Discursos 2008 229

229 Antes de entrar en el santuario para rezar junto con vosotros el santo rosario, me detuve brevemente ante la urna del beato Bartolo Longo y rezando me pregunté: "Este gran apóstol de María, ¿de dónde sacó la energía y la constancia necesarias para llevar a cabo una obra tan imponente, conocida ya en todo el mundo? ¿No es precisamente del rosario, acogido por él como un verdadero don del corazón de la Virgen?".

Sí, así fue exactamente. Lo atestigua la experiencia de los santos: esta popular oración mariana es un medio espiritual valioso para crecer en la intimidad con Jesús y para aprender, en la escuela de la Virgen santísima, a cumplir siempre la voluntad de Dios. Es contemplación de los misterios de Cristo en unión espiritual con María, como subrayaba el siervo de Dios Pablo VI en la exhortación apostólica Marialis cultus (n. 46), y como después mi venerado predecesor Juan Pablo II ilustró ampliamente en la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, que hoy vuelvo a entregar idealmente a la comunidad de Pompeya y a cada uno de vosotros.

Todos vosotros, que vivís y trabajáis aquí en Pompeya, especialmente vosotros, queridos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos comprometidos en esta singular porción de la Iglesia, estáis llamados a hacer vuestro el carisma del beato Bartolo Longo y a llegar a ser, en la medida y del modo que Dios concede a cada uno, auténticos apóstoles del rosario.

Pero para ser apóstoles del rosario, es necesario experimentar personalmente la belleza y profundidad de esta oración, sencilla y accesible a todos. Es necesario ante todo dejarse conducir de la mano por la Virgen María a contemplar el rostro de Cristo: rostro gozoso, luminoso, doloroso y glorioso. Quien, como María y juntamente con ella, conserva y medita asiduamente los misterios de Jesús, asimila cada vez más sus sentimientos y se configura con él.

Al respecto, me complace citar una hermosa consideración del beato Bartolo Longo:
"Como dos amigos —escribe—, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los misterios del rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto" (I Quindici Sabati del Santissimo Rosario, 27ª ed., Pompeya 1916, p. 27; citado en Rosarium Virginis Mariae, 15).

El rosario es escuela de contemplación y de silencio. A primera vista podría parecer una oración que acumula palabras, y por tanto difícilmente conciliable con el silencio que se recomienda oportunamente para la meditación y la contemplación. En realidad, esta cadenciosa repetición del avemaría no turba el silencio interior, sino que lo requiere y lo alimenta. De forma análoga a lo que sucede con los Salmos cuando se reza la liturgia de las Horas, el silencio aflora a través de las palabras y las frases, no como un vacío, sino como una presencia de sentido último que trasciende las palabras mismas y juntamente con ellas habla al corazón.

Así, al rezar las avemarías es necesario poner atención para que nuestras voces no "cubran" la de Dios, el cual siempre habla a través del silencio, como "el susurro de una brisa suave" (
1R 19,12). ¡Qué importante es, entonces, cuidar este silencio lleno de Dios, tanto en el rezo personal como en el comunitario! También cuando lo rezan, como hoy, grandes asambleas y como hacéis cada día en este santuario, es necesario que se perciba el rosario como oración contemplativa, y esto no puede suceder si falta un clima de silencio interior.

Quiero añadir otra reflexión, relativa a la Palabra de Dios en el rosario, particularmente oportuna en este período en que se está llevando a cabo en el Vaticano el Sínodo de los obispos sobre el tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Si la contemplación cristiana no puede prescindir de la Palabra de Dios, también el rosario, para que sea oración contemplativa, debe brotar siempre del silencio del corazón como respuesta a la Palabra, según el modelo de la oración de María. Bien mirado, el rosario está todo él entretejido de elementos tomados de la Sagrada Escritura. Está, ante todo, la enunciación del misterio, hecha preferiblemente, como hoy, con palabras tomadas de la Biblia. Sigue el padrenuestro: al dar a la oración una orientación "vertical", abre el alma de quien reza el rosario a una correcta actitud filial, según la invitación del Señor: "Cuando oréis decid: Padre..." (Lc 11,2). La primera parte del avemaría, tomada también del Evangelio, nos hace volver a escuchar cada vez las palabras con que Dios se dirigió a la Virgen mediante el ángel, y las palabras de bendición de su prima Isabel. La segunda parte del avemaría resuena como la respuesta de los hijos que, dirigiéndose suplicantes a su Madre, no hacen sino expresar su propia adhesión al plan salvífico revelado por Dios. Así el pensamiento de quien reza está siempre anclado en la Escritura y en los misterios que en ella se presentan.

