Discursos 2006 168

BENDICIÓN DEL NUEVO ÓRGANO DE LA ANTIGUA CAPILLA

Ratisbona, miércoles 13 de septiembre de 2006



Queridos amigos:

Esta venerable casa de Dios, la basílica de "Nuestra Señora de la Antigua Capilla", como vemos, ha sido restaurada de modo espléndido, y cuenta ahora con un nuevo órgano que, en este momento, será bendecido y destinado solemnemente a su finalidad: la glorificación de Dios y la edificación de la fe.

Fue un canónigo de esta colegiata, Carl Joseph Proske, quien dio en el siglo XIX un impulso esencial a la renovación de la música sacra. El canto gregoriano y la antigua polifonía vocal clásica se integraron en la composición litúrgica. El cuidado de la música sagrada litúrgica en la "Antigua Capilla" tenía una importancia que se extendía más allá de los confines de la región y hacía de Ratisbona un centro del movimiento de reforma de la música sacra, cuyo influjo llega hasta el presente.

En la constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, se pone de relieve que "el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne" (SC 112). Esto significa que la música y el canto son algo más que un embellecimiento —tal vez superfluo— del culto, pues forman parte de la actuación de la liturgia, más aún, son liturgia. Por tanto, una solemne música sacra con coro, órgano, orquesta y canto del pueblo no es una añadidura que enmarca y hace agradable la liturgia, sino un modo importante de participación activa en el acontecimiento cultual.

169 El órgano, desde siempre y con razón, se considera el rey de los instrumentos musicales, porque recoge todos los sonidos de la creación y —como se ha dicho hace poco— da resonancia a la plenitud de los sentimientos humanos, desde la alegría a la tristeza, desde la alabanza a la lamentación. Además, trascendiendo la esfera meramente humana, como toda música de calidad, remite a lo divino. La gran variedad de los timbres del órgano, desde el piano hasta el fortísimo impetuoso, lo convierte en un instrumento superior a todos los demás. Es capaz de dar resonancia a todos los ámbitos de la existencia humana. Las múltiples posibilidades del órgano nos recuerdan, de algún modo, la inmensidad y la magnificencia de Dios.

El salmo 150, que acabamos de escuchar y de seguir interiormente, habla de trompas y flautas, de arpas y cítaras, de címbalos y tímpanos: todos estos instrumentos musicales están llamados a dar su contribución a la alabanza del Dios trino. En un órgano, los numerosos tubos y los registros deben formar una unidad. Si en alguna parte algo se bloquea, si un tubo está desafinado, tal vez en un primer momento solamente lo perciba un oído ejercitado. Pero si varios tubos no están bien entonados, entonces se produce un desafinamiento, y esto comienza a ser insoportable. También los tubos de este órgano están expuestos a cambios de temperatura y a factores de desgaste.

Esta es una imagen de nuestra comunidad en la Iglesia. Del mismo modo que en el órgano una mano experta debe hacer continuamente que las desarmonías se transformen en la debida consonancia, así también en la Iglesia, dentro de la variedad de los dones y los carismas, mediante la comunión en la fe debemos encontrar siempre el acorde en la alabanza a Dios y en el amor fraterno. Cuanto más nos dejemos transformar en Cristo a través de la liturgia, tanto más seremos capaces de transformar también el mundo, irradiando la bondad, la misericordia y el amor de Cristo a los hombres.

En definitiva, los grandes compositores, cada uno a su modo, con su música querían glorificar a Dios. Johann Sebastian Bach escribió en el título de muchas de sus partituras las letras S.D.G.: soli Deo gloria, solamente para gloria de Dios. También Anton Bruckner ponía al inicio las palabras: "Dedicado a Dios".

Ojalá que la grandiosidad de la capilla y la liturgia enriquecida por la armonía del nuevo órgano y el canto solemne guíen a todos los que frecuentan esta magnífica basílica a la alegría de la fe. Es mi deseo en el día de la inauguración de este nuevo órgano.


ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS PERMANENTES

Catedral de Santa María y San Corbiniano, Freising

Jueves 14 de septiembre de 2006

Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí este es un momento de alegría y de viva gratitud por todo lo que he podido experimentar y recibir durante esta visita pastoral. Tanta cordialidad, tanta fe, tanta alegría en Dios, ha sido una experiencia que me ha conmovido profundamente y será para mí fuente de nueva energía. Gratitud en particular porque ahora, al final, he podido volver una vez más a la catedral de Freising, viéndola en su nuevo esplendor. Expreso mi agradecimiento al cardenal Wetter, a los otros dos obispos bávaros y a todos los que han colaborado. Doy gracias a la Providencia por haber hecho posible la restauración de la catedral, que se presenta ahora con esta nueva belleza.

Ahora que me encuentro en esta catedral, me vienen a la memoria muchos recuerdos al ver a antiguos compañeros y a jóvenes sacerdotes que transmiten el mensaje, la antorcha de la fe. Me vienen recuerdos de mi ordenación, a la que ha aludido el cardenal Wetter: cuando estaba yo postrado en tierra y en cierto modo envuelto por las letanías de todos los santos, por la intercesión de todos los santos, caí en la cuenta de que en este camino no estamos solos, sino que el gran ejército de los santos camina con nosotros, y los santos aún vivos, los fieles de hoy y de mañana, nos sostienen y nos acompañan.

170 Luego vino el momento de la imposición de las manos... y, por último, cuando el cardenal Faulhaber nos dijo: "Iam non dico vos servos, sed amicos", "Ya no os llamo siervos, sino amigos", experimenté la ordenación sacerdotal como inserción en la comunidad de los amigos de Jesús, llamados a estar con él y a anunciar su mensaje. Luego, el recuerdo de que yo mismo aquí ordené a sacerdotes y diáconos, que ahora trabajan al servicio del Evangelio y durante muchos años —ya son decenios— han transmitido el mensaje y lo siguen haciendo.

Y pienso naturalmente en las procesiones de san Corbiniano. Entonces existía la costumbre de abrir el relicario. Y dado que el obispo tenía su sede detrás de la urna, yo podía mirar directamente el cráneo de san Corbiniano y así me veía en la procesión de los siglos que recorre el itinerario de la fe: podía ver que, en la procesión de los tiempos, también nosotros podemos caminar haciendo que avance hacia el futuro, algo que resultaba claro cuando el cortejo pasaba por el claustro cercano, donde se hallaban reunidos muchos niños, a los que yo bendecía haciéndoles en la frente la señal de la cruz.

En este momento volvemos a hacer esa experiencia: estamos en procesión, en la peregrinación del Evangelio; juntos podemos ser peregrinos y guías de esta peregrinación y, siguiendo a los que han seguido a Cristo, juntamente con ellos lo seguimos a él y así entramos en la luz.

Pasando ya propiamente a la homilía, quisiera tratar sólo dos puntos. El primero está tomado del evangelio que se acaba de proclamar, un pasaje que todos ya hemos escuchado, interpretado y meditado en nuestro corazón muchas veces. "La mies es mucha", dice el Señor. Y cuando dice "es mucha" no se refiere sólo a aquel momento y a aquellos caminos de Palestina por los que peregrinaba durante su vida terrena; sus palabras valen también para nuestro tiempo. Eso significa: en el corazón de los hombres crece una mies. Eso significa, una vez más: en lo más profundo de su ser esperan a Dios; esperan una orientación que sea luz, que indique el camino. Esperan una palabra que sea más que una simple palabra. Se trata de una esperanza, una espera del amor que, más allá del instante presente, nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y necesita obreros en todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo diferente, valen siempre también las otras palabras: "Los obreros son pocos".

"Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros". Eso significa: la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan: "Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en perenne comunión divina de alegría y amor".

"Rogad, pues, al Dueño de la mies" quiere decir también: no podemos "producir" vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre.

Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole: "Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo".

Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su "sí". Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte.

En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, juntamente con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que él, según su voluntad, suscite en ellos el "sí", la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de él la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.

