Discursos 2006 110

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Junio de 2006



A LOS PARTICIPANTES EN LA III REUNIÓN DEL XI CONSEJO ORDINARIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Jueves 1 de junio de 2006



Venerados y queridos hermanos en el episcopado:

A todos vosotros, miembros del XI Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, os dirijo un fraterno saludo, y en particular a monseñor Nikola Eterovic, secretario general, al que doy también las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos. Vuestra presencia me trae a la memoria la experiencia vivida en la Asamblea sinodal sobre el tema "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia", que tuvo lugar en otoño de 2005. Ahora os agradezco de corazón el trabajo que estáis haciendo para recoger y ordenar las propuestas presentadas durante la última Asamblea sinodal.

Este encuentro es, además, una ocasión propicia para poner de relieve una vez más la importancia de la caridad en la actividad de los pastores de la Iglesia. Durante las visitas ad limina Apostolorum varios obispos me preguntan: "Pero, ¿cuándo va a publicarse finalmente el texto postsinodal?". Y yo respondo: "Están trabajando en él. Y, ciertamente, ya no puede faltar mucho tiempo". Veo aquí reunidas a muchas personas competentes, por eso espero ver dentro de poco este texto —y aprender yo mismo de él—, que luego se podrá publicar para utilidad de toda la Iglesia, que lo espera realmente.

Est amoris officium pascere dominicum gregem: esta admirable intuición del obispo Agustín (In Io. Ev. tract. 123, 5: PL 35, 1967) sigue siendo un gran estímulo para nosotros, obispos, dedicados al cuidado de la grey que no nos pertenece a nosotros, sino al Señor. Cumpliendo su mandato, tratamos de proteger la grey, de alimentarla y de conducirla a él, el verdadero buen Pastor que desea la salvación de todos. Alimentar la grey del Señor es, pues, ministerio de amor vigilante, que exige entrega total hasta el agotamiento de las fuerzas y, si fuera necesario, hasta el sacrificio de la vida.

Sobre todo la Eucaristía es la fuente y el secreto del impulso permanente de nuestra misión. En realidad, el obispo reproduce en su existencia eclesial la imagen de Cristo que nos alimenta con su carne y con su sangre. De la Eucaristía el pastor saca fuerza para practicar la particular caridad pastoral que consiste en proporcionar al pueblo cristiano el alimento de la verdad. Y el texto que está en preparación será una de estas intervenciones para alimentar al pueblo de Dios con el pan de la verdad, para ayudarle a crecer en la verdad y, sobre todo, para darle a conocer el misterio de la Eucaristía e invitarlo a una intensa vida eucarística.

En particular, si hablamos de verdad, no puede silenciarse la verdad del Amor, porque es la esencia misma de Dios. Proclamarla desde los terrados (cf. Mt 10,27) no es sólo amoris officium, sino también mensaje necesario para el hombre de todos los tiempos. La verdad del amor evangélico atañe a todo hombre y a todo el hombre, y compromete al pastor a proclamarla sin temores ni reticencias, sin ceder jamás a los condicionamientos del mundo: opportune, importune (cf. 2Tm 4,2).

Queridos hermanos en el episcopado, en un tiempo como el nuestro, marcado por el creciente fenómeno de la globalización, es cada vez más necesario anunciar con vigor y claridad a todos la verdad de Cristo y su Evangelio de salvación. Los campos en los que es preciso proclamar y testimoniar con amor la verdad son innumerables: mucha gente tiene sed de ella y no se puede dejar que desfallezca en búsqueda de alimento (cf. Lm 4,4). Esta es nuestra misión, venerados y queridos hermanos. El Espíritu del Señor, que nos disponemos a acoger en la próxima solemnidad de Pentecostés, descienda, por intercesión de María, sobre vosotros y os haga pastores cada vez más disponibles a las exigencias del corazón de Dios.

Con estos sentimientos, os bendigo a todos vosotros y a cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral.



