Discursos 2007 148

DECLARACIÓN COMÚN

"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ep 1,3).

1. Nosotros, Benedicto XVI, Papa y Obispo de Roma, y Crisóstomos II, arzobispo de Nueva Justiniana y de todo Chipre, con alegría damos gracias a Dios por este encuentro fraterno, en la fe común en Cristo resucitado, llenos de esperanza para el futuro de las relaciones entre nuestras Iglesias. Esta visita nos ha permitido constatar que han progresado esas relaciones, tanto a nivel local como en el ámbito del diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. La delegación de la Iglesia de Chipre siempre ha dado una aportación positiva a este diálogo, entre otras maneras, acogiendo en 1983 al Comité de coordinación de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico, de modo que los miembros católicos y ortodoxos, además de llevar a cabo el arduo trabajo preparatorio, pudieran visitar y admirar las grandes riquezas artísticas y espirituales de la Iglesia de Chipre.

2. En la feliz circunstancia de nuestro encuentro fraterno junto a las tumbas de san Pedro y san Pablo, los corifeos de los Apóstoles como indica la tradición litúrgica, queremos declarar de común acuerdo nuestro sincero y firme deseo, en obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, de intensificar la búsqueda de la unidad plena entre todos los cristianos, realizando todos los esfuerzos posibles y que consideremos útiles para la vida de nuestras comunidades. Deseamos que los fieles católicos y ortodoxos de Chipre vivan fraternamente y con plena solidaridad, fundada en la fe común en Cristo resucitado. Asimismo, queremos sostener y promover el diálogo teológico, que a través de la competente Comisión internacional se dispone a afrontar las cuestiones más arduas que han marcado las vicisitudes históricas de la división. Es necesario alcanzar un acuerdo sustancial para la plena comunión en la fe, en la vida sacramental y en el ejercicio del ministerio pastoral. Con este fin aseguramos nuestra ferviente oración de pastores en la Iglesia y pedimos a nuestros fieles que se unan a nosotros en una invocación coral para "que todos sean uno, a fin de que el mundo crea" (Jn 17,21).

3. En nuestro encuentro hemos considerado las contingencias históricas en que viven nuestras Iglesias. En particular, hemos examinado la situación de división y de tensiones que caracterizan desde hace más de treinta años la isla de Chipre, con los trágicos problemas diarios que afectan también a la vida de nuestras comunidades y de las familias. Desde una perspectiva más amplia, hemos considerado la situación de Oriente Próximo, donde la guerra y los enfrentamientos entre los pueblos corren el riesgo de extenderse, con consecuencias desastrosas. Hemos invocado la paz "que viene de lo alto". Nuestras Iglesias quieren desempeñar un papel de pacificación en la justicia y en la solidaridad, y para que todo eso se realice deseamos promover las relaciones fraternas entre todos los cristianos y un diálogo leal entre las diversas religiones presentes y operantes en la región. Que la fe en el único Dios ayude a los hombres de estas antiguas e ilustres tierras a recuperar una convivencia amistosa, con respeto recíproco y una colaboración constructiva.

4. Por consiguiente, dirigimos este llamamiento a todos los que, en cualquier parte del mundo, alzan la mano contra sus mismos hermanos, exhortándolos con firmeza a deponer las armas y a esforzarse por cicatrizar las heridas causadas por la guerra. Además, los invitamos a trabajar para que se defiendan siempre, en todas las naciones, los derechos humanos: respetar al hombre, imagen de Dios, es un deber fundamental para todos. Asimismo, entre los derechos humanos que hay que defender se debe incluir el derecho primario de la libertad de religión. No respetarlo constituye una ofensa gravísima a la dignidad del hombre, que es herido en lo más íntimo de su corazón, donde habita Dios. Así, profanar, destruir y saquear los lugares de culto de cualquier religión es un acto contra la humanidad y la civilización de los pueblos.

149 5. También reflexionamos sobre una nueva oportunidad que se abre para un intenso contacto y una colaboración más concreta entre nuestras Iglesias. En efecto, avanza la construcción de la Unión europea, y católicos y ortodoxos están llamados a contribuir a crear un clima de amistad y cooperación. En un tiempo de creciente secularización y relativismo, los católicos y ortodoxos en Europa están llamados a dar un renovado testimonio común de los valores éticos, siempre dispuestos a dar razón de su fe en Jesucristo, Señor y Salvador. La Unión europea, que no podrá limitarse a una cooperación meramente económica, necesita sólidas bases culturales, referencias éticas compartidas y apertura a la dimensión religiosa. Es preciso vivificar las raíces cristianas de Europa, que han hecho grande su civilización en el decurso de los siglos, y reconocer que las tradiciones cristianas occidental y oriental tienen, en este sentido, una importante tarea común que realizar.

