Discursos 2007 133

VISITA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES

Palacio de Bramante, Via della Conciliazione (Roma)

Sábado 9 de junio de 2007

1. DISCURSO DEL SANTO PADRE
2. ANUNCIO DEL NOMBRAMIENTO DEL NUEVO PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES DISCURSO DEL SANTO PADRE

Beatitud;
134 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Ha llegado el día, esperado también por el Papa, de visitar la Congregación para las Iglesias orientales. Es un día significativo, entre otras cosas, porque hoy el calendario de la Iglesia latina recuerda a san Efrén, el gran doctor de la Iglesia siria. Doy gracias al Señor y a todos vosotros por este encuentro tan cordial. Saludo al cardenal prefecto, Ignace Moussa I Daoud, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Hago extensivo mi saludo al arzobispo secretario, mons. Antonio Maria Vegliò, al subsecretario, a los colaboradores y a todos los presentes.

Mi primer pensamiento va al Papa Benedicto XV, de feliz memoria, que hace noventa años instituyó la "Sagrada Congregación para la Iglesia oriental". El beato Pío IX había constituido, dentro de Propaganda Fide, la "sección oriental". Sin embargo, para "ahuyentar el temor de que los orientales no fueran debidamente tenidos en consideración por los Romanos Pontífices", el Papa Benedicto quiso el nuevo dicasterio, totalmente autónomo, disponiendo lo que fuera necesario para su mejor funcionamiento. Y él mismo asumió su gobierno.

Como atestigua el motu proprio Dei providentis, deseaba manifestar claramente que "in Ecclesia Iesu Christi, ut quae non latina sit, non graeca, non slavonica, sed catholica, nullum inter eius filios intercedere discrimen" (AAS 9 [1917] 529-531).

Precisamente entonces comenzó una fase dramática de la historia, de modo especial para el este de Europa. Los tiempos sucesivos confirmarían cuán providencial fue esa decisión pontificia, que tenía como fin asegurar a los orientales católicos, a través de una Congregación específica, la solicitud de la Iglesia, la cual acompañaría a muchos de ellos en la hora no breve de la persecución.

Después del silencio llegó el tiempo del rescate, y la vida y la misión de la Iglesia pudieron reanudarse, desarrollarse y consolidarse. En esta circunstancia doy nuevamente gracias al Señor por los designios de su divina bondad. Pero, como padre y pastor, siento el deber de elevar a Dios una ferviente oración y dirigir un apremiante llamamiento a todos los responsables, para que en todas partes, tanto en Oriente como en Occidente, las Iglesias puedan profesar la fe cristiana con plena libertad. Que a los hijos e hijas de la Iglesia, en todas partes, se les permita vivir con tranquilidad personal y social: que se garantice dignidad, respeto y futuro a las personas y a los grupos, sin perjuicio alguno para sus derechos de creyentes y de ciudadanos.

De mis labios se eleva sobre todo una apremiante invocación de paz para Tierra Santa, Irak y Líbano, para todos los territorios puestos bajo la jurisdicción de la Congregación para las Iglesias orientales, así como para las demás regiones implicadas en el torbellino de violencia aparentemente irrefrenable. Que las Iglesias y los discípulos del Señor permanezcan donde, por su nacimiento, los ha puesto la divina Providencia; donde merecen permanecer con una presencia que se remonta hasta los inicios del cristianismo. A lo largo de los siglos se han distinguido por un amor indiscutible e inseparable a su fe, a su pueblo y a su tierra.

Con esta visita sigo las huellas de mis venerados predecesores el siervo de Dios Juan Pablo II y el beato Juan XXIII, que vinieron personalmente a encontrarse con los superiores y los oficiales del dicasterio. Asimismo, con ella quiero continuar simbólicamente la peregrinación al corazón de Oriente que el Papa Juan Pablo II propuso en la carta apostólica Orientale lumen. Dado que la venerable y antigua tradición de las Iglesias orientales forma parte integrante del patrimonio indiviso de la Iglesia de Cristo (cf. Unitatis redintegratio
UR 17), Juan Pablo II exhortó a conocerla, afirmando: "Es necesario que también los hijos de la Iglesia católica de tradición latina puedan conocer con plenitud ese tesoro y sentir así, al igual que el Papa, el anhelo de que se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia" (Orientale lumen, 1).

