Discursos 2007 201


VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A AUSTRIA

CON OCASIÓN DEL 850 ANIVERSARIO

DE LA FUNDACIÓN DEL SANTUARIO DE MARIAZELL


DURANTE LAS VÍSPERAS


CON LOS SACERDOTES Y CONSAGRADOS

Mariazzell

202

Sábado 8 de septiembre de 2007



Venerados y queridos hermanos en el ministerio sacerdotal;
queridos hombres y mujeres de vida consagrada;
queridos amigos:

Nos hemos reunido en la venerable basílica de nuestra "Magna Mater Austriae", en Mariazell. Desde hace muchas generaciones la gente reza aquí para obtener la ayuda de la Madre de Dios. Lo hacemos hoy también nosotros. Juntamente con ella, queremos ensalzar la inmensa bondad de Dios y expresar al Señor nuestra gratitud por todos los beneficios recibidos, en particular por el gran don de la fe. También queremos encomendarle a ella nuestras principales intenciones: pedir su protección para la Iglesia, invocar su intercesión para que Dios conceda buenas vocaciones a nuestras diócesis y comunidades religiosas, solicitar su ayuda para las familias y su oración misericordiosa por todas las personas que buscan el camino para salir del pecado y quieren convertirse, y, por último, encomendar a su solicitud materna a todos los enfermos y a las personas ancianas. Que la Gran Madre de Austria y de Europa nos ayude a todos a llevar a cabo una profunda renovación de la fe y de la vida.

Queridos amigos, como sacerdotes, religiosos y religiosas, sois servidores y servidoras de la misión de Jesucristo. Del mismo modo que hace dos mil años Jesús llamó a personas para que lo siguieran, también hoy muchos jóvenes, chicos y chicas, tras escuchar su llamada, se ponen en camino, fascinados por él e impulsados por el deseo de dedicar su vida al servicio de la Iglesia, entregándola para ayudar a los hombres. Tienen la valentía de seguir a Cristo y quieren ser sus testigos.

De hecho, la vida en el seguimiento de Cristo es una empresa arriesgada, porque siempre nos acecha la amenaza del pecado, de la falta de libertad y de la defección. Por eso, todos necesitamos su gracia, que María recibió en plenitud. Aprendamos a mirar siempre, como María, a Cristo, tomándolo a él como criterio de medida; así podremos participar en la misión universal de salvación de la Iglesia, cuya Cabeza es él.

El Señor llama a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos a entrar en el mundo, en su realidad compleja, para cooperar allí a la edificación del reino de Dios. Lo hacen de muchas y muy diferentes maneras: con el anuncio, con la edificación de la comunidad, con los diversos ministerios pastorales, con el amor concreto y con la caridad vivida, con la investigación y con la ciencia realizadas con espíritu apostólico, con el diálogo con la cultura de su entorno, con la promoción de la justicia querida por Dios y, en no menor medida, con la contemplación silenciosa del Dios trino y rindiéndole una alabanza comunitaria.

El Señor os invita a la peregrinación que la Iglesia lleva a cabo "a lo largo de los tiempos". Os invita a haceros peregrinos con él y a participar en su vida, que también hoy es vía crucis y camino del Resucitado a través de la Galilea de nuestra existencia. Sin embargo, es siempre el mismo e idéntico Señor quien, mediante el mismo y único bautismo, nos llama a la única fe. Por tanto, compartir su camino significa ambas cosas. La dimensión de la cruz, con fracasos, sufrimientos, incomprensiones, más aún, incluso con desprecio y persecución; pero también la experiencia de una profunda alegría en el servicio y la experiencia de la gran consolación que deriva del encuentro con él. La misión de las parroquias, de las comunidades y de cada uno de los cristianos bautizados, como la de la Iglesia, tiene su origen en la experiencia de Cristo crucificado y resucitado.

El centro de la misión de Jesucristo y de todos los cristianos es el anuncio del reino de Dios. Para la Iglesia, para los sacerdotes, para los religiosos, para las religiosas, al igual que para todos los bautizados, este anuncio en el nombre de Cristo implica el compromiso de estar presentes en el mundo como sus testigos. En efecto, el reino de Dios es Dios mismo que se hace presente en medio de nosotros y reina por medio de nosotros.