6. En nuestro encuentro consideramos asimismo el largo camino de nuestras Iglesias y la gran tradición que, partiendo del anuncio de los primeros discípulos que llegaron a Chipre desde Jerusalén, después de la persecución contra san Esteban y siguiendo el mismo itinerario de san Pablo desde las costas de Chipre hasta Roma, como nos narran los Hechos de los Apóstoles (cf.
Ac 11,19 Ac 27,4 ss), llega hasta nuestros días. El rico patrimonio de fe y la sólida tradición cristiana de nuestras tierras, deben estimular a católicos y ortodoxos a dar un renovado impulso al anuncio del Evangelio en nuestro tiempo, para ser fieles a nuestra vocación cristiana y responder a las exigencias del mundo de hoy.

7. Suscita seria preocupación el modo como se afrontan las cuestiones concernientes a la bioética. En efecto, existe el peligro de que ciertas técnicas aplicadas a la genética, concebidas con el fin de salir al paso de necesidades legítimas, de hecho ofenden la dignidad del hombre, creado a imagen de Dios. La explotación del ser humano, las experimentaciones abusivas, los experimentos de una genética que no respeta los valores éticos, constituyen una ofensa a la vida, atentan contra la incolumidad y la dignidad de toda persona humana y no pueden ni deben justificarse o permitirse en ningún momento de su existencia.

8. Al mismo tiempo, estas consideraciones éticas y la preocupación común por la vida humana nos llevan a invitar a las naciones que con la gracia de Dios han conseguido significativos progresos en el campo de la economía y de la tecnología a no olvidar a sus hermanos que habitan en los países azotados por la pobreza, el hambre y las enfermedades. Por tanto, invitamos a los responsables de las naciones a favorecer y promover una justa repartición de los recursos de la tierra, con espíritu de solidaridad con los pobres y con todos los indigentes del mundo.

9. También han sido concordes nuestras preocupaciones por el peligro de destrucción de la creación. El hombre la ha recibido para poder realizar con ella el plan de Dios. Pero, poniéndose a sí mismo como centro del universo, olvidando el mandato del Creador y encerrándose en una búsqueda egoísta de su propio bienestar, el ser humano ha gestionado el medio ambiente en que vive realizando opciones que ponen en peligro su misma existencia, mientras que el medio ambiente ha de ser respetado y protegido por parte de todos los que lo habitan.

10. Juntos elevamos nuestra oración al Señor de la historia para que fortalezca el testimonio de nuestras Iglesias a fin de que el anuncio de salvación del Evangelio llegue a las nuevas generaciones y sea luz para todos los hombres. Con esta finalidad, encomendamos nuestros deseos y compromisos a la Theotokos, la Madre de Dios Odigitria, que indica el camino hacia nuestro Señor Jesucristo.

Vaticano, 16 de junio de 2007

VISITA PASTORAL

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS

CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO

DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO



A LAS MONJAS CLARISAS EN LA BASÍLICA DE SANTA CLARA

Domingo 17 de junio de 2007



Gracias por este canto tan hermoso. Es un canto de acompañamiento a la espera de la llegada del Señor. Pero el Señor siempre está llegando. Por tanto, se trata de un canto de bienvenida al Señor. Nosotros mismos estamos yendo al encuentro del Señor.

Este encuentro me hace pensar en encuentros análogos de los tiempos pasados: encuentros muy hermosos, que llevo muy profundamente grabados en mi memoria. Para mí siempre es una gran inspiración, un gran aliento, volver a ver esta vida de amor al Señor, esta vida de María, totalmente a la escucha del Señor y así a la escucha de la palabra de Dios para la humanidad de hoy.

Estamos celebrando el VIII centenario de la conversión de san Francisco. Conversión no es sólo un momento, un instante de la vida; es un camino. Y vosotras camináis, nos precedéis en el camino de la conversión, un camino que a veces resulta muy arduo, pero siempre va acompañado de las alegrías del Señor. Y esperamos que hoy sea un día así, vivido en la alegría del Señor. Un día en que el sol de Dios, tan bien cantado por san Francisco, sea realmente también nuestro "centro" e ilumine nuestro corazón y nuestra vida.

150 Ahora no estoy preparado para decir más cosas, pero de corazón os doy las gracias por todo. Para mí Asís siempre es un punto de referencia interior, porque sé que es una gran fuerza de oración, una fuerza para el Papa en su misión de estar al timón de la barca de Pedro, de la barca de Cristo.

Entonces, caminemos con el Señor. Yo oro por vosotras y vosotras orad por mí. Así, a pesar de la distancia exterior, estamos profundamente unidos.

Gracias de nuevo.