Inicié idealmente esa peregrinación asumiendo el nombre de un Papa que amó mucho a Oriente. Y, al inaugurar oficialmente el servicio petrino del Obispo de Roma, acudí al sepulcro del Apóstol llamando a mi lado a los patriarcas orientales en comunión con el Sucesor de Pedro. Así, ante toda la Iglesia, me sumergí espiritualmente en el manantial siempre activo del Credo apostólico, haciendo mía la profesión de fe del Pescador de Galilea en el "Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Volví a escuchar la consoladora promesa del Señor Jesús: "Tú eres Pedro" (Mt 16,18). Tenía la certeza de que estaban a mi lado, con sus pastores, los hijos e hijas de Oriente, que, fieles a su propia tradición, se alegran de poseer también el carisma de comunión conferido por Jesús a Pedro y a sus Sucesores.

Por último, el viaje apostólico a Turquía, inolvidable por el conmovedor abrazo con la comunidad católica y por su significado ecuménico e interreligioso, constituyó otro momento de especial fecundidad en mi peregrinación al corazón de Oriente.

135 Hoy el Papa agradece de nuevo a los orientales su fidelidad pagada con sangre, de la que quedan páginas admirables a lo largo de los siglos hasta el martirologio contemporáneo. Les asegura, a su vez, que quiere estar siempre a su lado. Y reafirma la profunda estima hacia las Iglesias orientales católicas por su singular papel de testigos vivos de los orígenes (cf. Orientalium Ecclesiarum OE 1), pues sin una constante relación con la tradición de los orígenes la Iglesia de Cristo no tiene futuro.

Son las Iglesias orientales quienes de modo especial conservan el eco del primer anuncio evangélico; las más antiguas memorias de los signos realizados por el Señor; los primeros reflejos de la luz pascual y el resplandor del fuego nunca apagado de Pentecostés. Su patrimonio espiritual, arraigado en la enseñanza de los Apóstoles y de los Padres, ha dado vida a venerables tradiciones litúrgicas, teológicas y disciplinares, mostrando la capacidad del "pensamiento de Cristo" de fecundar las culturas y la historia.

Precisamente por esto también yo, al igual que mis predecesores, miro con estima y afecto a las Iglesias de la Ortodoxia: "Ya nos une un vínculo muy estrecho. Tenemos en común casi todo; y tenemos en común sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la unidad" (Orientale lumen, 3). Desde lo más profundo de nuestro corazón se eleva el deseo de que ese anhelo llegue pronto a realizarse plenamente.

La Iglesia universal encuentra en el patrimonio de los orígenes la capacidad de hablar también al hombre contemporáneo de modo unánime y convincente: "Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas" (ib., 28).

El concilio ecuménico Vaticano II expresó el deseo de que las Iglesias orientales "florezcan y desempeñen con renovado vigor apostólico la misión que les ha sido confiada (...) de promover la unidad de todos los cristianos, sobre todo de los orientales, según el decreto sobre el ecumenismo, principalmente con la oración, con el ejemplo de vida, con la escrupulosa fidelidad a las antiguas tradiciones orientales, con un mejor conocimiento mutuo, con la colaboración y estima fraterna de las cosas y de los espíritus" (Orientalium Ecclesiarum OE 1 OE 24).

Las Iglesias orientales, favorecidas por una tradición de vida plurisecular, deberán afrontar el desafío interreligioso con espíritu de verdad, respeto y reciprocidad, para que las diversas culturas y tradiciones encuentren mutua hospitalidad en el nombre del único Dios (cf. Ac 2,9-11).

