Discursos 2006 215

A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS

Lunes 6 de noviembre de 2006



Excelencias;
distinguidas señoras y señores:

Me complace saludar a los miembros de la Academia pontificia de ciencias con ocasión de esta asamblea plenaria, y agradezco al profesor Nicola Cabibbo las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. El tema de vuestro encuentro ?"La posibilidad de predicción en la ciencia: exactitud y limitaciones"? se refiere a un aspecto característico de la ciencia moderna. De hecho, la posibilidad de predicción es una de las razones principales del prestigio de la ciencia en la sociedad contemporánea. La creación del método científico ha dado a las ciencias la capacidad de prever los fenómenos, estudiar su desarrollo y controlar así el ambiente en el que el hombre vive.

El creciente "avance" de la ciencia, y especialmente su capacidad de controlar la naturaleza a través de la tecnología, en ocasiones ha ido acompañado por una correspondiente "retirada" de la filosofía, de la religión e incluso de la fe cristiana. De hecho, algunos han visto en el progreso de la ciencia y de la tecnología modernas una de las principales causas de la secularización y el materialismo: ¿por qué invocar el dominio de Dios sobre esos fenómenos, cuando la ciencia ha mostrado su propia capacidad de hacer lo mismo?

Ciertamente, la Iglesia reconoce que el hombre "gracias a la ciencia y a la técnica ha ampliado y continuamente amplía su dominio sobre casi toda la naturaleza", de manera que "muchos bienes que esperaba antes principalmente de fuerzas superiores, hoy se los obtiene ya con su propia habilidad" (Gaudium et spes GS 33).

216 Al mismo tiempo, el cristianismo no plantea un conflicto inevitable entre la fe sobrenatural y el progreso científico. El verdadero punto de partida de la revelación bíblica es la afirmación de que Dios creó a los seres humanos, los dotó de razón, y les dio el dominio sobre todas las criaturas de la tierra. De este modo, el hombre se ha convertido en administrador de la creación y en "ayudante" de Dios.

Si pensamos, por ejemplo, en cómo la ciencia moderna, al prever los fenómenos naturales, ha contribuido a la protección del ambiente, al progreso de los países en vías de desarrollo, a la lucha contra las epidemias y al aumento de las expectativas de vida, resulta evidente que no hay conflicto entre la providencia de Dios y la acción del hombre. En efecto, podríamos decir que la labor de prever, controlar y gobernar la naturaleza, que la ciencia hace hoy más factible que en el pasado, forma parte del plan del Creador.

Sin embargo, la ciencia, aunque es generosa, da sólo lo que puede dar. El hombre no puede poner en la ciencia y en la tecnología una confianza tan radical e incondicional como para creer que el progreso de la ciencia y la tecnología puede explicarlo todo y satisfacer plenamente todas sus necesidades existenciales y espirituales. La ciencia no puede sustituir a la filosofía y a la revelación, dando una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre, como las que atañen al sentido de la vida y la muerte, a los valores últimos, y a la naturaleza del progreso mismo.

Por esta razón, el concilio Vaticano II, después de reconocer los beneficios conseguidos gracias a los progresos científicos, señaló que "el método de investigación utilizado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad", y añadió que "existe el peligro de que el hombre, confiando demasiado en los modernos inventos, crea que se basta a sí mismo y no busque ya cosas más altas" (ib.,
GS 57).

La posibilidad de predicción científica también plantea la cuestión de las responsabilidades éticas del científico. Sus conclusiones deben guiarse por el respeto a la verdad y por un reconocimiento honrado tanto de la exactitud como de las limitaciones inevitables del método científico.

Ciertamente, esto significa evitar predicciones innecesariamente alarmantes, cuando no se apoyan en datos suficientes o superan la actual capacidad de la ciencia de hacer previsiones. Al mismo tiempo, se debe evitar lo contrario: callar por temor ante los auténticos problemas.

La influencia de los científicos en la formación de la opinión pública, en virtud de su conocimiento, es demasiado importante como para ser contrarrestada por una indebida precipitación o por una publicidad superficial. Como dijo en cierta ocasión mi predecesor el Papa Juan Pablo II: "Los científicos, precisamente porque "saben más", están llamados a "servir más". Dado que la libertad de que gozan en la investigación les permite el acceso al conocimiento especializado, tienen la responsabilidad de usarlo sabiamente en beneficio de toda la familia humana" (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de noviembre de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 7).