A UN GRUPO DE PATROCINADORES DE LAS ARTES EN LOS MUSEOS VATICANOS

Jueves 1 de junio de 2006



Eminencias;
excelencias;
queridos amigos:

111 Me complace saludar a los Patrocinadores de las artes en los Museos vaticanos con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para el V centenario de la fundación de los Museos vaticanos.

Al mismo tiempo, os agradezco vuestro continuo interés, motivado no sólo por un sentido de administración del incomparable patrimonio cultural de los Museos vaticanos, sino también por un compromiso generoso con la misión evangelizadora de la Iglesia. En todas las épocas los cristianos han tratado de expresar la visión de fe de la belleza y el orden de la creación de Dios, la nobleza de nuestra vocación como hombres y mujeres creados a su imagen y semejanza, y la promesa de un cosmos redimido y transfigurado por la gracia de Cristo.

Los tesoros artísticos que nos rodean no son simplemente monumentos impresionantes de un pasado lejano. Más bien, para cientos de miles de visitantes que los contemplan año tras año, son como un testimonio perenne de la fe inmutable de la Iglesia en Dios trino que, según la memorable frase de san Agustín, él mismo es "belleza siempre antigua y siempre nueva" (Confesiones, X, 27).

Queridos amigos, que vuestro apoyo a los Museos vaticanos dé abundantes frutos espirituales en vuestra vida y ayude a la misión de la Iglesia de llevar a todos los hombres a conocer y amar a Jesucristo, "imagen de Dios invisible" (
Col 1,15), en cuyo Espíritu eterno toda la creación es reconciliada, restaurada y renovada.

A vosotros, a vuestras familias y a vuestros socios imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz duraderas en el Señor.



A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

Viernes 2 de junio de 2006



Señor presidente y queridos alumnos de la Academia eclesiástica pontificia:

Me alegra encontrarme hoy con vosotros y dirigiros a cada uno y a toda vuestra comunidad mi cordial saludo; un saludo que dirijo en primer lugar a vuestro presidente, monseñor Justo Mullor García. Le doy las gracias porque acaba de hacerse intérprete de vuestros devotos y filiales sentimientos. Vuestra visita me brinda la oportunidad de manifestaros la atención con que sigo vuestra Academia: en ella os preparáis con esmero y empeño al particular modo de ejercer el ministerio sacerdotal que es el servicio a la Santa Sede. Es un servicio importante, porque se propone llevar a las Iglesias particulares y a las naciones de todo el mundo el testimonio de la solicitud del Sucesor de Pedro.

Queridos alumnos, para una adecuada preparación a la misión que os espera, estáis llamados ante todo a ser una comunidad de oración, en la que la relación con Dios sea constante, fiel, intensa, y llegue a ser para cada uno la savia indispensable de toda la existencia. La Eucaristía que celebráis diariamente ha de ser el centro vital, el manantial y la raíz de todas vuestras actividades durante estos años y en el futuro, cuando desempeñéis el ministerio sacerdotal al servicio de la Santa Sede en los diversos países.

En efecto, vuestra acción será eficaz en la medida en que os esforcéis por ser testigos de Cristo, Verdad que ilumina y orienta el camino de los pueblos. Por tanto, sed heraldos de su Evangelio de amor, capaz de renovar los corazones y de hacer plenamente humana la convivencia en el seno de toda sociedad. Solamente si sois fieles a vuestra vocación, podréis prestar un valioso servicio a la Sede apostólica.

Además de escuela de oración, vuestra Academia quiere seguir siendo un gimnasio de auténtica formación humana y teológica. El ministerio pastoral al que os estáis preparando exige una formación esmerada, con competencias específicas. Hoy, más que nunca, es indispensable una sólida cultura que, además de la formación teológica necesaria, incluya una profundización de la doctrina perenne de la Iglesia y de las líneas directrices de la actividad de la Santa Sede a nivel eclesial e internacional. Aprovechad las posibilidades didácticas que se os ofrecen durante este tiempo de estudios, y en el futuro seguid actualizándoos constantemente mediante un serio compromiso personal de estudio.