La Congregación tiene tareas bien definidas, que lleva a cabo con competente dedicación. Me alegra poder expresarle mi gratitud y aprecio, y animarla a realizar todas las actividades que le han sido encomendadas en el marco de la misión propia de las Iglesias orientales y del componente de la Iglesia latina. Reafirmo la irreversibilidad de la opción ecuménica y la inderogabilidad del encuentro a nivel interreligioso. Elogio la más correcta aplicación de la colegialidad sinodal y la verificación puntual del desarrollo eclesial suscitado por la recuperada libertad religiosa.

Al Papa interesa mucho la prioridad de la formación, así como la actualización de la pastoral familiar, juvenil y vocacional, y la valorización de la pastoral de la cultura y de la caridad. Debe continuar, más aún, debe crecer el movimiento de caridad que, por mandato del Papa, lleva a cabo la Congregación para que, de modo ordenado y equitativo, Tierra Santa y las demás regiones orientales reciban la ayuda espiritual y material necesaria para hacer frente a la vida eclesial ordinaria y a necesidades particulares.

Por último, también hace falta un esfuerzo inteligente para afrontar el grave fenómeno de las migraciones, que a veces priva de sus mejores recursos a las comunidades tan probadas. Es preciso garantizar a los emigrantes una adecuada acogida en el nuevo ambiente y el vínculo indispensable con la propia tradición religiosa.

Con estas preocupaciones, la Congregación debe apoyar a las Iglesias orientales para promover su camino, respetando sus prerrogativas y responsabilidades. Sabe que en esta tarea, no fácil, puede contar siempre con el Papa, con los organismos de la Curia romana, según sus funciones respectivas, y con las instituciones vinculadas a ella: pienso sobre todo en el Pontificio Instituto Oriental, que también celebra el 90° aniversario de su fundación, y al que expreso mi gratitud por su insustituible y cualificado servicio eclesial.

Encomiendo estos deseos al beato Juan XXIII: Oriente lo marcó profundamente hasta el punto de que lo llevó a convocar el "nuevo Pentecostés del Concilio" con docilidad al Espíritu y apertura cordial hacia todos los pueblos. Está cerca de nosotros la santísima Madre de Dios, que en vuestra capilla bizantina he venerado ante los santos iconos, rodeada de la nube de testigos. Las Iglesias orientales, confiando en la Toda Santa, han de cultivar la variedad que no perjudica la unidad, sino que más bien la exalta, para que la Iglesia entera sea el "sacramento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (cf. Lumen gentium LG 1).

136 Queridos amigos, os ruego que transmitáis mi saludo a los hermanos y hermanas de Oriente, para que, también gracias al trabajo diario de la Congregación, sientan que tienen siempre un lugar en el corazón del Papa de Roma. Por esto imparto a cada uno la bendición apostólica, que de buen grado hago extensiva a vuestros seres queridos y a todas las Iglesias orientales católicas.
El Santo Padre da las gracias al cardenal Daoud y a mons. Sandri




Beatitud:

Como le decía en la carta personal que le dirigí, he decidido aceptar hoy la dimisión, que me había presentado hace tiempo, del cargo de prefecto de este dicasterio. Me complace aprovechar esta ocasión para expresarle mi profunda gratitud por el trabajo que ha llevado a cabo con entrega generosa en una tarea tan delicada. Sin embargo, me consuela el pensamiento de que puedo seguir contando con su competencia en la colaboración que continuará prestando como miembro de varios dicasterios de la Curia romana, y también por esto le doy vivamente las gracias.

Al mismo tiempo, como ya le he comunicado, hoy, 9 de junio, día en que el calendario de la Iglesia latina recuerda a san Efrén, el gran santo de su tierra, le sucede en el cargo de prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales el arzobispo Leonardo Sandri, hasta ahora sustituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos generales. En este momento le manifiesto también a él mi gratitud por la ayuda que me ha dado en la realización de las anteriores tareas, y le expreso mis mejores deseos de un cumplimiento fructuoso de las delicadas funciones que le encomiendo con este nombramiento.

