Discursos 2006 188

PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI


AL FINAL DE LA PROYECCIÓN DEL FILME


"PAPA LUCIANI, LA SONRISA DE DIOS"


Domingo 8 de octubre de 2006




Señor presidente de la RAI;
189 amables señoras y distinguidos señores:

Acabamos de ver juntos esta hermosa película, que recorre las etapas más significativas de la vida de mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo I. Siento la necesidad de expresarle mi sincera gratitud ante todo a usted, señor presidente, y después al consejo de administración y al director general de la RAI por haberme dado a mí y a mis colaboradores esta grata oportunidad.
Saludo a los responsables de "RAI Fiction" y de la "Società Leone Cinematografica", che han ideado y producido este interesante largometraje. Saludo en particular y expreso mi agradecimiento al director, Giorgio Capitani, a los diferentes actores y, en especial, a Neri Marcoré, que ha interpretado a Albino Luciani. También os saludo cordialmente a todos vosotros, que habéis aceptado la invitación a participar en este encuentro, en el que hemos podido revivir momentos sugestivos de la vida de la Iglesia en el siglo pasado.

Sobre todo hemos podido recordar la figura dulce y llena de mansedumbre de un Pontífice fuerte en la fe, firme en los principios, pero siempre dispuesto a la acogida y la sonrisa. Fiel a la tradición y abierto a la renovación, el siervo de Dios Albino Luciani, como sacerdote, como obispo y como Papa realizó una actividad pastoral incansable, estimulando constantemente al clero y al laicado a tender, en los diferentes campos del apostolado, al único y común ideal de la santidad.

Maestro de verdad y catequista apasionado, recordaba a todos los creyentes, con la atractiva sencillez que le caracterizaba, el compromiso y la alegría de la evangelización, subrayando la belleza del amor cristiano, única fuerza capaz de derrotar a la violencia y de construir una humanidad más fraterna. Por último, me complace recordar la devoción que sentía hacia la Virgen. Cuando era patriarca de Venecia escribió: "Es imposible concebir nuestra vida, la vida de la Iglesia, sin el rosario, sin las fiestas marianas, sin los santuarios marianos y sin las imágenes de la Virgen". Es hermoso acoger su invitación y encontrar, como hizo él, en el hecho de ponerse humildemente en manos de María el secreto de una serenidad cotidiana y de un compromiso concreto en favor de la paz en el mundo.

Una vez más, gracias, queridos amigos, por vuestra presencia. Os bendigo con afecto a todos vosotros y a vuestros seres queridos.


AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 9 de octubre de 2006



Queridos hermanos en el episcopado:

"Convenía celebrar una fiesta y alegrarse porque (...) ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15,32). Con afecto fraterno os doy una cordial bienvenida a vosotros, obispos de la Conferencia católica occidental de Canadá, y agradezco a monseñor Wiesner los buenos deseos que me ha expresado en vuestro nombre. Correspondo afectuosamente y os aseguro a vosotros, y a quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral, mis oraciones y mi solicitud. Vuestro encuentro con el Sucesor de Pedro concluye las visitas ad limina Apostolorum de la Conferencia episcopal canadiense.

A pesar del clima cada vez más secularizado en el que desempeñáis vuestro ministerio, vuestras relaciones contienen muchos elementos que os pueden servir de estímulo. En particular, me ha alegrado constatar el celo y la generosidad de vuestros sacerdotes, la entrega abnegada de los religiosos presentes en vuestras diócesis y la creciente disponibilidad de los fieles laicos a intensificar su testimonio de la verdad y el amor de Cristo en sus hogares, en las escuelas, en los lugares de trabajo y en la esfera pública.

La parábola del hijo pródigo es uno de los pasajes más apreciados de la sagrada Escritura. Su profunda ilustración de la misericordia de Dios y el importante deseo humano de conversión y reconciliación, así como el restablecimiento de las relaciones rotas, hablan a los hombres y a las mujeres de todas las edades. Es frecuente la tentación del hombre de ejercer su libertad alejándose de Dios. Ahora bien, la experiencia del hijo pródigo nos permite constatar, tanto en la historia como en nuestra propia vida, que cuando se busca la libertad fuera de Dios el resultado es negativo: pérdida de la dignidad personal, confusión moral y desintegración social. Sin embargo, el amor apasionado del Padre a la humanidad triunfa sobre el orgullo humano. Prodigado gratuitamente, es un amor que perdona y lleva a las personas a entrar más profundamente en la comunión de la Iglesia de Cristo. Ofrece verdaderamente a todos los pueblos la unidad en Dios y, como Cristo lo manifiesta perfectamente en la cruz, reconcilia la justicia y el amor (cf. Deus caritas est ).

190 ¿Y qué decir del hermano mayor? ¿No representa también, en cierto sentido, a todos los hombres y todas las mujeres, y quizá sobre todo a los que lamentablemente se alejan de la Iglesia? La racionalización de su actitud y de sus acciones despierta cierta simpatía, pero en definitiva refleja su incapacidad de comprender el amor incondicional. Incapaz de pensar más allá de los límites de la justicia natural, queda atrapado en la envidia y en el orgullo, alejado de Dios, aislado de los demás y molesto consigo mismo.

Queridos hermanos, que la reflexión sobre los tres personajes de esta parábola ?el Padre, con su gran misericordia; el hijo más joven, con su alegría al ser perdonado; y el hermano mayor, con su trágico aislamiento?, os confirme en vuestro deseo de afrontar la pérdida del sentido del pecado, a la que os habéis referido en vuestras relaciones. Esta prioridad pastoral refleja la gran esperanza de que los fieles laicos experimenten el amor ilimitado de Dios como una llamada a profundizar su unidad eclesial y a superar la división y la fragmentación que tan a menudo hieren a las familias y a las comunidades hoy.

