Discursos 2008 18

18 En efecto, el dicasterio vela por la integridad y la actualización de la legislación de la Iglesia y garantiza su coherencia. Me complace recordar, con gran alegría y gratitud al Señor, que también yo colaboré en la redacción del Código, habiendo sido nombrado por el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando yo era arzobispo metropolitano de Munich y Freising, miembro de la comisión para la revisión del Código de derecho canónico, en cuya promulgación, el 25 de enero de 1983, también estuve presente.

El congreso, que se celebra en este significativo aniversario, afronta un tema de gran interés, porque pone de relieve la íntima relación que existe entre la ley canónica y la vida de la Iglesia de acuerdo con la voluntad de Jesucristo. Por eso, en esta ocasión deseo reafirmar un concepto fundamental que informa el derecho canónico. El ius Ecclesiae no es sólo un conjunto de normas emanadas por el Legislador eclesial para este pueblo especial que es la Iglesia de Cristo. Es, en primer lugar, la declaración autorizada, por parte del Legislador eclesial, de los deberes y de los derechos, que se fundan en los sacramentos y que, por consiguiente, han nacido de la institución de Cristo mismo.

Este conjunto de realidades jurídicas, indicado por el Código, forma un admirable mosaico en el que se encuentran representados los rostros de todos los fieles, laicos y pastores, y de todas las comunidades, desde la Iglesia universal hasta las Iglesias particulares.

Me complace recordar aquí la expresión realmente incisiva del beato Antonio Rosmini: "La persona humana es la esencia del derecho" (Rosmini, A., Filosofía del derecho, parte I, libro 1, cap. 3). Lo que, con profunda intuición, el gran filósofo afirmaba del derecho humano, con mayor razón debemos reafirmarlo con respecto al derecho canónico: la esencia del derecho canónico es la persona del cristiano en la Iglesia.

El Código de derecho canónico contiene, además, las normas emanadas por el Legislador eclesial para el bien de la persona y de las comunidades en todo el Cuerpo místico, que es la santa Iglesia. Como dijo mi amado predecesor Juan Pablo II al promulgar el Código de derecho canónico el 25 de enero de 1983, la Iglesia está constituida como un cuerpo social y visible; como tal "tiene necesidad de normas para que su estructura jerárquica y orgánica resulte visible; para que el ejercicio de las funciones que le han sido confiadas divinamente, sobre todo la de la sagrada potestad y la de la administración de los sacramentos, se lleve a cabo de forma adecuada; para que promueva las relaciones mutuas de los fieles con justicia y caridad, y garantice y defina los derechos de cada uno; y, finalmente, para que las iniciativas comunes, en orden a una vida cristiana cada vez más perfecta, se apoyen, refuercen y promuevan por medio de las normas canónicas" (constitución apostólica Sacrae disciplinae leges: Communicationes, XV [1983], 8-9; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).

De ese modo, la Iglesia reconoce a sus leyes la naturaleza y la función instrumental y pastoral para perseguir su propio fin, que, como es sabido, es conseguir la salus animarum. "El derecho canónico muestra, de esta manera, su nexo con la esencia misma de la Iglesia, y forma un mismo cuerpo con ella para el recto ejercicio del munus pastorale" (Discurso del Papa Juan Pablo II a los participantes en el simposio internacional con ocasión del décimo aniversario de la promulgación del Código de derecho canónico, 23 de abril de 1993, n. 6: Communicationes, XXV [1993], 15; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de abril de 1993, p. 8).
Para poder prestar este valioso servicio, la ley canónica debe ser ante todo una ley bien estructurada; es decir, debe estar unida, por un lado, al fundamento teológico que le proporciona racionalidad y es título esencial de legitimidad eclesial; por otro lado, debe adecuarse a las circunstancias cambiantes de la realidad histórica del pueblo de Dios. Además, debe formularse de modo claro, sin ambigüedades, y siempre en armonía con las demás leyes de la Iglesia.

Por tanto, es preciso abrogar las normas que resultan superadas; modificar las que necesitan ser corregidas; interpretar, a la luz del Magisterio vivo de la Iglesia, las que son dudosas; y, por último, colmar las posibles lagunas de la ley (lacunae legis). Como dijo el Papa Juan Pablo II a la Rota romana, "hay que tener presentes, y aplicarlas, las muchas manifestaciones de aquella flexibilidad que, precisamente por razones pastorales, siempre ha caracterizado al derecho canónico" (Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: Communicationes, XXII [1990], 5; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11).