Para desempeñar el cargo de sustituto en la sección de la Secretaría de Estado para los Asuntos generales he llamado al arzobispo Fernando Filoni, actualmente nuncio apostólico en Filipinas, a quien saludo cordialmente a la espera de su llegada al Vaticano en el próximo mes de julio.


AL CURSO DE VERANO DEL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO VATICANO

Sala del Consistorio

Lunes 11 de junio de 2007

Queridos amigos:

Me alegra saludar a la facultad y a los estudiantes del XI curso de verano del Observatorio astronómico vaticano, y agradezco al director, padre José Funes, las cordiales palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre.

Desde su creación, en 1891, el Observatorio astronómico vaticano ha tratado de demostrar el deseo de la Iglesia de acoger, alentar y promover el estudio científico de acuerdo con su convicción de que "la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" (Fides et ratio, Introducción FR 1). Los padres y hermanos jesuitas que forman el equipo del Observatorio no sólo se dedican a la investigación astronómica; también brindan oportunidades pedagógicas a la nueva generación de astrónomos. El curso de verano del Observatorio astronómico vaticano es un signo concreto de ese compromiso.

137 En este mes tenéis programado el estudio de los planetas extrasolares. Sin embargo, además de vuestra ardua investigación, tendréis la valiosa oportunidad de aprender juntamente con otros estudiantes de veintidós países diversos. La amplia variedad de vuestras experiencias individuales y de vuestras tradiciones culturales puede ser fuente de gran enriquecimiento para todos vosotros. Os animo a aprovechar al máximo esta experiencia y os expreso mis mejores deseos, acompañados de mi oración, para que vuestra pequeña comunidad internacional sea un signo prometedor de una mayor colaboración científica en beneficio de toda la familia humana.

Ojalá que en los próximos días encontréis consuelo espiritual en el estudio de las estrellas que "brillan alegres para el que las ha creado" (
Ba 3,35). Sobre vosotros y sobre vuestras familias invoco de corazón las bendiciones divinas de sabiduría, alegría y paz.


EN LA INAUGURACIÓN DE LOS TRABAJOS DE LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA

Lunes 11 de junio de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Por tercer año consecutivo la asamblea de nuestra diócesis me brinda la posibilidad de encontrarme con vosotros y dirigirme a todos, abordando la temática que la Iglesia de Roma afrontará en el próximo año pastoral, en estrecha continuidad con el trabajo desarrollado en el año que se está concluyendo. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos que participáis con generosidad en la misión de la Iglesia. Agradezco en particular al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

El tema de la asamblea es "Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio". Se trata de un tema que nos atañe a todos, porque cada discípulo confiesa que Jesús es el Señor y está llamado a crecer en la adhesión a él, dando y recibiendo ayuda de la gran compañía de los hermanos en la fe. Ahora bien, el verbo "educar", puesto en el título de la asamblea, implica una atención especial a los niños, a los muchachos y a los jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la familia: así permanecemos dentro del itinerario que ha caracterizado durante los últimos años la pastoral de nuestra diócesis.

Es importante considerar ante todo la afirmación inicial, que da el tono y el sentido de nuestra asamblea: "Jesús es el Señor". Ya la encontramos en la solemne declaración con la que concluye el discurso de san Pedro en Pentecostés, donde el primero de los Apóstoles dijo: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Ac 2,36). Es análoga la conclusión del gran himno a Cristo contenido en la carta de san Pablo a los Filipenses: "Toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Ph 2,11). También san Pablo, en el saludo final de la primera carta a los Corintios, exclama: "El que no quiera al Señor, sea anatema. Marana tha, Ven, Señor" (1Co 16,22), transmitiéndonos así la antiquísima invocación, en lengua aramea, de Jesús como Señor.