Desde esta perspectiva, la responsabilidad que tiene el obispo de indicar la acción destructora del pecado se comprende fácilmente como un servicio de esperanza: fortalece a los creyentes para que eviten el mal y busquen la perfección del amor y la plenitud de la vida cristiana. Por tanto, os felicito por vuestra promoción del sacramento de la Penitencia. Aunque este sacramento es considerado a menudo con indiferencia, lo que produce es precisamente la curación completa que anhelamos. Un renovado aprecio de este sacramento confirmará que el tiempo dedicado al confesionario saca bien del mal, restablece la vida desde la muerte y revela de nuevo el rostro misericordioso del Padre.

Para comprender el don de la reconciliación hace falta una atenta reflexión sobre los modos para suscitar la conversión y la penitencia en el corazón del hombre (cf. Reconciliatio et paenitentia
RP 23). Aunque abundan las manifestaciones del pecado ?codicia y corrupción, relaciones rotas por la traición y explotación de personas?, el reconocimiento de la pecaminosidad individual ha disminuido. Como consecuencia de este debilitamiento del reconocimiento del pecado, con la correspondiente atenuación de la necesidad de buscar el perdón, se produce en definitiva un debilitamiento de nuestra relación con Dios (cf. Homilía durante la celebración ecuménica de Vísperas, Ratisbona, 12 de septiembre de 2006).

No es de extrañar que este fenómeno esté particularmente acentuado en sociedades marcadas por una ideología post-iluminista. Cuando Dios es excluido de la esfera pública, desaparece el sentido de la ofensa contra Dios ?el verdadero sentido del pecado?; y precisamente cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales, las categorías de bien o mal se difuminan, juntamente con la responsabilidad individual.

Sin embargo, la necesidad humana de reconocer y afrontar el pecado de hecho no desaparece jamás, por mucho que una persona, como el hermano mayor, pueda racionalizar lo contrario. Como nos dice san Juan: "Si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos" (1Jn 1,8). Es parte integrante de la verdad sobre la persona humana. Cuando se olvidan la necesidad de buscar el perdón y la disposición a perdonar, en su lugar surge una inquietante cultura de reproches y altercados. Sin embargo, este horrible fenómeno se puede eliminar. Siguiendo la luz de la verdad salvífica de Cristo, hay que decir como el padre: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo", y debemos alegrarnos "porque este hermano tuyo... estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15,31-32).

La paz y la armonía duraderas, tan anheladas por las personas, las familias y la sociedad, están en el centro de vuestras preocupaciones por acrecentar la reconciliación y la comprensión con las numerosas comunidades de las primeras naciones que se encontraban en vuestra región. Mucho se ha logrado. A este respecto, me ha alegrado la información que me habéis dado acerca de la obra del Consejo aborigen católico para la reconciliación y de los objetivos del Fondo amerindio. Estas iniciativas suscitan esperanza y dan testimonio del amor de Cristo que nos apremia (cf. 2Co 5,14).

Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Por tanto, os aliento a afrontar con amor y determinación las causas de las dificultades relativas a las necesidades sociales y espirituales de los fieles aborígenes. El compromiso por la verdad abre el camino a la reconciliación permanente a través del proceso curativo que implica pedir perdón y perdonar, dos elementos indispensables para la paz. De este modo, nuestra memoria se purifica, nuestro corazón se serena, y nuestro futuro se llena de una esperanza bien fundada en la paz que brota de la verdad.

Con afecto fraterno comparto estas reflexiones con vosotros y os aseguro mis oraciones en vuestro esfuerzo por hacer que la misión santificadora y reconciliadora de la Iglesia sea cada vez más apreciada y reconocible en vuestras comunidades eclesiales y civiles. Con estos sentimientos, os encomiendo a María, Madre de Jesús, y a la intercesión de la beata Catalina Tekakwitha. A vosotros, así como a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto de corazón mi bendición apostólica.


A UNA DELEGACIÓN DE LA LIGA ANTIDIFAMACIÓN

Jueves 12 de octubre de 2006

Queridos amigos:

191 Me complace dar la bienvenida al Vaticano a la delegación de la Liga Antidifamación. En muchas ocasiones visitasteis a mi predecesor el Papa Juan Pablo II y me alegra seguir encontrándome con grupos representativos del pueblo judío.

En el mundo actual, los líderes religiosos, políticos, académicos y económicos están urgentemente llamados a mejorar el nivel del diálogo entre los pueblos y entre las culturas. Para hacerlo de forma eficaz se requiere una mayor comprensión mutua y una dedicación común a la construcción de una sociedad cada vez más justa y pacífica. Necesitamos conocernos mejor unos a otros y, basándonos en este descubrimiento mutuo, construir relaciones no sólo de tolerancia, sino también de auténtico respeto. En efecto, judíos, cristianos y musulmanes comparten muchas convicciones comunes, y hay numerosas áreas de compromiso humanitario y social en las que podemos y debemos cooperar.

La declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II nos recuerda que las raíces judías del cristianismo nos obligan a superar los conflictos del pasado y a crear nuevos vínculos de amistad y colaboración. En particular, afirma que la Iglesia deplora todas las formas de odio o persecución dirigidas contra los judíos y todas las manifestaciones de antisemitismo en cualquier tiempo y procedentes de cualquier fuente (cf. n.
NAE 4).

En las cuatro décadas transcurridas desde la Declaración se han producido muchos avances positivos, y también se han dado los primeros pasos, quizá aún muy indecisos, hacia un diálogo más abierto sobre temas religiosos. Precisamente en este nivel de intercambio y diálogo sinceros encontraremos la base y la motivación para una sólida y fecunda relación.

Que el Eterno, nuestro Padre del cielo, bendiga todos los esfuerzos para eliminar del mundo cualquier abuso de la religión como pretexto para el odio y la violencia. Que él os bendiga a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestras comunidades.