El segundo punto que quisiera tratar es una cuestión práctica. El número de sacerdotes ha disminuido, aunque en este momento podemos constatar que todavía nos mantenemos, que también hoy hay sacerdotes jóvenes y ancianos, y que hay jóvenes que se encaminan hacia el sacerdocio. Pero las tareas resultan cada vez más pesadas: llevar dos, tres o cuatro parroquias a la vez —y esto con todas las nuevas obligaciones que se han añadido— es algo que puede resultar desalentador. Con frecuencia me plantean la pregunta —y cada sacerdote se la suele plantear a sí mismo y a sus hermanos en el sacerdocio—: ¿Cómo podemos hacerlo? ¿No se trata de una profesión que nos consume, en la que al final no podemos sentir alegría, pues vemos que, por más que hagamos, no es suficiente? Todo esto nos agobia.

¿Qué se puede responder? Naturalmente no puedo dar recetas infalibles; pero quisiera ofrecer algunas indicaciones fundamentales. La primera la tomo de la carta a los Filipenses (cf.
Ph 2,5-8), donde san Pablo dice a todos —y naturalmente de modo especial a los que trabajan en el campo de Dios— que debemos "tener en nosotros los sentimientos de Jesucristo". Tenía tales sentimientos ante el destino del hombre que, por decirlo así, no soportó ya su existencia en la gloria, sino que se vio impulsado a descender y asumir algo increíble: toda la miseria de la vida humana hasta la hora del sufrimiento en la cruz. Este es el sentimiento de Jesucristo: sentirse impulsado a llevar a los hombres la luz del Padre, a ayudarlos para que con ellos y en ellos se forme el reino de Dios.

171 Y el sentimiento de Jesucristo consiste a la vez en que permanece profundamente arraigado en la comunión con el Padre, inmerso en ella. Lo vemos, por decirlo así, desde fuera en el hecho que los evangelistas nos refieren: con frecuencia se retira al monte, él solo, a orar. Su actividad nace de su inmersión en el Padre. Precisamente por esta inmersión en el Padre se siente impulsado a salir a recorrer todas las aldeas y las ciudades para anunciar el reino de Dios, es decir, su presencia, su "estar" en medio de nosotros; para que el Reino se haga presente en nosotros y, por medio de nosotros, transforme el mundo; para que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo; para que el cielo llegue a la tierra.

Estos dos aspectos forman parte de los sentimientos de Jesucristo. Por una parte, conocer a Dios desde dentro, conocer a Cristo desde dentro, estar con él; sólo si realizamos esto descubriremos de verdad el "tesoro". Por otra, también debemos ir a los hombres. No podemos guardar el "tesoro" para nosotros mismos; debemos transmitirlo.

Quisiera traducir esta indicación fundamental, con sus dos aspectos, a nuestra realidad concreta: necesitamos a la vez celo y humildad, es decir, reconocer nuestros límites. Por una parte, celo: si realmente nos encontramos continuamente con Cristo, no podemos guardarlo para nosotros mismos. Nos sentiremos impulsados a ir a los pobres, a los ancianos, a los débiles, a los niños, a los jóvenes, a las personas que están en la plenitud de su vida; nos sentiremos impulsados a ser "heraldos", apóstoles de Cristo.

Pero para que este celo no quede estéril y no nos desgaste, debe ir acompañado de la humildad, de la moderación, de la aceptación de nuestros límites. Yo veo que no soy capaz de hacer todo lo que habría que hacer. Lo que vale para los párrocos —al menos así me lo imagino—, vale también para el Papa, aunque en diferente medida. El Papa debería hacer muchísimas cosas. Y realmente mis fuerzas no bastan. Así debo aprender a hacer lo que me sea posible y dejar el resto a Dios —y a mis colaboradores—, diciéndole: "En definitiva, tú eres quien debes hacerlo, pues la Iglesia es tuya.
Y tú me das sólo las fuerzas que tengo. Te las entrego a ti, pues provienen de ti; lo demás, precisamente, te lo dejo a ti".

