Discursos 2006 242

A LOS PARTICIPANTES EN LA XXI CONFERENCIA INTERNACIONAL ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO

PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Viernes 24 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Dirijo mi saludo a cada uno y, en primer lugar, al cardenal Javier Lozano Barragán, al que agradezco sus amables palabras. La elección del tema —"Los aspectos pastorales de la curación de las enfermedades infecciosas"— brinda la oportunidad de reflexionar, desde diversos puntos de vista, sobre patologías infecciosas que han acompañado desde siempre el camino de la humanidad.

Es impresionante el número y la variedad de los modos como esas patologías amenazan, a menudo mortalmente, la vida humana incluso en nuestro tiempo. Palabras como lepra, peste, tuberculosis, sida o ébola evocan dramáticos escenarios de dolor y temor. Dolor para las víctimas y para sus seres queridos, a menudo agobiados por un sentido de impotencia ante la gravedad inexorable de la enfermedad; y temor para la población en general y para cuantos se acercan a estos enfermos por su profesión o por opciones voluntarias.

La persistencia de enfermedades infecciosas que, a pesar de los efectos benéficos de la prevención realizada gracias al progreso de la ciencia, a la tecnología médica y a las políticas sociales, siguen ocasionando numerosas víctimas, pone de manifiesto los límites inevitables de la condición humana.
Sin embargo, no hay que rendirse en el empeño de buscar medios y modos de intervención más eficaces para combatir estas enfermedades y para reducir las molestias de quienes son sus víctimas.

En el pasado, numerosos hombres y mujeres han puesto su competencia y su generosidad humana a disposición de los enfermos con patologías que producen repugnancia. En el ámbito de la comunidad cristiana han sido muchas "las personas consagradas que han sacrificado su vida a lo largo de los siglos en el servicio a las víctimas de enfermedades contagiosas, demostrando que la entrega hasta el heroísmo pertenece a la índole profética de la vida consagrada" (Vita consecrata VC 83).

Con todo, a tan laudables iniciativas y a tan generosos gestos de amor se contraponen no pocas injusticias. No podemos olvidar a las numerosas personas afectadas por enfermedades infecciosas que se ven obligadas a vivir segregadas y a veces marcadas por un estigma que las humilla. Esas deplorables situaciones resultan aún más graves a causa de la desigualdad de las condiciones sociales y económicas entre el norte y el sur del mundo. A esas situaciones es preciso responder con intervenciones concretas, que fomenten la cercanía al enfermo, hagan más viva la evangelización de la cultura y propongan motivos inspiradores de los programas económicos y políticos de los Gobiernos.

En primer lugar, la cercanía al enfermo afectado por enfermedades infecciosas es un objetivo al que la comunidad eclesial debe tender siempre. El ejemplo de Cristo, que, rompiendo con las prescripciones de su tiempo, no sólo dejaba que se le acercaran los leprosos, sino que también les devolvía la salud y su dignidad de personas, ha "contagiado" a muchos de sus discípulos a lo largo de más de dos mil años de historia cristiana.

243 El beso que san Francisco de Asís dio al leproso ha encontrado imitadores no sólo en personas heroicas como el beato Damián de Veuster, que murió en la isla de Molokai mientras asistía a los leprosos; como la beata Teresa de Calculta; o como las religiosas italianas que murieron hace algunos años a causa del virus del ébola; sino también en muchos promotores de iniciativas en favor de las personas afectadas por enfermedades infecciosas, sobre todo en los países en vías de desarrollo.

Es necesario mantener viva esta rica tradición de la Iglesia católica para que, a través de la práctica de la caridad con quienes sufren, se hagan visibles los valores inspirados en una auténtica humanidad y en el Evangelio: la dignidad de la persona, la misericordia, la identificación de Cristo con el enfermo. Sería insuficiente cualquier intervención en la que no se haga perceptible el amor al hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo.

A la insustituible cercanía al enfermo va unida la evangelización del ambiente cultural en el que vivimos. Uno de los prejuicios que entorpecen o limitan una ayuda eficaz a las víctimas de enfermedades infecciosas es la actitud de indiferencia e incluso de exclusión y rechazo con respecto a ellas, que se da a menudo en la sociedad del bienestar. Esta actitud se ve favorecida entre otras cosas por la imagen, que transmiten los medios de comunicación social, de hombres y mujeres preocupados principalmente de la belleza física, de la salud y de la vitalidad biológica. Se trata de una peligrosa tendencia cultural que lleva a ponerse a sí mismos en el centro, a encerrarse en su pequeño mundo, a no querer comprometerse al servicio de los necesitados.