A LOS OBISPOS DE ZAMBIA EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 13 de octubre de 2006



Queridos hermanos en Cristo:

Me complace daros la bienvenida a vosotros, obispos de Zambia, en este encuentro fraternal durante vuestra visita ad limina Apostolorum. De modo especial, doy las gracias a monseñor Telesphore George Mpundu, que ha expresado vuestra devoción a la Santa Sede y a mí como sucesor de Pedro. Os agradezco vuestros buenos deseos, a los que correspondo de buen grado. Nuestras conversaciones han suscitado en mí un aprecio más profundo de la Iglesia católica en vuestro país: sus alegrías, sus dificultades y sus esperanzas. A través de vosotros saludo y abrazo al clero, a los religiosos y a los fieles laicos de Zambia.

Recientemente en Alemania afirmé: "Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte" (Homilía en la catedral de San Corbiniano, Freising, 14 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 16). Por eso, os aliento a exhortar a vuestros fieles a entregarse a la oración y a la santidad, descubriendo el tesoro de una vida fundada en la fe en Cristo. Ojalá que ellos inviten a todos los que encuentren a compartir este tesoro.

La luz de la santidad, que brilla en quienes han descubierto este tesoro, se enciende en el momento del bautismo. En el bautismo Cristo libera al creyente del dominio del pecado, liberándolo de una existencia llena de temor y de superstición, e invitándolo a una vida nueva: "Queridos, ahora somos hijos de Dios... Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro" (1Jn 3,2-3). En efecto, el cristiano ha puesto su confianza en Cristo y puede estar siempre seguro de que él escucha sus súplicas y las atiende.

Al esforzaros por preparar a vuestro pueblo para una vida de auténtica santidad, aseguraos de instruirlo en el valor y en la práctica de la oración, especialmente la oración litúrgica, en la que de un modo sublime la Iglesia se une a Cristo, sumo sacerdote, en su intercesión eterna por la salvación del mundo. Además, la Iglesia católica estimula a los fieles a practicar formas populares de piedad.
192 Por consiguiente, enseñad siempre a vuestro pueblo el valor de la intercesión de los santos, que son los grandes amigos de Jesús (cf. Jn 12,20-22), y en particular la intercesión especial de María, su Madre, que está siempre atenta a nuestras necesidades (cf. Jn 2,1-11).

Queridos hermanos en el episcopado, estoy seguro de que seguiréis dedicando vuestra vida con generoso amor al pueblo de Dios en Zambia. El Señor os ha elegido para que lo apacentéis y guiéis por el camino que lleva a la santidad. Hacedlo con sabiduría, con firme determinación y con afecto paterno. San Jerónimo, en su comentario a la carta de san Pablo a Tito, dice: "El obispo debe practicar la abstinencia con respecto a todas las inquietudes que puedan agitar su alma: no ha de ser inclinado a la cólera, ni abrumado por la tristeza, ni atormentado por el miedo" (cf. vv. 8-9: PL 26, 603b-42). Esto es necesario especialmente en vuestras relaciones con vuestros hermanos sacerdotes, que a veces pueden extraviarse a causa de las numerosas tentaciones de la sociedad contemporánea. Como pastores y padres de vuestros colaboradores en la viña, debéis comunicarles siempre la alegría de servir al Señor con el debido desapego de las cosas de este mundo. Decidles que están cerca del corazón del Papa y presentes en sus oraciones diarias. Juntamente con vosotros, los animo a permanecer firmes en la fe verdadera y a mirar al futuro con viva esperanza en la gozosa posesión de ese tesoro incorruptible e inmarcesible, que nos ha alcanzado Jesucristo (cf. 1P 1,4).

Creemos que la Iglesia es santa. Cuando exhortéis a vuestros sacerdotes a llevar una vida santa de acuerdo con su vocación, cuando prediquéis el amor generoso y la fidelidad en el matrimonio, y cuando invitéis a todos a practicar las obras de misericordia, recordadles las palabras del Señor: "Vosotros sois la luz del mundo... Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,14-16).

La santidad es un don divino, que se manifiesta en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Queridos hermanos, mostrad a vuestro pueblo el rostro hermoso de Cristo, llevando una vida de auténtico amor. Mostrad la compasión de Cristo especialmente a los pobres, a los refugiados, a los enfermos y a todos los que sufren. Al mismo tiempo, en vuestra enseñanza seguid proclamando la necesidad de honradez, afecto familiar, disciplina y fidelidad, todo lo cual influye de un modo decisivo en la salud y la estabilidad de la sociedad.

Vuestra visita a Roma es un signo visible de vuestra búsqueda personal de la santidad y de vuestro ardiente deseo de ser heraldos del Evangelio, siguiendo el ejemplo heroico de los apóstoles san Pedro y san Pablo. San Mateo expresa así el mandato misionero de la Iglesia: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20). Este pasaje es fuente de gran esperanza para todos los que dedican sus energías al ministerio apostólico. Estas palabras nos recuerdan la presencia constante y activa de Cristo vivo en su santa Iglesia católica. Os invito a vosotros y a quienes cooperan con vosotros en vuestro ministerio a meditar en ellas y a renovar vuestra confianza en el Señor.

Al volver a vuestra patria, llevad mi saludo afectuoso a los habitantes de vuestro país. Ojalá que vuestro testimonio de hombres llenos de la esperanza de la resurrección los conduzca a un aprecio cada vez mayor de las alegrías que el Señor nos ha prometido. A cada uno de vosotros y a todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral, imparto de corazón mi bendición apostólica.


