Discursos 2007 246

A LA CONFEDERACIÓN DE COFRADÍAS DE LAS DIÓCESIS DE ITALIA

Sábado 10 de noviembre de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros y os saludo a todos vosotros, que idealmente representáis el vasto y variado mundo de las cofradías presentes en todas las regiones y diócesis de Italia. Saludo a los prelados que os acompañan y, en particular, a monseñor Armando Brambilla, obispo auxiliar de Roma y delegado de la Conferencia episcopal italiana para las cofradías y las asociaciones, agradeciéndole las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo al doctor Francesco Antonetti, presidente de la Confederación de las cofradías italianas, así como a los miembros de los consejos directivos y a vuestros consiliarios.

Vosotros, queridos amigos, habéis venido a la plaza de San Pedro con vuestros trajes característicos, que evocan antiguas tradiciones cristianas muy arraigadas en el pueblo de Dios. Gracias por vuestra visita, que quiere ser una manifestación coral de fe y, al mismo tiempo, un gesto que expresa adhesión filial al Sucesor de Pedro.

¿Cómo no recordar inmediatamente la importancia y la influencia que las cofradías han ejercido en las comunidades cristianas de Italia ya desde los primeros siglos del milenio pasado? Muchas de ellas, suscitadas por personas llenas de celo, se han convertido pronto en asociaciones de fieles laicos dedicados a poner de relieve algunos rasgos de la religiosidad popular vinculados a la vida de Jesucristo, especialmente a su pasión, muerte y resurrección, a la devoción a la Virgen María y a los santos, uniendo casi siempre obras concretas de misericordia y de solidaridad.

Así, desde los orígenes, vuestras cofradías se han distinguido por sus formas típicas de piedad popular, a las que se unían muchas iniciativas de caridad en favor de los pobres, los enfermos y los que sufren, implicando a numerosos voluntarios, de todas las clases sociales, en esta competición de ayuda generosa a los necesitados. Se comprende mejor este espíritu de caridad fraterna si se tiene en cuenta que comenzaron a surgir durante la Edad Media, cuando aún no existían formas estructuradas de asistencia pública que garantizaran intervenciones sociales y sanitarias a los sectores más débiles de la colectividad. Dicha situación ha perdurado a lo largo de los siglos sucesivos, podríamos decir hasta nuestros días, en que, a pesar del incremento del bienestar económico, todavía no han desaparecido las bolsas de pobreza y, por tanto, hoy como en el pasado, queda mucho por hacer en el campo de la solidaridad.

Sin embargo, las cofradías no son simples sociedades de ayuda mutua o asociaciones filantrópicas, sino un conjunto de hermanos que, queriendo vivir el Evangelio con la certeza de ser parte viva de la Iglesia, se proponen poner en práctica el mandamiento del amor, que impulsa a abrir el corazón a los demás, de modo especial a quienes se encuentran en dificultades.

El amor evangélico, amor a Dios y amor a los hermanos, es el signo distintivo y el programa de vida de todo discípulo de Cristo, así como de toda comunidad eclesial. Es evidente que en la sagrada Escritura el amor a Dios está íntimamente unido al amor al prójimo (cf. Mc 12,29-31). "La caridad —escribí en la encíclica Deus caritas est— no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (). Sin embargo, para comunicar a los hermanos la ternura previdente del Padre celestial es necesario surtirse en el manantial, que es Dios mismo, mediante momentos prolongados de oración, mediante la escucha constante de su Palabra y mediante una existencia totalmente centrada en el Señor y alimentada con los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

En la época de grandes cambios que estamos atravesando, la Iglesia en Italia os necesita también a vosotros, queridos amigos, para llevar el anuncio del Evangelio de la caridad a todos, recorriendo caminos antiguos y nuevos. Así pues, vuestras beneméritas cofradías, arraigadas en el sólido fundamento de la fe en Cristo, con la singular multiplicidad de carismas y la vitalidad eclesial que las distingue, han de seguir difundiendo el mensaje de la salvación en medio del pueblo, actuando en las múltiples fronteras de la nueva evangelización.

Para cumplir esta importante misión, necesitáis cultivar siempre un amor profundo al Señor y una dócil obediencia a vuestros pastores. Con estas condiciones, vuestras cofradías, manteniendo bien firmes los requisitos de "evangelicidad" y "eclesialidad", podrán seguir siendo escuelas populares de fe vivida y talleres de santidad; podrán seguir siendo en la sociedad "fermento" y "levadura" evangélica, contribuyendo a suscitar la renovación espiritual que todos deseamos.