Os corresponde a vosotros, en el Consejo pontificio para los textos legislativos, velar para que la actividad de las diversas instancias llamadas en la Iglesia a dictar normas para los fieles puedan reflejar siempre en su conjunto la unidad y la comunión propias de la Iglesia.

Dado que el derecho canónico traza la regla necesaria para que el pueblo de Dios pueda dirigirse eficazmente hacia su fin, se comprende la importancia de que ese derecho deba ser amado y observado por todos los fieles. La ley de la Iglesia es, ante todo, lex libertatis: ley que nos hace libres para adherirnos a Jesús. Por eso, es necesario saber presentar al pueblo de Dios, a las nuevas generaciones, y a todos los que están llamados a hacer respetar la ley canónica, el vínculo concreto que tiene con la vida de la Iglesia, para tutelar los delicados intereses de las cosas de Dios, y para proteger los derechos de los más débiles, de los que no cuentan con otras fuerzas, pero también en defensa de los delicados "bienes" que todos los fieles han recibido gratuitamente —ante todo el don de la fe, de la gracia de Dios— y que en la Iglesia no pueden quedar sin la adecuada protección por parte del Derecho.

En el complejo cuadro que he trazado, el Consejo pontificio para los textos legislativos está llamado a ayudar al Romano Pontífice, supremo Legislador, en su tarea de principal promotor, garante e intérprete del derecho de la Iglesia. En el cumplimiento de esta importante misión, no sólo podéis contar con la confianza, sino también con la oración del Papa, el cual acompaña vuestro trabajo con su afectuosa bendición.



AL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL NUEVO AÑO JUDICIAL

Sala Clementina

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Sábado 26 de enero de 2007



Amadísimos prelados auditores,
oficiales y colaboradores del Tribunal de la Rota romana:

Como acaba de recordar vuestro decano, mons. Antoni Stankiewicz, en sus cordiales palabras, se cumple el primer centenario del restablecimiento del Tribunal apostólico de la Rota romana, realizado por san Pío X en el año 1908 con la constitución apostólica Sapienti consilio. Esta circunstancia hace aún más vivos los sentimientos de aprecio y gratitud que albergo al encontrarme con vosotros ya por tercera vez. Os saludo cordialmente a todos y a cada uno.

En vosotros, queridos prelados auditores, y también en todos los que de diversas maneras participan en la actividad de este Tribunal, veo personificada una institución de la Sede apostólica cuyo arraigo en la tradición canónica es fuente de constante vitalidad. A vosotros corresponde la tarea de mantener viva esa tradición, con la convicción de que así prestáis un servicio siempre actual a la administración de la justicia en la Iglesia.

Este centenario es ocasión propicia para reflexionar sobre un aspecto fundamental de la actividad de la Rota, es decir, sobre el valor de la jurisprudencia rotal en el conjunto de la administración de la justicia en la Iglesia. Es un aspecto que se pone de relieve en la descripción que hace de la Rota la constitución apostólica Pastor bonus: "Este tribunal actúa como instancia superior, ordinariamente en grado de apelación, ante la Sede apostólica, con el fin de tutelar los derechos en la Iglesia, provee a la unidad de la jurisprudencia y, a través de sus sentencias, sirve de ayuda a los tribunales de grado inferior" (art. ). Mis amados predecesores, en sus discursos anuales, hablaron a menudo con aprecio y confianza de la jurisprudencia de la Rota romana, tanto en general como en referencia a temas concretos, especialmente matrimoniales.

Si es justo y necesario recordar el ministerio de justicia desempeñado por la Rota durante su multisecular existencia, y de modo especial en los últimos cien años, resulta también oportuno, con ocasión de este aniversario, tratar de profundizar en el sentido de este servicio, del cual los volúmenes de decisiones, publicados anualmente, son una manifestación y a la vez un instrumento operativo.

En particular, podemos preguntarnos por qué las sentencias de la Rota poseen una relevancia jurídica que rebasa el ámbito inmediato de las causas en que son emitidas. Prescindiendo del valor formal que todo ordenamiento jurídico puede atribuir a los precedentes judiciales, no cabe duda de que cada una de las decisiones afecta de algún modo a toda la sociedad, pues van determinando lo que todos pueden esperar de los tribunales, lo cual ciertamente influye en el desarrollo de la vida social.