112 Vuestra Academia ya tiene tres siglos de historia y, en sintonía con su pasado, debe seguir siendo un lugar de comunión. La posibilidad de residir en Roma, donde se percibe de modo único la catolicidad de la Iglesia, y el hecho de que provenís de varios continentes constituyen una valiosa oportunidad para alimentar el espíritu de unidad y de comunión.

En el futuro entraréis en contacto con poblaciones diversas por lengua y civilización; ejerceréis el ministerio sacerdotal en Iglesias particulares a menudo culturalmente diferentes de aquellas de las que provenís. Entonces deberéis ser capaces de comprender, amar, sostener y animar a todas las comunidades cristianas, para ser por doquier fieles servidores del carisma de Pedro, que es carisma de unidad y de cohesión para toda la comunidad eclesial. Por eso con razón se os estimula a vivir con espíritu de verdadera fraternidad sacerdotal vuestra estancia en la Academia, a fin de madurar el sentido pastoral de la comunión y de la unidad. Por tanto, ensanchad cada vez más los horizontes de vuestra mente y de vuestro corazón a la universalidad de la Iglesia, para superar toda tentación de particularismo e individualismo.

Por último, deseo que en vuestro itinerario formativo no falte una filial y genuina devoción a la Virgen María. Que ella os ayude a crecer en el amor a Cristo y a la Iglesia, y a tender siempre a la santidad, suprema e irrenunciable aspiración de nuestra existencia cristiana y sacerdotal.

Con estos sentimientos y deseos, invoco sobre vosotros la abundancia de los dones del Espíritu Santo, a la vez que con afecto os imparto a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.


AL PERSONAL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Viernes 2 de junio de 2006

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Me alegra encontrarme hoy en el Vaticano con el personal del diario católico Avvenire, del canal televisivo Sat2000, del circuito radiofónico InBlu y de la agencia Sir. Esta realidad mediática, muy significativa, vinculada a la Conferencia episcopal italiana, está representada aquí por su presidente, el cardenal Camillo Ruini, al que dirijo en primer lugar mi saludo deferente.

También os saludo con afecto a cada uno de vosotros, y agradezco al director de Avvenire y de Sat2000 las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Queridos amigos, desempeñáis una función realmente importante, pues mediante vuestra actividad contribuís a dar continuidad al compromiso de los católicos italianos de llevar el Evangelio de Cristo a la vida de la nación.

Me complace recordar que, en los primeros años del posconcilio, Pablo VI impulsó decididamente el nacimiento de Avvenire como diario católico nacional. Luego, con una decisión valiente, se amplió vuestro compromiso al campo de la transmisión radiotelevisiva, utilizando las tecnologías más modernas, como recomienda el decreto conciliar Inter mirifica (cf. nn. IM 13-14). Así, habéis llegado a ser uno de los instrumentos para la difusión del mensaje cristiano en Italia.

113 Para captar el significado global del trabajo al que os dedicáis cada día, puede ser útil una breve reflexión sobre la relación entre fe y cultura, tal como se ha desarrollado durante los últimos decenios. La cultura europea, como bien sabéis, se ha formado a lo largo de los siglos con la contribución del cristianismo. Luego, a partir de la Ilustración, la cultura de Occidente ha ido alejándose cada vez más de sus fundamentos cristianos. Especialmente en el período más reciente, la disolución de la familia y del matrimonio, los atentados contra la vida humana y su dignidad, la reducción de la fe a experiencia subjetiva y la consiguiente secularización de la conciencia pública nos muestran con dramática claridad las consecuencias de este alejamiento.

Con todo, existen en varias partes de Europa experiencias y modalidades de cultura cristiana que se consolidan o que emergen nuevamente cada vez con mayor fuerza. En particular, la fe católica está aún sustancialmente presente en la vida del pueblo italiano, y los signos de su renovada vitalidad son visibles para todos. Por tanto, en vuestro trabajo de comunicadores que se inspiran en el Evangelio es necesario un discernimiento constante.