A UNA PEREGRINACIÓN DE PERSONAS VINCULADAS A LAS OBRAS DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA

Sábado 14 de octubre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros en esta plaza en la que, en 1999 y en 2002, tuvieron lugar las memorables celebraciones de beatificación y canonización del padre Pío de Pietrelcina. Hoy habéis venido en gran número con ocasión del 50° aniversario de la que constituye una parte considerable de su obra: la Casa Alivio del sufrimiento. Os doy la bienvenida con afecto y os saludo cordialmente a cada uno: al arzobispo Umberto D'Ambrosio, al que agradezco sus amables palabras; a los frailes capuchinos del santuario y de la provincia; a los dirigentes, a los médicos, a los enfermeros y al personal del hospital; a los miembros de los Grupos de oración, provenientes de todas las partes de Italia y también de otros países; y a los peregrinos de la diócesis de Manfredonia-Vieste-San Giovanni Rotondo. Todos juntos formáis una gran familia espiritual, porque os reconocéis como hijos del padre Pío, un hombre sencillo, un "pobre fraile" ?como decía él? al que Dios encomendó el mensaje perenne de su Amor crucificado por toda la humanidad.

193 Los primeros herederos de su testimonio sois vosotros, queridos frailes capuchinos, que custodiáis el santuario de Santa María de las Gracias y la nueva gran iglesia dedicada a San Pío de Pietrelcina. Sois los principales animadores de esos lugares de gracia, meta de millones de peregrinos cada año. Estimulados y sostenidos por el ejemplo del padre Pío y por su intercesión, esforzaos por ser vosotros mismos sus imitadores para ayudar a todos a vivir una profunda experiencia espiritual, centrada en la contemplación de Cristo crucificado, revelador y mediador del amor misericordioso del Padre celestial.

Del corazón del padre Pío, ardiente de caridad, brotó la Casa Alivio del sufrimiento, que ya con su nombre manifiesta la idea inspiradora de la que surgió y el programa que pretende realizar. El padre Pío quiso llamarla "casa" para que el enfermo, especialmente el pobre, se sintiera a gusto en ella, acogido en un clima familiar, y para que en esta casa pudiera encontrar "alivio" en su sufrimiento. Alivio gracias a dos fuerzas convergentes: la oración y la ciencia.

Esta era la idea del fundador, y todos los que trabajan en el hospital deben tenerla siempre muy presente, haciéndola suya. La fe en Dios y la búsqueda científica cooperan al mismo fin, que se puede expresar del mejor modo con las palabras de Jesús mismo: "Para que tengan vida y la tengan en abundancia" (
Jn 10,10). Sí, Dios es vida y quiere que el hombre se cure de toda enfermedad del cuerpo y del espíritu. Por eso Jesús curó incansablemente a enfermos, anunciando con su curación el reino de Dios ya cercano. Por el mismo motivo la Iglesia, gracias a los carismas de tantos santos y santas, ha prolongado y difundido a lo largo de los siglos este ministerio profético de Cristo, mediante innumerables iniciativas en el campo de la salud y del servicio a los que sufren.

Si la dimensión científica y tecnológica es propia del Hospital, la oración, en cambio, se extiende a toda la obra del padre Pío. Es el elemento, por decirlo así, transversal: el alma de toda iniciativa, la fuerza espiritual que lo mueve y orienta todo según el orden de la caridad que, en resumidas cuentas, es Dios mismo.

Dios es amor. Por eso el binomio fundamental que deseo volver a proponer a vuestra atención es el que está en el centro de mi encíclica: amor a Dios y amor al prójimo, oración y caridad (cf. Deus caritas est ). El padre Pío fue, ante todo, un "hombre de Dios". Desde niño se sintió llamado por él y respondió "con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza" (cf. Dt 6,5). Así el amor divino pudo tomar posesión de su humilde persona y hacer de ella un instrumento elegido de sus designios de salvación.

¡Alabado sea Dios, que en todo tiempo escoge almas sencillas y generosas para realizar maravillas! (cf. Lc 1,48-49). Todo en la Iglesia viene de Dios, y sin él nada puede mantenerse en pie. Las obras del padre Pío son un ejemplo extraordinario de esta verdad: la Casa Alivio se puede definir bien un "milagro". Humanamente, ¿quién podía pensar que junto al pequeño convento de San Giovanni Rotondo surgiría uno de los hospitales más grandes y modernos del sur de Italia? ¿Quién sino el hombre de Dios, que contempla la realidad con los ojos de la fe y con una gran esperanza, porque sabe que para Dios nada es imposible?

Por eso la fiesta de la Casa Alivio del sufrimiento es al mismo tiempo la fiesta de los Grupos de oración del padre Pío, es decir, de la parte de su obra que "llama" continuamente al corazón de Dios, como un ejército de intercesores y de reparadores, a fin de obtener las gracias necesarias para la Iglesia y para el mundo.

Queridos amigos de los Grupos de oración, vuestro origen se remonta al invierno de 1942, mientras la segunda guerra mundial asolaba Italia, Europa y el mundo. El 17 de febrero de aquel año, mi venerado predecesor el Papa Pío XII hizo un llamamiento al pueblo cristiano para que muchos se reunieran a orar juntos por la paz. El padre Pío impulsó a sus hijos espirituales a responder prontamente a la llamada del Vicario de Cristo. Así nacieron los Grupos de oración, y como centro organizativo tuvieron precisamente la Casa Alivio del sufrimiento, que aún estaba en construcción. Esta imagen sigue siendo un símbolo elocuente: la Obra del padre Pío como un gran "edificio en construcción", animado por la oración y destinado a la caridad activa.