Queridos académicos, nuestro mundo sigue contando con vosotros y con vuestros colegas para comprender claramente las posibles consecuencias de muchos importantes fenómenos naturales. Pienso, por ejemplo, en las continuas amenazas al medio ambiente que afectan a poblaciones enteras, y la necesidad urgente de descubrir fuentes de energía alternativas, seguras y que estén al alcance de todos.

Los científicos encontrarán el apoyo de la Iglesia en su esfuerzo por afrontar estas cuestiones, porque ha recibido de su divino Fundador la misión de guiar las conciencias de los hombres hacia el bien, la solidaridad y la paz. Precisamente por esta razón, considera que tiene el deber de insistir en que la capacidad de la ciencia de predecir y controlar no se debe emplear jamás contra la vida y la dignidad del ser humano, sino que debe ponerse siempre a su servicio, al servicio de esta generación y de las futuras.

Hay, por último, una reflexión que nos puede sugerir hoy el tema de vuestra asamblea. Como han puesto de relieve algunas de las relaciones presentadas en los últimos días, el mismo método científico, al acumular datos, procesarlos y utilizarlos en sus proyecciones, tiene limitaciones inherentes que restringen necesariamente la posibilidad de predicción científica en determinados contextos y enfoques. Por tanto, la ciencia no puede pretender proporcionar una representación completa y determinista de nuestro futuro y del desarrollo de cada fenómeno que estudia.

La filosofía y la teología pueden dar una importante contribución a esta cuestión fundamentalmente epistemológica, por ejemplo, ayudando a las ciencias empíricas a reconocer la diferencia entre la incapacidad matemática de predecir ciertos acontecimientos y la validez del principio de causalidad, o entre el indeterminismo científico o contingencia (casualidad) y la causalidad a nivel filosófico, o más radicalmente entre la evolución como origen de una sucesión en el espacio y en el tiempo, y la creación como origen último del ser participado en el Ser esencial.

217 Al mismo tiempo, hay un nivel más elevado que necesariamente trasciende todas las predicciones científicas, a saber, el mundo humano de la libertad y la historia. Mientras que el cosmos físico puede tener su propio desarrollo espacio-temporal, sólo la humanidad, estrictamente hablando, tiene una historia, la historia de su libertad. La libertad, como la razón, es una parte preciosa de la imagen de Dios en nosotros, y no puede reducirse nunca a un análisis determinista.

Su trascendencia con respecto al mundo material debe reconocerse y respetarse, puesto que es un signo de nuestra dignidad humana. Negar esta trascendencia en nombre de una supuesta capacidad absoluta del método científico de prever y condicionar el mundo humano implicaría la pérdida de lo que es humano en el hombre, y, al no reconocer su singularidad y trascendencia, podría abrir peligrosamente la puerta a su explotación.

Queridos amigos, al concluir estas reflexiones, os aseguro una vez más mi gran interés por las actividades de esta Academia pontificia y mis oraciones por vosotros y por vuestras familias. Sobre todos vosotros invoco las bendiciones de Dios todopoderoso de sabiduría, alegría y paz.



ENCUENTRO DEL SANTO PADRE CON LOS OBISPOS DE SUIZA

Sala Bolonia

Martes 7 de noviembre de 2006



Eminencias; excelencias;
queridos hermanos en el episcopado:

Ante todo quisiera saludaros de corazón y expresar mi alegría porque se nos concede completar ahora la visita pastoral interrumpida en el año 2005, teniendo así la posibilidad de trabajar juntos una vez más en todas las cuestiones que nos preocupan.

Conservo aún un vivo recuerdo de la visita ad limina de 2005, cuando en la Congregación para la doctrina de la fe hablamos juntos de problemas que trataremos de nuevo durante estos días. Tengo muy presente el clima de compromiso interior de entonces para hacer que la palabra del Señor sea viva y llegue a los corazones de los hombres de nuestro tiempo, a fin de que la Iglesia esté llena de vida. En nuestra difícil situación común a causa de una cultura secularizada, tratamos de comprender la misión que el Señor nos ha encomendado y de cumplirla lo mejor posible.