Por tanto, la edificación del reino de Dios se hace realidad cuando Dios vive en nosotros y nosotros llevamos a Dios al mundo. Vosotros lo hacéis dando testimonio de un "sentido" que hunde sus raíces en el amor creador de Dios y se opone a toda insensatez y a toda desesperación. Vosotros estáis de parte de los que buscan con gran esfuerzo este sentido, de todos los que quieren dar a la vida una forma positiva. Orando e intercediendo, sois los abogados de quienes buscan a Dios, de quienes están en camino hacia Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza que, contra toda desesperación silenciosa o manifiesta, remite a la fidelidad y a la solicitud amorosa de Dios.

203 Al hacerlo, estáis de parte de los que llevan la carga de un destino pesado y no logran librarse de él. Dais testimonio del Amor que se entrega a los hombres y así ha vencido la muerte. Estáis de parte de quienes nunca han experimentado el amor, de quienes ya no logran creer en la vida. Así os oponéis a los numerosos tipos de injusticia, oculta o manifiesta, al igual que al desprecio de los hombres, cada vez más generalizado.

De este modo, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era "una lámpara que arde y alumbra" (
Jn 5,35). También vosotros debéis ser lámparas como él. Haced que brille vuestra luz en nuestra sociedad, en la política, en el mundo de la economía, en el mundo de la cultura y de la investigación. Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la mañana, Cristo resucitado, cuya luz brilla —quiere brillar a través de nosotros— y no tendrá nunca ocaso.

Seguir a Cristo —y nosotros queremos seguirlo— significa asimilar cada vez más los sentimientos y el estilo de vida de Jesús. Es lo que nos dice la carta a los Filipenses: "Tened los mismos sentimientos de Cristo" (Ph 2,5). "Mirar a Cristo" es el lema de estos días. Mirándolo a él, el gran Maestro de vida, la Iglesia ha descubierto tres características que destacan en la actitud fundamental de Jesús. Estas tres características, que con la Tradición llamamos "consejos evangélicos", han llegado a ser los componentes determinantes de una vida dedicada al seguimiento radical de Cristo: pobreza, castidad y obediencia. Reflexionemos ahora un poco sobre estas características.

Jesucristo, que poseía toda la riqueza de Dios, se hizo pobre por nosotros, nos dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 2Co 8,9). Se trata de una palabra inagotable, sobre la que deberíamos volver a reflexionar siempre. Y la carta a los Filipenses dice: "Se despojó de su rango y se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz" (cf. Ph 2,7-8). Él, que se hizo pobre, llamó "bienaventurados" a los pobres.

San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a comprender que esta afirmación —el proclamar bienaventurados a los pobres— se refiere sin duda a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel de su tiempo, donde existía una vergonzosa diferencia entre ricos y pobres.

Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza necesariamente la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y estar lleno de afán de riqueza. Pero san Mateo, como toda la sagrada Escritura, nos da a entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los pobres de un modo especial.

Así, resulta claro que el cristiano ve en ellos al Cristo que lo espera, esperando su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza a partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente libre para el prójimo.

Para todos los cristianos, y especialmente para nosotros los sacerdotes, para los religiosos y las religiosas, tanto para las personas individualmente como para las comunidades, la cuestión de la pobreza y de los pobres debe ser continuamente objeto de un atento examen de conciencia. Precisamente en nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos pobres, creo que debemos reflexionar de modo particular en cómo podemos vivir esta llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para vuestro —nuestro— examen de conciencia.

Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su contenido positivo. Sólo lo encontramos una vez más mirando a Jesucristo. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia los hombres. En la sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora, que pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar insertaba su humanidad, y la de todos nosotros, en la relación filial con el Padre. Este diálogo siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia nosotros. Su misión lo llevaba a una entrega pura e indivisa a los hombres.

En los testimonios de las sagradas Escrituras no hay ningún momento de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los hombres, ningún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los hombres en el Padre, a partir del Padre; así, los amó en su verdadero ser, en su realidad.

Tener los mismos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total comunión con el Dios vivo y, en esta comunión totalmente pura con los hombres, estar a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una teología y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el celibato por el reino de los cielos (cf. Mt 19,12). Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al contrario, la castidad significa —de aquí quería yo partir— una intensa relación. Se trata de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de él, con el Padre.

204 Por eso, con el voto de castidad en el celibato no nos consagramos al individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo solemne poner totalmente y sin reservas al servicio del reino de Dios —y así al servicio de los hombres— las intensas relaciones de que somos capaces y que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de la esperanza: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios para ellos es una realidad, crean en el mundo espacio para su presencia, para la presencia del reino de Dios.

Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, dais una contribución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber esperar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por vivir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a Dios la tarea de la realización, porque creéis que es él quien la llevará a cabo.

¿Qué habría sucedido si en la historia del cristianismo no hubieran existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los hombres de las Órdenes religiosas, de las comunidades de vida consagrada, personas que con su vida testimonian la esperanza de una satisfacción superior de los deseos humanos y la experiencia del amor de Dios, que supera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita nuestro testimonio.

Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocultos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha del Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte de los Olivos, oró así: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (
Lc 22,42). Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia de todos nosotros, transforma nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era un orante. Pero sabía escuchar y obedecer: se hizo "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Ph 2,8).

Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la voluntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el camino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de Dios, llega a ser libre.
Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constricción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. Hoy el mundo, precisamente por su deseo de "autorrealización" y "autodeterminación", tiene gran necesidad del testimonio de esta experiencia.

Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento crítico de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue concedida la decisión fundamental de toda su vida —la conversión— en el encuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pierde se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8,34 ss; Jn 12,25). Sin abandonarse, sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse.

Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme? ¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entregarnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En definitiva, sólo en él podemos perdernos y sólo en él podemos encontrarnos a nosotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Jesucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo entregarme a él de verdad?

La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la siguiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy concretamente en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser siempre objeto de un profundo examen de conciencia.

Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyola, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste, deberíamos repetirla siempre: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta" (Ejercicios Espirituales, 234).

Queridos hermanos y hermanas, ahora vais a volver a vuestro ambiente de vida, a los lugares de vuestro compromiso eclesial, pastoral, espiritual y humano. Que nuestra gran Abogada y Madre, María, extienda su mano protectora sobre vosotros y sobre vuestra actividad. Que interceda por vosotros ante su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

A la vez que os doy las gracias por vuestra oración y por vuestro trabajo en la viña del Señor, pido a Dios que os proteja y bendiga a todos vosotros, a la gente, en especial a los jóvenes, aquí en Austria y en los diversos países de los que proceden muchos de vosotros.

De corazón os acompaño a todos con mi bendición.



205

A LOS MONJES CISTERCIENSES DE LA ABADÍA DE HEILIGENKREUZ

Domingo 9 de septiembre de 2007


Reverendísimo padre abad;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos monjes cistercienses de Heiligenkreuz;
queridos hermanos y hermanas de vida consagrada;
ilustres huéspedes y amigos del monasterio y de la Academia;
señoras y señores:

Con placer, en mi peregrinación a la Magna Mater Austriae, he venido también a la abadía de Heiligenkreuz, que no es sólo una etapa importante en la via sacra que lleva a Mariazell, sino también el más antiguo monasterio cisterciense del mundo que ha seguido activo sin ninguna interrupción. He querido venir a este lugar rico en historia, para atraer la atención hacia la directriz fundamental de san Benito, según cuya Regla viven también los cistercienses. San Benito dispone concisamente que "no se anteponga nada al Oficio divino" (Regula Benedicti RB 43, 3).

Por eso, en un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la prioridad. Ciertamente, gracias a Dios, no sólo los monjes oran; también lo hacen otras personas: niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, personas casadas y solteras; todos los cristianos oran o, al menos, deberían hacerlo.

206 En la vida de los monjes, sin embargo, la oración tiene una importancia especial: es el centro de su tarea profesional. En efecto, ejercen la profesión de orante. En la época de los Padres de la Iglesia, la vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser adoradores. Su vida es adoración. Esto debería valer también para los monjes. Ante todo, no oran por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. "Confitemini Domino, quoniam bonus!", "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia", exhortan varios Salmos (por ejemplo, Ps 106,1). Por eso, esta oración sin finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el "servicio" por excelencia, el "servicio sagrado" de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno "de recibir la gloria, el honor y el poder" (Ap 4,11), porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha renovado.

