones sociales, políticas y económicas, su País no es una excepción al experimentar también profundos cambios. Son procesos que inciden directamente en las personas y en sus valores. A este respecto, son notables los esfuerzos realizados por la Iglesia y el Estado en materia de educación y en el uso de las nuevas tecnologías, con el fin de generar una mayor inclusión de los sectores menos favorecidos en los nuevos espacios culturales de nuestro tiempo. Por otra parte, subsisten problemas morales y religiosos que tanto la Iglesia como el Estado deben afrontar, cada uno en el marco de su propia competencia y precisamente para el bien de los peruanos.

Se sabe que el Perú quiere hacer frente adecuadamente al fenómeno de la globalización aprovechando las oportunidades ofrecidas por el crecimiento económico, de modo que la riqueza producida y otros bienes sociales lleguen a todos de modo equitativo. Los peruanos, como todos los seres humanos, esperan también que los servicios de salud atiendan debidamente a todas las capas sociales; que la educación sea patrimonio de todos, mejorando su calidad a todos los niveles; que frente a la corrupción impere la integridad que permita la acción eficaz de las diversas instituciones públicas, ayudando así a superar tantas situaciones de hambre y miseria.

Urge, pues, la unión de intentos para hacer posible una continua acción de los gobernantes ante los desafíos de un mundo globalizado, los cuales deben ser afrontados con auténtica solidaridad. Esta virtud, como decía mi predecesor Juan Pablo II, ha de inspirar la acción de los indivi­duos, de los gobiernos, de los organismos e instituciones internacionales y de todos los miembros de la sociedad civil, comprometiéndolos a trabajar para un justo crecimiento de los pueblos y de las naciones, teniendo como objetivo el bien de todos y de cada uno (cf. Sollicitudo rei socialis
SRS 40).

4. La Iglesia, que reconoce al Estado su competencia en las cuestiones sociales, políticas y económicas, asume como un propio deber, derivado de su misión evangelizadora, la salvaguardia y difusión de la verdad sobre el ser humano, el sentido de su vida y su destino último que es Dios. Ella es fuente de inspiración a fin de que la dignidad de la persona y de la vida, desde su concepción hasta su término natural, sea reconocida y protegida, como garantiza la Constitución Peruana. Por esto, seguirá colaborando de manera leal y generosa en la educación, en la atención sanitaria y en la ayuda a los más pobres y necesitados.

5. Desde esta Sede Apostólica se continuará apoyando todo el esfuerzo social que ya se lleva a cabo, para que haya siempre igualdad de oportunidades y cada peruano se sienta respetado en sus derechos inalienables. Por eso, el Episcopado del Perú seguirá fomentando, a la luz del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia, la búsqueda de la verdad en el campo familiar, laboral y sociopolítico. Por su parte, los católicos peruanos están también llamados a ser fermento del mensaje cristiano en las instituciones sociales y en la vida pública, para contribuir así a la construcción de una sociedad más fraterna. La Iglesia, consciente de su propia “misión religiosa y, por esto mismo, sumamente humana” (Gaudium et spes GS 11), así como de su deber de proponer la verdad de todo hombre, que por ser hijo de Dios está dotado de una dignidad superior y anterior a toda ley positiva, seguirá trabajando para alcanzar estos objetivos. Ella, “experta en humanidad” (Populorum progressio, PP 13), enseña además que sólo en el respeto de la ley moral, que defiende y protege la dignidad de la persona humana, se puede construir la paz favoreciendo un progreso social estable. Por eso es de desear que continúe la mutua colaboración entre el Estado y la Iglesia en el Perú, que hasta ahora ha dado buenos frutos.

6. Señor Embajador, al concluir este grato encuentro renuevo a usted mi más cordial bienvenida, formulando los mejores votos por el éxito de la misión que ahora inicia. Al implorar al Señor de los Milagros que derrame abundantes bendiciones sobre Vuestra Excelencia, su distinguida familia, sus colaboradores y sobre las Autoridades de su País, pido también a Nuestra Señora de las Mercedes que proteja al querido pueblo peruano para que siga progresando por los caminos de la justicia, de la solidaridad y de la paz.