Se podrían añadir otras citas: pienso en el capítulo 12 de la misma carta a los Corintios, donde san Pablo dice: "Nadie puede decir "Jesús es Señor" sino con el Espíritu Santo" (1Co 12,3). Así declara que esta es la confesión fundamental de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Podríamos pensar también en el capítulo 10 de la carta a los Romanos, donde el Apóstol dice: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor..." (Rm 10,9), recordando también a los cristianos de Roma que las palabras "Jesús es el Señor" constituyen la confesión común de la Iglesia, el fundamento seguro de toda la vida de la Iglesia. A partir de esas palabras se ha desarrollado toda la confesión del Credo apostólico, del Credo niceno. En otro pasaje de la primera carta a los Corintios san Pablo afirma también: "Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1Co 8,5-6).

Así, desde el inicio, los discípulos reconocieron que Jesús resucitado es nuestro hermano en la humanidad y que también es totalmente uno con Dios; que con su venida al mundo, con toda su vida, con su muerte y su resurrección, nos trajo a Dios, hizo presente a Dios en el mundo de modo nuevo y único; y que, por tanto, da sentido y esperanza a nuestra vida: en él encontramos el verdadero rostro de Dios, que realmente necesitamos para vivir.

Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio quiere decir ayudar a nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar una relación viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la tarea fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los discípulos y de los amigos de Jesús. La Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, es la compañía fiable en la que hemos sido engendrados y educados para llegar a ser, en Cristo, hijos y herederos de Dios. En ella recibimos al Espíritu, "que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!" (cf. Rm 8,14-17).

En la homilía de san Agustín hemos escuchado que Dios no está lejos, que se ha hecho "camino" y que el "camino" mismo vino a nosotros. Dice: "Levántate, perezoso, y comienza a caminar". Comenzar a caminar quiere decir emprender el "camino" que es Cristo mismo, en compañía de los creyentes; quiere decir caminar ayudándonos los unos a los otros a ser realmente amigos de Jesucristo e hijos de Dios.

138 Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar en la fe hoy no es una empresa fácil. En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran "emergencia educativa", de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas.

Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera "autoritario", y se acaba por dudar de la bondad de la vida —¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?— y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida.

Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras.

Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan fundamento a la vida.

Pero esta situación evidentemente no satisface, no puede satisfacer, porque deja de lado la finalidad esencial de la educación, que es la formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su contribución al bien de la comunidad. Por eso, en muchas partes se plantea la exigencia de una educación auténtica y el redescubrimiento de la necesidad de educadores que lo sean realmente. Lo reclaman los padres, preocupados y a menudo angustiados por el futuro de sus hijos; lo reclaman tantos profesores que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; lo reclama la sociedad en su conjunto, en Italia y en muchas otras naciones, porque ve cómo a causa de la crisis de la educación se ponen en peligro las bases mismas de la convivencia.

En ese contexto, el compromiso de la Iglesia de educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús asume, más que nunca, también el valor de una contribución para hacer que la sociedad en que vivimos salga de la crisis educativa que la aflige, poniendo un dique a la desconfianza y al extraño "odio de sí misma" que parece haberse convertido en una característica de nuestra civilización.

Ahora bien, todo esto no disminuye la dificultad que encontramos para llevar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a encontrarse con Cristo y a entablar con él una relación duradera y profunda. Sin embargo, precisamente este es el desafío decisivo para el futuro de la fe, de la Iglesia y del cristianismo, y por tanto es una prioridad esencial de nuestro trabajo pastoral: acercar a Cristo y al Padre a la nueva generación, que vive en un mundo en gran parte alejado de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, debemos ser siempre conscientes de que no podemos realizar esa obra con nuestras fuerzas, sino sólo con el poder del Espíritu Santo. Son necesarias la luz y la gracia que proceden de Dios y actúan en lo más íntimo de los corazones y de las conciencias. Así pues, para la educación y la formación cristiana son decisivas ante todo la oración y nuestra amistad personal con Jesús, pues sólo quien conoce y ama a Jesucristo puede introducir a sus hermanos en una relación vital con él.