Al mismo tiempo, el officium de los consagrados es también un servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Todo hombre lleva en lo más íntimo de su corazón, de modo consciente o inconsciente, la nostalgia de una satisfacción definitiva, de la máxima felicidad; por tanto, en el fondo, de Dios. Un monasterio en el que la comunidad se reúne varias veces al día para alabar a Dios testimonia que este deseo humano originario no cae en el vacío: Dios creador no nos ha puesto a los hombres en medio de tinieblas espantosas donde, andando a ciegas, deberíamos buscar desesperadamente un sentido último fundamental (cf. Ac 17,27); Dios no nos ha abandonado en un desierto de la nada, sin sentido, donde, en definitiva, nos espera sólo la muerte. No. Dios ha iluminado nuestras tinieblas con su luz, por obra de su Hijo Jesucristo. En él Dios ha entrado en nuestro mundo con toda su "plenitud" (cf. Col 1,19); en él, toda verdad, de la que sentimos nostalgia, tiene su origen y su culmen (cf. Gaudium et spes GS 22).

Nuestra luz, nuestra verdad, nuestra meta, nuestra satisfacción, nuestra vida no es una doctrina religiosa, sino una Persona: Jesucristo. Mucho más allá de nuestra capacidad de buscar y desear a Dios, ya antes hemos sido buscados y deseados, más aún, encontrados y redimidos por él. La mirada de los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, de todas las filosofías, religiones y culturas, encuentra finalmente los ojos abiertos del Hijo de Dios crucificado y resucitado; su corazón abierto es la plenitud del amor. Los ojos de Cristo son la mirada del Dios que ama. La imagen del Crucificado sobre el altar, cuyo original romano se encuentra en la catedral de Sarzana, muestra que esta mirada se dirige a todo hombre. En efecto, el Señor mira el corazón de cada uno de nosotros.

El alma del monaquismo es la adoración, vivir al estilo de los ángeles. Sin embargo, al ser los monjes hombres de carne y sangre en esta tierra, al imperativo central "ora", san Benito añadió un segundo: "labora". Según el concepto de san Benito, así como de san Bernardo, no sólo la oración forma parte de la vida monástica, sino también el trabajo, el cultivo de la tierra de acuerdo con la voluntad del Creador. Así, a lo largo de los siglos, los monjes, partiendo de su mirada dirigida a Dios, han hecho que la tierra fuera acogedora y hermosa. Su labor de salvaguardia y desarrollo de la creación provenía precisamente de su mirada puesta en Dios. En el ritmo del ora et labora la comunidad de los consagrados da testimonio del Dios que en Jesucristo nos mira; y el hombre y el mundo, mirados por él, se convierten en buenos.

No sólo los monjes rezan el officium; siguiendo la tradición monástica, la Iglesia ha establecido para todos los religiosos, y también para los sacerdotes y los diáconos, el rezo del Breviario. Es importante que también las religiosas y los religiosos, los sacerdotes y los diáconos —y, naturalmente, los obispos— en la oración diaria "oficial" se presenten ante Dios con himnos y salmos, con acción de gracias y plegarias sin finalidades específicas.

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos hermanos y hermanas en la vida consagrada, sé que se requiere disciplina; más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a Dios, no falta su bendición. Con razón se dice en Austria: "Todo depende de la bendición de Dios".

Por consiguiente, vuestro servicio principal a este mundo debe ser vuestra oración y la celebración del Oficio divino. Todo sacerdote, toda persona consagrada, debe tener como disposición interior "no anteponer nada al Oficio divino". La belleza de esta disposición interior se manifestará en la belleza de la liturgia, hasta tal punto que donde cantamos, alabamos, exaltamos y adoramos juntos a Dios, se hace presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad. De lo contrario, ¿cómo habrían podido nuestros antepasados construir, hace cientos de años, un edificio sagrado tan solemne como este? Aquí ya la sola arquitectura eleva nuestros sentidos hacia "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1Co 2,9).

En toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él nos habla y nosotros le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la liturgia es opus Dei, con Dios como sujeto específico, o no lo es. En este contexto os pido: celebrad la sagrada liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres.

Por último, el alma de la oración es el Espíritu Santo. En verdad, cuando oramos, siempre es él quien "viene en ayuda de nuestra flaqueza, intercediendo por nosotros con gemidos inefables" (cf. Rm 8,26). Confiando en estas palabras del apóstol san Pablo os aseguro, queridos hermanos y hermanas, que la oración surtirá en vosotros el efecto que una vez se expresaba llamando a los sacerdotes y a las personas consagradas simplemente Geistliche (personas espirituales). Mons. Sailer, obispo de Ratisbona, dijo en cierta ocasión que los sacerdotes deberían ser antes que nada personas espirituales. Me agradaría que volviera a usarse la expresión Geistliche.Pero, sobre todo, es importante que se haga realidad en nosotros lo que significa esa palabra: que en el seguimiento del Señor, en virtud de la fuerza del Espíritu, seamos personas "espirituales".