En cambio, mi venerado predecesor Juan Pablo II, en la carta apostólica Salvifici doloris, expresa el deseo de que el sufrimiento ayude a "irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio yo en favor de los demás hombres, de los demás hombres que sufren". Y añade: "El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento" (n. 29).

Por eso, hace falta una pastoral capaz de sostener a los enfermos que afrontan el sufrimiento, ayudándoles a transformar su condición en un momento de gracia para sí y para los demás, a través de una viva participación en el misterio de Cristo.

Por último, quisiera reafirmar la importancia de la colaboración con las diversas instituciones públicas, para que se ponga en práctica la justicia social en un delicado sector como el de la curación y la asistencia a las personas afectadas por enfermedades infecciosas. Quisiera aludir, por ejemplo, a la distribución equitativa de los recursos para la investigación y la terapia, así como a la promoción de condiciones de vida que frenen la aparición y la difusión de enfermedades infecciosas.

En este ámbito, como en otros, a la Iglesia compete el deber "mediato" de "contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni estas pueden ser operativas a largo plazo", mientras que "el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos (...), llamados a participar en primera persona en la vida pública" (Deus caritas est ).

Gracias, queridos amigos, por el empeño que ponéis al servicio de una causa en la que se hace realidad la obra sanadora y salvadora de Jesús, divino Samaritano de las almas y los cuerpos. Deseándoos una feliz conclusión de vuestros trabajos, os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos una bendición apostólica especial.


A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ITALIANA DE SEMANARIOS CATÓLICOS

Sábado 25 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os acojo y os agradezco vuestra amable visita. Saludo cordialmente a todos y, en primer lugar, a monseñor Giuseppe Betori, secretario de la Conferencia episcopal italiana, y a don Giorgio Zucchelli, presidente de la Federación italiana de semanarios católicos, al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes.

244 Mi saludo se extiende a los directores de las más de ciento sesenta cabeceras diocesanas y a los numerosos colaboradores que, de diversas maneras, contribuyen a la redacción de cada uno de los semanarios.

Saludo al director y a los periodistas de la agencia Sir, así como al director del diario Avvenire. Os expreso mi gratitud en particular porque, al concluir vuestro congreso sobre el tema "Católicos en política. ¿Libres o dispersos?", habéis querido realizar una visita al Sucesor del apóstol Pedro, renovando así el testimonio de vuestra fidelidad a la Iglesia, a cuyo servicio cada día dedicáis vuestras energías humanas y profesionales. A este propósito, también siento el deber de agradeceros la obra de sensibilización que lleváis a cabo entre los fieles con respecto a las iniciativas de bien del Sucesor de Pedro para las necesidades de la Iglesia universal.

La Federación italiana de semanarios católicos, que como acaba de recordar vuestro presidente reúne a los periódicos diocesanos, celebra en estos días su 40° aniversario de fundación. En efecto, el 27 de noviembre de 1966, vuestros predecesores decidieron aunar las potencialidades intelectuales y creativas de los diversos órganos de información que ya prestaban un benéfico servicio en las diócesis italianas. La iniciativa brotó del deseo de hacer que fueran más visibles y eficaces la presencia y la acción pastoral de la Iglesia, cuyo compromiso se quería sostener sobre todo en los momentos de mayor dificultad.

Hojeando nuevamente vuestros semanarios de las cuatro décadas pasadas se puede repasar la vida de la Iglesia y de la sociedad en Italia: han sido numerosos los acontecimientos que la han marcado, y también han sido muchos y notables los cambios sociales y religiosos que se han producido. Esos acontecimientos y cambios han quedado puntualmente registrados y comentados en esas páginas, con una atención especial a la vida diaria de las parroquias y las comunidades diocesanas.

Ante una multiforme acción orientada a destruir las raíces cristianas de la civilización occidental, la peculiar función de los medios de comunicación social de inspiración católica consiste en educar la inteligencia y formar la opinión pública según el espíritu del Evangelio. Tienen como finalidad servir con valentía a la verdad, ayudando a la opinión pública a mirar, leer y vivir la realidad con los ojos de Dios. Los periódicos diocesanos tienen como objetivo ofrecer a todos un mensaje de verdad y de esperanza, subrayando hechos y realidades donde se vive el Evangelio, donde el bien y la verdad triunfan, donde el hombre con laboriosidad y creatividad construye y reconstruye el entramado humano de las pequeñas realidades comunitarias.