Todo sistema judicial debe tratar de ofrecer soluciones en las que, juntamente con la valoración prudencial de los casos en su irrepetible realidad concreta, se apliquen los mismos principios y normas generales de justicia. Sólo de este modo se crea un clima de confianza en la actuación de los tribunales, y se evita la arbitrariedad de los criterios subjetivos. Además, dentro de cada organización judicial existe una jerarquía entre los diferentes tribunales, de modo que la posibilidad misma de recurrir a los tribunales superiores constituye de por sí un instrumento de unificación de la jurisprudencia.

Las consideraciones que acabo de hacer son perfectamente aplicables también a los tribunales eclesiásticos. Más aún, dado que los procesos canónicos conciernen a los aspectos jurídicos de los bienes salvíficos o de otros bienes temporales que sirven a la misión de la Iglesia, la exigencia de unidad en los criterios esenciales de justicia y la necesidad de poder prever razonablemente el sentido de las decisiones judiciales, se convierte en un bien eclesial público de particular importancia para la vida interna del pueblo de Dios y para su testimonio institucional en el mundo.

Además del valor intrínseco de racionalidad ínsito en la actuación de un tribunal que decide ordinariamente las causas en última instancia, es evidente que el valor de la jurisprudencia de la Rota romana depende de su naturaleza de instancia superior en grado de apelación ante la Sede apostólica. Las disposiciones legales que reconocen ese valor (cf. can. CIC 19 del Código de derecho canónico; const. ap. Pastor bonus, art. ) no crean, sino que declaran ese valor. Ese valor proviene, en definitiva, de la necesidad de administrar la justicia según parámetros iguales en todo lo que, precisamente, es en sí esencialmente igual.

20 En consecuencia, el valor de la jurisprudencia rotal no es una cuestión factual de orden sociológico, sino que es de índole propiamente jurídica, en cuanto que se pone al servicio de la justicia sustancial. Por tanto, sería impropio ver una contraposición entre la jurisprudencia rotal y las decisiones de los tribunales locales, los cuales están llamados a desempeñar una función indispensable, al hacer inmediatamente accesible la administración de la justicia, y al poder investigar y resolver los casos en su realidad concreta, a veces vinculada a la cultura y a la mentalidad de los pueblos.

En cualquier caso, todas las sentencias deben estar fundamentadas siempre en los principios y en las normas comunes de justicia. Esa necesidad, común a todo ordenamiento jurídico, reviste en la Iglesia una importancia específica, en la medida en que están en juego las exigencias de la comunión, que implica la tutela de lo que es común a la Iglesia universal, encomendada de modo peculiar a la Autoridad suprema y a los órganos que ad normam iuris participan en su sagrada potestad.

En el ámbito matrimonial, la jurisprudencia rotal ha realizado una labor muy notable a lo largo de estos cien años. En particular, ha brindado aportaciones muy significativas que han desembocado en la codificación vigente. No se puede pensar que, después de esa codificación, haya disminuido la importancia de la interpretación jurisprudencial del derecho por parte de la Rota. En efecto, precisamente la aplicación de la actual ley canónica exige que se capte su verdadero sentido de justicia, unido ante todo a la esencia misma del matrimonio.

La Rota romana está llamada constantemente a una tarea ardua, que influye en gran medida en el trabajo de todos los tribunales: captar la existencia, o no existencia, de la realidad matrimonial, que es intrínsecamente antropológica, teológica y jurídica. Para comprender mejor la función de la jurisprudencia, quiero insistir en lo que os dije el año pasado acerca de la dimensión intrínsecamente jurídica del matrimonio (cf. Discurso del 27 de enero de 2007: AAS 99 [2007] 86-91; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 6).

El derecho no se puede reducir a un mero conjunto de reglas positivas que los tribunales han de aplicar. El único modo para fundamentar sólidamente la obra de jurisprudencia consiste en concebirla como auténtico ejercicio de la prudentia iuris, de una prudencia que es algo muy diferente de arbitrariedad o relativismo, pues permite leer en los acontecimientos la presencia o la ausencia de la relación específica de justicia que es el matrimonio, con su real dimensión humana y salvífica. Sólo de este modo las máximas de la jurisprudencia cobran su verdadero valor, y no se convierten en una compilación de reglas abstractas y repetitivas, expuestas al peligro de interpretaciones subjetivas y arbitrarias.