ALOCUCIÓN DEL PAPA A LAS CLARISAS CAPUCHINAS

Sala Capitular del Sacro Convento

Domingo 17 de junio de 2007


Queridas hermanas:

Cuando monseñor Sorrentino y yo planeábamos esta visita, dije inmediatamente: "Debo encontrarme con las Capuchinas de Baviera, las Capuchinas alemanas". Para mí forman parte profundamente de Asís y conservo muchos recuerdos gratos de los encuentros que he tenido con ellas en su casa, antes y después del terremoto; para mí una visita a Asís sin un encuentro con las Capuchinas alemanas sería una experiencia incompleta de Asís.

Por eso, me alegra que estemos aquí juntos, casi como si estuviéramos en vuestro convento. Agradezco y me alegra mucho que la Providencia haya querido que, hace siglos, se fundara este convento, que siga viviendo, que de Alemania, y especialmente de Baviera, sigan llegando muchachas jóvenes para recorrer, en comunión con san Francisco, el camino del Señor: un camino de pobreza, castidad, obediencia, y sobre todo un camino de amor a Cristo y a su Iglesia.

Sé que oráis mucho por mí y por toda la Iglesia. Saber que detrás de mí hay muchas personas que oran, muchas queridas religiosas que oran y sostienen mi actividad desde dentro, constituye para mí un consuelo constante. Por eso, siento la necesidad de agradecer su oración.

Este año celebramos la conversión de san Francisco. Sabemos que siempre tenemos necesidad de conversión. Sabemos que toda la vida es una ascensión, a menudo fatigosa pero siempre hermosa, de sucesivas conversiones. Sabemos que, de este modo, día tras día, nos acercamos cada vez más al Señor.

San Francisco nos muestra también que en su vida, desde su primer encuentro profundo con el Crucifijo de San Damián, progresó cada vez más en la comunión con Cristo, hasta llegar a ser uno con él recibiendo los estigmas. Por eso buscamos, por eso luchamos: para escuchar cada vez mejor su voz, para que su voz penetre cada vez más en nuestro corazón, para que modele cada vez más nuestra vida, de forma que lleguemos a ser desde dentro semejantes a él y la Iglesia sea viva en nosotros.

151 Del mismo modo que María era una Iglesia viva, así vosotras, orando, creyendo, esperando y amando os transformáis en Iglesia viva y de este modo llegáis a ser una sola cosa con el único Señor. Gracias por todo. Agradezco verdaderamente al Señor que hayamos podido encontrarnos.
Tenemos un pequeño regalo —naturalmente, os agradezco las flores—. Hemos traído una imagen de la Virgen, que recordará esta visita, durante la cual nos hemos encontrado.

Creo que puedo escuchar todavía otro canto (en este momento las monjas cantan de nuevo). Gracias. Es un canto que entonábamos a menudo en el seminario de Traunstein y que me recuerda mi juventud, haciéndome sentir una gran alegría por el Señor y por la Madre de Dios, que, ahora como entonces, llevamos en nuestro corazón.

Ahora os imparto mi bendición.


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES Y LOS RELIGIOSOS EN LA CATEDRAL DE SAN RUFINO

Domingo 17 de junio de 2007


Amadísimos sacerdotes y diáconos,
religiosos y religiosas:

Os puedo asegurar con sinceridad que deseaba vivamente encontrarme con vosotros en esta antigua catedral, en la que normalmente se congrega, en torno al obispo, la Iglesia diocesana. Esta mañana estuve en medio del pueblo de Dios, en sus diferentes componentes, durante la celebración eucarística en la basílica de San Francisco y me pareció conveniente reservaros a vosotros un encuentro particular, teniendo en cuenta, entre otras cosas, el gran número de personas consagradas que hay en esta diócesis.

Doy las gracias a mons. Domenico Sorrentino, pastor de esta Iglesia, por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos de comunión y afecto. Y he sentido inmediatamente vuestro afecto. Expreso de corazón mi agradecimiento al obispo emérito, mons. Sergio Goretti, que, como hemos escuchado, durante veinticinco años ha gobernado esta Iglesia, ilustre por tanta historia de santidad. Recuerdo los numerosos encuentros que tuvimos precisamente aquí, en Asís. ¡Gracias, excelencia!

Como sabéis, y como ha recordado mons. Sorrentino, la ocasión que me ha traído hoy a Asís es la conmemoración del VIII centenario de la conversión de san Francisco. También yo me he hecho peregrino. Ya siendo estudiante, y después cuando me preparaba para una cátedra, estudié a san Buenaventura y, por consiguiente, también a san Francisco. Peregriné espiritualmente a Asís mucho antes de llegar aquí físicamente. Así, en esta larga peregrinación de mi vida, hoy me alegra estar en la catedral con vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas.