Creo que la humildad de aceptar esto —"hasta aquí llegan mis fuerzas; el resto te lo dejo a ti, Señor"— es decisiva. Pero también hay que tener confianza: él me dará también colaboradores que me ayuden y hagan lo que yo no logro hacer.

Más aún, este conjunto de celo y de humildad, "traducido" a un tercer nivel, significa también el conjunto de servicio en todas sus dimensiones y de interioridad. Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos vacíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte, son espacios para "respirar de nuevo"; y, por otra, son centro y fuente del servicio.

Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos con rutina, como algo que de todos modos "debemos hacer"; celebrémosla "desde dentro". Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al decir "Esto es mi cuerpo", brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo "yo"; si realizamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor.

El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo, como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias.

Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hombres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración. Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no significa retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo.

El lema de estos días ha sido: "El que cree nunca está solo". Estas palabras son válidas y deben ser válidas precisamente también para los sacerdotes, para cada uno de nosotros. Y son válidas de nuevo en dos aspectos: el que es sacerdote nunca está solo, porque Jesucristo siempre está con él. Cristo está con nosotros; y nosotros también estamos con él.

172 Pero deben valer también en el otro sentido: el que se hace sacerdote es insertado en un presbiterio, en una comunidad de sacerdotes con el obispo. Es sacerdote estando en comunión con sus hermanos en el sacerdocio. Esforcémonos por lograr que esto no se quede sólo como un precepto teológico o jurídico, sino que se convierta en experiencia concreta para cada uno de nosotros.

Donémonos mutuamente esta comunión; donémosla especialmente a los que sepamos que sufren soledad, a los que se ven agobiados por dificultades y problemas, tal vez por dudas e incertidumbres. Si nos donamos mutuamente esta comunión, estando en comunión con los otros experimentaremos mucho más y de modo más gozoso también la comunión con Jesucristo. Amén.



CEREMONIA DE DESPEDIDA

Aeropuerto internacional de Munich

Jueves 14 de septiembre de 2006



Señor ministro presidente;
ilustres miembros del Gobierno;
señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores; amables señoras:

En el momento de dejar Baviera para volver a Roma, deseo dirigiros a vosotros, aquí presentes, y a través de vosotros a todos los ciudadanos de mi patria, un cordial saludo y a la vez una palabra de agradecimiento que brota verdaderamente de lo más profundo del corazón. Llevo grabadas indeleblemente en el alma las emociones suscitadas en mí por el entusiasmo y la intensa religiosidad de vastas multitudes de fieles, que se han reunido devotamente para escuchar la palabra de Dios y para orar, y que me han saludado por las calles y en las plazas.

He podido darme cuenta de cuántas personas, en Baviera, también hoy se esfuerzan por caminar por las sendas de Dios en comunión con sus pastores, comprometiéndose a dar testimonio de su fe en el actual mundo secularizado y a hacerla presente en él como fuerza transformadora. Gracias al incansable empeño de los organizadores, todo se ha desarrollado con orden y tranquilidad, en comunión y con alegría. Por tanto, en esta despedida, quiero ante todo expresar mi gratitud a todos los que han colaborado para lograr este resultado. Sólo deseo decir de todo corazón: "Que Dios os lo pague".

Naturalmente, mi pensamiento va ante todo a usted, señor ministro presidente, al que agradezco las palabras que me ha dirigido, con las que ha dado un gran testimonio en favor de nuestra fe cristiana como fuerza transformadora de nuestra vida pública. ¡Gracias de corazón por esto!

173 Doy las gracias a las demás personalidades civiles y eclesiásticas aquí reunidas, en particular a las que han contribuido al pleno éxito de esta visita, durante la cual me he podido encontrar por doquier con personas de esta tierra que me testimoniaban su afecto gozoso y a las que también mi corazón permanece siempre profundamente unido. Han sido días intensos, y en el recuerdo he podido revivir muchos acontecimientos del pasado que han marcado mi existencia. En todas partes he recibido una acogida afectuosa y llena de atenciones, más aún, ha sido una acogida caracterizada por la mayor cordialidad. Esto me ha conmovido. Puedo imaginar en cierto modo las dificultades, las preocupaciones, los esfuerzos que la organización de mi visita a Baviera ha implicado: han colaborado muchas personas pertenecientes a los organismos eclesiales y a las estructuras públicas, tanto de la región como del Estado y, sobre todo, también un gran número de voluntarios. A todos digo, desde lo más hondo del corazón: "Dios os lo pague" y lo acompaño con la seguridad de mi oración por todos vosotros.