247 Por tanto, es vasto el campo en el que debéis trabajar, queridos amigos, y os animo a multiplicar las iniciativas y actividades de cada una de vuestras cofradías. Os pido sobre todo que cuidéis vuestra formación espiritual y tendáis a la santidad, siguiendo los ejemplos de auténtica perfección cristiana, que no faltan en la historia de vuestras cofradías. Muchos de vuestros hermanos, con valentía y gran fe, se han distinguido a lo largo de los siglos como sinceros y generosos obreros del Evangelio, a veces hasta el sacrificio de la vida. Seguid sus pasos. Hoy es más necesario que nunca cultivar un verdadero impulso ascético y misionero para afrontar los numerosos desafíos de la época moderna.

La Virgen santísima os proteja y os guíe, y desde el cielo os asistan vuestros santos patronos. Con estos sentimientos, formulo para vosotros aquí presentes y para todas las cofradías de Italia el deseo de un fecundo apostolado y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, os bendigo a todos con afecto.


A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO DE SUPERIORES MAYORES

Viernes 16 de noviembre de 2007



Eminencia;
excelencias;
queridos padres:

Me alegra en particular saludaros a vosotros, superiores generales de las sociedades misioneras de vida apostólica, con ocasión de vuestro encuentro en Roma organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos. Vuestra asamblea, que reúne a los superiores de las quince sociedades misioneras de derecho pontificio y de las seis de derecho diocesano, da un testimonio elocuente de la permanente vitalidad del impulso misionero en la Iglesia y del espíritu de comunión que une a vuestros miembros y sus diversas actividades al Sucesor de Pedro y a su ministerio apostólico universal.

Vuestro encuentro es también un signo concreto de la relación histórica entre las diversas sociedades misioneras de vida apostólica y la Congregación para la evangelización de los pueblos. Durante estos días habéis buscado nuevos modos de consolidar y fortalecer esta relación privilegiada. Como reafirmó el concilio Vaticano II, el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a toda criatura corresponde ante todo e inmediatamente al Colegio de los obispos, cum et sub Petro (cf. Ad gentes AGD 38).

Dentro de la unidad jerárquica del Cuerpo de Cristo, enriquecido con los diferentes dones y carismas derramados por el Espíritu, la comunión con los sucesores de los Apóstoles sigue siendo el criterio y la garantía de la fecundidad espiritual de toda actividad misionera, porque la comunión de la Iglesia en la fe, la esperanza y la caridad es, de por sí, el signo y la anticipación de la unidad y la paz que forman el plan de Dios en Cristo para toda la familia humana.

Un signo prometedor de renovación de la conciencia misionera de la Iglesia en los últimos decenios ha sido el deseo creciente de muchos laicos, hombres y mujeres, tanto solteros como casados, de cooperar generosamente en la misión ad gentes. Como subrayó el Concilio, la obra de evangelización es un deber fundamental de todo el pueblo de Dios, y todos los bautizados están llamados a una "viva conciencia de su responsabilidad (...) en la obra de evangelización" (Ad gentes AGD 36).

Mientras algunas sociedades misioneras han tenido una larga historia de estrecha colaboración con laicos, hombres y mujeres, otras sólo recientemente han desarrollado formas de asociación laical con su apostolado. Dada la amplitud y la importancia de la contribución que han dado estas personas a la labor de las diversas sociedades, las formas propias de su cooperación deberían regirse naturalmente mediante estatutos específicos y directrices claras, respetando la identidad canónica propia de cada instituto.

248 Queridos amigos, nuestro encuentro de hoy me brinda la grata oportunidad de expresaros mi gratitud a vosotros y a todos los miembros de vuestras sociedades, pasados y presentes, por su compromiso constante en favor de la misión de la Iglesia. Hoy, como en el pasado, los misioneros siguen abandonando sus familias y sus hogares, a menudo con gran sacrificio, con el único fin de anunciar la buena nueva de Cristo y servirlo en sus hermanos y hermanas. Muchos de ellos, también en nuestro tiempo, han confirmado heroicamente su predicación con el derramamiento de su sangre y han contribuido a implantar la Iglesia en países remotos.