Dado que he venido tras las huellas del Poverello, al hablar, mi punto de partida será él. Pero, precisamente en el contexto de esta catedral, no puedo menos de recordar a los demás santos que han ilustrado la vida de esta Iglesia, desde su patrono san Rufino, a quien se añaden san Rinaldo y el beato Ángel. Es evidente que junto a san Francisco se encuentra santa Clara, cuya casa estaba precisamente al lado de esta catedral. Hace poco he podido ver el baptisterio en el que, según la tradición, recibieron el bautismo tanto san Francisco como santa Clara, y después san Gabriel de la Dolorosa.

152 Este hecho me brinda la ocasión para hacer una primera reflexión. Hoy hablamos de la conversión de san Francisco, pensando en la opción radical de vida que hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar que su primera "conversión" tuvo lugar con el don del bautismo. La respuesta plena que dio siendo adulto no fue más que la maduración del germen de santidad que recibió entonces.

Es importante que en nuestra vida y en la propuesta pastoral tomemos cada vez mayor conciencia de la dimensión bautismal de la santidad. Es don y tarea para todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica Novo millennio ineunte cuando escribió: "Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle: "¿quieres ser santo?"" (
NM 31).

A los millones de peregrinos que pasan por estas calles atraídos por el carisma de san Francisco es necesario ayudarles a captar el núcleo esencial de la vida cristiana y a tender a su "alto grado", que es precisamente la santidad. No basta que admiren a san Francisco: a través de él deben encontrar a Cristo, para confesarlo y amarlo con "fe firme, esperanza cierta y caridad perfecta" (Oración de san Francisco ante el Crucifijo, 1: FF 276).

Los cristianos de nuestro tiempo tienen que afrontar cada vez con mayor frecuencia la tendencia a aceptar un Cristo disminuido, admirado en su humanidad extraordinaria, pero rechazado en el misterio profundo de su divinidad. El mismo san Francisco sufre una especie de mutilación cuando se lo cita como testigo de valores, ciertamente importantes, apreciados por la cultura moderna, pero olvidando que la opción profunda, podríamos decir el corazón de su vida, es la opción por Cristo.

En Asís es necesaria, hoy más que nunca, una línea pastoral de alto perfil. Con este fin hace falta que vosotros, sacerdotes y diáconos, y vosotras, personas de vida consagrada, sintáis fuertemente el privilegio y la responsabilidad de vivir en este territorio de gracia. Es verdad que todos los que pasan por esta ciudad reciben un mensaje benéfico incluso sólo de sus "piedras" y de su historia. Hablan radicalmente las piedras, pero eso no os exime de una propuesta espiritual fuerte, que ayude también a afrontar las numerosas seducciones del relativismo, que caracteriza a la cultura de nuestro tiempo.

Asís tiene el don de atraer a personas de muchas culturas y religiones, en nombre de un diálogo que constituye un valor irrenunciable. Juan Pablo II unió su nombre a esta imagen de Asís como ciudad del diálogo y de la paz. A este respecto, me complace que hayáis querido honrar la memoria de su relación especial con esta ciudad también dedicándole una sala con cuadros que lo representan precisamente al lado de esta catedral. Para Juan Pablo II era claro que la vocación de Asís al diálogo está vinculada al mensaje de san Francisco, y debe seguir estando muy arraigada en los pilares de su espiritualidad.

En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus Alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad. Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf. 2 Test 2: FF 110).

Los diversos testimonios biográficos concuerdan en describir su conversión como un progresivo abrirse a la Palabra que viene de lo alto. Aplica la misma lógica cuando pide y da limosna con la motivación del amor a Dios (cf. 2 Cel 47, 77: FF 665). Su mirada a la naturaleza es, en realidad, una contemplación del Creador en la belleza de las criaturas. Incluso su deseo de paz toma forma de oración, ya que le fue revelado el modo como debía formularlo: "El Señor te dé la paz" (2 Test: FF 121). San Francisco es un hombre para los demás, porque en el fondo es un hombre de Dios. Querer separar, en su mensaje, la dimensión "horizontal" de la "vertical" significa hacer irreconocible a san Francisco.

A vosotros, ministros del Evangelio y del altar; a vosotros, religiosos y religiosas, os corresponde la tarea de llevar a cabo un anuncio de la fe cristiana a la altura de los desafíos actuales. Tenéis una gran historia y deseo expresar mi aprecio por lo que ya hacéis. Aunque hoy vuelvo a Asís como Papa, vosotros sabéis que no es la primera vez que visito esta ciudad, y que siempre me he llevado una buena impresión de ella. Es necesario que vuestra tradición espiritual y pastoral siga arraigada en sus valores perennes y al mismo tiempo se renueve para dar una respuesta auténtica a los nuevos interrogantes.