He venido a Alemania, a Baviera, para volver a proponer a mis conciudadanos las verdades eternas del Evangelio como verdades y fuerzas actuales, y para confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación. En la fe, estoy convencido de que en él, en su palabra, se encuentra el camino no sólo para alcanzar la felicidad eterna, sino también para construir un futuro digno del hombre ya en esta tierra.

La Iglesia, animada por esta conciencia, bajo la guía del Espíritu, ha encontrado siempre en la palabra de Dios las respuestas a los desafíos que han ido surgiendo a lo largo de la historia. Esto ha tratado de hacer, en particular, también con respecto a los problemas que se manifestaron en el contexto de la así llamada "cuestión obrera", sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Lo subrayo en esta circunstancia, porque precisamente hoy, 14 de septiembre, se celebra el 25° aniversario de la publicación de la encíclica Laborem exercens, con la que el gran Papa Juan Pablo II indicó que el trabajo es "una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra" (
LE 4) y recordó a todos que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo" (LE 6).
Por tanto, el trabajo —aseguró— es "un bien del hombre", porque con él "el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a sus propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido se hace más hombre" (LE 9).

Sobre la base de esta intuición de fondo, el Papa indicó en la encíclica algunas orientaciones que siguen siendo actuales. A ese texto, que tiene valor profético, quisiera remitir también a los ciudadanos de mi patria, con la certeza de que de su aplicación concreta podrán derivarse grandes beneficios también para la actual situación social en Alemania.

Y ahora, al despedirme de mi amada patria, encomiendo el presente y el futuro de Baviera y de Alemania a la intercesión de todos los santos que han vivido en territorio alemán sirviendo fielmente a Cristo y experimentando en su existencia la verdad de las palabras que han acompañado como lema las distintas fases de mi visita: "El que cree nunca está solo". Seguramente también hizo esta experiencia el autor de nuestro himno bávaro. Con sus palabras, con las palabras de nuestro himno, que son también una oración, me complace dejar una vez más un deseo a mi patria: "Dios esté contigo, país de los bávaros, tierra alemana, patria. Sobre tus vastos territorios se derrame su bendición. ¡Que él proteja tus campos y los edificios de tus ciudades, y que te conserve los colores de su cielo blanco y azul!".

A todos un cordial "Que Dios os bendiga" y "hasta la vista", si Dios quiere.

ENCUENTRO CON SU SECRETARÍA DE ESTADO CON OCASIÓN DE LA CEREMONIA DE DESPEDIDA DEL CARGO DE SECRETARIO DEL CARDENAL ANGELO SODANO,

Y DEL NOMBRAMIENTO COMO SECRETARIO DE ESTADO DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE, S. D. B

Sala de los Suizos, Palacio apostólico de Castelgandolfo

Viernes 15 de septiembre de 2006


Eminencias,
excelencias,
174 queridos colaboradores y colaboradoras:

No puedo terminar este encuentro sin añadir, una vez más, unas palabras que en este momento me brotan del corazón. En cierto sentido, es un momento de tristeza; pero sobre todo es un momento de profunda gratitud. Usted, eminencia, ha trabajado con varios Papas, y al final conmigo, en calidad de secretario de Estado, con la entrega, la competencia y la voluntad de servicio de las que ya he hablado. Asociándome a su discurso, quisiera extender mi agradecimiento a todos los colaboradores y colaboradoras, así como a las representaciones pontificias del mundo.