A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Viernes 16 de marzo de 2007



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra acogeros hoy y dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros, participantes en el curso sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría apostólica. En primer lugar saludo al señor cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido; al obispo Gianfranco Girotti, regente de la Penitenciaría; y a todos los presentes.

59 Este encuentro me brinda la oportunidad de reflexionar juntamente con vosotros sobre la importancia del sacramento de la Penitencia también en nuestro tiempo y de reafirmar la necesidad de que los sacerdotes se preparen para administrarlo con devoción y fidelidad, para alabanza de Dios y para la santificación del pueblo cristiano, como prometen al obispo en el día de su ordenación presbiteral.

En efecto, se trata de una de las tareas características del peculiar ministerio que están llamados a desempeñar "in persona Christi". Con los gestos y las palabras sacramentales, los sacerdotes hacen visible sobre todo el amor de Dios, que en Cristo se reveló en plenitud. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, al administrar el sacramento del perdón y de la reconciliación, el presbítero actúa como "el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador" (
CEC 1465). Por tanto, lo que sucede en este sacramento es ante todo misterio de amor, obra del amor misericordioso del Señor.

"Dios es amor" (1Jn 4,16): en esta sencilla afirmación el evangelista san Juan encerró la revelación de todo el misterio de Dios Trinidad. Y en el encuentro con Nicodemo, Jesús, anunciando su pasión y muerte en la cruz, afirma: "Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Todos necesitamos acudir a la fuente inagotable del amor divino, que se nos manifiesta totalmente en el misterio de la cruz, para encontrar la auténtica paz con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Sólo de esta fuente espiritual es posible sacar la energía interior indispensable para vencer el mal y el pecado en la lucha sin tregua que marca nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.

El mundo contemporáneo sigue presentando las contradicciones que pusieron muy bien de relieve los padres del concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes GS 4-10): vemos una humanidad que quisiera ser autosuficiente, donde no pocos creen que pueden prescindir de Dios para vivir bien; y, sin embargo, ¡cuántos parecen tristemente condenados a afrontar dramáticas situaciones de vacío existencial!, ¡cuánta violencia hay aún sobre la tierra!, ¡cuánta soledad pesa sobre el corazón del hombre de la era de las comunicaciones! En una palabra, parece que hoy se ha perdido el "sentido del pecado", pero en compensación han aumentado los "complejos de culpa".

¿Quién podrá librar el corazón de los hombres de este yugo de muerte, si no es Aquel que con su muerte derrotó para siempre el poder del mal con la omnipotencia del amor divino? Como recordaba san Pablo a los cristianos de Éfeso, "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo" (Ep 2,4).

En el sacramento de la Confesión, el sacerdote es instrumento de este amor misericordioso de Dios, que invoca en la fórmula de absolución de los pecados: "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz".

El Nuevo Testamento, en cada una de sus páginas, habla del amor y de la misericordia de Dios, que se hicieron visibles en Cristo. En efecto, Jesús, que "acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15,2), y con autoridad afirma: "Hombre, tus pecados te quedan perdonados" (Lc 5,20), dice: "No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5,31-32). El compromiso del sacerdote y del confesor consiste principalmente en llevar a cada uno a experimentar el amor que Cristo le tiene, encontrándolo en el camino de la propia vida, como san Pablo lo encontró en el camino de Damasco.

Conocemos la apasionada declaración del Apóstol de los gentiles después de aquel encuentro que cambió su vida: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20). Esta es su experiencia personal en el camino de Damasco: el Señor Jesús amó a san Pablo y dio su vida por él. Y en la Confesión este es también nuestro camino, nuestro camino de Damasco, nuestra experiencia: Jesús me amó y se entregó por mí. Ojalá que cada persona haga esta misma experiencia espiritual, como la hizo el siervo de Dios Juan Pablo II, "redescubriendo a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia" (Novo millennio ineunte NM 37).

El sacerdote, ministro del sacramento de la Reconciliación, debe considerar siempre como tarea suya hacer que en sus palabras y en el modo de tratar al penitente se refleje el amor misericordioso de Dios. Como el padre de la parábola del hijo pródigo, debe acoger al pecador arrepentido, ayudarle a levantarse del pecado, animarlo a enmendarse sin llegar a componendas con el mal, sino recorriendo siempre el camino hacia la perfección evangélica. Todas las personas que se confiesan han de revivir en el sacramento de la Reconciliación esta hermosa experiencia del hijo pródigo, que encuentra en el padre toda la misericordia divina.