No he podido preparar un discurso elaborado. Ahora, con vistas a los grandes conjuntos de problemas que afrontaremos, sólo quisiera hacer un "primer intento", que no pretende presentar afirmaciones definitivas, sino sólo iniciar el diálogo. Se trata de un encuentro entre los obispos de Suiza y los diversos dicasterios de la Curia, en los que se hacen visibles y están representados los diferentes sectores de nuestra misión pastoral. Sobre algunos de ellos quisiera hacer algún comentario.

De acuerdo con mi pasado, comienzo con la Congregación para la doctrina de la fe, o mejor, con el tema de la fe. Ya afirmé en la homilía que, en la difícil situación de nuestro tiempo, la fe debe tener verdaderamente la prioridad. Tal vez hace dos generaciones se podía dar por supuesta como algo natural: se crecía en la fe; de algún modo, estaba sencillamente presente como parte de la vida y no se debía buscar de modo especial. Era necesario plasmarla y profundizarla, pero estaba presente como algo obvio.

218 Hoy resulta natural lo contrario, es decir, que en el fondo no es posible creer, que de hecho Dios está ausente. En cualquier caso, la fe de la Iglesia parece algo del pasado lejano. Así, también los cristianos activos tienen la idea de que conviene elegir para sí, del conjunto de la fe de la Iglesia, los elementos que consideran aún sostenibles hoy en día. Y sobre todo se busca con empeño cumplir los deberes para con Dios mediante el compromiso por los hombres. Ahora bien, esto es el inicio de una especie de "justificación mediante las obras": el hombre se justifica a sí mismo y el mundo en el que realiza lo que parece claramente necesario, pero falta la luz interior y el alma de todo.

Por eso, creo que es importante tomar nuevamente conciencia de que la fe es el centro de todo: "Tu fe te ha salvado" ?"Fides tua te salvum fecit"?, decía con frecuencia el Señor a los que curaba. Esos enfermos no se curaron porque fueron tocados físicamente, por el gesto exterior, sino porque tuvieron fe. Y también nosotros sólo podemos servir al Señor de un modo vivo si nuestra fe es fuerte y si se hace presente en su abundancia.

En este contexto quisiera destacar dos puntos fundamentales. Primero: la fe es sobre todo fe en Dios. En el cristianismo no se trata de una enorme carga de diversas cosas; todo lo que dice el Credo y lo que el desarrollo de la fe ha producido, sólo existe para hacer más claro a nuestra vista el rostro de Dios. Dios existe y vive; en él creemos; ante él, con vistas a él, con él y de él vivimos. Y en Jesucristo Dios está presente con nosotros, por decirlo así, corporalmente.

Esta centralidad de Dios debe manifestarse de un modo completamente nuevo en todo nuestro pensar y obrar. Es lo que después anima también las actividades, las cuales, de lo contrario, fácilmente pueden degenerar en activismo y quedar vacías. Esto es lo primero que quisiera destacar: que la fe en realidad mira siempre hacia Dios, y así nos impulsa también a nosotros a mirar hacia Dios y a ponernos en movimiento hacia él.

Lo segundo es que no podemos inventar nosotros mismos la fe, componiéndola con elementos "sostenibles"; debemos creer juntamente con la Iglesia. No podemos comprender todo lo que enseña la Iglesia; no todo tiene que estar presente en toda vida. Sin embargo, es importante que, juntamente con los demás creyentes, formemos el gran "Yo" de la Iglesia, su "Nosotros" vivo, constituyendo así la gran comunidad de la fe, la gran asamblea en la que el Tú de Dios y el yo del hombre verdaderamente se toquen; en la que el pasado de las palabras de la Escritura se haga presente, los tiempos se compenetren recíprocamente, el pasado sea presente y, abriéndose hacia el futuro, deje entrar en el tiempo el resplandor de la eternidad, del Eterno.

Debemos tratar de poner verdaderamente en el centro de nuestras actividades esta forma completa de la fe, expresada en el Credo: fe en la Iglesia y con la Iglesia como sujeto vivo, en el que actúa el Señor. También hoy lo vemos de un modo muy claro: el progreso, donde se ha promovido de modo exclusivo, sin alimentar el alma, produce daños. Entonces las capacidades técnicas aumentan, ciertamente, pero sobre todo generan nuevas posibilidades de destrucción.