Como bien sabéis, los pastores de la Iglesia en Italia se están esforzando por conservar las formas cristianas que provienen de la gran tradición del pueblo italiano y plasman la vida comunitaria, actualizándolas, purificándolas donde es necesario, pero sobre todo reforzándolas y alentándolas.
Tenéis también la tarea de sostener y promover las nuevas experiencias cristianas que están naciendo, y ayudarlas a madurar una conciencia cada vez más clara de su raigambre eclesial y del papel que pueden desempañar en la sociedad y en la cultura de Italia.

Todo esto, queridos amigos, forma parte de vuestra actividad diaria, de un trabajo que no debéis realizar de manera abstracta o puramente intelectual, sino estando atentos a los numerosos aspectos de la vida concreta de un pueblo, a sus problemas, a sus necesidades y a sus esperanzas.

Que en esta actividad os sostenga y os infunda valentía la certeza de que la fe cristiana está abierta a cuanto hay de "verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable" en la cultura de los pueblos, como enseñaba el apóstol san Pablo a los Filipenses (cf.
Ph 4,8). Así pues, proseguid vuestra labor con este espíritu y con esta actitud, dando vosotros mismos un testimonio luminoso de profunda vida cristiana y permaneciendo por ello siempre unidos tenazmente a Cristo, para poder mirar al mundo como él lo mira. Sed felices de pertenecer a la Iglesia y de introducir su voz y sus razones en el gran circuito de la comunicación. No os canséis de construir puentes de comprensión y comunicación entre la experiencia eclesial y la opinión pública. Así podréis ser protagonistas de una comunicación no evasiva, sino amiga, al servicio del hombre de hoy.

Deseo de corazón que a esta comunicación se le preste la atención y el apoyo de los católicos y de todos los italianos que se interesan por los valores auténticos. Por mi parte, os aseguro una constante cercanía y, para que vuestro trabajo dé siempre mayores frutos, os imparto con afecto a vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica, prenda de la luz y de la fuerza que sólo Dios puede infundir en el corazón de sus hijos.


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Lunes 5 de junio de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar de nuevo con vosotros para introducir con una reflexión mía esta Asamblea diocesana, dedicada a un tema de gran belleza y de suma importancia pastoral: la alegría que proviene de la fe y su relación con la educación de las nuevas generaciones. Así reanudamos y desarrollamos ulteriormente, desde una perspectiva que atañe más directamente a los jóvenes, el discurso iniciado hace un año, con ocasión de la anterior Asamblea diocesana, en la que nos ocupamos del papel de la familia y de la comunidad cristiana en la formación de la persona y en la transmisión de la fe.

Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, laicos, comprometidos a testimoniar nuestra fe. En particular, os saludo a vosotros, jóvenes, que además de seguir vuestro itinerario formativo personal queréis asumir una responsabilidad eclesial y misionera con respecto a otros muchachos y jóvenes. Agradezco de corazón al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

114 Con esta Asamblea, y con el año pastoral que se inspirará en sus contenidos, la diócesis de Roma prosigue el itinerario de larga duración que comenzó hace diez años con la Misión ciudadana impulsada por mi amado predecesor Juan Pablo II. En efecto, la finalidad es siempre la misma: reavivar la fe en nuestras comunidades y tratar de despertarla, o suscitarla, en todas las personas y familias de esta gran ciudad, donde la fe fue predicada y la Iglesia fue implantada ya por la primera generación cristiana y, en particular por los Apóstoles san Pedro y san Pablo.

En los últimos tres años vuestra atención se ha centrado sobre todo en la familia, para consolidar con la verdad del Evangelio esta realidad humana fundamental, hoy por desgracia fuertemente amenazada y atacada, para ayudarle a cumplir su insustituible misión en la Iglesia y en la sociedad.
Al poner ahora en primer lugar la educación en la fe de las nuevas generaciones, ciertamente no abandonamos el compromiso en favor de la familia, a la que pertenece la principal responsabilidad educativa. Más bien, tratamos de afrontar una preocupación generalizada en muchas familias creyentes, que en el actual marco social y cultural temen no lograr transmitir la valiosa herencia de la fe a sus hijos.