Cada vez comprendo mejor que sólo esta red de colaboración hace posible responder al mandato del Señor: "Confirma fratres tuos in fide". Sólo en virtud de la suma de todas estas competencias, sólo en virtud de la humildad de un compromiso laborioso y muy experto de tantas personas, el Papa puede "confirmar a sus hermanos", obedeciendo así al Señor. Gracias a esta amplia colaboración el Papa puede cumplir adecuadamente su misión.

Solamente en estos últimos años, siendo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, he comprendido cada vez más cuánta competencia hay aquí, cuánta entrega, cuánta humildad y cuánta voluntad de servir realmente al Señor en su Iglesia. En realidad, este trabajo curial es un trabajo pastoral en sentido eminente, porque ayuda de verdad a guiar al pueblo de Dios a las verdes praderas —como dice el Salmo— donde la palabra de Dios está presente y nos alimenta toda nuestra vida.

Eminencia, en las última semanas he reflexionado en qué signo de mi gratitud podría darle en este momento. He tenido la alegría de que usted me acompañara en mi viaje a Baviera. Hemos visitado sedes episcopales importantes —Munich, Ratisbona y la antigua sede de Freising— y hemos visitado Altötting, nuestro santuario nacional, por decirlo así, que desde hace siglos ha sido llamado "corazón" de Baviera. Es realmente el "corazón" del país, porque allí, al encontrarnos con la Madre, nos encontramos con el Señor. Allí, en todas las vicisitudes de la historia, y también en todas las dificultades del presente, hallamos nuevamente, junto con la protección de la Madre, también la alegría de la fe. Allí se renueva nuestro pueblo.

Usted, señor cardenal, ha sido testigo de que el obispo de Passau me entregó como recuerdo perenne una copia de la imagen de la Virgen, del siglo XV, que atrae continuamente a los peregrinos que desean experimentar el amor de la Madre de todos nosotros. He podido obtener una copia fiel —hay copias menos valiosas— de la Virgen de Altötting. Y creo que esta Virgen de Altötting no sólo puede ser el signo de mi perenne gratitud, sino también el signo de nuestra unión en la oración. Que la Virgen lo acompañe siempre; que lo proteja siempre, y lo guíe. Esta es la expresión de mi sincera gratitud.


AL SEÑOR IVAN REBERNIK NUEVO EMBAJADOR DE ESLOVENIA ANTE LA SANTA SEDE

Palacio Apostólico de Castelgandolfo

Sábado 16 septiembre de 2006



Señor embajador:

El cordial y solemne gesto de presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Eslovenia ante la Sede apostólica recuerda las relaciones milenarias entre el Sucesor de Pedro y el amado pueblo que usted representa aquí. Sea bienvenido, señor embajador. Estoy seguro de que los sentimientos que ha evocado en las palabras que acaba de dirigirme reflejan las íntimas convicciones de sus compatriotas con respecto al Papa. Acepto con sincero placer estas genuinas expresiones, manifestando a las autoridades que lo acreditan, de modo especial al presidente de la República su excelencia el señor Janez Drnovsek, mi aprecio y mi agradecimiento.

La República de Eslovenia, en su nativa libertad, cultiva un diálogo fecundo y constructivo con las instituciones eclesiales presentes en el territorio, reconociendo su aportación positiva a la vida de la nación. Esto confirma cómo las tradiciones católicas, que desde siempre han caracterizado al pueblo esloveno, constituyen un tesoro valioso del que se puede tomar para expresar la identidad más profunda y verdadera de esa noble tierra.

175 En este marco se han desarrollado de manera fecunda las relaciones cordiales entre los eslovenos y la Sede de Pedro: las testimonian también hoy las buenas relaciones bilaterales a las que usted ha querido aludir oportunamente. Desde los primeros siglos del cristianismo la fuerza del Evangelio ha actuado en tierra eslovena: lo revela la presencia de santos como san Victorino y san Maximiano, cuyo testimonio contribuyó a la consolidación de la fe cristiana entre los pueblos que, en el siglo VII, se establecieron en la actual Eslovenia. ¿Cómo no pensar, también, en la figura de un obispo como el beato Anton Martin Slomsek que, en tiempos más recientes, impulsó el despertar nacional realizando una valiosa obra como formador del pueblo esloveno? El cristianismo y la identidad nacional están íntimamente relacionados. Por tanto, es natural que exista una profunda sintonía entre el Obispo de Roma y el noble pueblo que en usted tiene hoy aquí a su representante y su portavoz.