Por eso, la valoración objetiva de los hechos, a la luz del Magisterio y del derecho de la Iglesia, constituye un aspecto muy importante de la actividad de la Rota romana, e influye en gran medida en la actuación de los ministros de justicia de los tribunales de las Iglesias locales. La jurisprudencia rotal se ha de ver como obra ejemplar de sabiduría jurídica, realizada con la autoridad del Tribunal establemente constituido por el Sucesor de Pedro para el bien de toda la Iglesia.

Gracias a esa obra, en las causas de nulidad matrimonial la realidad concreta es juzgada objetivamente a la luz de los criterios que reafirman constantemente la realidad del matrimonio indisoluble, abierta a todo hombre y a toda mujer según el plan de Dios creador y salvador. Eso requiere un esfuerzo constante para lograr la unidad de criterios de justicia que caracteriza de modo esencial a la noción misma de jurisprudencia y es su presupuesto fundamental de operatividad.

En la Iglesia, precisamente por su universalidad y por la diversidad de las culturas jurídicas en que está llamada a actuar, existe siempre el peligro de que se formen, sensim sine sensu, "jurisprudencias locales" cada vez más distantes de la interpretación común de las leyes positivas e incluso de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Deseo que se estudien los medios oportunos para hacer que la jurisprudencia rotal sea cada vez más manifiestamente unitaria, así como efectivamente accesible a todos los agentes de justicia, a fin de que se encuentre una aplicación uniforme en todos los tribunales de la Iglesia.

En esta perspectiva realista se ha de entender también el valor de las intervenciones del Magisterio eclesiástico sobre las cuestiones jurídicas matrimoniales, incluidos los discursos del Romano Pontífice a la Rota romana. Son una guía inmediata para la actividad de todos los tribunales de la Iglesia en cuanto que enseñan con autoridad lo que es esencial sobre la realidad del matrimonio.

Mi venerado predecesor Juan Pablo II, en su último discurso a la Rota, puso en guardia contra la mentalidad positivista en la comprensión del derecho, que tiende a separar las leyes y las normas jurídicas de la doctrina de la Iglesia. Afirmó: "En realidad, la interpretación auténtica de la palabra de Dios que realiza el Magisterio de la Iglesia tiene valor jurídico en la medida en que atañe al ámbito del derecho, sin que necesite un ulterior paso formal para convertirse en vinculante jurídica y moralmente. Asimismo, para una sana hermenéutica jurídica es indispensable tener en cuenta el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, situando orgánicamente cada afirmación en el cauce de la tradición. De este modo se podrán evitar tanto las interpretaciones selectivas y distorsionadas como las críticas estériles a algunos pasajes" (Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2005, n. 6: AAS 97 [2005] 166; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de febrero de 2005, p. 3).

Este centenario está destinado a ir más allá de la conmemoración formal. Se convierte en ocasión para una reflexión que debe fortalecer vuestro compromiso, vivificándolo con un sentido eclesial cada vez más profundo de la justicia, que es un verdadero servicio a la comunión salvífica. Os animo a orar diariamente por la Rota romana y por todos los que trabajan en el sector de la administración de la justicia en la Iglesia, recurriendo a la intercesión materna de María santísima, Speculum iustitiae.

Esta invitación podría parecer meramente devota y más bien extrínseca con respecto a vuestro ministerio, pero no debemos olvidar que en la Iglesia todo se realiza mediante la fuerza de la oración, que transforma toda nuestra existencia y nos colma de la esperanza que Jesús nos trae. Esta oración, inseparable del trabajo diario, serio y competente, aportará luz y fuerza, fidelidad y auténtica renovación a la vida de esta venerable institución, mediante la cual, ad normam iuris, el Obispo de Roma ejerce su solicitud primacial para la administración de la justicia en todo el pueblo de Dios.

Por ello, mi bendición de hoy, llena de afecto y gratitud, quiere abrazar a todos vosotros, aquí presentes, y a cuantos en todo el mundo sirven a la Iglesia y a los fieles en este campo.