Por eso, deseo animaros a seguir con confianza el plan pastoral que vuestro obispo os ha propuesto. En él se señalan las grandes y exigentes perspectivas de la comunión, la caridad, la misión, subrayando que hunden sus raíces en una auténtica conversión a Cristo. La lectio divina, el carácter central de la Eucaristía, la liturgia de las Horas y la adoración eucarística, la contemplación de los misterios de Cristo desde la perspectiva mariana del rosario, aseguran el clima y la tensión espiritual sin los cuales todos los compromisos pastorales, la vida fraterna, incluso el compromiso en favor de los pobres, correrían el peligro de naufragar a causa de nuestras fragilidades y de nuestro cansancio.

¡Ánimo, queridos hermanos! A esta ciudad, a esta comunidad eclesial, mira con particular simpatía la Iglesia desde todas las regiones del mundo. El nombre de san Francisco, acompañado por el de santa Clara, requiere que esta ciudad se distinga por un particular impulso misionero. Pero, precisamente por esto, también es necesario que esta Iglesia viva de una intensa experiencia de comunión.

153 En esta perspectiva se sitúa el motu proprio Totius orbis con el que, como ha mencionado vuestro obispo, establecí que las dos grandes basílicas papales, la de San Francisco y la de Santa María de los Ángeles, aunque sigan gozando de una atención especial de la Santa Sede a través del legado pontificio, desde el punto de vista pastoral entren en la jurisdicción del obispo de esta Iglesia. Me alegra mucho saber que el nuevo camino se comenzó con una gran disponibilidad y colaboración, y estoy seguro de que producirá abundantes frutos.

En realidad, era un camino ya maduro por varias razones. Lo sugería el nuevo impulso que el concilio Vaticano II dio a la teología de la Iglesia particular, mostrando cómo en ella se expresa el misterio de la Iglesia universal. En efecto, las Iglesias particulares "están formadas a imagen de la Iglesia universal: en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus) existe la Iglesia católica, una y única" (Lumen gentium
LG 23). Hay una relación mutua interior entre lo universal y lo particular. Las Iglesias particulares, precisamente mientras viven su identidad de "porciones" del pueblo de Dios, expresan también una comunión y una "diaconía" con respecto a la Iglesia universal esparcida por el mundo, animada por el Espíritu y servida por el ministerio de unidad del Sucesor de Pedro.

Esta apertura "católica" es propia de cada diócesis y marca, de algún modo, todas las dimensiones de su vida, pero se acentúa cuando una Iglesia dispone de un carisma que atrae y actúa más allá de sus confines. Y ¿cómo negar que ese es el carisma de san Francisco y de su mensaje? Los numerosos peregrinos que vienen a Asís estimulan a esta Iglesia a ir más allá de sí misma. Por otra parte, es indiscutible que san Francisco tiene una relación especial con su ciudad. En cierto modo, Asís forma un cuerpo con el camino de santidad de este gran hijo suyo. Lo demuestra la misma peregrinación que estoy realizando, en la que estoy recorriendo muchos lugares —ciertamente no todos— de la vida de san Francisco en esta ciudad.

Asimismo, quiero subrayar que la espiritualidad de san Francisco de Asís ayuda mucho, tanto para captar la universalidad de la Iglesia, que él expresó en una particular devoción al Vicario de Cristo, como para comprender el valor de la Iglesia particular, dado que fue fuerte y filial su vínculo con el obispo de Asís. Es preciso redescubrir el valor no sólo biográfico, sino también "eclesiológico", del encuentro del joven Francisco con el obispo Guido, a cuyo discernimiento y en cuyas manos entregó su opción de vida por Cristo, despojándose de todo (cf. 1 Cel I, 6, 14-15: FF 343-344).
La conveniencia de una gestión unitaria, como quedó establecida por el motu proprio, se apoyaba también en la necesidad de una acción pastoral más coordinada y eficaz. El concilio Vaticano II y el Magisterio sucesivo subrayaron la necesidad de que las personas y las comunidades de vida consagrada, incluso las de derecho pontificio, se inserten de modo orgánico, de acuerdo con sus Constituciones y con las leyes de la Iglesia, en la vida de la Iglesia particular (cf. Christus Dominus CD 33-35 Código de derecho canónico, cc. CIC 678-680). Esas comunidades, aunque tienen derecho a esperar que se acoja y respete su carisma, han de evitar vivir como "islas"; deben integrarse con convicción y generosidad en el servicio y en el plan pastoral adoptado por el obispo para toda la comunidad diocesana.