Queridos hermanos, todo esto implica que el sacerdote comprometido en el ministerio del sacramento de la Penitencia esté animado él mismo por una constante tensión hacia la santidad. El Catecismo de la Iglesia católica apunta alto en esta exigencia cuando afirma: "El confesor (...) debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia la curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él, confiándolo a la misericordia del Señor" (CEC 1466).

Para cumplir esta importante misión, siempre unido interiormente al Señor, el sacerdote ha de mantenerse fiel al magisterio de la Iglesia por lo que atañe a la doctrina moral, consciente de que la ley del bien y del mal no está determinada por las situaciones, sino por Dios.

60 A la Virgen María, madre de misericordia, pido que sostenga el ministerio de los sacerdotes confesores y ayude a todas las comunidades cristianas a comprender cada vez más el valor y la importancia del sacramento de la Penitencia para el crecimiento espiritual de todos los fieles. A vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos imparto con afecto mi bendición.




A LA OBRA FEDERATIVA PARA EL TRANSPORTE DE ENFERMOS A LOURDES Y AL MOVIMIENTO APOSTÓLICO DE CIEGOS

Sábado 17 de marzo de 200\i7



Queridos amigos de la Obra federativa para el transporte de enfermos a Lourdes (OFTAL) y del Movimiento apostólico de ciegos (MAC):

Con gran alegría me encuentro con vosotros en la basílica vaticana, donde habéis participado en la celebración eucarística presidida por mi secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, al que saludo cordialmente. Saludo al arzobispo Angelo Comastri, vicario general para la Ciudad del Vaticano y arcipreste de la basílica vaticana, y a vuestros consiliarios. Os saludo a cada uno, en particular al presidente de la OFTAL, monseñor Franco Degrandi, y al vicepresidente del MAC, doctor Francesco Scelzo, al que doy las gracias por haberme presentado vuestras respectivas asociaciones, nacidas con poca diferencia de tiempo una de otra.

En efecto, el Movimiento apostólico de ciegos surgió en 1928 gracias a la intuición y al impulso apostólico de una profesora ciega de Monza, Maria Motta, dotada de profunda fe y de gran fuerza de espíritu, mientras que la Obra federativa para el transporte de enfermos a Lourdes celebra su 75° aniversario. De hecho, iniciada en 1913 por monseñor Alessandro Rastelli, sacerdote de la diócesis de Vercelli, nació oficialmente en 1932, promovida por el arzobispo de esa Iglesia particular. Vuestra presencia aquí hoy es providencial, porque las dos asociaciones, aun diferenciándose en muchos aspectos, tienen en común uno fundamental, que deseo poner inmediatamente de relieve.

Me refiero al hecho de que tanto el MAC como la OFTAL se presentan como experiencias de comunión fraterna, basada en el Evangelio y capaz de permitir que las personas que tienen dificultades, en este caso enfermas y ciegas, participen plenamente en la vida de la comunidad eclesial y en la construcción de la civilización del amor. Dos realidades que, como rezaba el tema de la reciente Asamblea eclesial de Verona, dan testimonio de Cristo resucitado, esperanza del mundo, manifestando que la fe y la amistad cristiana permiten superar juntamente cualquier condición de fragilidad.

En este sentido, es emblemática la experiencia de los dos fundadores: don Rastelli y Maria Motta. El primero acudió a Lourdes después de un accidente que lo obligó a permanecer un mes en el hospital. La experiencia de la enfermedad lo hizo particularmente sensible al mensaje de la Virgen Inmaculada, que lo invitó a volver a la gruta de Massabielle, primero en compañía de un solo enfermo —y esto es muy significativo— y después guiando la primera peregrinación diocesana con más de 300 personas, de las cuales 30 eran enfermos. Para Maria Motta, ciega de nacimiento, la limitación visual no fue un impedimento para su vocación; antes bien, el Espíritu la convirtió en un apóstol de los ciegos, y a continuación hizo fecunda su iniciativa más allá de sus mismas expectativas.