Los Grupos de oración se han difundido en las parroquias, en los conventos, en los hospitales, y hoy son más de tres mil, esparcidos por todos los continentes. Vosotros, aquí hoy, sois una representación numerosa de ellos. La respuesta originaria dada al llamamiento del Papa ha marcado para siempre el carácter de vuestra "red" espiritual: vuestra oración, como reza el Estatuto, es "con la Iglesia, por la Iglesia y en la Iglesia" (Proemio), y se debe vivir siempre en plena adhesión al Magisterio, con una obediencia pronta al Papa y a los obispos, bajo la guía del presbítero nombrado por el obispo. El mismo Estatuto prescribe también un compromiso esencial de los Grupos de oración, es decir, la "caridad activa y operante para alivio de los que sufren y de los necesitados como actuación práctica del amor a Dios" (ib.). He aquí nuevamente el binomio oración y caridad, Dios y prójimo. El Evangelio no permite evasiones: quien se dirige al Dios de Jesucristo es impulsado a servir a los hermanos y, viceversa, quien se dedica a los pobres descubre en ellos el rostro misterioso de Dios.

Queridos amigos, el tiempo ha pasado, y ha llegado el momento de concluir. Deseo expresaros mi agradecimiento sincero por el apoyo que me dais con vuestra oración. Que el Señor os recompense. Al mismo tiempo, para la comunidad de trabajo de la Casa Alivio del sufrimiento pido la gracia especial de ser siempre fiel al espíritu y al proyecto del padre Pío. Encomiendo esta oración a la intercesión celestial del padre Pío y de la Virgen María.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.

VISITA PASTORAL A VERONA


A LOS OBISPOS, SACERDOTES Y FIELES LAICOS PARTICIPANTES EN LA IV ASAMBLEA ECLESIAL NACIONAL ITALIANA

Feria de Verona

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Jueves 19 de octubre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar con vosotros hoy, en esta ciudad de Verona, tan hermosa e histórica, para participar activamente en la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia. Saludo cordialmente en el Señor a todos y cada uno. Agradezco al cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia episcopal, y a la doctora Giovanna Ghirlanda, representante de la diócesis de Verona, las amables palabras de acogida que me han dirigido en nombre de todos vosotros y la información que me han dado sobre el desarrollo de la Asamblea.

Doy las gracias al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del comité preparatorio, y a los que han trabajado en su realización. Os doy las gracias de corazón a cada uno de vosotros, que representáis aquí, en feliz armonía, a los diversos componentes de la Iglesia en Italia: al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, que nos acoge; a los obispos aquí reunidos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a vosotros, fieles laicos, hombres y mujeres, que representáis a las múltiples realidades del laicado católico en Italia.

Esta IV Asamblea nacional es una nueva etapa del camino de aplicación del Vaticano II, que la Iglesia italiana emprendió desde los años inmediatamente sucesivos al gran Concilio: un camino de comunión ante todo con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo y, por consiguiente, de comunión entre nosotros, en la unidad del único Cuerpo de Cristo (cf. 1Jn 1,3 1Co 12,12-13); un camino orientado a la evangelización, para mantener viva y firme la fe en el pueblo italiano; por tanto, un testimonio constante de amor a Italia y de solicitud activa por el bien de sus hijos.

La Iglesia que está en Italia ha recorrido este camino en estrecha y constante unión con el Sucesor de Pedro. Me complace recordar con vosotros a los siervos de Dios Pablo VI, que impulsó la primera Asamblea en el ya lejano año 1976, y Juan Pablo II, con sus intervenciones fundamentales ?las recordamos todos? en las Asambleas de Loreto y Palermo, que fortalecieron en la Iglesia italiana la confianza en que podía actuar para que la fe en Jesucristo siga ofreciendo, también a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, el sentido y la orientación de la existencia y desempeñe así "un papel-guía y una eficacia desbordante" en el camino de la nación hacia su futuro (cf. Discurso a la Asamblea de Loreto, 11 de abril de 1985, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de abril de 1985, p. 11).

El Señor resucitado y su Iglesia

Con el mismo espíritu he venido hoy a Verona, para orar al Señor juntamente con vosotros, compartir, aunque sea brevemente, vuestro trabajo de estas jornadas y proponeros una reflexión mía acerca de lo que parece realmente importante para la presencia cristiana en Italia.

Habéis realizado una opción muy acertada al poner a Jesucristo resucitado en el centro de la atención de la Asamblea y de toda la vida y el testimonio de la Iglesia en Italia. La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia, el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero. Por eso la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos.

Se trata, ciertamente, de un gran misterio, el misterio de nuestra salvación, que encuentra en la resurrección del Verbo encarnado su coronación y a la vez la anticipación y la prenda de nuestra esperanza. Pero la clave de este misterio es el amor y sólo en la lógica del amor se puede acceder a él y comprenderlo de algún modo: Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte.

Él era uno con la Vida indestructible y, por tanto, podía dar su vida dejándose matar, pero no podía sucumbir definitivamente a la muerte: en concreto, en la última Cena anticipó y aceptó por amor su propia muerte en la cruz, transformándola de este modo en entrega de sí, en el don que nos da la vida, nos libera y nos salva.

195 Así pues, su resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota un mundo nuevo, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a sí.

Todo esto acontece en concreto a través de la vida y el testimonio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia misma constituye la primicia de esa transformación, que es obra de Dios y no nuestra. Llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva. Es lo que dice san Pablo en la carta a los Gálatas: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (
Ga 2,20). Así, a través del bautismo, ha cambiado mi identidad esencial y yo sigo existiendo sólo en este cambio. Mi yo desaparece y se inserta en un nuevo sujeto más grande, en el que mi yo está presente de nuevo, pero transformado, purificado, "abierto" mediante la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia.

De este modo llegamos a ser uno en Cristo" (Ga 3,28), un único sujeto nuevo, y nuestro yo es liberado de su aislamiento. "Yo, pero ya no yo": esta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la "novedad" cristiana llamada a transformar el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en la realidad diaria de nuestra vida, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del Resucitado y de este modo portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo, concretamente en la comunidad de hombres y mujeres en la que vivimos.

Así, de este mensaje fundamental de la resurrección, presente en nosotros y en nuestra vida diaria, paso al tema del servicio de la Iglesia en Italia a la nación, a Europa y al mundo.