Queridos amigos, la rápida evolución de los medios de comunicación social y la aparición de múltiples y avanzadas tecnologías en el campo de dichos medios, no han hecho vana vuestra función; más aún, en algunos aspectos, resulta ahora todavía más significativa e importante, porque da voz a las comunidades locales que no pueden encontrar eco adecuado en los grandes órganos de información.

Las páginas de vuestros periódicos, al narrar y alimentar la vitalidad y el impulso apostólico de cada comunidad, constituyen un valioso vehículo de información y un medio de penetración evangélica. Vuestra difusión capilar pone de relieve la importancia de vuestra presencia, oportunamente reafirmada también en la reciente asamblea de la Iglesia italiana en Verona. Vosotros podéis llegar incluso a donde no se logra penetrar con los medios tradicionales de la pastoral.

A vuestros semanarios se los define, con razón, "diarios del pueblo", porque recogen los hechos y la vida de la gente del territorio y transmiten las tradiciones populares y el rico patrimonio cultural y religioso de vuestras aldeas y ciudades. Al narrar las vicisitudes diarias, dais a conocer esa realidad, mezcla de fe y de bondad, que no hace ruido, pero que constituye el auténtico entramado de la sociedad italiana.

Queridos amigos, seguid haciendo que vuestras cabeceras sean una red de conexión que facilite las relaciones y el encuentro entre los ciudadanos y las instituciones, entre las asociaciones, los diversos grupos sociales, las parroquias y los movimientos eclesiales. Seguid siendo "diarios de la gente y entre la gente", lugares donde se confronten en un debate leal opiniones diversas, a fin de fomentar un auténtico diálogo, indispensable para el crecimiento de la comunidad civil y eclesial.

Se trata de un servicio que podéis prestar también en el campo social y político. En efecto, si, como habéis reafirmado en vuestro congreso, el pluralismo legítimo de las opciones políticas no tiene nada que ver con una diáspora cultural de los católicos, vuestros semanarios pueden representar algunos significativos "lugares" de encuentro y de atento discernimiento para los fieles laicos comprometidos en el campo social y político, a fin de dialogar y encontrar convergencias y objetivos de acción compartida al servicio del Evangelio y del bien común.

Queridos amigos, para cumplir vuestra importante misión es preciso, ante todo, que cultivéis vosotros mismos una relación constante y profunda con Cristo en la oración, en la escucha de su palabra y en una intensa vida sacramental. Al mismo tiempo, es necesario que sigáis siendo miembros activos y responsables de la comunidad eclesial en comunión con vuestros pastores.

245 Como directores, redactores y administradores de semanarios católicos —estad convencidos de ello—, no realizáis "un trabajo cualquiera", sino que "colaboráis" en la gran misión evangelizadora de la Iglesia. No os desalentéis nunca ante las dificultades, que no faltan, ni ante los obstáculos, que a veces incluso pueden parecer insuperables. La experiencia del pasado demuestra que la gente necesita fuentes de información como vuestras cabeceras.

Encomiendo a la Virgen María a vuestra Federación y al vasto público de lectores de los semanarios diocesanos. Que ella os ayude en el servicio diario que prestáis con diligencia. A la vez que invoco sobre vosotros también la celestial intercesión de san Francisco de Sales, protector de los periodistas, de corazón os bendigo a todos, juntamente con vuestros familiares y con vuestras comunidades diocesanas.



VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD

BENEDICTO XVI

A TURQUÍA

(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE DE 2006)



ENCUENTRO CON LOS PERIODISTAS POCO ANTES DE INICIAR EL DESPEGUE

Aeropuerto de Roma-Fiumicino

Martes 28 de noviembre de 2006



Queridos amigos periodistas y camarógrafos, os saludo a todos cordialmente en este vuelo y quisiera expresaros sinceramente mi gratitud por el trabajo que realizáis. Sé que es un trabajo delicado, a menudo en condiciones difíciles; debéis informar en breve tiempo sobre cosas complejas y arduas, dar la síntesis y hacer comprensible la esencia de lo que ha acontecido y de lo que se ha dicho. Todos los acontecimientos llegan a la humanidad sólo a través de vuestra mediación; por eso prestáis un servicio de gran importancia, que os agradezco cordialmente.