Si, juntamente con la ayuda en favor de los países en vías de desarrollo, juntamente con el desarrollo de todo lo que el hombre es capaz de hacer, de todo lo que su inteligencia ha inventado y que su voluntad hace posible, no se ilumina a la vez también su alma y no llega la fuerza de Dios, se aprende sobre todo a destruir. Por eso, creo que debemos reavivar más aún nuestra responsabilidad misionera: si estamos felices con nuestra fe, debemos sentirnos obligados a hablar de ella a los demás. Luego queda en manos de Dios en qué medida podrán acogerla los hombres.

De este tema quisiera pasar ahora a la "educación católica", aludiendo a dos sectores. Algo que, a mi parecer, nos causa a todos "preocupación", en el sentido positivo del término, es el hecho de que los futuros sacerdotes y los demás profesores y anunciadores de la fe deberían tener una buena formación teológica. Por consiguiente, hacen falta buenas facultades teológicas, buenos seminarios mayores y profesores de teología competentes, que no sólo transmitan conocimientos, sino que también formen en una fe inteligente, de manera que la fe se convierta en inteligencia y la inteligencia en fe.

A este respecto, tengo un deseo muy específico. Nuestra exégesis ha hecho grandes progresos; realmente sabemos mucho sobre el desarrollo de los textos, sobre la subdivisión de las fuentes, etc.; sabemos qué significado puede haber tenido la palabra en aquella época... Pero también vemos cada vez con mayor claridad que la exégesis histórico-crítica, si se queda sólo en histórico-crítica, remite la palabra al pasado, la convierte en una palabra de aquellos tiempos, una palabra que de hecho en el fondo no nos habla. Así la palabra queda fragmentada, pues precisamente se disuelve en muchas fuentes diversas.

El Concilio, en la Dei Verbum, nos dijo que el método histórico-crítico es una dimensión esencial de la exégesis, porque forma parte de la naturaleza de la fe, dado que es un hecho histórico. No creemos simplemente en una idea; el cristianismo no es una filosofía, sino un acontecimiento que Dios ha realizado en este mundo; es una historia que él, de modo real, ha formado y forma como historia juntamente con nosotros.

Por eso, en nuestra lectura de la Biblia el aspecto histórico debe estar presente realmente en su seriedad y exigencia: debemos reconocer efectivamente el evento, el hecho de que Dios "hace historia" con su obrar. Pero la Dei Verbum añade que la Escritura, que por consiguiente debe leerse según los métodos históricos, ha de leerse también como unidad y debe leerse en la comunidad viva de la Iglesia.

219 Estas dos dimensiones faltan en grandes sectores de la exégesis. La unidad de la Escritura no es un hecho puramente histórico-crítico, aunque el conjunto, también desde el punto de vista histórico, es un proceso interior de la Palabra que, leída y comprendida siempre de modo nuevo en el curso de sucesivas relecturas sigue realizándose. Ahora bien, precisamente esta unidad es, en definitiva, un hecho teológico: estos escritos son una única Escritura; sólo son comprensibles a fondo si se leen en la analogía de la fe ?analogia fidei? como unidad en la que hay un progreso hacia Cristo e, inversamente, Cristo atrae hacia sí toda la historia; y si, por otra parte, esto encuentra su vitalidad en la fe de la Iglesia.

Dicho de otra manera, me interesa mucho que los teólogos aprendan a leer y amar la Escritura tal como lo quiso el Concilio en la Dei Verbum: que vean la unidad interior de la Escritura ?hoy se cuenta con la ayuda de la "exégesis canónica" (que sin duda se encuentra aún en una tímida fase inicial)? y que después hagan una lectura espiritual de ella, la cual no es algo exterior de carácter edificante, sino un sumergirse interiormente en la presencia de la Palabra.

Me parece que es muy importante hacer algo en este sentido, contribuir a que, juntamente con la exégesis histórico-crítica, con ella y en ella, se dé verdaderamente una introducción a la Escritura viva como palabra de Dios actual. No sé cómo realizarlo de forma concreta, pero creo que, sea en el ámbito académico, sea en el seminario, sea en un curso de introducción, se pueden encontrar profesores adecuados para que se realice este encuentro actual con la Escritura en la fe de la Iglesia, un encuentro gracias al cual resulta posible el anuncio.