Hoy nuevas circunstancias han llevado en muchos casos a una disminución del número de jóvenes atraídos por las sociedades misioneras, y a un consiguiente debilitamiento del impulso misionero. Con todo, como insistía el Papa Juan Pablo II, la misión ad gentes aún está sólo en su inicio, y el Señor nos llama a todos a comprometernos sin reservas a su servicio (cf. Redemptoris missio
RMi 1). "La mies es mucha" (Mt 9,37). Consciente de los desafíos que afrontáis, os animo a seguir fielmente las huellas de vuestros fundadores y a reavivar los carismas y el celo apostólico que habéis heredado de ellos, con la seguridad de que Cristo seguirá obrando con vosotros y confirmando vuestra predicación con las señales de su presencia y de su fuerza (cf. Mc 16,20).

Con gran afecto os encomiendo a vosotros, a los miembros y socios de vuestras diferentes sociedades, a la protección amorosa de María, Madre de la Iglesia. A todos os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, fortaleza y paz en el Señor



A LOS PARTICIPANTES EN LA XXII CONFERENCIA INTERNACIONAL DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Sábado 17 de noviembre de 2007



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de esta Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para los agentes sanitarios. Dirijo a cada uno mi cordial saludo; en primer lugar, al señor cardenal Javier Lozano Barragán, con sentimientos de gratitud por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo, asimismo, al secretario y a los demás componentes del Consejo pontificio, a las autorizadas personalidades presentes y a cuantos han participado en este encuentro para reflexionar juntos sobre el tema del cuidado pastoral de los enfermos ancianos. Se trata de un aspecto hoy central de la pastoral de la salud que, debido al aumento de la edad media, afecta a una población cada vez más numerosa, que tiene muchas necesidades pero, al mismo tiempo, cuenta con indudables recursos humanos y espirituales.

Aunque es verdad que la vida humana en cada una de sus fases es digna del máximo respeto, en ciertos aspectos lo es más aún cuando está marcada por la ancianidad y la enfermedad. La ancianidad constituye la última etapa de nuestra peregrinación terrena, que tiene distintas fases, cada una con sus luces y sombras. Podríamos preguntarnos: ¿tiene aún sentido la existencia de un ser humano que se encuentra en condiciones muy precarias, por ser anciano y estar enfermo? ¿Por qué seguir defendiendo la vida cuando el desafío de la enfermedad se vuelve dramático, sin aceptar más bien la eutanasia como una liberación? ¿Es posible vivir la enfermedad como una experiencia humana que se ha de asumir con paciencia y valentía?

Con estas preguntas debe confrontarse quien está llamado a acompañar a los ancianos enfermos, especialmente cuando parece que no tienen ninguna posibilidad de curación. La actual mentalidad eficientista a menudo tiende a marginar a estos hermanos y hermanas nuestros que sufren, como si sólo fueran una "carga" y un "problema" para la sociedad. Al contrario, quien tiene el sentido de la dignidad humana sabe que se les ha de respetar y sostener mientras afrontan serias dificultades relacionadas con su estado. Más aún, es justo que se recurra también, cuando sea necesario, a la utilización de cuidados paliativos que, aunque no pueden curar, permiten aliviar los dolores que derivan de la enfermedad.

Sin embargo, junto a los cuidados clínicos indispensables, es preciso mostrar siempre una capacidad concreta de amar, porque los enfermos necesitan comprensión, consuelo, aliento y acompañamiento constante. En particular, hay que ayudar a los ancianos a recorrer de modo consciente y humano el último tramo de la existencia terrena, para prepararse serenamente a la muerte, que —como sabemos los cristianos— es tránsito hacia el abrazo del Padre celestial, lleno de ternura y de misericordia.

249 Quisiera añadir que esta necesaria solicitud pastoral hacia los ancianos enfermos no puede menos de implicar a las familias. En general, conviene hacer todo lo posible para que las familias mismas los acojan y se hagan cargo de ellos con afecto y gratitud, de modo que los ancianos enfermos puedan pasar el último período de su vida en su casa y prepararse para la muerte en un clima de calor familiar.

Aunque fuera necesario internarlos en centros sanitarios, es importante que no se pierda el vínculo del paciente con sus seres queridos y con su propio ambiente. Conviene que en los momentos más difíciles el enfermo, sostenido por el cuidado pastoral, se sienta animado a encontrar la fuerza de afrontar su dura prueba en la oración y en el consuelo de los sacramentos. Que se sienta rodeado por sus hermanos en la fe, dispuestos a escucharlo y compartir sus sentimientos. En verdad, este es el verdadero objetivo del cuidado "pastoral" de las personas ancianas, especialmente cuando están enfermas, y más aún si están gravemente enfermas.