Pienso en particular en vosotros, amadísimos sacerdotes, comprometidos cada día, juntamente con los diáconos, al servicio del pueblo de Dios. Vuestro entusiasmo, vuestra comunión, vuestra vida de oración y vuestro generoso ministerio son indispensables. Puede suceder que sintáis cansancio o miedo ante las nuevas exigencias y las nuevas dificultades, pero debemos confiar en que el Señor nos dará la fuerza necesaria para realizar lo que nos pide. Él —oramos y estamos seguros— no permitirá que falten vocaciones, si las imploramos con la oración y a la vez nos preocupamos de buscarlas y conservarlas con una pastoral juvenil y vocacional llena de ardor e inventiva, capaz de mostrar la belleza del ministerio sacerdotal. En este contexto, también saludo cordialmente a los superiores y a los alumnos del Pontificio Seminario regional de Umbría.

Vosotras, personas consagradas, con vuestra vida dad razón de la esperanza que habéis puesto en Cristo. Para esta Iglesia constituís una gran riqueza, tanto en el ámbito de la pastoral parroquial como en beneficio de tantos peregrinos que vienen a menudo a pediros hospitalidad, esperando también un testimonio espiritual.

En particular vosotras, las monjas de clausura, mantened elevada la antorcha de la contemplación. A cada una de vosotras deseo repetir las palabras que santa Clara escribió en una carta a santa Inés de Bohemia, pidiéndole que hiciera de Cristo su "espejo": "Mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y en él contempla continuamente tu rostro..." (4 Lag 15: FF 2902).

Vuestra vida de ocultamiento y oración no os aleja del dinamismo misionero de la Iglesia; al contrario, os sitúa en su corazón. Cuanto más grandes son los desafíos apostólicos, tanto mayor es la necesidad de vuestro carisma. Sed signos del amor de Cristo, al que puedan mirar todos los demás hermanos y hermanas expuestos a las fatigas de la vida apostólica y del compromiso laical en el mundo.

A la vez que os confirmo mi afecto, lleno de confianza, y os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María y de vuestros santos, comenzando por san Francisco y santa Clara, imparto a todos una especial bendición apostólica.


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES ANTE AL BASÍLICA DE SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES

Domingo 17 de junio de 2007

154
Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra acogida tan entusiasta. Percibo en vosotros la fe, percibo la alegría de ser cristianos católicos. Gracias por las afectuosas palabras y por las importantes preguntas que me han dirigido vuestros dos representantes. Espero decir algo, durante este encuentro, sobre esas preguntas, que atañen a la vida. No puedo dar ahora una respuesta exhaustiva, pero trataré de decir algo.

En primer lugar os saludo a todos vosotros, jóvenes de esta diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, con vuestro obispo, mons. Domenico Sorrentino. Os saludo a vosotros, jóvenes de todas las diócesis de Umbría, que os habéis dado cita aquí con vuestros pastores. Naturalmente, también os saludo a vosotros, jóvenes que habéis venido de las demás regiones de Italia, acompañados por vuestros animadores franciscanos. Dirijo un cordial saludo al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las basílicas papales de Asís, y a los ministros generales de las diversas Órdenes franciscanas.

Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la "Virgen hecha Iglesia", como él solía invocarla (cf. Saludo a la santísima Virgen María, 1: FF 259). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel I, 9, 22: FF 356). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el "cuartel general" de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la experiencia del "gran perdón", que todos necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la "hermana muerte".

Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha sido el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación tiene un significado particular y he pensado en él como en la cumbre de mi jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los jóvenes, tiene un atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan numerosa, así como las preguntas que habéis formulado. Su conversión sucedió cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños. Había pasado veinticinco años sin encontrar el sentido de su vida. Pocos meses antes de morir recordará ese período como el tiempo en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test 1: FF 110).

¿En qué pensaba san Francisco al hablar de "pecado"? Con los datos que nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la Leyenda de los tres compañeros, donde se lee: "Francisco era muy alegre y generoso, dedicado a los juegos y a los cantos; vagaba por la ciudad de Asís día y noche con amigos de su mismo estilo; era tan generoso en los gastos, que en comidas y otras cosas dilapidaba todo lo que podía tener o ganar" (3 Comp 1, 2: FF 1396).

¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana participan numerosos jóvenes. Se puede "vagar" también virtualmente "navegando" en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo. Por desgracia, no faltan —más aún, son muchos, demasiados— los jóvenes que buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los paraísos artificiales de la droga.

¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que existe en el corazón humano. Pero, esa vida ¿podía dar la alegría verdadera? Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos, queridos jóvenes, podéis comprobarlo por propia experiencia. La verdad es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido, san Agustín. "Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1).