Sabemos que el objetivo de este viaje es el diálogo, la fraternidad, un esfuerzo por fomentar la comprensión entre las culturas, por favorecer el encuentro de las culturas con las religiones y la reconciliación. Todos sentimos la misma responsabilidad en este momento difícil de la historia y colaboramos; y vuestro trabajo es de gran importancia. Por eso, repito una vez más, gracias.

¿Cómo afronta este viaje, uno de los más delicados en la historia de los viajes papales modernos?

Lo afronto con gran confianza y esperanza. Sé que muchas personas nos acompañan con su simpatía y con su oración. Sé que también el pueblo turco es un pueblo hospitalario, abierto, que desea la paz. Sé que Turquía, desde siempre, es un puente entre las culturas y así es también un lugar de encuentro y de diálogo. Quisiera subrayar que no se trata de un viaje político, sino pastoral; y como viaje pastoral se caracteriza por el diálogo y el compromiso común en favor de la paz. Diálogo en varias dimensiones: entre las culturas, entre cristianismo e islam, con nuestros hermanos cristianos, sobre todo con la Iglesia ortodoxa de Constantinopla y, en general, diálogo para una mejor comprensión entre todos. Naturalmente, no se puede esperar grandes resultados en tres días. El viaje tiene un valor simbólico; el hecho de encontrarse, con amistad y respeto, como servidores de la paz, tiene su peso. Este simbolismo del compromiso por la paz y la fraternidad debería ser el fruto de este viaje.

¿Cree que Europa puede ayudar a Turquía a integrarse, respetando las diversas identidades culturales y religiosas?

Conviene recordar que el padre de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, tomó la Constitución francesa como modelo para la reconstrucción de Turquía. Así, desde su nacimiento, el diálogo entre la razón europea y la tradición musulmana turca está inscrito en la existencia de la Turquía moderna y, en este sentido, tenemos una responsabilidad recíproca.

En Europa se debate sobre laicidad "sana" y laicismo. Y me parece que esto es importante también para el verdadero diálogo con Turquía. El laicismo, es decir, una idea que separa totalmente la vida pública del valor de las tradiciones, es un callejón sin salida. Debemos volver a definir el sentido de una laicidad que subraya y conserva la verdadera diferencia y autonomía entre las dos esferas, pero también su coexistencia, su responsabilidad común.

246 La tercera pregunta fue sobre el significado del encuentro con el Patriarca Bartolomé I.

Lo importante no son los números, la cantidad, sino el valor simbólico, histórico y espiritual. Constantinopla es como la segunda Roma. Siempre ha sido el punto de referencia de la Ortodoxia.
Aunque el Patriarca no tiene una jurisdicción como el Papa, es un punto de referencia para todo el mundo ortodoxo. Se trata de un encuentro con la Iglesia del apóstol Andrés, hermano de san Pedro, un encuentro de gran trascendencia entre las dos Iglesias hermanas de Roma y Constantinopla; por eso es un momento muy importante en la búsqueda de la unidad de los cristianos. Es un acontecimiento de comunión, no sólo de relación entre esferas geográficas y culturales. Y este simbolismo le da también gran importancia para todo el camino ecuménico.

Hay otras comunidades cristianas; nos encontraremos con todas, aunque sean pequeñas; naturalmente también con la pequeña comunidad católica



DURANTE EL ENCUENTRO CON EL PRESIDENTE DEL DEPARTAMENTO DE ASUNTOS RELIGIOSOS DE TURQUÍA

Martes 28 de noviembre de 2006



Excelencias;
señoras y señores:

Me alegra tener la oportunidad de visitar esta tierra, tan rica en historia y cultura, para admirar sus bellezas naturales, para ver con mis propios ojos la creatividad del pueblo turco y para gustar vuestra antigua cultura, así como vuestra larga historia, tanto civil como religiosa.

A mi llegada a Turquía, me acogió con amabilidad el presidente de la República. Ha sido un gran honor para mí encontrar también y saludar en el aeropuerto al primer ministro, señor Erdogan. Al saludarlos, tuve el placer de expresar mi profundo respeto por todos los habitantes de esta gran nación y de rendir homenaje, en su mausoleo, al fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Ataturk.