En realidad, descubrir la belleza y la alegría de la fe es un camino que cada nueva generación debe recorrer por sí misma, porque en la fe está en juego todo lo que tenemos de más nuestro y de más íntimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestra libertad, en una relación profundamente personal con el Señor, que actúa en nuestro interior. Pero la fe es también radicalmente acto y actitud comunitaria; es el "creemos" de la Iglesia.

Así pues, la alegría de la fe es una alegría que se ha de compartir: como afirma el apóstol san Juan, "lo que hemos visto y oído (el Verbo de la vida), os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. (...) Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo" (
1Jn 1,3-4). Por eso, educar a las nuevas generaciones en la fe es una tarea grande y fundamental que atañe a toda la comunidad cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, como habéis podido comprobar, esta tarea resulta hoy especialmente difícil por varias razones, pero precisamente por esto es aún más importante y sumamente urgente. En efecto, se pueden descubrir dos líneas de fondo de la actual cultura secularizada, claramente dependientes entre sí, que impulsan en dirección contraria al anuncio cristiano y no pueden menos de influir en los que están madurando sus orientaciones y opciones de vida.

La primera de esas líneas es el agnosticismo, que brota de la reducción de la inteligencia humana a simple razón calculadora y funcional, y que tiende a ahogar el sentido religioso inscrito en lo más íntimo de nuestra naturaleza. La segunda es el proceso de relativización y de desarraigo que destruye los vínculos más sagrados y los afectos más dignos del hombre, y como consecuencia hace frágiles a las personas, y precarias e inestables nuestras relaciones recíprocas.

Precisamente en esta situación todos, especialmente nuestros muchachos, adolescentes y jóvenes, necesitan vivir la fe como alegría, gustar la serenidad profunda que brota del encuentro con el Señor. En la encíclica Deus caritas est escribí: "Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. ).

La fuente de la alegría cristiana es esta certeza de ser amados por Dios, amados personalmente por nuestro Creador, por Aquel que tiene en sus manos todo el universo y que nos ama a cada uno y a toda la gran familia humana con un amor apasionado y fiel, un amor mayor que nuestras infidelidades y pecados, un amor que perdona. Este amor "es un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo", como se manifiesta de manera definitiva en el misterio de la cruz: "Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor" (ib., ).

Queridos hermanos y hermanas, esta certeza y esta alegría de ser amados por Dios debe hacerse de algún modo palpable y concreta para cada uno de nosotros, y sobre todo para las nuevas generaciones que están entrando en el mundo de la fe. En otras palabras: Jesús dijo que él era el "camino" que lleva al Padre, además de la "verdad" y la "vida" (cf. Jn 14,5-7). Por consiguiente, es preciso preguntarse: ¿cómo pueden nuestros muchachos y nuestros jóvenes encontrar en él, práctica y existencialmente, este camino de salvación y de alegría? Precisamente esta es la gran misión por la que existe la Iglesia, como familia de Dios y compañía de amigos, en la que somos insertados con el bautismo ya desde muy niños y en la que debe crecer nuestra fe, así como la alegría y la certeza de ser amados por el Señor.

Así pues, es indispensable —y es la tarea encomendada a las familias cristianas, a los sacerdotes, a los catequistas, a los educadores, a los jóvenes mismos con respecto a sus coetáneos, a nuestras parroquias, asociaciones y movimientos, y, por último, a toda la comunidad diocesana— que las nuevas generaciones puedan experimentar a la Iglesia como una compañía de amigos realmente digna de confianza, cercana en todos los momentos y circunstancias de la vida, tanto en los alegres y gratificantes como en los arduos y oscuros; una compañía que no nos abandonará jamás ni siquiera en la muerte, porque lleva en sí la promesa de la eternidad. A vosotros, queridos muchachos y jóvenes de Roma, quisiera pediros que os fiéis de la Iglesia, que la améis y confiéis en ella, porque en ella está presente el Señor y porque lo único que busca es vuestro verdadero bien.