Por último, recordando que hoy celebramos la Jornada mundial de las misiones, quiero aludir a la dimensión apostólica del rosario, una dimensión que el beato Bartolo Longo vivió intensamente inspirándose en ella para realizar en esta tierra tantas obras de caridad y de promoción humana y social. Además, quiso que este santuario se abriera al mundo entero, como centro de irradiación de la oración del rosario y lugar de intercesión por la paz entre los pueblos. Queridos amigos, deseo confirmar y confiar nuevamente a vuestro compromiso espiritual y pastoral ambas finalidades: el apostolado de la caridad y la oración por la paz. A ejemplo y con el apoyo de vuestro venerado fundador, no os canséis de trabajar con pasión en esta parte de la viña del Señor por la que la Virgen ha mostrado predilección.

Queridos hermanos y hermanas, ha llegado el momento de despedirme de vosotros y de este hermoso santuario. Os agradezco la cordial acogida y sobre todo vuestras oraciones. Expreso mi agradecimiento al arzobispo prelado y delegado pontificio, a sus colaboradores y a todos los que han trabajado para preparar de la mejor manera mi visita. Debo dejaros, pero mi corazón sigue cercano a esta tierra y a esta comunidad. Os encomiendo a todos a la Bienaventurada Virgen del Santo Rosario, e imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica.


AL CONGRESO NACIONAL DE LA SOCIEDAD ITALIANA DE CIRUGÍA

Sala Clementina

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Lunes 20 de octubre de 2008



Ilustres señores;
amables señoras:

Me alegra acogeros en esta audiencia especial, que tiene lugar con ocasión del congreso nacional de la Sociedad italiana de cirugía. Dirijo a todos y a cada uno mi cordial saludo, y expreso mi agradecimiento en especial al profesor Gennaro Nuzzo por las palabras con que ha expresado los sentimientos comunes y ha ilustrado los trabajos del Congreso, que tratan sobre un tema de importancia fundamental. Vuestro congreso nacional se ha centrado en esta prometedora y comprometedora afirmación: "Por una cirugía que respete al enfermo". Hoy, en un tiempo de gran progreso tecnológico, se habla con razón de la necesidad de humanizar la medicina, desarrollando los gestos del comportamiento médico que mejor responden a la dignidad de la persona enferma a la que se presta servicio. Vuestra profesión médica y quirúrgica tiene como misión específica perseguir tres objetivos: curar a la persona enferma o al menos intentar influir de forma eficaz en la evolución de la enfermedad; aliviar los síntomas dolorosos que la acompañan, sobre todo cuando está en fase avanzada; y cuidar de la persona enferma en todas sus expectativas humanas.

En el pasado, cuando no se podía frenar el curso del mal y mucho menos curarlo, a menudo se consideraba suficiente aliviar el sufrimiento de la persona enferma. En el siglo pasado el desarrollo de la ciencia y de la técnica quirúrgica permitieron intervenir cada vez con más éxito en la situación del enfermo. Así la curación, que en muchos casos antes era sólo una posibilidad marginal, hoy es una perspectiva normalmente realizable, hasta el punto de atraer la atención casi exclusiva de la medicina contemporánea.

Sin embargo, con este enfoque se corre un nuevo peligro: el de abandonar al paciente cuando se advierte la imposibilidad de obtener resultados apreciables. En cambio, sigue siendo cierto que, aunque no existan perspectivas de curación, aún se puede hacer mucho por el enfermo: se puede aliviar su sufrimiento, sobre todo acompañándolo en su camino, mejorando en lo posible la calidad de su vida. Esto no se debe subestimar, porque todo paciente, también el incurable, lleva en sí un valor incondicional, una dignidad que es preciso honrar, la cual constituye el fundamento ineludible de cualquier actuación médica. En efecto, el respeto de la dignidad humana exige el respeto incondicional de cada ser humano, nacido o no nacido, sano o enfermo, cualquiera que sea la condición en que se encuentre.

Desde esta perspectiva cobra especial importancia la relación de confianza mutua que se instaura entre médico y paciente. Gracias a esta relación de confianza el médico, escuchando al paciente, puede reconstruir su historia clínica y entender cómo vive su enfermedad. En el contexto de esta relación, gracias a la estima recíproca y compartiendo la búsqueda de objetivos realistas, se puede definir también el plan terapéutico: un plan que puede llevar a intervenciones audaces para salvar la vida o a la decisión de contentarse con los medios ordinarios que ofrece la medicina.

Cuando el médico se comunica con el paciente directa o indirectamente, de palabra o de cualquier otra forma, ejerce un notable influjo sobre él: puede motivarlo, sostenerlo, movilizarlo e incluso potenciar sus recursos físicos y mentales; o por el contrario, puede debilitarlo y frustrar sus esfuerzos, reduciendo así la misma eficacia de los tratamientos realizados. Por tanto, se debe tender a una verdadera alianza terapéutica con el paciente, haciendo uso de la específica racionalidad clínica que permite al médico darse cuenta de cuál es el modo más adecuado de comunicar con el paciente.