Ahora tengo la alegría de encontrarme con usted, que es el presidente del Departamento de Asuntos religiosos. Le expreso mis sentimientos de estima, reconociendo sus grandes responsabilidades, y extiendo mi saludo a todos los líderes religiosos de Turquía, especialmente al gran muftí de Ankara y Estambul. A través de usted, señor presidente, saludo con particular estima y afectuosa consideración a todos los musulmanes de Turquía.

Su país es muy querido por los cristianos: aquí fueron fundadas y alcanzaron su madurez muchas de las comunidades primitivas de la Iglesia, inspiradas por la predicación de los Apóstoles, en especial de san Pablo y san Juan. La tradición que ha llegado hasta nosotros afirma que María, la Madre de Jesús, vivió en Éfeso, en la casa del apóstol san Juan.

247 Además, en esta noble tierra se ha producido un notable florecimiento de la civilización islámica en los campos más diversos, incluidos la literatura y el arte, así como las instituciones.

Hay muchísimos monumentos cristianos y musulmanes que atestiguan el glorioso pasado de Turquía. Con razón vosotros os sentís orgullosos de ellos, conservándolos para la admiración de los visitantes, que acuden aquí en un número cada vez mayor.

Me he preparado para esta visita a Turquía con los mismos sentimientos expresados por mi predecesor el beato Juan XXIII, cuando vino aquí como arzobispo Angelo Giuseppe Roncalli para desempeñar el cargo de representante pontificio en Estambul: "Siento que quiero al pueblo turco, al que el Señor me ha mandado. (...) Amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que también tiene su puesto reservado en el camino de la civilización" (Diario del alma, 231 y 237).

También yo, por mi parte, deseo subrayar las cualidades de la población turca. Aquí hago mías las palabras de mi inmediato predecesor, el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, el cual dijo, durante su visita en 1979: "Me pregunto si no será urgente, precisamente hoy en que los cristianos y musulmanes han entrado en un nuevo período de la historia, reconocer y desarrollar los vínculos espirituales que nos unen, a fin de "defender y promover juntos la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad"" (Homilía en la liturgia celebrada para la comunidad católica de Ankara, 29 de noviembre de 1979, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 8).

Esas cuestiones se han seguido presentando en los años sucesivos. En efecto, como puse de relieve al inicio mismo de mi pontificado, nos impulsan a continuar nuestro diálogo como un sincero intercambio entre amigos. Cuando tuve la alegría de encontrarme con los miembros de las comunidades musulmanas el año pasado en Colonia, con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, reafirmé la necesidad de afrontar el diálogo interreligioso e intercultural con optimismo y esperanza. Ese diálogo no puede reducirse a algo extra u opcional; al contrario, es "una necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro" (Discurso a los representantes de las comunidades musulmanas, Colonia, 20 de agosto de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 9).

Los cristianos y los musulmanes, siguiendo sus religiones respectivas, ponen de relieve la verdad del carácter sagrado y de la dignidad de la persona. Esta es la base de nuestro respeto y estima recíprocos; esta es la base para la colaboración al servicio de la paz entre las naciones y los pueblos, el deseo más íntimo de todos los creyentes y de todas las personas de buena voluntad.

A lo largo de más de cuarenta años, la enseñanza del concilio Vaticano II ha inspirado y guiado la actitud de la Santa Sede y de las Iglesias locales de todo el mundo en sus relaciones con los seguidores de las demás religiones. Siguiendo la tradición bíblica, el Concilio enseña que todo el género humano comparte un origen común y un destino común: Dios, nuestro Creador y meta de nuestra peregrinación terrena.

Los cristianos y los musulmanes pertenecen a la familia de los que creen en el único Dios y que, según sus respectivas tradiciones, hacen referencia a Abraham (cf. Nostra aetate
NAE 1 NAE 3). Esta unidad humana y espiritual en nuestro origen y en nuestro destino nos impulsa a tratar de encontrar un itinerario común en nuestra búsqueda de valores fundamentales, tan característica de las personas de nuestro tiempo. Como hombres y mujeres de religión, afrontamos el desafío del generalizado anhelo de justicia, de desarrollo, de solidaridad, de libertad, de seguridad, de paz, de defensa del medio ambiente y de los recursos de la tierra. Eso es así porque también nosotros, a la vez que respetamos la legítima autonomía de las cosas temporales, tenemos que contribuir de modo específico a la búsqueda de soluciones adecuadas a esas cuestiones urgentes.