El servicio de la Iglesia en Italia a la nación a Europa y al mundo

Italia se nos presenta hoy como un terreno muy necesitado y a la vez muy favorable a este testimonio. Muy necesitado, porque participa de la cultura que predomina en Occidente y que quisiera proponerse como universal y autosuficiente, generando un nuevo estilo de vida. De ahí deriva una nueva oleada de ilustración y de laicismo, por la que sólo sería racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular, mientras que en la práctica la libertad individual se erige como valor fundamental al que todos los demás deberían someterse.

Así Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño.

En íntima relación con todo esto, tiene lugar una radical reducción del hombre, considerado un simple producto de la naturaleza, como tal no realmente libre y al que de por sí se puede tratar como a cualquier otro animal. Así se produce un auténtico vuelco del punto de partida de esta cultura, que era una reivindicación de la centralidad del hombre y de su libertad. En la misma línea, la ética se sitúa dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo.

No es difícil ver cómo este tipo de cultura representa un corte radical y profundo no sólo con el cristianismo, sino, más en general, con las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. De este modo, no es capaz de entablar un verdadero diálogo con las demás culturas, en las que la dimensión religiosa está fuertemente presente; y no puede responder a los interrogantes fundamentales sobre el sentido y sobre la dirección de nuestra vida. Por eso, esta cultura está marcada por una profunda carencia, pero también por una gran necesidad ?inútilmente escondida? de esperanza.

Con todo, Italia, como dije antes, constituye al mismo tiempo un terreno muy favorable para el testimonio cristiano, pues la Iglesia aquí es una realidad muy viva ?como vemos?, que conserva una presencia capilar en medio de la gente de todas las edades y condiciones. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas y siguen produciendo frutos, mientras que se está llevando a cabo un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones, pero también cada vez más a las familias.

Además, se siente cada vez con mayor claridad la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista: en concreto, se percibe la gravedad del peligro de separarse de las raíces cristianas de nuestra civilización. Esta sensación, que está muy difundida en el pueblo italiano, la formulan expresamente y con fuerza muchos e importantes hombres de cultura, incluso entre los que no comparten o al menos no practican nuestra fe.

196 Así pues, la Iglesia y los católicos italianos están llamados a aprovechar esta gran oportunidad y, ante todo, a ser conscientes de ella. Nuestra actitud, por tanto, nunca deberá ser un encerramiento en nosotros mismos, renunciando a la acción. Al contrario, es preciso mantener vivo y, si es posible, incrementar nuestro dinamismo; es necesario abrirse con confianza a nuevas relaciones, sin desperdiciar ninguna de las energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de Italia.

En efecto, a nosotros nos corresponde ?no con nuestros pobres recursos, sino con la fuerza que viene del Espíritu Santo? dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente: si sabemos hacerlo, la Iglesia en Italia prestará un gran servicio no sólo a esta nación, sino también a Europa y al mundo, porque por doquier se halla presente la insidia del secularismo y es también universal la necesidad de una fe vivida en relación con los desafíos de nuestro tiempo.

Hacer visible el gran "sí" de la fe

Queridos hermanos y hermanas, debemos preguntarnos ahora cómo y sobre qué bases cumplir esa tarea. En esta Asamblea habéis considerado, con razón, que es indispensable dar al testimonio cristiano contenidos concretos y practicables, examinando cómo puede llevarse a cabo y desarrollarse en cada uno de los grandes ámbitos en los que se articula la experiencia humana. Eso ayudará a no perder de vista en nuestra acción pastoral la relación entre la fe y la vida diaria, entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de la gente. Por eso, en estos días habéis reflexionado sobre la vida afectiva y la familia, sobre el trabajo y la fiesta, sobre la educación y la cultura, sobre las situaciones de pobreza y de enfermedad, sobre los deberes y las responsabilidades de la vida social y política.

Por mi parte, quisiera poner de relieve cómo, a través de este testimonio multiforme, debe brotar sobre todo el gran "sí" que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; y, por tanto, cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia.
San Pablo, en la carta a los Filipenses, escribió: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (
Ph 4,8).

Por tanto, los discípulos de Cristo reconocen y acogen de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa y la democracia. Sin embargo, no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste sólo en adaptarse a las culturas, sino que siempre es también una purificación, un corte valiente, que se transforma en maduración y saneamiento, una apertura que permite nacer a la "nueva criatura" (2Co 5,17 Ga 6,15) que es el fruto del Espíritu Santo.

Como escribí en la encíclica Deus caritas est, no se comienza a ser cristiano ?y, por tanto, el creyente no da testimonio? por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con la Persona de Jesucristo, "que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. ). La fecundidad de este encuentro se manifiesta también, de modo peculiar y creativo, en el actual contexto humano y cultural, ante todo en relación con la razón que ha dado origen a las ciencias modernas y a las relativas tecnologías. En efecto, una característica fundamental de estas últimas es el empleo sistemático de los instrumentos de la matemática para poder actuar con la naturaleza y poner a nuestro servicio sus inmensas energías.

La matemática como tal es una creación de nuestra inteligencia: la correspondencia entre sus estructuras y las estructuras reales del universo ?que es el presupuesto de todos los modernos desarrollos científicos y tecnológicos, ya expresamente formulado por Galileo Galilei con la célebre afirmación de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático? suscita nuestra admiración y plantea un gran interrogante.

En efecto, implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. Cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad.

Sobre estas bases resulta de nuevo posible ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. Se trata de una tarea que tenemos por delante, una aventura fascinante en la que vale la pena embarcarse, para dar nuevo impulso a la cultura de nuestro tiempo y para hacer que en ella la fe cristiana tenga de nuevo plena ciudadanía. Con ese fin, el "proyecto cultural" de la Iglesia en Italia es, sin duda, una intuición feliz y una contribución muy importante.