ruto de este intenso y constructivo diálogo, que no se interrumpió durante los tristes acontecimientos del siglo recién transcurrido, es el Acuerdo entre la República de Eslovenia y la Santa Sede sobre cuestiones jurídicas, del 14 de diciembre de 2001. Se trata de un acuerdo importante, cuya aplicación fiel no podrá por menos de fortalecer las relaciones recíprocas y la colaboración con vistas a la promoción de la persona y del bien común (cf. art. 1), respetando la legítima laicidad del Estado.

Sin embargo, como usted ha destacado oportunamente, existen cuestiones aún abiertas, que esperan una solución adecuada. Conociendo la estima y el afecto de los eslovenos por el Papa, estoy seguro de que sus representantes a nivel político sabrán interpretar sus tradiciones, su sensibilidad y su cultura. En efecto, el pueblo esloveno tiene el derecho de consolidar y poner de manifiesto el alma cristiana que ha plasmado su identidad y lo ha insertado en el contexto de la Europa cuyas raíces más profundas sacan vigor de la semilla evangélica operante en el continente desde hace casi dos milenios.

Los responsables de hoy tienen la tarea de buscar los métodos convenientes para implicar a las nuevas generaciones en el conocimiento y en el aprecio de los valores del pasado, capacitándolas para llevar al milenio recién iniciado el rico patrimonio heredado. Por tanto, a esas nuevas generaciones se les debe ayudar a llegar al conocimiento concreto y específico de los fundamentos culturales, éticos y religiosos sobre los que la nación ha sido edificada a lo largo de los siglos.

En efecto, sería una estrategia verdaderamente miope no favorecer la apertura de los jóvenes al conocimiento de las raíces históricas de las que fluye la savia necesaria para asegurar a la nación nuevas estaciones fecundas en frutos. En este sentido, se debe afrontar la cuestión de su instrucción también con respecto a los valores religiosos compartidos por la mayoría de la población, si se quiere evitar el peligro de la pérdida progresiva de los rasgos más específicos de la fisonomía nacional. Está en juego el respeto de la misma libertad de los ciudadanos, sobre la cual la República de Eslovenia vigila con atención, y que asimismo la Sede apostólica desea que se promueva según el espíritu del mencionado acuerdo.

Con todo, también es esta la experiencia de los demás pueblos del continente, en particular de los pueblos eslavos que, conscientes de la importancia del cristianismo para su identidad social y de la valiosa contribución que en este sentido puede dar la Iglesia, no se han sustraído al deber de asegurar, también en el campo legislativo, que el rico patrimonio ético y religioso siga dando abundantes frutos a las generaciones jóvenes.

Ojalá que el diálogo abierto en este ámbito entre las autoridades civiles y religiosas en Eslovenia lleve al entendimiento justo y sincero, tan necesario: es el deseo que de buen grado expreso en esta circunstancia. Eso no puede por menos de favorecer a las personas a las que, aunque desde perspectivas diversas, tanto el Estado como la Iglesia se sienten comprometidos a prestar el debido servicio. Puedo asegurar que la Iglesia católica colaborará con sinceridad y cordialidad con el Estado, sin exigir para sí privilegios, sino presentando propuestas que, según su parecer, pueden contribuir al progreso común de la nación.

A la vez que deseo que las relaciones cordiales entre Eslovenia y la Santa Sede sigan desarrollándose sobre las sólidas bases que las han guiado hasta ahora, le reafirmo la estima y el apoyo míos y de mis colaboradores de la Curia romana en el cumplimiento de la alta misión que le ha sido confiada, y confirmo estos sentimientos con la invocación de abundantes bendiciones divinas sobre usted y sobre sus seres queridos.



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