En particular, podemos dar una respuesta creíble a una cuestión que se plantea claramente en la sociedad actual, aunque a menudo se la deja de lado: la cuestión que atañe al significado y la finalidad de la vida, para cada persona y para la humanidad entera. Estamos llamados a actuar juntos para ayudar a la sociedad a abrirse a lo trascendente, reconociendo al Dios todopoderoso el puesto que le corresponde.

El mejor modo de actuar es mantener un diálogo auténtico entre cristianos y musulmanes, basado en la verdad e inspirado en un deseo sincero de conocernos mejor los unos a los otros, respetando las diferencias y reconociendo lo que tenemos en común. Eso llevará, al mismo tiempo, a un auténtico respeto por las opciones responsables que cada persona realiza, especialmente las que atañen a los valores fundamentales y a las convicciones religiosas personales.

Como ejemplo del respeto fraterno con que los cristianos y los musulmanes pueden actuar juntos, me complace citar unas palabras dirigidas por el Papa Gregorio VII, en el año 1076, a un príncipe musulmán del norte de África, que había tratado con gran benevolencia a los cristianos que estaban bajo su jurisdicción. El Papa Gregorio VII habló de la caridad especial que los cristianos y los musulmanes se deben unos a otros, pues "nosotros creemos y confesamos un solo Dios; aunque sea de modo diverso, cada día lo alabamos y veneramos como Creador de los siglos y gobernador de este mundo" (PL 148, 451).

248 La libertad de religión, garantizada institucionalmente y respetada efectivamente, tanto para las personas como para las comunidades, constituye para todos los creyentes la condición necesaria para poder dar su contribución leal a la edificación de la sociedad, con una actitud de auténtico servicio, especialmente con respecto a los más vulnerables y pobres.

Señor presidente, quiero terminar alabando a Dios todopoderoso y misericordioso por esta feliz ocasión, que nos permite encontrarnos juntos en su nombre. Oro para que este sea un signo de nuestro compromiso común en favor del diálogo entre cristianos y musulmanes, así como un estímulo a perseverar por este camino, con respeto y amistad.

Espero que lleguemos a conocernos mejor, fortaleciendo los vínculos de afecto entre nosotros, con el deseo común de convivir en armonía, en paz y con confianza mutua. Como creyentes, encontramos en la oración la fuerza necesaria para superar todo rastro de prejuicio y dar un testimonio común de nuestra firme fe en Dios.

¡Que su bendición esté siempre con nosotros! Gracias.



A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO EN ANKARA

Martes 28 de noviembre de 2006

Excelencias; señoras y señores:

He preparado mi discurso en francés por ser la lengua de la diplomacia, y espero que se comprenda. Os saludo con gran alegría a vosotros que, como embajadores, cumplís la noble misión de representar a vuestros países en la República de Turquía y que de buen grado os habéis querido encontrar con el Sucesor de Pedro en esta nunciatura. Agradezco a vuestro vicedecano, el señor embajador del Líbano, las amables palabras que me acaba de dirigir. Me complace confirmar la estima que la Santa Sede ha manifestado en numerosas ocasiones por vuestras elevadas funciones, que hoy asumen una dimensión cada vez más global.

En efecto, si vuestra misión os impulsa ante todo a proteger y promover los intereses legítimos de vuestras respectivas naciones, "la interdependencia ineludible que vincula cada vez más en nuestros días a todos los pueblos del mundo, invita a todos los diplomáticos a hacerse, con espíritu siempre renovado y original, los artífices del entendimiento entre los pueblos, de la seguridad internacional y de la paz entre las naciones" (Discurso al Cuerpo diplomático, México, 26 de enero de 1979: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de febrero de 1979, p. 2).

En primer lugar deseo evocar ante vosotros el recuerdo de las memorables visitas a Turquía de mis dos predecesores, el Papa Pablo VI, en 1967, y el Papa Juan Pablo II, en 1979. Asimismo, no puedo menos de hacer memoria del Papa Benedicto XV, artífice incansable de la paz durante la primera guerra mundial, y del beato Juan XXIII, el Papa "amigo de los turcos", que fue delegado apostólico en Turquía y luego administrador apostólico del vicariato latino de Estambul, dejando a todos el recuerdo de un pastor atento y lleno de caridad, deseoso en especial de encontrarse y conocer a la población turca, de la que era huésped agradecido. Por eso, me alegra estar hoy aquí como huésped de Turquía, a la que he llegado como amigo y apóstol del diálogo y de la paz.