197 La persona humana. Razón, inteligencia y amor

Por otra parte, la persona humana no es sólo razón e inteligencia, aunque ciertamente son sus elementos constitutivos. Lleva en su interior, inscrita en lo más profundo de su ser, la necesidad de amor, de ser amada y de amar a su vez. Por eso se interroga y a menudo se extravía ante las asperezas de la vida, ante el mal que existe en el mundo y que parece tan fuerte y, al mismo tiempo, radicalmente carente de sentido.

Especialmente en nuestra época, a pesar de todos los progresos logrados, el mal no ha quedado en absoluto vencido; más aún, su poder parece fortalecerse y resultan inútiles todos los intentos de ocultarlo, como lo demuestran tanto la experiencia diaria como las grandes vicisitudes históricas.
Así pues, vuelve insistentemente la pregunta sobre si en nuestra vida puede hallar espacio seguro el amor auténtico y, en definitiva, si el mundo es realmente obra de la sabiduría de Dios.

Aquí, mucho más que cualquier razonamiento humano, nos ayuda la novedad conmovedora de la revelación bíblica: el Creador del cielo y de la tierra, el único Dios que es la fuente de todo ser, este único Logos creador, esta Razón creadora, ama personalmente al hombre, más aún, lo ama apasionadamente y quiere a su vez ser amado. Por eso, esta Razón creadora, que es al mismo tiempo amor, da vida a una historia de amor con Israel, su pueblo, y en esta historia, ante las traiciones del pueblo, su amor se manifiesta lleno de inagotable fidelidad y misericordia; es un amor que perdona más allá de todo límite.

En Jesucristo esa actitud alcanza su forma extrema, inaudita y dramática, pues en él Dios se hace uno de nosotros, nuestro hermano, e incluso sacrifica su vida por nosotros. Así, en la muerte en la cruz, aparentemente el mayor mal de la historia, "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical, en el cual se manifiesta lo que significa que "Dios es amor" (
1Jn 4,8) y se comprende también cómo se debe definir el amor auténtico" (cf. Deus caritas est ).

Precisamente porque nos ama de verdad, Dios respeta y salva nuestra libertad. Al poder del mal y del pecado no opone un poder más grande, sino que ?como nos dijo nuestro amado Papa Juan Pablo II en la encíclica Dives in misericordia y por último en el libro Memoria e Identidad, su verdadero testamento espiritual? prefiere poner el límite de su paciencia y de su misericordia, el límite que es en concreto el sufrimiento del Hijo de Dios. Así también nuestro sufrimiento se transforma desde dentro, se introduce en la dimensión del amor y encierra una promesa de salvación.

Queridos hermanos y hermanas, todo esto Juan Pablo II no sólo lo pensó y no sólo lo creyó con una fe abstracta: lo comprendió y lo vivió con una fe madurada en el sufrimiento. Por este camino, como Iglesia, estamos llamados a seguirlo del modo y en la medida en que Dios dispone para cada uno de nosotros. Con razón la cruz nos da miedo, como provocó miedo y angustia en Jesucristo (cf. Mc 14,33-36); sin embargo, no es negación de la vida, por lo cual no es necesario desembarazarse de ella para ser felices. Al contrario, es el "sí" extremo de Dios al hombre, la expresión suprema de su amor y el manantial de la vida plena y perfecta. Por consiguiente, contiene la invitación más convincente a seguir a Cristo por la senda de la entrega de sí mismo.

Aquí mi pensamiento se dirige con especial afecto a los miembros del Cuerpo del Señor que sufren. En Italia, como en todo el mundo, completan en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1,24) y así contribuyen del modo más eficaz a la salvación común. Son los testigos más convincentes de la alegría que viene de Dios y que da la fuerza para aceptar la cruz con amor y perseverancia.

Sabemos bien que esta opción de la fe y del seguimiento de Cristo nunca es fácil; al contrario, siempre es contestada y controvertida. Por tanto, también en nuestro tiempo, la Iglesia sigue siendo "signo de contradicción", a ejemplo de su Maestro (cf. Lc 2,34). Pero no por eso nos desalentamos. Al contrario, debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien nos pida razón (logos) de nuestra esperanza, como nos invita a hacer la primera carta de san Pedro (1P 3,15), que muy oportunamente habéis escogido como guía bíblica para el camino de esta Asamblea.

Debemos responder "con dulzura y respeto, con recta conciencia" (1P 3,16), con la suave fuerza que brota de la unión con Cristo. Debemos hacerlo en todas partes, en el ámbito del pensamiento y en el de la acción, en el de los comportamientos personales y en el del testimonio público.

198 La fuerte unidad que se realizó en la Iglesia de los primeros siglos entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor mutuo y por la atención solícita a los pobres y a los que sufrían, hizo posible la primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo helenístico-romano. Así sucedió también posteriormente, en diversos contextos culturales y situaciones históricas. Este sigue siendo el camino real para la evangelización. Que el Señor nos guíe a vivir esta unidad entre la verdad y el amor en las condiciones propias de nuestro tiempo, para la evangelización de Italia y del mundo actual.

Así paso a un punto importante y fundamental: la educación.

La educación

En concreto, para que la experiencia de la fe y del amor cristiano sea acogida y vivida y se transmita de una generación a otra, es fundamental y decisiva la cuestión de la educación de la persona. Es preciso preocuparse por la formación de su inteligencia, sin descuidar la de su libertad y capacidad de amar. Por esto es necesario recurrir también a la ayuda de la gracia. Sólo de este modo se podrá afrontar con eficacia el peligro que corre el destino de la familia humana constituido por el desequilibrio entre el crecimiento tan rápido de nuestro poder técnico y el crecimiento mucho más lento de nuestros recursos morales.

Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad.