De la "red" espiritual que ella había formado se desarrolló una verdadera asociación, integrada por grupos diocesanos presentes en todas las partes de Italia y aprobada por el beato Juan XXIII con el nombre de Movimiento apostólico de ciegos. En ella, invidentes y videntes, aprendiendo el estilo de la reciprocidad y de la comunión, asumen el compromiso de la formación para ponerse al servicio de la misión apostólica de la Iglesia.

Cada una de las dos asociaciones contribuye a edificar la Iglesia con su carisma específico.

Vosotros, amigos de la OFTAL, ofrecéis la experiencia de la peregrinación con los enfermos, signo fuerte de fe y de solidaridad entre personas que salen de sí mismas y de la obsesión por sus propios problemas para dirigirse a una meta común, un lugar del espíritu: Lourdes, Tierra Santa, Loreto, Fátima y otros santuarios. Así ayudáis al pueblo de Dios a mantener despierta la conciencia de su naturaleza peregrinante en el seguimiento de Cristo, como aparece de manera relevante en la sagrada Escritura. Pensemos en el libro del Éxodo, que la liturgia nos invita a meditar en este tiempo cuaresmal; pensemos en la vida pública de Jesús, que los evangelios presentan como una gran peregrinación hacia Jerusalén, donde debe cumplirse su "éxodo".

También vosotros, amigos del MAC, sois portadores de una experiencia típica, propia de vosotros: la de caminar juntos, unidos, invidentes y videntes. Es un testimonio de cómo el amor cristiano permite superar la discapacidad y vivir positivamente la diversidad, como ocasión de apertura al otro, de atención a sus problemas —pero ante todo a sus dones— y de servicio mutuo.
61 Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia necesita también vuestra contribución para responder fiel y plenamente a la voluntad del Señor. Y lo mismo se puede decir de la sociedad civil: la humanidad necesita vuestros dones, que son profecía del reino de Dios. Que no os asusten los límites y la pobreza de recursos: a Dios le complace realizar sus obras con medios pobres. Pero pide que se le ponga a disposición una fe generosa.

En resumidas cuentas, habéis venido aquí precisamente para implorar ante la tumba de san Pedro el don de una fe más sólida. Mañana concluiréis vuestra peregrinación en dos lugares marianos de Roma: el MAC, en la basílica de Santa María la Mayor; y la OFTAL, en el santuario de la Virgen del Amor Divino. Por tanto, recomenzad desde este momento de gracia, animados por la fe de Pedro y de María. Y con esta fe proseguid vuestro camino, acompañados también por mi oración y mi bendición, que con afecto os imparto a vosotros, aquí presentes, a todos vuestros socios y a vuestros seres queridos.



AL FINAL DE LA VISITA AL CENTRO PENITENCIARIO PARA MENORES DE CASAL DEL MARMO, ROMA

Domingo 18 de marzo de 2007



Queridos muchachos y muchachas:

Ante todo, quisiera daros las gracias por vuestra alegría. ¡Gracias por esta participación! Para mí es una gran alegría haberos dado un poco de luz con mi visita. Así se concluye ahora nuestro encuentro, así se concluye mi breve pero intensa visita. Como se ha recordado, es mi primer contacto con el mundo de las cárceles desde que soy Papa. He escuchado con atención las palabras del director, del comandante y de un representante vuestro, y os agradezco los sentimientos cordiales que me habéis manifestado, así como la felicitación que me habéis dirigido con ocasión de mi onomástico. Además, he percibido que aún sigue vivo entre vosotros el recuerdo del cardenal Casaroli, llamado familiarmente padre Agostino. Él me habló muchas veces de sus experiencias, a través de las cuales se sentía siempre muy amigo, muy cercano a todos los muchachos y muchachas presentes aquí.

Vosotros, queridos muchachos y muchachas, provenís de diversas naciones. Me gustaría poder permanecer más tiempo con vosotros; pero, por desgracia, el tiempo es limitado. Quizá en otra oportunidad encontremos una jornada más larga. Sin embargo, sabed que el Papa os quiere y os sigue con afecto. Asimismo, deseo aprovechar esta ocasión para extender mi saludo a todos los que están en la cárcel y a cuantos, de diferentes maneras, trabajan en el ámbito penitenciario.