En diversas ocasiones mi venerado predecesor Juan Pablo II, que especialmente durante su enfermedad dio un testimonio ejemplar de fe y de valentía, exhortó a los científicos y a los médicos a comprometerse en la investigación para prevenir y curar las enfermedades vinculadas al envejecimiento, sin caer jamás en la tentación de recurrir a prácticas de abreviación de la vida anciana y enferma, prácticas que de hecho serían formas de eutanasia.

Los científicos, los investigadores, los médicos y los enfermeros, así como los políticos, los administradores y los agentes pastorales no deberían olvidar nunca que "la tentación de la eutanasia (...) es uno de los síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte, que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar" (Evangelium vitae
EV 64). La vida del hombre es don de Dios, que todos están llamados a custodiar siempre. Este deber también corresponde a los agentes sanitarios, que tienen la misión específica de ser "ministros de la vida" en todas sus fases, particularmente en las marcadas por la fragilidad propia de la enfermedad. Hace falta un compromiso general para que se respete la vida humana no sólo en los hospitales católicos, sino también en todos los centros sanitarios.

Para los cristianos es la fe en Cristo la que ilumina la enfermedad y la condición de la persona anciana, al igual que cualquier otro acontecimiento y fase de la existencia. Jesús, al morir en la cruz, dio al sufrimiento humano un valor y un significado trascendentes. Ante el sufrimiento y la enfermedad los creyentes están invitados a no perder la serenidad, porque nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor de Cristo. En él y con él es posible afrontar y superar cualquier prueba física y espiritual y, precisamente en el momento de mayor debilidad, experimentar los frutos de la Redención. El Señor resucitado se manifiesta, en quienes creen en él, como el viviente que transforma la existencia, dando sentido salvífico también a la enfermedad y a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la protección materna de María, Salus infirmorum, y de los santos que han dedicado su vida al servicio de los enfermos, os exhorto a esforzaros siempre por difundir el "evangelio de la vida". Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, extendiéndola de buen grado a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y, en particular, a las personas ancianas enfermas.


A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE KENIA EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio

Lunes 19 de noviembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Kenia, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, una visita que sirve para fortalecer los vínculos de amor fraterno y de comunión entre nosotros. Agradezco al arzobispo Njue las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Vuestra solicitud mutua y por los fieles encomendados a vuestro cuidado, vuestro amor al Señor y vuestra adhesión al Sucesor de Pedro son para mí una fuente de profunda alegría y de acción de gracias.

Cada obispo tiene la responsabilidad particular de construir la unidad de su grey, recordando la oración de nuestro Señor: "Que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti" (Jn 17,21). La Iglesia, unida en una sola fe, compartiendo un solo bautismo y creyendo en el único Señor (cf. Ep 4,5), es una en todo el mundo, pero, al mismo tiempo, está marcada por una rica diversidad de tradiciones y expresiones culturales. En África, el colorido y la vitalidad con que los fieles manifiestan sus sentimientos religiosos han añadido una nueva dimensión al rico tapiz de la cultura cristiana en el mundo; al mismo tiempo, la fuerte adhesión de vuestro pueblo a los valores tradicionales asociados a la vida familiar puede ayudar a expresar la fe compartida que está en el centro del misterio de la unidad de la Iglesia (cf. Ecclesia in Africa ).

250 Cristo mismo es la fuente y la garantía de nuestra unidad, puesto que ha superado todas las formas de división con su muerte en la cruz y nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo (cf. Ep 2,14). Os doy las gracias, queridos hermanos, por predicar el amor de Cristo y exhortar a vuestro pueblo a la tolerancia, al respeto y al amor por sus hermanos y hermanas y por todas las personas. De este modo, ejercéis el ministerio profético que el Señor ha confiado a la Iglesia y, en particular, a los sucesores de los Apóstoles (cf. Pastores gregis ).

En efecto, son sobre todo los obispos quienes, como ministros y signos de comunión en Cristo, están llamados a manifestar la unidad de su Iglesia. La naturaleza colegial del ministerio episcopal se remonta a los doce Apóstoles, a los que Cristo llamó y encargó la misión de anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todas las gentes. Los miembros del Colegio episcopal continúan su misión pastoral, de manera que "el que los escucha, escucha a Cristo" (Lumen gentium LG 20).