115 Quien se sabe amado, se siente a su vez impulsado a amar. Precisamente así el Señor, que nos ha amado primero, nos pide que también nosotros pongamos en el centro de nuestra vida el amor a él y a los hombres que él ha amado. En particular los adolescentes y los jóvenes, que sienten fuertemente en su interior el atractivo del amor, deben verse libres del prejuicio generalizado según el cual el cristianismo, con sus mandatos y prohibiciones, pone demasiados obstáculos a la alegría del amor, y en especial impide gustar plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su amor mutuo.

Al contrario, la fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo sano, fuerte y realmente libre: precisamente este es el sentido de los diez Mandamientos, que no son una serie de "no", sino un gran "sí" al amor y a la vida. En efecto, el amor humano necesita ser purificado, madurar y también ir más allá de sí mismo, para poder llegar a ser plenamente humano, para ser principio de una alegría verdadera y duradera; por consiguiente, para responder al anhelo de eternidad que lleva en su interior y al que no puede renunciar sin traicionarse a sí mismo. Este es el motivo fundamental por el cual el amor entre el hombre y la mujer sólo se realiza plenamente en el matrimonio.

Por tanto, en toda la obra educativa, en la formación del hombre y del cristiano, no debemos dejar de lado, por miedo o por vergüenza, la gran cuestión del amor: si lo hiciéramos, presentaríamos un cristianismo desencarnado, que no puede interesar de verdad al joven que se abre a la vida. Sin embargo, también debemos introducir en la dimensión integral del amor cristiano, donde el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos y donde el amor al prójimo es un compromiso muy concreto. El cristiano no se contenta con palabras, y tampoco con ideologías engañosas, sino que sale al encuentro de las necesidades de sus hermanos comprometiéndose de verdad a sí mismo, sin contentarse con alguna buena acción esporádica.

Así pues, proponer a los muchachos y a los jóvenes experiencias prácticas de servicio al prójimo más necesitado forma parte de una auténtica y plena educación en la fe. Al igual que la necesidad de amar, el deseo de la verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Por eso, en la educación de las nuevas generaciones, ciertamente no puede evitarse la cuestión de la verdad; más aún, debe ocupar un lugar central. En efecto, al interrogarnos por la verdad ensanchamos el horizonte de nuestra racionalidad, comenzamos a liberar la razón de los límites demasiado estrechos dentro de los cuales queda confinada cuando se considera racional sólo lo que puede ser objeto de experimento y cálculo.

Es precisamente aquí donde tiene lugar el encuentro de la razón con la fe, pues en la fe acogemos el don que Dios hace de sí mismo revelándose a nosotros, criaturas hechas a su imagen; acogemos y aceptamos esa Verdad que nuestra mente no puede comprender por completo y no puede poseer, pero que precisamente por eso ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al Misterio en el que estamos inmersos y encontrar en Dios el sentido definitivo de nuestra existencia.

Queridos amigos, como sabemos bien, no es fácil aceptar esta superación de los límites de nuestra razón. Por eso, la fe, que es un acto humano muy personal, sigue siendo una opción de nuestra libertad, que también puede rechazarse. Ahora bien, aquí emerge una segunda dimensión de la fe, la de fiarse de una persona: no de una persona cualquiera, sino de Jesucristo, y del Padre que lo envió. Creer quiere decir entablar un vínculo personalísimo con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo que actúa en nuestro corazón, y hacer de este vínculo el fundamento de toda la vida.

En efecto, Jesucristo "es la Verdad hecha persona, que atrae hacia sí al mundo. (...) Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es él y a él remite" (Discurso a la Congregación para la doctrina de la fe, 10 de febrero de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de 2006, p. 3). Así, colma nuestro corazón, lo dilata y lo llena de alegría, impulsa nuestra inteligencia hacia horizontes inexplorados y ofrece a nuestra libertad su decisivo punto de referencia, sacándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico.