A LOS PARTICIPANTES EN UN COLOQUIO INTERNACIONAL SOBRE LA IDENTIDAD EL INDIVIDUO Lunes 28 de enero de 2008

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Señores cancilleres;
excelencias;
queridos amigos académicos;
señoras y señores:

Me alegra acogeros al final de vuestro coloquio, que se concluye aquí, en Roma, tras haberse desarrollado en el Instituto de Francia, en París, y que estuvo dedicado al tema: "La identidad cambiante del individuo". Ante todo, agradezco al príncipe Gabriel de Broglie las palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo, asimismo, a los miembros de todas las instituciones que han organizado este coloquio: la Academia pontificia de ciencias y la Academia pontificia de ciencias sociales, la Academia de ciencias morales y políticas, la Academia de ciencias y el Instituto católico de París. Me alegro de que, por primera vez, se haya podido instaurar una colaboración inter-académica de esta naturaleza, abriendo el camino a amplias investigaciones interdisciplinares cada vez más fecundas.

Ahora que las ciencias exactas, naturales y humanas han logrado avances prodigiosos en el conocimiento del hombre y de su universo, es grande la tentación de querer circunscribir totalmente la identidad del ser humano y encerrarlo en el conocimiento que se puede tener de él. Para evitar este peligro, es preciso dejar espacio a la investigación antropológica, filosófica y teológica, que permite mostrar y mantener el misterio propio del hombre, puesto que ninguna ciencia puede decir quién es el hombre, de dónde viene y adónde va. Por tanto, la ciencia del hombre se convierte en la más necesaria de todas las ciencias.

Es lo que dijo Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio: «Un gran reto que tenemos (...) es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando esta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya» (
FR 83).

El hombre está siempre más allá de lo que se ve o de lo que se percibe mediante la experiencia. Descuidar la cuestión sobre el ser del hombre lleva inevitablemente a dejar de buscar la verdad objetiva sobre el ser en su integridad y, de este modo, a la incapacidad para reconocer el fundamento sobre el que se apoya la dignidad del hombre, de todo hombre, desde su fase embrionaria hasta su muerte natural.

Durante vuestro coloquio habéis experimentado que las ciencias, la filosofía y la teología pueden ayudarse para percibir la identidad del hombre, que está en constante devenir. A partir de la cuestión sobre el nuevo ser surgido de la fusión celular, que es portador de un patrimonio genético nuevo y específico, habéis mostrado elementos esenciales del misterio del hombre, caracterizado por la alteridad: un ser creado por Dios, un ser a imagen de Dios, un ser amado hecho para amar. En cuanto ser humano, jamás está encerrado en sí mismo; siempre conlleva una alteridad y, desde su origen, se encuentra en interacción con otros seres humanos, como nos lo revelan cada vez más las ciencias humanas.

¿Cómo no evocar aquí la maravillosa meditación del salmista sobre el ser humano, formado en lo secreto del vientre de su madre y al mismo tiempo conocido en su identidad y en su misterio únicamente por Dios, que lo ama y lo protege? (cf. Ps 139,1-16).

El hombre no es fruto del azar, ni de una serie de circunstancias, ni de determinismos, ni de interacciones físico-químicas; es un ser que goza de una libertad que, teniendo en cuenta su naturaleza, la trasciende y es el signo del misterio de alteridad que lo caracteriza. Desde esta perspectiva, el gran pensador Pascal decía que «el hombre supera infinitamente al hombre».

Esta libertad, propia del ser humano, hace que pueda orientar su vida hacia un fin; hace que, con los actos que realiza, pueda dirigirse hacia la felicidad a la que está llamado para la eternidad. Esta libertad muestra que la existencia del hombre tiene un sentido. En el ejercicio de su libertad auténtica, la persona cumple su vocación, se realiza y da forma a su identidad profunda. En el ejercicio de su libertad también ejerce su responsabilidad sobre sus actos. En este sentido, la dignidad particular del ser humano es a la vez un don de Dios y la promesa de un futuro.

El hombre tiene la capacidad específica de discernir lo bueno y el bien. La sindéresis, puesta en él por el Creador como un sello, lo impulsa a hacer el bien. Movido por ella, el hombre está llamado a desarrollar su conciencia mediante la formación y el ejercicio, para orientarse libremente en su existencia, fundándose en las leyes esenciales, que son la ley natural y la ley moral. En nuestra época, en la que el desarrollo de las ciencias atrae y seduce por las posibilidades que ofrece, es más importante que nunca educar las conciencias de nuestros contemporáneos para que la ciencia no se convierta en criterio del bien y para que se respete al hombre como centro de la creación y no se lo transforme en objeto de manipulaciones ideológicas, ni de decisiones arbitrarias, ni tampoco de abusos de los más fuertes sobre los más débiles. Se trata de peligros cuyas manifestaciones hemos podido conocer a lo largo de la historia humana, y en particular durante el siglo XX.