El segundo sector es la catequesis, que, por una parte, ha hecho grandes progresos metodológicos precisamente en los últimos cincuenta años, más o menos; pero, por otra, se ha perdido mucho en la antropología y en la búsqueda de puntos de referencia, de forma que a menudo no se alcanzan ni siquiera los contenidos de la fe. Lo comprendo, pues incluso cuando yo era vicario parroquial ?hace 56 años? ya resultaba muy difícil anunciar la fe en la escuela pluralista, con muchos padres y niños no creyentes, porque resultaba un mundo totalmente extraño e irreal.

Naturalmente, hoy la situación ha empeorado aún. Con todo, es importante que en la catequesis, tanto en la escuela como en la parroquia y en la comunidad, la fe siga siendo plenamente valorada, es decir, que los niños aprendan verdaderamente qué es la "creación", qué es "la historia de la salvación" realizada por Dios; qué es, o mejor, quién es Jesucristo; qué son los sacramentos; cuál es el objeto de nuestra esperanza...

Yo creo que todos debemos comprometernos seriamente, como siempre, en una renovación de la catequesis en la que sea fundamental la valentía de dar testimonio de la propia fe y de encontrar los modos adecuados para hacer que sea comprendida y acogida, pues la ignorancia religiosa ha alcanzado un nivel espantoso. Sin embargo, en Alemania los niños reciben catequesis al menos durante diez años; siendo así, en el fondo deberían saber muchas cosas. Por esto, desde luego debemos reflexionar seriamente sobre nuestras posibilidades de encontrar modos de comunicar, aunque de modo sencillo, los conocimientos, a fin de que la cultura de la fe esté presente.

Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el "culto divino". A este respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia no es una "auto-manifestación" de la comunidad, la cual, como se dice, entra en escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en la que Dios mismo nos alimenta.

Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia.

Luego, relacionado con esto, está el famoso problema de la homilía. Desde el punto de vista puramente funcional, puedo entenderlo muy bien: tal vez el párroco está cansado o ya ha predicado muchas veces, o es anciano y sus tareas son superiores a sus fuerzas. Entonces, si hay un asistente para la pastoral que es capaz de interpretar la palabra de Dios de modo convincente, surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué no debería hablar el asistente para la pastoral, si lo puede hacer mejor y así la gente sacará mayor provecho?

Pero precisamente esta es la visión puramente funcional. En cambio, hay que tener en cuenta el hecho de que la homilía no es una interrupción de la liturgia para hacer un discurso, sino que pertenece al acontecimiento sacramental, actualizando la palabra de Dios en el presente de esta comunidad. Es el momento en que esta comunidad, como sujeto, quiere verdaderamente verse comprometida en la escucha y la acogida de la Palabra. Esto significa que la homilía misma forma parte del misterio, de la celebración del misterio y, por consiguiente, no se puede separar de él.

Sin embargo, creo que también es importante sobre todo que el sacerdote no se limite al sacramento y a la jurisdicción ?con la convicción de que todas las demás funciones podrían realizarlas también otras personas?, sino que se conserve la integridad de su ministerio. El sacerdocio sólo es una vocación hermosa cuando se tiene una misión integral que cumplir, de la que no se pueden quitar algunas funciones. Y desde siempre, incluso en el culto del Antiguo Testamento, forma parte de esta misión el deber del sacerdote de unir al sacrificio la Palabra, la cual es parte integrante del conjunto.

220 Desde el punto de vista meramente práctico, ciertamente debemos tratar de proporcionar a los sacerdotes la ayuda necesaria para que puedan desempeñar de modo correcto también el ministerio de la Palabra. En principio, es muy importante esta unidad interior tanto de la esencia de la celebración eucarística como de la esencia del ministerio sacerdotal.

El segundo tema que quisiera tocar en este contexto se refiere al sacramento de la Penitencia, cuya práctica en estos últimos cincuenta años ha disminuido progresivamente. Gracias a Dios existen claustros, abadías y santuarios, a los cuales la gente va en peregrinación y donde su corazón se abre y está dispuesto a confesarse.