Por consiguiente, en la educación de las nuevas generaciones no debemos tener miedo de confrontar la verdad de la fe con las auténticas conquistas del conocimiento humano. Los progresos de la ciencia son hoy muy rápidos y a menudo se presentan como contrapuestos a las afirmaciones de la fe, provocando confusión y haciendo más difícil la aceptación de la verdad cristiana. Pero Jesucristo es y sigue siendo el Señor de toda la creación y de toda la historia: "Todas las cosas fueron creadas por él y para él (...), y todo tiene en él su consistencia" (
Col 1,16-17). Por eso, el diálogo entre la fe y la razón, si se realiza con sinceridad y rigor, brinda la posibilidad de percibir de modo más eficaz y convincente la racionalidad de la fe en Dios —no en un Dios cualquiera, sino en el Dios que se reveló en Jesucristo— y de mostrar que en el mismo Jesucristo se encuentra la realización de toda auténtica aspiración humana.

Así pues, queridos jóvenes de Roma, avanzad con confianza y valentía por el camino de la búsqueda de la verdad. Y vosotros, queridos sacerdotes y educadores, no dudéis en promover una auténtica "pastoral de la inteligencia" y, más ampliamente, de la persona, que tome en serio los interrogantes de los jóvenes —tanto los existenciales como los que brotan de la confrontación con las formas de racionalidad hoy generalizadas— para ayudarles a encontrar las respuestas cristianas válidas y pertinentes, y finalmente para hacer suya la respuesta decisiva que es Cristo nuestro Señor.

Hemos hablado de la fe como encuentro con Aquel que es la Verdad y el Amor. También hemos visto que se trata de un encuentro al mismo tiempo comunitario y personal, que debe tener lugar en todas las dimensiones de nuestra vida, a través del ejercicio de la inteligencia, de las opciones de la libertad y del servicio del amor. Sin embargo, existe un espacio privilegiado en el que este encuentro se realiza de la manera más directa, se refuerza y se profundiza, y así realmente es capaz de impregnar y caracterizar toda la existencia: este espacio es la oración.

Queridos jóvenes, ciertamente muchos de vosotros estabais presentes en la Jornada mundial de la juventud, en Colonia. Allí, juntos, oramos al Señor, lo adoramos presente en la Eucaristía, ofrecimos su santo sacrificio. Meditamos en el decisivo acto de amor con el que Jesús, en la última Cena, anticipó su propia muerte, la aceptó en su interior y la transformó en acto de amor, en la única revolución realmente capaz de renovar al mundo y de liberar al hombre, venciendo el poder del pecado y de la muerte.

116 Os pido a vosotros, jóvenes, y a todos los que estáis aquí, queridos hermanos y hermanas, pido a toda la amada Iglesia, en particular a las almas consagradas, especialmente de los conventos de clausura, que intensifiquéis la oración, espiritualmente unidos a María nuestra Madre, que adoréis a Cristo vivo en la Eucaristía, que os enamoréis cada vez más de él, nuestro hermano y nuestro verdadero amigo, el esposo de la Iglesia, el Dios fiel y misericordioso que nos ha amado primero.
Así vosotros, jóvenes, estaréis dispuestos y disponibles a acoger su llamada, si él os quiere totalmente para sí, en el sacerdocio o en la vida consagrada.

En la medida en que nos alimentamos de Cristo y estamos enamorados de él, sentimos también dentro de nosotros el estímulo a llevar a los demás a él, pues no podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos transmitirla. Esta necesidad resulta aún más fuerte y urgente a causa del extraño olvido de Dios que existe hoy en amplias partes del mundo y, en cierta medida, aquí en Roma. De este olvido nace mucho ruido efímero, muchas discusiones inútiles, y también una gran insatisfacción y un sentido de vacío.

Por eso, queridos hermanos y hermanas, en nuestro humilde servicio de testigos y misioneros del Dios vivo debemos ser portadores de la esperanza que nace de la certeza de la fe: así ayudaremos a nuestros hermanos y compatriotas a encontrar el sentido y la alegría de la vida.