Hace más de cuarenta años, el concilio Vaticano II afirmó que "la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias", sino que "es el fruto del orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo" (Gaudium et spes GS 78). En realidad, hemos aprendido que la verdadera paz requiere la justicia, para corregir las desigualdades económicas y los desórdenes políticos, que siempre son factores de tensiones y amenazas en toda la sociedad.

El desarrollo reciente del terrorismo y la evolución de ciertos conflictos regionales, por otra parte, han puesto de manifiesto la necesidad de respetar las decisiones de las instituciones internacionales, más aún, de sostenerlas, dotándolas en particular de medios eficaces para prevenir los conflictos y para mantener, gracias a fuerzas de interposición, zonas de neutralidad entre los beligerantes.

249 Sin embargo, esto sigue siendo insuficiente si no se llega al verdadero diálogo, es decir, a la concertación entre las exigencias de las partes implicadas, con el fin de llegar a soluciones políticas aceptables y duraderas, que respeten a las personas y a los pueblos.

Pienso en particular en el conflicto de Oriente Próximo, que perdura de modo inquietante, gravando sobre toda la vida internacional, con el peligro de que se extiendan algunos conflictos periféricos y se difundan las acciones terroristas. Aprecio los esfuerzos de numerosos países que están comprometidos hoy en la reconstrucción de la paz en el Líbano, entre ellos Turquía.

Apelo una vez más, señoras y señores embajadores, a la vigilancia de la comunidad internacional para que no renuncie a su responsabilidad y realice todos los esfuerzos necesarios para promover, entre todas las partes implicadas, el diálogo, el único medio que permite asegurar el respeto a los demás, aun salvaguardando los intereses legítimos y rechazando el uso de la violencia.

Como escribí en mi primer Mensaje para la Jornada mundial de la paz, "la verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer el camino del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada" (Mensaje para la Jornada de la paz del 1 de enero de 2006, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de diciembre de 2005, p. 3).

Turquía, que desde siempre se encuentra en una situación de puente entre Oriente y Occidente, entre el continente asiático y el europeo, de encrucijada de culturas y religiones, se dotó en el siglo pasado de medios para convertirse en un gran país moderno, especialmente optando por un régimen de laicidad, distinguiendo claramente la sociedad civil y la religión, a fin de permitir que cada una sea autónoma en su ámbito propio, respetando siempre la esfera de la otra.

El hecho de que la mayoría de la población de este país sea musulmana constituye un elemento significativo en la vida de la sociedad, que el Estado no puede menos de tener en cuenta, pero la Constitución turca reconoce a cada ciudadano los derechos a la libertad de culto y a la libertad de conciencia. En todo país democrático corresponde a las autoridades civiles garantizar la libertad efectiva de todos los creyentes y permitirles organizar libremente la vida de su propia comunidad religiosa.

Como es obvio, deseo que los creyentes, independientemente de la comunidad religiosa a la que pertenezcan, sigan beneficiándose de esos derechos, con la certeza de que la libertad religiosa es una expresión fundamental de la libertad humana y de que la presencia activa de las religiones en la sociedad es un factor de progreso y de enriquecimiento para todos.

Desde luego, eso implica que las religiones, por su parte, no traten de ejercer directamente un poder político, pues no están llamadas a eso, y en especial que renuncien de modo absoluto a justificar el recurso a la violencia como expresión legítima de la práctica religiosa. A este respecto, saludo a la comunidad católica de este país, poco numerosa pero muy deseosa de participar del mejor modo posible en el desarrollo del país, especialmente a través de la educación de los jóvenes, y la edificación de la paz y la armonía entre todos los ciudadanos.

Como recordé recientemente, "necesitamos con urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración fecunda" (Discurso en el encuentro con los embajadores de los países musulmanes, Castelgandolfo, 25 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de 2006, p. 3). Este diálogo debe permitir a las diversas religiones conocerse mejor y respetarse recíprocamente, con el fin de actuar cada vez más al servicio de las aspiraciones más nobles del hombre, que busca a Dios y la felicidad.