Os exhorto a continuar vuestra cooperación fraterna con el espíritu de la comunidad de los discípulos de Cristo, unidos en vuestro amor a él y en el Evangelio que anunciáis. Aunque cada uno de vosotros debe dar una contribución individual a la voz colegial común de la Iglesia en vuestro país, es importante garantizar que esta variedad de perspectivas sirva siempre para enriquecer la unidad del Cuerpo de Cristo, precisamente como la unidad de los Doce se profundizó y fortaleció gracias a los diferentes dones de los mismos Apóstoles. Vuestro compromiso de colaborar en cuestiones de interés eclesial y social dará muchos frutos para la vida de la Iglesia en Kenia y para la eficacia de vuestro ministerio episcopal.

Dentro de cada diócesis, el fervor y la armonía del presbiterio son un signo claro de la vitalidad de la Iglesia local. Las estructuras de consulta y de participación son necesarias, pero pueden resultar ineficaces si les falta el espíritu adecuado. Como obispos debemos esforzarnos constantemente por construir el sentido de comunidad entre nuestros sacerdotes, unidos en el amor a Cristo y en su ministerio sacramental. Hoy la vida de los sacerdotes puede ser difícil. Pueden sentirse aislados o solos y agobiados por sus responsabilidades pastorales. Debemos estar cerca de ellos y animarlos, en primer lugar, a permanecer firmemente arraigados en la oración, porque sólo quienes se alimentan son capaces de alimentar a su vez a los demás. Es necesario que beban profundamente en las fuentes de la sagrada Escritura y de la celebración diaria y ferviente de la santísima Eucaristía.

Han de dedicarse generosamente al rezo de la liturgia de las Horas, una oración que se hace "en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo" (Discurso a los sacerdotes y los diáconos permanentes, Freising, Alemania, 14 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 17). Al rezar de este modo, incluyen y representan a otros que quizás no tengan tiempo, energías o fuerzas para rezar. Así, la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, renueva su sacerdocio y fluye en el mundo (cf. ib.). Ayudad de este modo a vuestros sacerdotes a crecer en la solidaridad unos con otros, con su pueblo y con vosotros, como vuestros colaboradores consagrados. El diálogo respetuoso y la cercanía entre el obispo y los sacerdotes no sólo construyen la Iglesia local, sino que también edifican a la comunidad entera. En realidad, la unidad visible entre los líderes espirituales puede ser un antídoto poderoso contra la división en el seno de la familia más amplia del pueblo de Dios.

Un factor clave de unidad en una comunidad es la institución del matrimonio y la vida familiar, por los que el pueblo de África siente una estima particular. El amor fiel de los matrimonios cristianos es una bendición para vuestro país, pues expresa sacramentalmente la alianza indisoluble entre Cristo y su Iglesia. Este valioso tesoro debe custodiarse a toda costa. Muy a menudo los males que afectan a algunos sectores de la sociedad africana, como la promiscuidad, la poligamia y la difusión de enfermedades transmitidas sexualmente, pueden estar directamente relacionados con concepciones erróneas del matrimonio y la vida familiar. Por esta razón, es importante ayudar a los padres a enseñar a sus hijos cómo vivir cristianamente el matrimonio, concebido como unión indisoluble entre un hombre y una mujer, esencialmente iguales en su humanidad (cf. Ecclesia in Africa ) y abiertos a la generación de una nueva vida.

Aunque esta concepción de la vida familiar cristiana tiene una profunda resonancia en África, es motivo de gran preocupación que la cultura secular globalizada esté ejerciendo cada vez mayor influencia en las comunidades locales como consecuencia de campañas por parte de organismos que promueven el aborto. Esta destrucción directa de una vida humana inocente no puede justificarse nunca, por difíciles que sean las circunstancias que puedan llevar a dar un paso tan grave. Cuando anunciéis el Evangelio de la vida, recordad a vuestro pueblo que el derecho a la vida de todo ser humano inocente, nacido o por nacer, es absoluto y se aplica igualmente a todas las personas, sin excepción alguna. Esta igualdad "es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia" (Evangelium vitae EV 57).

La comunidad católica debe ofrecer apoyo a las mujeres que puedan encontrarse en dificultades para aceptar a un hijo, sobre todo cuando están aisladas de su familia y de sus amigos. Asimismo, la comunidad debería estar abierta para acoger a todos los que se arrepientan de haber participado en el grave pecado del aborto, y debería guiarlos con caridad pastoral para que acepten la gracia del perdón, la necesidad de penitencia y la alegría de entrar una vez más en la vida nueva de Cristo.