El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien vanidoso. Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. 3 Comp 1, 2: FF 1396). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia la vanidad, hacia la búsqueda de originalidad. Hoy se suele hablar de "cuidar la imagen" o de "tratar de dar buena imagen". Para poder tener éxito, aunque sea mínimo, necesitamos ganar crédito a los ojos de los demás con algo inédito, original. En cierto aspecto, esto puede poner de manifiesto un inocente deseo de ser bien acogidos. Pero a menudo se infiltra el orgullo, la búsqueda desmesurada de nosotros mismos, el egoísmo y el afán de dominio. En realidad, centrar la vida en nosotros mismos es una trampa mortal: sólo podemos ser nosotros mismos si nos abrimos en el amor, amando a Dios y a nuestros hermanos.

Un aspecto que impresionaba a los contemporáneos de Francisco era también su ambición, su sed de gloria y de aventura. Esto fue lo que lo llevó al campo de batalla, acabando prisionero durante un año en Perusa. Una vez libre, esa misma sed de gloria lo habría llevado a Pulla, en una nueva expedición militar, pero precisamente en esa circunstancia, en Espoleto, el Señor se hizo presente en su corazón, lo indujo a volver sobre sus pasos, y a ponerse seriamente a la escucha de su Palabra.

Es interesante observar cómo el Señor conquistó a Francisco cogiéndole las vueltas, su deseo de afirmación, para señalarle el camino de una santa ambición, proyectada hacia el infinito: "¿Quién puede serte más útil, el señor o el siervo?" (3 Comp 2, 6: FF 1401), fue la pregunta que sintió resonar en su corazón. Equivale a decir: ¿por qué contentarse con depender de los hombres, cuando hay un Dios dispuesto a acogerte en su casa, a su servicio regio?

155 Queridos jóvenes, me habéis hablado de algunos problemas de la condición juvenil, de lo difícil que os resulta construiros un futuro, y sobre todo de la dificultad que encontráis para discernir la verdad.

En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?" (
Jn 18,38). Es la pregunta de un escéptico, que dice: "Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?". Así, suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender: "hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de buscar la verdad". Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna.

También hoy muchos dicen: "¿Qué es la verdad? Podemos encontrar sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?". Resulta realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: esta es la vida, este es el camino, esta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí a Jesucristo: "Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te seguimos".

Queridos jóvenes, mientras venía de la basílica del Sacro Convento, pensaba que no convenía hablar casi una hora yo solo. Por eso, creo que ahora sería oportuno hacer una pausa, para un canto. Sé que habéis preparado muchos cantos; tal vez me podéis cantar uno en este momento.

Bien, el canto nos ha recordado que san Francisco escuchó la voz de Cristo en su corazón. Y ¿qué sucede? Sucede que comprende que debe ponerse al servicio de los hermanos, sobre todo de los que más sufren. Esta es la consecuencia de su primer encuentro con la voz de Cristo.

Esta mañana, al pasar por Rivotorto, contemplé el lugar en donde, según la tradición, se hallaban segregados los leprosos —los últimos, los marginados—, con respecto a los cuales Francisco sentía una repugnancia irresistible. Tocado por la gracia, les abrió su corazón. Y no sólo lo hizo con un gesto piadoso de limosna, pues hubiera sido demasiado poco, sino también besándolos y sirviéndolos. Él mismo confiesa que lo que antes le resultaba amargo, se transformó para él en "dulzura de alma y de cuerpo" (2 Test 3: FF 110).

Así pues, la gracia comienza a modelar a Francisco. Se fue haciendo cada vez más capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de escuchar su voz. Fue entonces cuando el Crucifijo de San Damián le dirigió la palabra, invitándolo a una valiente misión: "Ve, Francisco, repara mi casa, que, como ves, está totalmente en ruinas" (2 Cel I, 6, 10: FF 593).

Al visitar esta mañana San Damián, y luego la basílica de Santa Clara, donde se conserva el Crucifijo original que habló a san Francisco, también yo fijé mi mirada en los ojos de Cristo. Es la imagen de Cristo crucificado y resucitado, vida de la Iglesia, que, si estamos atentos, nos habla también a nosotros, como habló hace dos mil años a sus Apóstoles y hace ochocientos años a san Francisco. La Iglesia vive continuamente de este encuentro.

Sí, queridos jóvenes: dejemos que Cristo se encuentre con nosotros.Fiémonos de él, escuchemos su palabra. Él no sólo es un ser humano fascinante. Desde luego, es plenamente hombre, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. He 4,15). Pero también es mucho más: Dios se hizo hombre en él y, por tanto, es el único Salvador, como dice su nombre mismo: Jesús, o sea, "Dios salva".