Queridos muchachos y muchachas, hoy para vosotros, como se ha dicho, es una jornada de fiesta: ha venido a visitaros el Papa; están presentes el ministro de Justicia, diversas autoridades, el cardenal vicario, el obispo auxiliar, vuestro capellán, muchas otras personalidades y amigos. Por tanto, es una jornada de alegría. La liturgia misma de este domingo comienza con una invitación a estar alegres: "¡Alégrate!" es la primera palabra de la misa. Pero, ¿cómo puede ser feliz quien sufre, quien está privado de libertad, quien se siente abandonado?

Durante la misa hemos recordado que Dios nos ama: este es el manantial de la verdadera alegría. Aun teniendo todo lo que se desea, a veces se es infeliz; en cambio, se podría estar privado de todo, incluso de libertad y de salud, y estar en paz y en alegría, si dentro del corazón está Dios. Por tanto, el secreto está aquí: es preciso que Dios ocupe siempre el primer lugar en nuestra vida. Jesús nos reveló el verdadero rostro de Dios. Queridos amigos, antes de dejaros os aseguro de todo corazón que seguiré recordándoos ante el Señor. Estaréis siempre presentes en mis oraciones.

Os anticipo mi felicitación por la próxima fiesta de Pascua, y os bendigo a todos. Que el Señor os acompañe siempre con su gracia y os guíe en vuestra vida futura.


A UNA DELEGACIÓN DE LA FACULTAD TEOLÓGICA DE LA UNIVERSIDAD DE TUBINGA (ALEMANIA)

Miércoles 21 de marzo de 2007



Querido señor obispo;
62 estimado señor decano;
amables señores colegas, ¡si me permitís decirlo así!

Os agradezco esta visita, y puedo decir que me alegra verdaderamente de corazón. Por un lado, el encuentro con el propio pasado es siempre una cosa hermosa, puesto que encierra en sí algo que rejuvenece. Por otro, es algo más que un encuentro nostálgico. Usted mismo, señor obispo, ha dicho que es también un signo: un signo, por un lado, de cuánto me importa la teología —¿y cómo podría ser de otro modo?—, puesto que había considerado como mi verdadera vocación la enseñanza, aunque el buen Dios improvisamente quiso otra cosa. Pero, inversamente, también es un signo de vuestra parte que veáis la unidad interior entre la investigación teológica, la enseñanza y el trabajo teológico, y el servicio pastoral en la Iglesia, y con ello la totalidad del compromiso eclesial con respecto al hombre, al mundo y a nuestro futuro.

Naturalmente, anoche, con vistas a este encuentro, comencé a repasar un poco algunos de mis recuerdos. Y así me ha venido a la memoria un recuerdo que se combina con lo que usted, señor decano, acaba de exponer, es decir, el recuerdo del gran senado. No sé si aún hoy todos los nombramientos pasan por el gran senado. Por ejemplo, era muy interesante que, cuando se debía asignar una cátedra de matemáticas, o de asiriología, o de física de los cuerpos sólidos o cualquier otra materia, la contribución por parte de las otras Facultades era mínima y todo se resolvía más bien rápidamente, porque casi nadie osaba dar su opinión. Era diversa la situación cuando se trataba de las disciplinas humanísticas. En resumidas cuentas, cuando se trataba de las cátedras de teología en ambas Facultades, todos daban su opinión, de modo que se veía que todos los profesores de la Universidad se sentían en cierto modo competentes en teología, tenían la sensación de poder y deber participar en la decisión. Obviamente, la teología les interesaba particularmente.

Así, por una parte, se percibía que los colegas de las otras Facultades consideraban en cierto modo la teología como el corazón de la Universidad, y, por otra, que precisamente la teología era algo que concernía a todos, en la que todos se sentían implicados y, en cierto modo, sabían que eran competentes. En otras palabras, pensándolo bien, esto significa que precisamente en el debate sobre las cátedras de teología la Universidad se podía experimentar como Universidad. Me alegra saber que ahora existen estas cooptaciones, más que en el pasado, aunque Tubinga se ha comprometido siempre en esto. No sé si existe todavía el Leibniz-Kolleg, del que formé parte; de todas formas, la Universidad moderna corre mucho peligro de transformarse en un complejo de institutos superiores, unidos más bien externa e institucionalmente, y menos capaces de formar una unidad interior de universitas.