Toda práctica científica debe ser también una práctica de amor, debe estar al servicio del hombre y de la humanidad, contribuyendo a la construcción de la identidad de las personas. En efecto, como señalé en la encíclica Deus caritas est, «el amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. (...) El amor es "éxtasis"», es decir, «como camino, como un permanente salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo» ().

El amor hace salir de sí para descubrir y reconocer al otro; al abrirse a la alteridad, confirma también la identidad del sujeto, ya que el otro me revela a mí mismo. Esta es la experiencia que, como muestra la Biblia, han hecho numerosos creyentes, a partir de Abraham. El modelo del amor, por excelencia, es Cristo. En el acto de entregar su vida por sus hermanos, de entregarse totalmente, se manifiesta su identidad profunda, y ahí tenemos la clave de lectura del misterio insondable de su ser y de su misión.

Encomendando vuestras investigaciones a la intercesión de santo Tomás de Aquino, a quien la Iglesia honra en este día y que sigue siendo un «auténtico modelo para cuantos buscan la verdad» (Fides et ratio FR 78), os aseguro mi oración por vosotros, por vuestras familias y por vuestros colaboradores, e imparto con afecto a todos la bendición apostólica.


A LOS PARTICIPANTES EN LA SESIÓN PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE Sala Clementina Jueves 31 de enero de 2008

31018 Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos y fieles colaboradores:

Para mí es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de vuestra sesión plenaria. De este modo puedo comunicaros los sentimientos de profunda gratitud y de cordial aprecio que albergo por el trabajo que vuestro dicasterio realiza al servicio del ministerio de unidad, encomendado de modo especial al Romano Pontífice. Es un ministerio que se manifiesta principalmente en función de la unidad de fe, apoyada en el "sagrado depósito", cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro (cf. const. ap. Pastor bonus, ).

Agradezco al cardenal William Levada los sentimientos que, en nombre de todos, ha expresado en sus palabras y la presentación de los temas que han sido objeto de algunos documentos de vuestra Congregación durante estos últimos años, así como de los asuntos que está estudiando aún el dicasterio.

En particular, la Congregación para la doctrina de la fe publicó el año pasado dos importantes documentos, que proporcionaron algunas aclaraciones doctrinales acerca de aspectos esenciales de la doctrina sobre la Iglesia y sobre la evangelización. Son aclaraciones necesarias para el desarrollo correcto del diálogo ecuménico y del diálogo con las religiones y las culturas del mundo.

El primer documento, que lleva por título: "Respuestas a cuestiones relativas a algunos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia", vuelve a proponer, también en las formulaciones y en el lenguaje, la enseñanza del concilio Vaticano II, en plena continuidad con la doctrina de la Tradición católica. Así se confirma que la una y única Iglesia de Cristo, que confesamos en el Credo, tiene su subsistencia, permanencia y estabilidad en la Iglesia católica y que, por tanto, la unidad, la indivisibilidad y la indestructibilidad de la Iglesia de Cristo no quedan anuladas por las separaciones y divisiones de los cristianos.

Además de esta aclaración doctrinal fundamental, el documento vuelve a proponer el uso lingüístico correcto de ciertas expresiones eclesiológicas, que corren el peligro de ser mal entendidas, y con ese fin llama la atención sobre la diferencia que sigue existiendo entre las diversas confesiones cristianas en lo que se refiere a la comprensión del ser Iglesia, en sentido propiamente teológico.

Eso, lejos de impedir el compromiso ecuménico auténtico, servirá de estímulo para que la confrontación sobre las cuestiones doctrinales se realice siempre con realismo y con plena conciencia de los aspectos que aún separan a las confesiones cristianas, reconociendo con alegría las verdades de fe que se profesan en común y la necesidad de orar sin cesar por un camino más solícito hacia una mayor y, al final, plena unidad de los cristianos.