Austria es verdaderamente, como se dice con doble sentido, Klösterreich: reino de monasterios y rica en monasterios. Vuestras antiquísimas abadías, con orígenes y tradiciones que se remontan a siglos pasados, son lugares de la "preferencia por Dios". Queridos hermanos, manifestad claramente a los hombres esta prioridad de Dios. Como oasis espiritual, un monasterio indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable.

Queridos fieles, os pido que consideréis vuestras abadías y vuestros monasterios como lo que son y quieren ser siempre: no solamente lugares de cultura y de tradición, o incluso simples empresas económicas. Estructura, organización y economía son necesarias también para la Iglesia, pero no son lo esencial. Un monasterio es sobre todo un lugar de fuerza espiritual. Al llegar a uno de vuestros monasterios aquí, en Austria, se tiene la misma impresión de cuando, después de una caminata por los Alpes, que ha costado sudor, finalmente se puede uno refrescar en un arroyo que viene de un manantial. Aprovechad, pues, estos manantiales de la cercanía de Dios en vuestro país, apreciad las comunidades religiosas, los monasterios y las abadías, y recurrid al servicio espiritual que los consagrados están dispuestos a prestaros.

207 Por último, mi visita se dirige a la Academia, ya pontificia, que celebra el 205° aniversario de su fundación y a la que, en su nueva condición, el abad ha añadido el nombre del actual Sucesor de san Pedro. Aunque es importante la integración de la disciplina teológica en la universitas del saber mediante las facultades teológicas católicas en las universidades estatales, es igualmente importante que haya lugares de estudio tan específicos como el vuestro, donde es posible un vínculo profundo entre teología científica y espiritualidad vivida.

En efecto, Dios no es jamás simplemente el objeto de la teología; al mismo tiempo, también es siempre su sujeto vivo. Por lo demás, la teología cristiana no es jamás solamente un discurso humano sobre Dios, sino que al mismo tiempo es siempre el Logos y la lógica en la que Dios se revela. Por eso la intelectualidad científica y la devoción vivida son dos elementos del estudio que, en una complementariedad irrenunciable, dependen una de otra.

El padre de la Orden cisterciense, san Bernardo, luchó en su tiempo contra la separación de una racionalidad objetivante de la corriente de espiritualidad eclesial. Nuestra situación actual, aun siendo diversa, tiene notables semejanzas. En su anhelo de obtener el reconocimiento de un riguroso carácter científico en el sentido moderno, la teología puede perder el aliento de la fe. Pero así como una liturgia que olvida dirigir la mirada a Dios es, como tal, casi insignificante, de igual modo una teología que ya no está animada por la fe, deja de ser teología; acaba por reducirse a una serie de disciplinas más o menos relacionadas entre sí. En cambio, donde se practica una "teología de rodillas", como pedía Hans Urs von Balthasar (cf. Theologie und Heiligkeit, Aufsatz von 1948, en: Verbum Caro. Schriften zur Theologie I, Einsiedeln 1960, 195-224), no faltará la fecundidad para la Iglesia en Austria y también más allá.

Esta fecundidad se muestra en el apoyo y en la formación de personas que han recibido una llamada espiritual. Para que hoy una llamada al sacerdocio o al estado religioso pueda sostenerse fielmente durante toda la vida, hace falta una formación que integre fe y razón, corazón y mente, vida y pensamiento. Una vida en el seguimiento de Cristo necesita la integración de toda la personalidad. Donde se descuida la dimensión intelectual, nace muy fácilmente una forma de infatuación piadosa que vive casi exclusivamente de emociones y de estados de ánimo que no pueden sostenerse durante toda la vida. Y donde se descuida la dimensión espiritual, se crea un racionalismo enrarecido que, a causa de su frialdad y de su desapego, ya no puede desembocar en una entrega entusiasta de sí a Dios.

Una vida en el seguimiento de Cristo no se puede fundar en esos criterios unilaterales; con entregas a medias, una persona quedaría insatisfecha y, en consecuencia, quizá también espiritualmente estéril. Toda llamada a la vida religiosa o al sacerdocio es un tesoro tan precioso, que los responsables deben hacer todo lo posible a fin de encontrar los caminos de formación idóneos para promover en unidad fides et ratio, la fe y la razón, el corazón y la mente.