La Iglesia en Kenia es bien conocida por la excelente contribución que ha dado mediante sus instituciones educativas, formando a generaciones de jóvenes en sólidos principios éticos y abriendo su mente al compromiso en favor de un diálogo pacífico y respetuoso con los miembros de otros grupos sociales o religiosos. En un tiempo en que la mentalidad laicista y relativista se está imponiendo cada vez más a través de los medios globales de comunicación social, es más esencial aún que sigáis promoviendo la calidad y la identidad católica de vuestras escuelas, vuestras universidades y vuestros seminarios.

Tomad las medidas necesarias para consolidar y aclarar su estatus institucional. La sociedad se beneficia mucho de católicos instruidos que conocen y ponen en práctica la doctrina social de la Iglesia. Hoy existe una necesidad mayor de profesionales bien formados y de personas íntegras en el área de la medicina, cuyos avances tecnológicos siguen planteando serias cuestiones morales.

De igual modo, el diálogo ecuménico e interreligioso presenta importantes desafíos, que sólo pueden afrontarse adecuadamente con una sólida catequesis sobre los principios de la doctrina católica, como están expuestos en el Catecismo de la Iglesia católica. Sé que seguiréis vigilando sobre la calidad y el contenido de la enseñanza que se ofrece a los jóvenes en los centros educativos de la Iglesia, para que la luz de la verdad de Cristo pueda brillar cada vez con más claridad en la tierra y en el pueblo de Kenia.

251 Queridos hermanos en el episcopado, al guiar a vuestro pueblo hacia la unidad por la que Cristo oró, hacedlo con ardiente caridad y firme autoridad, con toda paciencia y doctrina (cf. 2Tm 4,2). Os ruego que transmitáis mi saludo afectuoso y mi aliento, acompañado de mi oración, a vuestro amado pueblo y a todos los que trabajan activamente al servicio de la Iglesia mediante la oración o en las parroquias y estaciones misioneras, en la educación, en las actividades humanitarias y en la asistencia sanitaria. A cada uno de vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral, imparto cordialmente mi bendición apostólica.



A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIV CONFERENCIA DE LA FAO

Sala Clementina

Jueves 22 de noviembre de 2007



Señor presidente;
señor director general;
señoras y señores:

Me complace daros la bienvenida al Vaticano con ocasión de vuestra reunión para la XXXIV Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación. Nuestro encuentro de hoy forma parte de una tradición que se remonta al tiempo en que vuestra Organización estableció por primera vez su sede en Roma. Me alegra tener una nueva ocasión de expresaros mi aprecio por vuestra labor orientada a eliminar la plaga del hambre en el mundo.

Como sabéis, la Santa Sede ha mantenido siempre un gran interés en hacer todos los esfuerzos posibles para librar a la familia humana del hambre y la desnutrición, consciente de que la solución de estos problemas no sólo requiere una extraordinaria dedicación y una formación técnica muy cualificada, sino sobre todo un espíritu auténtico de cooperación que una a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Este noble objetivo requiere un decidido reconocimiento de la dignidad intrínseca de la persona humana en todas las etapas de su vida. Todas las formas de discriminación, y particularmente las que impiden el desarrollo de la agricultura, deben rechazarse porque constituyen una violación del derecho básico de toda persona de estar "libre del hambre". De hecho, la misma naturaleza de vuestra labor en favor del bien común de la humanidad exige estas convicciones, como lo expresa con gran elocuencia vuestro lema "fiat panis", palabras que están también en el centro del Evangelio que la Iglesia está llamada a anunciar.

Los datos recogidos mediante vuestra investigación y el alcance de vuestros programas con el fin de sostener el esfuerzo global para desarrollar los recursos naturales del mundo demuestran claramente una de las paradojas más preocupantes de nuestro tiempo: la difusión imparable de la pobreza en un mundo que también está experimentando una prosperidad sin precedentes, no sólo en la esfera económica sino también en los campos de la ciencia y de la tecnología que se desarrollan tan rápidamente.