Impulsado precisamente por esta necesidad pensé: sería útil escribir un libro que ayude a conocer a Jesús. No olvidemos nunca las palabras de Jesús: "A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (
Jn 15,15-16). Por eso, nuestras comunidades sólo podrán trabajar con fruto y educar en la fe y en el seguimiento de Cristo si son ellas mismas auténticas "escuelas" de oración (cf. Novo millennio ineunte NM 33), en las que se viva el primado de Dios.

Además, la educación, y especialmente la educación cristiana, es decir, la educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor (cf. 1Jn 4,8 1Jn 4,16), necesita la cercanía propia del amor. Sobre todo hoy, cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a la que en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo, resulta decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la certeza de ser amado, comprendido y acogido.

En concreto, este acompañamiento debe llevar a palpar que nuestra fe no es algo del pasado, sino que puede vivirse hoy y que viviéndola encontramos realmente nuestro bien. Así, a los muchachos y los jóvenes se les puede ayudar a librarse de prejuicios generalizados y a darse cuenta de que el modo cristiano de vivir es realizable y razonable, más aún, el más razonable, con mucho.

139 Toda la comunidad cristiana, en sus múltiples articulaciones y componentes, está llamada a cumplir la gran tarea de llevar a las nuevas generaciones al encuentro con Cristo; por tanto, en este ámbito debe expresarse y manifestarse con particular evidencia nuestra comunión con el Señor y entre nosotros, nuestra disponibilidad y voluntad de trabajar juntos, de "formar una red", de colaborar todos con espíritu abierto y sincero, comenzando por la valiosa contribución de las mujeres y los hombres que han consagrado su vida a la adoración de Dios y a la intercesión por los hermanos.

Sin embargo, es evidente que, en la educación y en la formación en la fe, a la familia compete una misión propia y fundamental y una responsabilidad primaria. En efecto, el niño que se asoma a la vida hace a través de sus padres la primera y decisiva experiencia del amor, de un amor que en realidad no es sólo humano, sino también un reflejo del amor que Dios siente por él. Por eso, entre la familia cristiana, pequeña "iglesia doméstica" (cf. Lumen gentium
LG 11), y la gran familia de la Iglesia debe desarrollarse la colaboración más estrecha, ante todo en lo que atañe a la educación de los hijos.

Así pues, todo lo realizado a lo largo de los tres años que nuestra pastoral diocesana ha dedicado específicamente a la familia, no sólo se ha de considerar como un fruto, sino que se ha de incrementar ulteriormente. Por ejemplo, los intentos de implicar más a los padres e incluso a los padrinos y madrinas antes y después del bautismo, para ayudarles a entender y a cumplir su misión de educadores de la fe, ya han dado resultados apreciables, y es preciso proseguirlos, convirtiéndolos en patrimonio común de cada parroquia. Lo mismo vale para la participación de las familias en la catequesis y en todo el itinerario de iniciación cristiana de los niños y los adolescentes.
Desde luego, son muchas las familias que no están preparadas para cumplir esa tarea; y algunas parecen poco interesadas en la educación cristiana de sus hijos, o incluso son contrarias a ella: aquí se notan también las consecuencias de la crisis de tantos matrimonios. Con todo, raramente se encuentran padres totalmente indiferentes con respecto a la formación humana y moral de sus hijos, y, por tanto, no dispuestos a dejarse ayudar en una labor educativa que consideran cada vez más difícil.

Por consiguiente, se abre un espacio de compromiso y de servicio para nuestras parroquias, oratorios, grupos juveniles y, ante todo, para las mismas familias cristianas, llamadas a hacerse prójimo de otras familias a fin de sostenerlas y asistirlas en la educación de los hijos, ayudándoles así a recuperar el sentido y la finalidad de la vida de matrimonio. Pasemos ahora a otros sujetos de la educación en la fe.