Como acabamos de escuchar, san Leopoldo de Austria, siguiendo el consejo de su hijo, el beato obispo Otón de Freising, que fue mi predecesor en la sede episcopal de Freising (en Freising se celebra hoy su fiesta), fundó en 1133 vuestra abadía, dándole el nombre de "Unsere Liebe Frau zum Heiligen Kreuz" (Nuestra Señora de la Santa Cruz). Este monasterio no sólo tradicionalmente está dedicado a la Virgen —como todos los monasterios cistercienses—, sino que aquí arde el fuego mariano de san Bernardo de Claraval. San Bernardo, que entró en el monasterio junto con treinta compañeros, es una especie de patrono de las llamadas espirituales. Si ejercía un ascendiente tan entusiasta y alentador en muchos jóvenes de su tiempo llamados por Dios, era quizá porque estaba animado por una particular devoción mariana. Donde está María, allí está la imagen primigenia de la entrega total y del seguimiento de Cristo. Donde está María, allí está el viento de Pentecostés del Espíritu Santo, allí está el inicio y una renovación auténtica.

Desde este lugar mariano en la via sacra deseo a todos los lugares espirituales en Austria fecundidad y capacidad de irradiación. Antes de partir, quiero pedir una vez más a la Madre de Dios, como hice ya en Mariazell, que interceda por toda Austria. Con palabras de san Bernardo, invito a cada uno a hacerse confiadamente "niño" ante María, como lo hizo el mismo Hijo de Dios. San Bernardo dice, y nosotros decimos con él: "Mira la estrella, invoca a María. (...) En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres, piensa en María, invoca a María. Que su nombre no se aleje de tu boca, que no se aleje de tu corazón. (...) Siguiéndola, no te pierdes; invocándola, no te desesperas; pensando en ella, no te equivocas. Si ella te tiene de la mano, no caes; si ella te protege, no temes; si ella te guía, no te cansas; si ella te concede su favor, llegas a tu meta" (In laudibus Virginis Matris, Homilía 2, 17).



208

A LOS COLABORADORES VOLUNTARIOS DE LOS ORGANISMOS DE AYUDA

Domingo 9 de septiembre de 2007


Honorable señor presidente federal;
reverendísimo monseñor arzobispo Kothgasser;
queridos colaboradores y colaboradoras voluntarios y honorarios de los diversos organismos de ayuda de Austria;
ilustres señoras y señores;
y, sobre todo, queridos jóvenes amigos:

He esperado con particular alegría este encuentro con vosotros, que se realiza al final de mi visita a Austria. Y, naturalmente, se suma también la alegría de haber podido escuchar no sólo una admirable interpretación de Mozart, sino inesperadamente también a los Niños cantores de Viena. Os doy las gracias de todo corazón. Es hermoso encontrarse con personas que en nuestra sociedad tratan de dar un rostro al mensaje del Evangelio; ver personas, ancianas y jóvenes, que hacen experimentar de forma concreta en la Iglesia y en la sociedad el amor que nos debe conquistar a los cristianos: el amor de Dios es lo que nos hace reconocer en el otro al prójimo, al hermano o a la hermana.

Expreso mi gratitud y mi admiración por el generoso compromiso de tantas personas de diferentes edades en el voluntariado en este país; a todos vosotros y a los que desempeñan de forma gratuita un encargo en Austria quisiera expresarles hoy mi particular reconocimiento. Le doy las gracias de corazón a usted, estimado señor presidente; a usted, querido arzobispo de Salzburgo; y sobre todo a vosotros, jóvenes representantes de los voluntarios de Austria, por las hermosas y profundas palabras que me habéis dirigido.

Gracias a Dios, para muchos es una cuestión de honor comprometerse voluntariamente en favor de los demás, de una asociación, de una unión o de determinadas situaciones de bien común. Ese compromiso significa ante todo una ocasión para formar la personalidad y para insertarse en la vida social con una contribución activa y responsable. Sin embargo, la disponibilidad a una actividad de voluntariado se basa a veces en muchas y diversas motivaciones. A menudo en el origen existe simplemente el deseo de hacer algo que tenga sentido y sea útil, y de abrir nuevos campos de experiencia. Naturalmente, de esa forma los jóvenes también buscan, con razón, la alegría y actividades gratificantes, una experiencia de auténtica camaradería en una actividad común llena de sentido. Con frecuencia, las ideas y las iniciativas personales van acompañadas de un amor efectivo al prójimo; así, la persona se integra en una comunidad que lo sostiene.