Realmente es necesario volver a valorar este sacramento. Ya desde un punto de vista meramente antropológico, es importante, por una parte, reconocer nuestras culpas y, por otra, practicar el perdón. La falta generalizada de una conciencia de la culpa es un fenómeno preocupante de nuestro tiempo. Por tanto, el don del sacramento de la Penitencia no sólo consiste en recibir el perdón, sino también en que ante todo nos damos cuenta de nuestra necesidad de perdón. Ya con esto nos purificamos, nos transformamos interiormente y así también podemos comprender mejor a los demás y perdonarlos.

Reconocer la propia culpa es algo elemental para el hombre; el que ya no reconoce su culpa, está enfermo. Igualmente importante para él es la experiencia liberadora que implica el recibir el perdón. El sacramento de la Reconciliación es el lugar decisivo para realizar ambas cosas. Además, en él la fe se hace algo plenamente personal; ya no se oculta en la colectividad. Si el hombre afronta el desafío y, en su situación de necesidad de perdón, por decirlo así, se presenta indefenso ante Dios, entonces realiza la experiencia conmovedora de un encuentro totalmente personal con el amor de Jesucristo.

Por último, quisiera referirme al ministerio episcopal. De esto, en el fondo, ya hemos hablado implícitamente durante todo el tiempo. Me parece importante que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, por una parte lleven verdaderamente la responsabilidad de las Iglesias locales que el Señor les ha encomendado, haciendo que en ellas la Iglesia crezca y viva como Iglesia de Jesucristo. Por otra parte, deben abrir las Iglesias locales a la Iglesia universal.

Considerando las dificultades que encuentran los ortodoxos con las Iglesias autocéfalas, así como los problemas de nuestros amigos protestantes ante la disgregación de las Iglesias regionales, caemos en la cuenta del gran valor que tiene la universalidad, de la importancia de que la Iglesia se abra a la totalidad, llegando a ser una única Iglesia en la universalidad. Por otra parte, esto sólo lo puede realizar una Iglesia que en su propio territorio esté viva.

Esta comunión debe ser fomentada por los obispos, juntamente con el Sucesor de Pedro, con el espíritu de una consciente sucesión en el Colegio de los Apóstoles. Todos debemos esforzarnos continuamente por encontrar el debido equilibrio en esta relación mutua, de forma que la Iglesia local viva su autenticidad y, a la vez, la Iglesia universal reciba de ello un enriquecimiento, a fin de que ambas den y reciban, y así crezca la Iglesia del Señor.

Mons. Grab habló ya de la difícil cuestión del ecumenismo. Es un ámbito que encomiendo al corazón de todos vosotros. En Suiza debéis afrontar diariamente esta tarea, que, aunque resulte difícil, es también fuente de gozo. Por una parte, creo que son importantes las relaciones personales, en las que nos reconocemos y nos estimamos los unos a los otros de modo inmediato como creyentes, y como personas espirituales nos purificamos y nos ayudamos también mutuamente. Por otra, como ha dicho también mons. Grab, es necesario promover los valores esenciales, fundamentales, de nuestra sociedad, procedentes de Dios. En este campo, todos juntos ?protestantes, católicos y ortodoxos? tenemos una gran tarea por realizar. Y me alegra constatar que cada vez se toma mayor conciencia de esto.

En Occidente, la Iglesia que está en Grecia es la que, aunque de vez en cuando tiene problemas con los latinos, dice cada vez más claramente: en Europa sólo podemos realizar nuestra tarea si nos comprometemos todos juntos por la gran herencia cristiana. También la Iglesia que está en Rusia lo ve cada vez con mayor claridad. Asimismo, nuestros amigos protestantes son cada vez más conscientes de este hecho. Yo creo que, si aprendemos a actuar juntos en este campo, podemos realizar una buena parte de unidad, incluso donde la plena unidad teológica y sacramental aún no es posible.

Para concluir, quisiera manifestaros una vez más mi alegría por vuestra visita, deseándoos muchas conversaciones fructuosas durante estos días.


A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL COMITÉ PONTIFICIO


PARA LOS CONGRESOS EUCARÍSTICOS INTERNACIONALES

Jueves 9 de noviembre de 2006



221 Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho vuestra visita y os saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Jozef Tomko, a quien doy las gracias por haber interpretado los sentimientos comunes y por haberme informado sobre el desarrollo de vuestra asamblea plenaria en estos días.