Por mi parte, deseo manifestar nuevamente durante este viaje a Turquía toda mi estima por los musulmanes, invitándolos a seguir comprometiéndose juntos, gracias al respeto recíproco, en favor de la dignidad de todo ser humano y del crecimiento de una sociedad donde la libertad personal y la atención al otro permitan a cada uno vivir en paz y serenidad. Así es como las religiones podrán poner lo que está de su parte para afrontar los numerosos desafíos que nuestras sociedades tienen planteados en el momento actual.

Seguramente el reconocimiento del papel positivo que desempeñan las religiones dentro del cuerpo social puede y debe impulsar a nuestras sociedades a profundizar cada vez más su conocimiento del hombre y a respetar cada vez mejor su dignidad, poniéndolo en el centro de la acción política, económica, cultural y social. Nuestro mundo debe tomar cada vez mayor conciencia de que todos los hombres son profundamente solidarios, invitándolos a considerar sus diferencias históricas y culturales no para enfrentarse sino para respetarse recíprocamente.

250 Como bien sabéis, la Iglesia ha recibido de su Fundador una misión espiritual; por eso, no quiere intervenir directamente en la vida política o económica. Sin embargo, a causa de su misión, y por su larga experiencia de la historia de las sociedades y de las culturas, desea que se escuche su voz en el concierto de las naciones, para que siempre se reconozca la dignidad fundamental del hombre, especialmente de los más débiles.

Ante el reciente desarrollo del fenómeno de la globalización de los intercambios, la Santa Sede espera que la comunidad internacional se organice ulteriormente, para establecer reglas que permitan gobernar mejor las evoluciones económicas, regular los mercados, como por ejemplo suscitando acuerdos regionales entre los países. Señoras y señores, no me cabe la menor duda de que vosotros, en vuestra misión de diplomáticos, deseáis que los intereses particulares de vuestro país se conjuguen con la necesidad de comprenderse unos a otros, para que así podáis contribuir en gran medida al servicio de todos.

La voz de la Iglesia en el ámbito diplomático se caracteriza siempre por la voluntad, contenida en el Evangelio, de servir a la causa del hombre; y yo no cumpliría este deber fundamental si no recordase delante de vosotros la necesidad de poner la dignidad humana cada vez más en el centro de nuestras preocupaciones. El extraordinario desarrollo de las ciencias y la técnica que se ha logrado en el mundo de hoy, con las consecuencias casi inmediatas para la medicina, la agricultura y la producción de recursos alimentarios, pero también para la comunicación del saber, no debe buscarse sin finalidad y sin referencias, dado que se trata del nacimiento del hombre, de su educación, de su manera de vivir y de trabajar, de su vejez y de su muerte.

Es muy necesario volver a insertar el progreso de hoy en la continuidad de la historia humana y, por consiguiente, gestionarlo según el proyecto que habita en todos nosotros de hacer crecer a la humanidad y que el libro del Génesis expresaba a su modo: "Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometedla" (
Gn 1,28).

Por último, pensando en las comunidades cristianas primitivas que crecieron en esta tierra, y pensando de modo especial en el apóstol san Pablo, que fundó personalmente varias de ellas, permitidme citar sus palabras a los Gálatas: "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros" (Ga 5,13). La libertad implica servicio de unos a otros.

Ojalá que el entendimiento entre las naciones a las que vosotros respectivamente servís contribuya cada vez más a aumentar la humanidad del hombre, creado a imagen de Dios. Un objetivo tan noble requiere la colaboración de todos. Por esto la Iglesia católica quiere fortalecer la colaboración con la Iglesia ortodoxa y yo deseo vivamente que mi próximo encuentro con el Patriarca Bartolomé I en el Fanar ayude a ello de modo eficaz.

Como subrayó el concilio ecuménico Vaticano II, la Iglesia quiere también colaborar con los creyentes y los responsables de todas las religiones, y de modo especial con los musulmanes, para "defender y promover juntos, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres" (Nostra aetate NAE 3). Espero que, desde esta perspectiva, mi viaje a Turquía dé muchos frutos.

Señoras y señores embajadores, invoco de todo corazón las bendiciones del Altísimo sobre vuestras personas, sobre vuestras familias y sobre vuestros colaboradores.




Discursos 2006 242