En este momento, quiero expresar mi gratitud más sincera por la marcada "cultura del voluntariado" en Austria. Quiero dar las gracias a todas las mujeres, a todos los hombres, a todos los jóvenes y a todos los niños. En efecto, a menudo es notable el compromiso de los niños en el voluntariado; basta pensar sólo en la acción de los "Cantores de la estrella" durante el tiempo navideño. Usted, querido arzobispo, ya lo ha mencionado. Sobre todo, quisiera dar las gracias también por los servicios pequeños y grandes, y por los esfuerzos que no siempre llaman la atención.

Muchas gracias, y que Dios os recompense por vuestra contribución a la edificación de una "civilización del amor", que se pone al servicio de todos y construye la patria. El amor al prójimo no se puede delegar; el Estado y la política, con la solicitud, por lo demás necesaria, por la situación social —como usted, señor presidente, ha afirmado—, no pueden sustituirlo. El amor al prójimo requiere siempre el compromiso personal y voluntario, para el cual ciertamente el Estado puede y debe crear condiciones generales favorables. Gracias a este compromiso, la ayuda mantiene su dimensión humana y no se despersonaliza. Y precisamente por eso vosotros, los voluntarios, no sois "tapagujeros" en la red social, sino personas que de verdad contribuyen a dar un rostro humano y cristiano a nuestra sociedad.

Precisamente los jóvenes desean que su capacidad y sus talentos sean "suscitados y descubiertos". Los voluntarios quieren ser interpelados personalmente: "Te necesito", "tú eres capaz". ¡Cuánto bien nos hace una petición de este tipo! Precisamente en su sencillez humana, nos remite de modo indirecto al Dios que nos ha querido a cada uno de nosotros y que a cada uno ha dado su tarea personal, más aún, que necesita de cada uno de nosotros y espera nuestro compromiso.

Así, Jesús ha llamado a los hombres y les ha dado la valentía para llevar a cabo cosas grandes, que por sí mismos no se sentirían capaces de hacer. Dejarse llamar, decidirse y después emprender un camino sin la acostumbrada pregunta sobre la utilidad y los beneficios: esta actitud dejará huellas sanadoras. Los santos han indicado este camino con su vida. Es un camino interesante y apasionante, un camino generoso y muy actual. El "sí" a un compromiso de voluntariado y solidaridad es una decisión que nos hace libres y nos abre a las necesidades de los demás; a las exigencias de la justicia, de la defensa de la vida y de la salvaguardia de la creación. En los compromisos de voluntariado entra en juego la dimensión clave de la imagen cristiana de Dios y del hombre: el amor a Dios y el amor al prójimo.

Queridos voluntarios, señoras y señores, comprometerse en el voluntariado constituye un eco de la gratitud y es la transmisión del amor recibido. "Deus vult condiligentes", "Dios quiere personas que amen con él", afirmó el teólogo Duns Escoto en el siglo XIV (Opus Oxoniense III, d. 32, q. 1, n. 6). Visto así, el compromiso gratuito tiene mucho que ver con la gracia. Una cultura que quiere contabilizarlo todo y pagarlo todo, que sitúa la relación entre los hombres en una especie de corsé de derechos y deberes, experimenta gracias a las innumerables personas comprometidas gratuitamente que la vida misma es un don inmerecido.

Aunque las motivaciones y también los caminos del compromiso del voluntariado puedan ser diversos, múltiples e incluso contradictorios, en resumidas cuentas todos se basan en la profunda comunión que brota de la "gratuidad". Hemos recibido gratuitamente de nuestro Creador la vida; hemos sido liberados gratuitamente del callejón sin salida del pecado y del mal; nos ha sido dado gratuitamente el Espíritu, con sus múltiples dones. En mi encíclica escribí: "El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos" (Deus caritas est ). "Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Es gracia" (ib., ). Transmitamos gratuitamente, con nuestro compromiso, con nuestra actividad de voluntariado, lo que hemos recibido. Esta lógica de la gratuidad está por encima del simple deber y poder moral.


Discursos 2007 201