Saludo cordialmente a los miembros del Comité pontificio para los Congresos eucarísticos internacionales y a los delegados nacionales que han participado en este encuentro para preparar juntos el próximo 49° Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en Quebec en junio de 2008. Saludo también a los representantes del Comité preparatorio local de este gran acontecimiento eclesial, así como al pequeño pero significativo grupo de los Adoradores de la Eucaristía.

Procedéis de diferentes partes del mundo y vuestra reunión tiene como finalidad preparar una celebración muy importante para toda la Iglesia, como es precisamente un Congreso eucarístico internacional. Como acaba de recordar el cardenal Jozef Tomko, constituye una respuesta conjunta del pueblo de Dios al amor del Señor manifestado de la forma más excelsa en el Misterio eucarístico. Es verdad. Los Congresos eucarísticos, que se celebran cada vez en diferentes lugares y continentes, son siempre fuente de renovación espiritual, ocasión para hacer que se conozca mejor la santísima Eucaristía, el tesoro más valioso que nos dejó Jesús; son también un estímulo para que la Iglesia difunda y testimonie sin titubeos el amor de Cristo en todos los ámbitos de la sociedad.

Por lo demás, desde que fue instituido vuestro benemérito Comité pontificio, tiene como objetivo: "Hacer conocer, amar y servir cada vez más a nuestro Señor Jesucristo en su Misterio eucarístico, centro de la vida y la misión de la Iglesia para la salvación del mundo".

Cada uno de estos Congresos eucarísticos representa, por tanto, una oportunidad providencial para presentar a la humanidad de manera solemne "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo", como dice el texto base del próximo Congreso. Este documento lo ha presentado en el transcurso de vuestras sesiones de trabajo el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, a quien dirijo un saludo especial. De las gracias especiales que el Señor derramará en el Congreso eucarístico internacional no sólo podrán beneficiarse quienes tengan la posibilidad de participar personalmente, sino también las diferentes comunidades cristianas que están invitadas a unirse espiritualmente a él.

En esos días el mundo católico tendrá los ojos del corazón puestos en el supremo misterio de la Eucaristía para experimentar un renovado impulso apostólico y misionero. Por eso es importante prepararse bien y os doy las gracias, queridos hermanos y hermanas, por el trabajo que estáis realizando para ayudar a los fieles de todos los continentes a comprender cada vez mejor el valor y la importancia de la Eucaristía en nuestra vida.

Además, la presencia entre vosotros de algunos representantes de los Adoradores de la Eucaristía y la alusión que usted, señor cardenal Tomko, ha hecho a la Federación mundial de la Adoración nocturna me brinda la ocasión de recordar cuán positivo es el hecho de que muchos cristianos estén redescubriendo la adoración eucarística. A este respecto, me alegra recordar la experiencia vivida el año pasado con los jóvenes en Colonia, con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, y en la plaza de San Pedro con los niños de primera Comunión, acompañados por sus familias y catequistas.

¡Cuánta necesidad tiene la humanidad actual de redescubrir en el Sacramento eucarístico la fuente de su esperanza! Doy gracias al Señor porque muchas parroquias, además de la fervorosa celebración de la santa misa, están impulsando a los fieles a la adoración eucarística y deseo que, también con vistas al próximo Congreso eucarístico internacional, esta práctica se difunda cada vez más.

222 Queridos hermanos y hermanas, como es sabido, la próxima exhortación postsinodal estará dedicada a la Eucaristía. Recogerá las indicaciones propuestas en el último Sínodo de los obispos, dedicado precisamente al Misterio eucarístico, y estoy seguro de que también este documento ayudará a la Iglesia a preparar y celebrar con participación interior el Congreso eucarístico, que tendrá lugar en junio de 2008.

Lo encomiendo ya desde ahora a la Virgen María, primera e incomparable adoradora de Cristo eucarístico. Que la Virgen os proteja y acompañe a cada uno de vosotros, a vuestras comunidades, y haga fecundo el trabajo que estáis realizando con vistas a ese importante acontecimiento eclesial de Quebec. Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración y os bendigo a todos de corazón.



Discursos 2006 215