Cultivar una visión teológica que considerara la unidad e identidad de la Iglesia como sus dotes "ocultas en Cristo", con la consecuencia de que históricamente la Iglesia existiría de hecho en múltiples configuraciones eclesiales, sólo reconciliables en una perspectiva escatológica, no podría por menos de retardar y, al final, paralizar el ecumenismo mismo.

La afirmación del concilio Vaticano II según la cual la verdadera Iglesia de Cristo "subsiste en la Iglesia católica" (Lumen gentium
LG 8) no atañe solamente a la relación con las Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, sino que también se extiende a la definición de las relaciones con las religiones y las culturas del mundo. El mismo concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, afirma que "esta única verdadera religión subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la que el Señor Jesús confió la tarea de difundirla a todos los hombres" (DH 1).

La "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización" —el otro documento publicado por vuestra Congregación en diciembre de 2007—, ante el peligro de un persistente relativismo religioso y cultural, reafirma que la Iglesia, en el tiempo del diálogo entre las religiones y las culturas, no se dispensa de la necesidad de la evangelización y de la actividad misionera hacia los pueblos, ni deja de pedir a los hombres que acojan la salvación ofrecida a todas las gentes.

El reconocimiento de elementos de verdad y bondad en las religiones del mundo y de la seriedad de sus esfuerzos religiosos, el mismo coloquio y espíritu de colaboración con ellas para la defensa y la promoción de la dignidad de la persona y de los valores morales universales, no pueden entenderse como una limitación de la tarea misionera de la Iglesia, que la compromete a anunciar sin cesar a Cristo como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6).

Además, queridos hermanos, os invito a seguir con particular atención los difíciles y complejos problemas de la bioética, pues las nuevas tecnologías biomédicas no sólo afectan a algunos médicos e investigadores especializados, sino que son divulgadas a través de los medios modernos de comunicación social, provocando expectativas e interrogantes en sectores cada vez más amplios de la sociedad.

24 Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede ni debe intervenir en cada novedad de la ciencia, pero tiene la tarea de reafirmar los grandes valores que están en juego y de proponer a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad principios y orientaciones ético-morales para las nuevas cuestiones importantes.

Los dos criterios fundamentales para el discernimiento moral en este campo son: a) el respeto incondicional al ser humano como persona, desde su concepción hasta su muerte natural; b) el respeto de la originalidad de la transmisión de la vida humana a través de los actos propios de los esposos.

Después de la publicación, en el año 1987, de la instrucción Donum vitae, que enunció esos criterios, muchos han criticado al Magisterio de la Iglesia, denunciándolo como si fuera un obstáculo para la ciencia y para el verdadero progreso de la humanidad. Pero los nuevos problemas relacionados, por ejemplo, con la crio-conservación de embriones humanos, con la reducción embrionaria, con el diagnóstico pre-implantatorio, con la investigación sobre células madre embrionarias y con los intentos de clonación humana, muestran claramente cómo, con la fecundación artificial extra-corpórea, se ha roto la barrera puesta en defensa de la dignidad humana.

Cuando seres humanos, en la fase más débil e indefensa de su existencia, son seleccionados, abandonados, eliminados o utilizados como mero "material biológico", no se puede negar que ya no son tratados como "alguien", sino como "algo", poniendo así en tela de juicio el concepto mismo de dignidad del hombre.

Ciertamente, la Iglesia aprecia y estimula el progreso de las ciencias biomédicas, que abren perspectivas terapéuticas hasta hoy desconocidas, por ejemplo mediante el uso de células madre somáticas o mediante las terapias encaminadas a la restitución de la fertilidad o a la curación de las enfermedades genéticas.

Al mismo tiempo, siente el deber de iluminar las conciencias de todos, para que el progreso científico respete verdaderamente a todo ser humano, al que se le debe reconocer su dignidad de persona, por haber sido creado a imagen de Dios; de otro modo no sería verdadero progreso. El estudio de esas cuestiones, al que os habéis dedicado de modo especial en vuestra sesión durante estos días, contribuirá ciertamente a promover la formación de la conciencia de numerosos hermanos nuestros, según lo que afirma el concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis humanae: "Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (
DH 14).

A la vez que os animo a proseguir vuestro arduo e importante trabajo, os expreso también en esta circunstancia mi cercanía espiritual, y os imparto de corazón a todos, en prenda de afecto y gratitud, la bendición apostólica.


Discursos 2008 18