Sé que estáis decididamente comprometidos en los diversos ámbitos de la pastoral; eso me alegra y, juntamente con vosotros, doy gracias por ello al Señor. En particular, durante mi primer año de pontificado ya he podido experimentar y apreciar la fuerza de la presencia cristiana entre los jóvenes y los universitarios de Roma, así como entre los niños de primera Comunión. Os pido que prosigáis con confianza, intensificando cada vez más vuestro vínculo con el Señor, para que así sea más eficaz vuestro apostolado.

En este compromiso, no descuidéis ninguna dimensión de la vida, porque Cristo vino para salvar a todo el hombre, tanto en lo más íntimo de las conciencias como en las expresiones de la cultura y en las relaciones sociales.

Queridos hermanos y hermanas, os dejo de buen grado estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las tardes de la Asamblea y luego durante el próximo año pastoral. Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.

Gracias por vuestra atención.


A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN SAN PEDRO Y SAN PABLO

Sala de las Bendiciones

Sábado 17 de junio de 2006



Queridos amigos:

117 Al acercarse la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo, me alegra encontrarme con vosotros y con vuestras familias. Vuestra visita me permite renovaros mi gratitud por el servicio que desde hace muchos años prestáis al Sucesor de Pedro. Os saludo a todos con afecto y doy las gracias a vuestro presidente, que se ha hecho amable intérprete de los sentimientos comunes.
Vuestra Asociación San Pedro y San Pablo, que en 1970 recogió la herencia de la Guardia palatina, presta con esmero un servicio de voluntariado a la Santa Sede. Las tres secciones que forman su estructura operativa —me refiero a la sección litúrgica, caritativa y cultural— reflejan tres aspectos complementarios de la vida y de la acción de las comunidades eclesiales.

En primer lugar, es importante que cuidéis la liturgia, que, como enseña el concilio Vaticano II, "al edificar, día a día, a aquellos que están dentro de la Iglesia para ser templo santo en el Señor, (...) hasta la medida de la plenitud de la edad de Cristo, (...) robustece de modo admirable sus fuerzas para predicar a Cristo" (Sacrosanctum Concilium
SC 2). Vuestro primer compromiso como personas y como asociación debe seguir siendo una intensa vida de oración y la participación asidua en la liturgia.

Queridos amigos, sólo si nos dejamos formar constantemente por la escucha de la palabra de Dios y nos alimentamos con asiduidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo podemos transmitir a los demás el amor de Dios, que es don del Espíritu Santo. En la encíclica Deus caritas est recordé que el amor al prójimo, enraizado en el amor divino, es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas las dimensiones (cf. n. ).

Vosotros tratáis de ser testigos de este amor a los pobres en el comedor de la casa "Don de María" y en el dispensario pediátrico de Santa Marta, así como con las iniciativas sociales promovidas en vuestras parroquias. Que la caridad anime todas vuestras actividades. Que la regla de vuestra existencia sea la exhortación que el apóstol san Pablo dirige a los Colosenses: "Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3,14).

Pero no es menos importante la atención que queréis dedicar a una adecuada formación cultural para poder madurar en la fe. Evangelizar requiere hoy un conocimiento responsable de las tendencias culturales modernas y una profundización constante de la sana doctrina católica. Por tanto, queridos amigos, hacéis bien en no descuidar tampoco este aspecto, y os aliento a proseguir por el camino que ya estáis recorriendo con fruto. Vuestra finalidad es estar al servicio del Sucesor de Pedro, y os agradezco la generosidad con que realizáis vuestra tarea. Que el Señor la haga cada vez más fecunda y, con la fuerza de su Espíritu, os convierta en auténticos discípulos suyos. La Virgen María, Virgo fidelis, cuya imagen veneráis en vuestra capilla, os proteja y acompañe siempre. Os aseguro mi oración y con afecto os imparto la bendición apostólica a todos vosotros, extendiéndola de buen grado a vuestras familias y a vuestros seres queridos.



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