La teología era evidentemente algo en lo que la universitas estaba presente y donde se mostraba que el conjunto forma una unidad y que, precisamente en la base, hay un interrogante común, una tarea común, una finalidad común. Pienso que en esto se puede ver, por una parte, un alto aprecio de la teología. Considero que se trata de un hecho particularmente importante, que manifiesta que en nuestro tiempo —en el que al menos en los países latinos la laicidad del Estado y de las instituciones estatales se subraya hasta el extremo y, por tanto, se exige dejar fuera todo lo relacionado con Iglesia, cristianismo y fe— existen entramados de los que el complejo que llamamos teología (que, precisamente, también está relacionado de modo fundamental con Iglesia, fe y cristianismo) no puede separarse. Así, resulta evidente que en este conjunto de nuestras realidades europeas —aunque, bajo un cierto aspecto, son y deben ser laicas— el pensamiento cristiano, con sus preguntas y respuestas, está presente y lo acompaña.

Digo que este hecho, por un lado, manifiesta que precisamente la teología sigue dando en cierto modo su aportación a la constitución de lo que es la Universidad; pero, por otro, significa naturalmente también un inmenso desafío para la teología satisfacer esta expectativa, estar a su altura y prestar el servicio que se le encomienda y se espera de ella. Me complace que, a través de las cooptaciones, ahora sea visible de modo muy concreto —aún mucho más que entonces— que el debate intrauniversitario hace de la Universidad verdaderamente lo que ella es, implicándola en una dinámica colectiva de preguntas y respuestas. Pero pienso que hay aún un motivo para reflexionar hasta qué punto somos capaces —no sólo en Tubinga, sino también en otros lugares— de satisfacer esta exigencia. En efecto, la Universidad y la sociedad, la humanidad, necesitan preguntas, pero necesitan también respuestas. Y considero que a este respecto es evidente para la teología —y no sólo para la teología— una cierta dialéctica entre el cientificismo rígido y la pregunta más grande que la trasciende, y repetidamente emerge en ella, la pregunta sobre la verdad.

Quisiera hacer esto más claro mediante un ejemplo. Un exegeta, un intérprete de la Sagrada Escritura, debe explicarla como obra histórica "secundum artem", es decir, con el rígido cientificismo que conocemos, según todos los elementos históricos que esto requiere, según el método necesario. Sin embargo, esto por sí solo no basta para ser un teólogo. Si se limitara a hacer esto, entonces la teología, o como quiera que sea, la interpretación de la Biblia, sería algo semejante a la egiptología, a la asiriología o a cualquier otra especialización. Para ser teólogo y prestar el servicio a la Universidad y, me atrevo a decir, a la humanidad, por tanto, el servicio que se espera de él debe ir más allá y preguntarse: Pero ¿es verdad lo que allí se dice? Y si es verdad, ¿nos concierne? Y ¿de qué modo nos concierne? Y ¿cómo podemos reconocer que es verdadero lo que nos concierne?

Considero que, en este sentido, aun en el ámbito del cientificismo, la teología siempre se necesita y se interpela incluso más allá del cientificismo. La Universidad y la humanidad necesitan hacerse preguntas. Allí donde ya no se hacen preguntas, incluso las que se refieren a lo esencial y van más allá de toda especialización, ya no recibimos ni siquiera respuestas. Sólo si preguntamos y con nuestras preguntas somos radicales, tan radicales como debe ser radical la teología, más allá de toda especialización, podemos esperar obtener respuestas a estas preguntas fundamentales que nos conciernen a todos. Ante todo, debemos preguntar. Quien no pregunta, no recibe respuesta. Pero —añadiría— la teología necesita, además de la valentía de preguntar, también la humildad de escuchar las respuestas que nos da la fe cristiana; la humildad de percibir en estas respuestas su racionalidad y de hacerlas de este modo nuevamente accesibles a nuestro tiempo y a nosotros mismos. Así, no sólo se constituye la Universidad, sino también se ayuda a la humanidad a vivir. Para esta tarea, invoco sobre vosotros la bendición de Dios.


A LA VII ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO


PARA LA PASTORAL DE LA SALUD



Jueves 22 de marzo de 2007




Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
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