De esta solicitud por la persona humana y su formación brotan nuestros "no" a formas débiles y desviadas de amor y a las falsificaciones de la libertad, así como a la reducción de la razón sólo a lo que se puede calcular y manipular. En realidad, estos "no" son más bien "sí" al amor auténtico, a la realidad del hombre tal como ha sido creado por Dios.

Quiero expresar aquí todo mi aprecio por el gran trabajo formativo y educativo que cada una de las Iglesias realizan incansablemente en Italia, por su atención pastoral a las nuevas generaciones y a las familias. Gracias por esta atención. Entre las múltiples formas de este compromiso no puedo por menos de recordar, en particular, la escuela católica, porque con respecto a ella siguen existiendo, en cierta medida, antiguos prejuicios, que ocasionan retrasos dañosos, y ya injustificables, en el reconocimiento de su función y en permitir en concreto su actividad.

El testimonio de caridad

Jesús nos dijo que todo lo que hagamos a sus hermanos más pequeños se lo hacemos a él (cf.
Mt 25,40). Por tanto, la autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más graves.

La Iglesia en Italia tiene una gran tradición de cercanía, ayuda y solidaridad con los necesitados, los enfermos, los marginados, que se manifiesta sobre todo en una serie admirable de "santos de la caridad". Esta tradición continúa también hoy y afronta las numerosas formas nuevas de pobreza, moral y material, a través de Cáritas, del voluntariado social, de la labor a menudo oculta de tantas parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y grupos, así como de personas impulsadas por el amor a Cristo y a los hermanos. Además, la Iglesia en Italia demuestra una extraordinaria solidaridad con las inmensas muchedumbres de pobres de la tierra.

Por eso, es muy importante que todos estos testimonios de caridad conserven siempre elevado y luminoso su perfil específico, alimentándose de humildad y confianza en el Señor, evitando sugestiones ideológicas y simpatías de partido, y sobre todo mirándolo todo con la mirada de Cristo. Por consiguiente, es importante la acción práctica, pero cuenta mucho más nuestra participación personal en las necesidades y sufrimientos del prójimo. Así, queridos hermanos y hermanas, la caridad de la Iglesia hace visible el amor de Dios en el mundo. Así hace más convincente nuestra fe en el Dios encarnado, crucificado y resucitado.

199 Responsabilidades civiles y políticas de los católicos

Vuestra Asamblea ha hecho bien en afrontar también el tema de la ciudadanía, es decir, las cuestiones de las responsabilidades civiles y políticas de los católicos. En efecto, Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos. Como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. nn. ), sobre las relaciones entre la religión y la política Jesucristo aportó una novedad sustancial, que abrió el camino hacia un mundo más humano y libre, a través de la distinción y la autonomía recíproca entre el Estado y la Iglesia, entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf.
Mt 22,21).

La misma libertad religiosa, que percibimos como un valor universal, particularmente necesario en el mundo actual, tiene aquí su raíz histórica. Por tanto, la Iglesia no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica. En efecto, la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo.

Con este fin resultan claramente indispensables las energías morales y espirituales que permitan anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales, de una clase social o incluso de un Estado. Aquí de nuevo la Iglesia tiene un espacio muy amplio para arraigar estas energías en las conciencias, alimentarlas y fortalecerlas.

Por consiguiente, la tarea inmediata de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad no corresponde a la Iglesia como tal, sino a los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad. Se trata de una tarea de suma importancia, a la que los cristianos laicos italianos están llamados a dedicarse con generosidad y valentía, iluminados por la fe y por el magisterio de la Iglesia, y animados por la caridad de Cristo.

Hoy requieren una atención especial y un compromiso extraordinario los grandes desafíos en los que amplios sectores de la familia humana corren mayor peligro: las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, y algunas epidemias terribles. Pero también es preciso afrontar, con la misma determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social.

El testimonio abierto y valiente que la Iglesia y los católicos italianos han dado y están dando a este respecto son un valioso servicio a Italia, útil y estimulante también para muchas otras naciones. Ciertamente, este compromiso y este testimonio forman parte del gran "sí" que como creyentes en Cristo decimos al hombre amado por Dios.

Estar unidos a Cristo

Queridos hermanos y hermanas, ciertamente son grandes y múltiples las tareas y las responsabilidades que esta Asamblea eclesial pone de relieve. Por eso, debemos tener siempre presente que no estamos solos a la hora de llevar su peso, pues nos sostenemos unos a otros, y sobre todo el Señor mismo guía y sostiene la frágil barca de la Iglesia.

Así volvemos al punto de donde partimos: lo fundamental es estar unidos a él y luego entre nosotros, estar con él para poder ir en su nombre (cf. Mc 3,13-15). Por consiguiente, nuestra verdadera fuerza la recibimos alimentándonos de su palabra y de su cuerpo, uniéndonos a su ofrenda por nosotros, como haremos en la celebración de esta tarde, y adorándolo presente en la Eucaristía. En efecto, antes de cualquier actividad y de cualquier programa nuestro debe estar la adoración, que nos hace realmente libres y nos da los criterios para nuestra acción.

En la unión con Cristo nos precede y nos guía la Virgen María, tan amada y venerada en todos los lugares de Italia. En ella encontramos, pura e inalterada, la verdadera esencia de la Iglesia y así, a través de ella, aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentimos parte de ella hasta las últimas consecuencias, nos convertimos por nuestra parte en "almas eclesiales" y aprendemos a resistir a la "secularización interna" que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo a consecuencia de los procesos de secularización que han marcado profundamente la civilización europea.

200 Queridos hermanos y hermanas, elevemos juntos al Señor nuestra oración, humilde pero llena de confianza, para que la comunidad católica italiana, insertada en la comunión viva de la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos, y estrechamente unida en torno a sus obispos, lleve con renovado impulso a esta amada nación, y a todos los rincones de la tierra, el gozoso testimonio de Jesús resucitado, esperanza de Italia y del mundo.



Discursos 2006 188