A Asís se viene para aprender de san Francisco el secreto para reconocer a Jesucristo y hacer experiencia de él. Según lo que narra su primer biógrafo, esto es lo que sentía Francisco por Jesús: "Siempre llevaba a Jesús en el corazón. Llevaba a Jesús en los labios, llevaba a Jesús en los oídos, llevaba a Jesús en las manos, llevaba a Jesús en todos los demás miembros... Más aún, muchas veces, encontrándose de viaje, al meditar o cantar a Jesús, se olvidaba que estaba de viaje y se detenía a invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús" (1 Cel II, 9, 115: FF 115). Así vemos cómo la comunión con Jesús abre también el corazón y los ojos a la creación.

En definitiva, san Francisco era un auténtico enamorado de Jesús. Lo encontraba en la palabra de Dios, en los hermanos, en la naturaleza, pero sobre todo en su presencia eucarística. A este propósito, escribe en su Testamento: "Del mismo altísimo Hijo de Dios no veo corporalmente nada más que su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre" (2 Test 10: FF 113). La Navidad de Greccio manifiesta la necesidad de contemplarlo en su tierna humanidad de niño (cf. 1 Cel I, 30, 85-86: FF 469-470). La experiencia de la Verna, donde recibió los estigmas, muestra hasta qué grado de intimidad había llegado en su relación con Cristo crucificado. Realmente pudo decir con san Pablo: "Para mí vivir es Cristo" (Ph 1,21). Si se desprende de todo y elige la pobreza, el motivo de todo esto es Cristo, y sólo Cristo. Jesús es su todo, y le basta.

156 Precisamente porque es de Cristo, san Francisco es también hombre de Iglesia. El Crucifijo de San Damián le había pedido que reparara la casa de Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación íntima e indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a repararla implicaba algo propio y original.

Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la responsabilidad que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno de nosotros nos dice: "Ve y repara mi casa". Todos estamos llamados a reparar, en cada generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando así, la Iglesia vive y se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras de reparar, de edificar, de construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica con las diferentes vocaciones, desde la laical y familiar hasta la vida de especial consagración y la vocación sacerdotal.

En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última vocación. San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel I, 30, 86: FF 470), sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que incluso en los ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía como ministros del Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí mismo un sentido de amor, de reverencia y de obediencia (cf. 2 Test 6-10: FF 112-113). Su amor a los sacerdotes es una invitación a redescubrir la belleza de esta vocación, vital para el pueblo de Dios.

Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si el Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna forma de vida consagrada, no dudéis en decirle "sí". No es fácil, pero es hermoso ser ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.

El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y en sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya totalmente consagrada al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15: FF 344). Sintió de modo especial la misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y encomendó su Orden. En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han manifestado a Asís a lo largo de la historia es una respuesta al afecto que san Francisco sintió por el Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar aquí, siguiendo las huellas de mis predecesores, y en particular del amigo, del amado Papa Juan Pablo II.

Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo.

A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san Francisco en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad en un mundo que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el camino para alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un constructor de paz. Lo pone de manifiesto también mediante la bondad con que trató, aunque sin ocultar nunca su fe, con hombres de otras creencias, como lo atestigua su encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel I, 20, 57: FF 422).

Si hoy el diálogo interreligioso, especialmente después del concilio Vaticano II, ha llegado a ser patrimonio común e irrenunciable de la sensibilidad cristiana, san Francisco nos puede ayudar a dialogar auténticamente, sin caer en una actitud de indiferencia ante la verdad o en el debilitamiento de nuestro anuncio cristiano. Su actitud de hombre de paz, de tolerancia, de diálogo, nacía siempre de la experiencia de Dios-Amor. No es casualidad que su saludo de paz fuera una oración: "El Señor te dé la paz" (2 Test 23: FF 121).

Queridos jóvenes, vuestra presencia aquí en tan gran número demuestra que la figura de san Francisco habla a vuestro corazón. De buen grado os vuelvo a presentar su mensaje, pero sobre todo su vida y su testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se lo tomen en serio y sepan entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de mirar a la historia de este tercer milenio, recién comenzado, como a una historia que necesita más que nunca ser fermentada por el Evangelio.

Hago mía, una vez más, la invitación que mi amado predecesor Juan Pablo II solía dirigir, especialmente a los jóvenes: "Abrid las puertas a Cristo". Abridlas como hizo san Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin medida. Queridos jóvenes, sed mi alegría, como lo habéis sido para Juan Pablo II. Desde esta basílica dedicada a Santa María de los Ángeles os doy cita en la Santa Casa de Loreto, a principios de septiembre, para el Ágora de los jóvenes italianos.

A todos os imparto mi bendición. Gracias por todo, por vuestra presencia y por vuestra oración.


Discursos 2007 148