Los obstáculos del camino hacia la superación de esta situación trágica a veces pueden desanimar. Conflictos armados, epidemias, condiciones atmosféricas y ambientales adversas y el masivo desplazamiento forzado de pueblos: todos estos obstáculos deberían servir como motivación para redoblar los esfuerzos con el fin de que cada persona reciba su pan de cada día. La Iglesia, por su parte, está convencida de que la búsqueda de soluciones técnicas más eficaces en un mundo que cambia y se expande constantemente requiere programas de largo alcance, que incorporen valores permanentes arraigados en la dignidad y en los derechos inalienables de la persona humana.

La FAO sigue desempeñando un papel esencial para aliviar el hambre en el mundo, recordando a la comunidad internacional la necesidad urgente de actualizar constantemente los métodos y elaborar estrategias adecuadas para afrontar los desafíos actuales. Aprecio los generosos esfuerzos realizados a este respecto por todos los asociados a vuestra Organización. La Santa Sede ha seguido atentamente las actividades de la FAO durante los últimos sesenta años, y confía en que continúen los resultados significativos ya alcanzados. La FAO fue una de las primeras organizaciones internacionales con las que la Santa Sede estableció relaciones diplomáticas regulares. El 23 de noviembre de 1948, durante la IV sesión de vuestra Conferencia, a la Santa Sede se le concedió la categoría única de "observador permanente", que le garantiza su derecho a participar en las actividades de los diversos departamentos y agencias afiliadas a la FAO de un modo conforme a la misión religiosa y moral de la Iglesia.

Los esfuerzos conjuntos de la comunidad internacional para eliminar la desnutrición y promover un desarrollo auténtico requieren necesariamente estructuras claras de gestión y supervisión, y una valoración realista de los recursos necesarios para afrontar un amplio abanico de situaciones diferentes. Requiere la contribución de todos los miembros de la sociedad —personas, organizaciones de voluntariado, empresas y gobiernos locales y nacionales—, siempre con el debido respeto de los principios éticos y morales que son el patrimonio común de todos los pueblos y el fundamento de toda la vida social. La comunidad internacional debe aprovechar siempre el valioso tesoro de valores comunes, porque el desarrollo auténtico y duradero sólo puede promoverse con espíritu de cooperación y deseo de compartir los recursos profesionales y técnicos.

252 En verdad, hoy más que nunca la familia humana necesita encontrar instrumentos y estrategias capaces de superar los conflictos causados por las diferencias sociales, las rivalidades étnicas y la gran disparidad de niveles de desarrollo económico. La humanidad tiene sed de paz verdadera y duradera, una paz que sólo puede lograrse si las personas, los grupos en todos los niveles y los encargados del gobierno cultivan el hábito de tomar decisiones responsables basadas firmemente en los principios fundamentales de justicia. Por tanto, es esencial que las sociedades dediquen sus energías a formar auténticos constructores de paz: esta es una tarea que compete de modo particular a organizaciones como la vuestra, que no pueden dejar de reconocer como fundamento de justicia auténtica el destino universal de los bienes de la creación.

La religión, como poderosa fuerza espiritual para sanar las heridas de conflictos y divisiones, debe dar su contribución característica a este respecto, especialmente a través de la obra de formación de las mentes y de los corazones, de acuerdo con la idea de persona humana.

Señoras y señores, el progreso técnico, aunque es importante, no lo es todo. Dicho progreso debe colocarse en el contexto más amplio del bien integral de la persona humana. Debe alimentarse constantemente del patrimonio común de valores que pueden inspirar iniciativas concretas encaminadas a una distribución más equitativa de los bienes espirituales y materiales.

Como escribí en mi encíclica Deus caritas est, "quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo" (). Este principio se aplica de modo especial en el mundo de la agricultura, en el que debería reconocerse y estimarse debidamente el trabajo de quienes a menudo son considerados los miembros "más humildes" de la sociedad.

La extraordinaria actividad de la FAO en favor del desarrollo y la seguridad alimentaria ponen claramente de manifiesto la correlación entre la difusión de la pobreza y la negación de los derechos humanos básicos, comenzando por el derecho fundamental a una alimentación adecuada. La paz, la prosperidad y el respeto de los derechos humanos están inseparablemente unidos. Ha llegado el tiempo de garantizar, por el bien de la paz, que ningún hombre, mujer y niño tenga hambre.

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi estima por vuestra labor, os aseguro mis oraciones para que Dios todopoderoso ilumine y guíe vuestras deliberaciones, de modo que la actividad de la FAO responda cada vez más plenamente a la aspiración de la familia humana a la solidaridad, a la justicia y a la paz.

Discursos 2007 246