A medida que los muchachos crecen, aumenta naturalmente en ellos el deseo de autonomía personal, que fácilmente, sobre todo en la adolescencia, se transforma en un alejamiento crítico de la propia familia. Entonces resulta especialmente importante la cercanía que pueden garantizar el sacerdote, la religiosa, el catequista u otros educadores capaces de hacer concreto para el joven el rostro amigo de la Iglesia y el amor de Cristo.

Para que produzca efectos positivos duraderos, nuestra cercanía debe ser consciente de que la relación educativa es un encuentro de libertades y que la misma educación cristiana es formación en la auténtica libertad. De hecho, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión.

Como afirmé en la Asamblea eclesial de Verona, "una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad" (Discurso del 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 10).

Los adolescentes y los jóvenes, cuando se sienten respetados y tomados en serio en su libertad, a pesar de su inconstancia y fragilidad, se muestran dispuestos a dejarse interpelar por propuestas exigentes; más aún, se sienten atraídos y a menudo fascinados por ellas. También quieren mostrar su generosidad en la entrega a los grandes valores perennes, que constituyen el fundamento de la vida.

El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una gran necesidad de verdad; por tanto, está abierto a Jesucristo, que, como nos recuerda Tertuliano (De virginibus velandis, I, 1), "afirmó que es la verdad, no la costumbre".

Debemos esforzarnos por responder a la demanda de verdad poniendo sin miedo la propuesta de la fe en confrontación con la razón de nuestro tiempo. Así ayudaremos a los jóvenes a ensanchar los horizontes de su inteligencia, abriéndose al misterio de Dios, en el cual se encuentra el sentido y la dirección de nuestra existencia, y superando los condicionamientos de una racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser objeto de experimento y de cálculo. Por tanto, es muy importante desarrollar lo que ya el año pasado llamamos la "pastoral de la inteligencia".

140 La labor educativa implica la libertad, pero también necesita autoridad. Por eso, especialmente cuando se trata de educar en la fe, es central la figura del testigo y el papel del testimonio. El testigo de Cristo no transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad que propone, y con la coherencia de su vida resulta punto de referencia digno de confianza. Pero no remite a sí mismo, sino a Alguien que es infinitamente más grande que él, en quien ha puesto su confianza y cuya bondad fiable ha experimentado.

Por consiguiente, el auténtico educador cristiano es un testigo cuyo modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf.
Jn 8,28). Esta relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la condición fundamental para ser educadores eficaces en la fe.

Acertadamente, nuestra asamblea habla de educación no sólo en la fe y en el seguimiento, sino también en el testimonio del Señor Jesús. Por tanto, el testimonio activo de Cristo que se debe dar no sólo atañe a los sacerdotes, a las religiosas y a los laicos que en nuestras comunidades desempeñan tareas educativas, sino también a los mismos muchachos y jóvenes, y a todos los que son educados en la fe.

La conciencia de estar llamados a ser testigos de Cristo no es, por tanto, algo que se añade después, una consecuencia de algún modo externa a la formación cristiana, como por desgracia se ha pensado a menudo y también hoy se sigue pensando, sino, al contrario, es una dimensión intrínseca y esencial de la educación en la fe y en el seguimiento, del mismo modo que la Iglesia es misionera por su misma naturaleza (cf. Ad gentes AGD 2).

Así pues, desde el inicio de la formación de los niños, para llegar, con un itinerario progresivo, a la formación permanente de los cristianos adultos, es necesario que arraiguen en el alma de los creyentes la voluntad y la convicción de que participan en la vocación misionera de la Iglesia, en todas las situaciones y circunstancias de su vida. No podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos difundirla y transmitirla, fortaleciéndola así en nuestro corazón.

Si la fe se transforma realmente en alegría por haber encontrado la verdad y el amor, es inevitable sentir el deseo de transmitirla, de comunicarla a los demás. Por aquí pasa, en gran medida, la nueva evangelización a la que nos llamó nuestro amado Papa Juan Pablo II. Una experiencia concreta, que podrá hacer crecer en los jóvenes de las parroquias y de las diversas asociaciones eclesiales la voluntad de testimoniar su fe, es la "Misión de los jóvenes" que estáis proyectando, después del feliz resultado de la gran "Misión ciudadana".

A la escuela católica corresponde una tarea muy importante en la educación en la fe. En efecto, cumple su misión basándose en un proyecto educativo que pone en el centro el Evangelio y lo tiene como punto de referencia decisivo para la formación de la persona y para toda la propuesta cultural. Por tanto, la escuela católica, en convencida colaboración con las familias y con la comunidad eclesial, trata de promover la unidad entre la fe, la cultura y la vida, que es objetivo fundamental de la educación cristiana.

También las escuelas del Estado, de formas y modos diversos, pueden ser sostenidas en su tarea educativa por la presencia de profesores creyentes —en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión católica— y de alumnos cristianamente formados, así como por la colaboración de muchas familias y por la misma comunidad cristiana.

La sana laicidad de la escuela, como de las demás instituciones del Estado, no implica cerrarse a la Trascendencia y mantener una falsa neutralidad respecto de los valores morales que están en la base de una auténtica formación de la persona. Lo mismo se puede decir, naturalmente, de las universidades; y es un signo positivo que en Roma la pastoral universitaria haya podido desarrollarse en todos los ateneos, tanto entre los profesores como entre los alumnos, y se esté llevando a cabo una fecunda colaboración entre las instituciones académicas civiles y pontificias.

Hoy, más que en el pasado, la educación y la formación de la persona sufren la influencia de los mensajes y del clima generalizado que transmiten los grandes medios de comunicación y que se inspiran en una mentalidad y cultura caracterizadas por el relativismo, el consumismo y una falsa y destructora exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y de la sexualidad. Por eso, precisamente por el gran "sí" que como creyentes en Cristo decimos al hombre amado por Dios, no podemos desinteresarnos de la orientación conjunta de la sociedad a la que pertenecemos, de las tendencias que la impulsan y de las influencias positivas o negativas que ejerce en la formación de las nuevas generaciones.

La presencia misma de la comunidad de los creyentes, su compromiso educativo y cultural, el mensaje de fe, de confianza y de amor que transmite, son en realidad un servicio inestimable al bien común y especialmente a los muchachos y jóvenes que se están formando y preparando para la vida.

141 Queridos hermanos y hermanas, hay un último punto sobre el que quiero atraer vuestra atención: es sumamente importante para la misión de la Iglesia y exige nuestro compromiso y ante todo nuestra oración. Me refiero a las vocaciones a seguir más de cerca al Señor Jesús en el sacerdocio ministerial y en la vida consagrada. En los últimos decenios la diócesis de Roma ha recibido el don de muchas ordenaciones sacerdotales, que han permitido colmar las lagunas del período anterior y también salir al encuentro de las solicitudes de no pocas Iglesias hermanas necesitadas de clero; pero las señales más recientes parecen menos favorables y estimulan a toda nuestra comunidad diocesana a seguir pidiendo al Señor, con humildad y confianza, obreros para su mies (cf. Mt 9,37-38 Lc 10,2).

De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y valiente, debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a los chicos y chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad con él. Desde esta perspectiva, la diócesis destinará a algunos nuevos sacerdotes específicamente al servicio de las vocaciones, pero sabemos bien que en este campo son decisivas la oración y la calidad del conjunto de nuestro testimonio cristiano, el ejemplo de vida de los sacerdotes y de las almas consagradas, y la generosidad de las personas llamadas y de las familias de las que proceden.

Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como contribución para el diálogo de estas tardes y para el trabajo del próximo año pastoral. Que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él, de crecer en su amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar testimonio de él en todas las situaciones, de forma que podamos transmitir a quienes vengan después de nosotros la inmensa riqueza y belleza de la fe en Jesucristo. Mi afecto y mi bendición os acompañan en vuestro trabajo. Gracias por vuestra atención.



Discursos 2007 133