Esta estrategia de comunicación buscará sobre todo sostener, siempre respetando la verdad de los hechos, la esperanza, elemento esencial del contexto terapéutico. Conviene no olvidar nunca que son precisamente estas cualidades humanas las que, además de la competencia profesional en sentido estricto, aprecia el paciente en el médico. Quiere ser mirado con benevolencia, no sólo examinado; quiere ser escuchado, no sólo sometido a análisis sofisticados; quiere percibir con seguridad que está en la mente y en el corazón del médico que lo cura.

También la insistencia con que hoy se subraya la autonomía individual del paciente debe orientarse a promover una manera de ver al enfermo que no lo considere como antagonista, sino como colaborador activo y responsable del tratamiento terapéutico. Es necesario mirar con sospecha cualquier tentativa de entrometerse desde fuera en esta delicada relación entre médico y paciente. Por una parte, es innegable que hay que respetar la autodeterminación del paciente, pero sin olvidar que la exaltación individualista de la autonomía acaba por llevar a una lectura no realista, y ciertamente empobrecida, de la realidad humana. Por otra, la responsabilidad profesional del médico debe llevarlo a proponer un tratamiento que busque el verdadero bien del paciente, consciente de que su competencia específica generalmente lo capacita para evaluar la situación mejor que el paciente mismo.

La enfermedad, por otro lado, se manifiesta dentro de una historia humana precisa y se proyecta sobre el futuro del paciente y de su ambiente familiar. En los contextos de la sociedad actual con alta tecnología, el paciente corre el riesgo de ser considerado un mero objeto. En efecto, se encuentra sometido a reglas y prácticas a menudo extrañas a su forma de ser. En nombre de las exigencias de la ciencia, de la técnica y de la organización de la asistencia sanitaria, su estilo de vida habitual se ve alterado. En cambio, es muy importante no separar de la relación terapéutica el contexto existencial del paciente, en particular su familia. Por esto es necesario promover el sentido de responsabilidad de los familiares con respecto a su ser querido: es un elemento importante para evitar la ulterior alienación que este, casi inevitablemente, sufre cuando se pone en manos de una medicina de alta tecnología pero que carece de una vibración humana suficiente.

231 Así pues, sobre vosotros, queridos cirujanos, recae en gran medida la responsabilidad de ofrecer una cirugía verdaderamente respetuosa con la persona del enfermo. Es un deber en sí fascinante, aunque también muy comprometedor. El Papa, precisamente por su misión de pastor, está cerca de vosotros y os sostiene con su oración. Con estos sentimientos, deseándoos pleno éxito en vuestro trabajo, os imparto de buen grado la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.

XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA

DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

XXIII CONGREGACIÓN GENERAL

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

AL FINAL DE LA COMIDA


CON LOS PARTICIPANTES EN EL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Atrio de la Sala Pablo VI

Sábado 25 de octubre de 2008

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

El Sínodo está a punto de concluir, pero el caminar juntos bajo la guía de la Palabra de Dios continúa. En este sentido, siempre seguimos en "sínodo", en camino común hacia el Señor bajo la guía de la Palabra de Dios.

El Instrumentum laboris hablaba de la polifonía de las Sagradas Escrituras. Y podemos decir que ahora, en las contribuciones de este Sínodo, también hemos oído una bella polifonía de la fe, una sinfonía de la fe, con muchas contribuciones, incluso por parte de los delegados fraternos. Así hemos experimentado realmente la belleza y la riqueza de la Palabra de Dios.

También ha sido una escuela de escucha. Nos hemos escuchado unos a otros. Ha sido una escucha recíproca. Y precisamente escuchándonos unos a otros hemos aprendido mejor a escuchar la Palabra de Dios. Hemos experimentado la verdad de las palabras de san Gregorio Magno: "La Escritura crece con quien la lee". Sólo a la luz de las diferentes realidades de nuestra vida, sólo en la confrontación con la realidad de cada día, se descubren las potencialidades, las riquezas escondidas de la Palabra de Dios. Vemos que en la confrontación con la realidad se abre de modo nuevo también el sentido de la Palabra que nos es donada en las Sagradas Escrituras.

Así, nos hemos enriquecido realmente. Hemos visto que ninguna meditación, ninguna reflexión científica por sí misma puede sacar de esta Palabra de Dios todos los tesoros, todas las potencialidades que se descubren sólo en la historia de cada vida.

No sé si el Sínodo ha sido muy interesante o edificante. En todo caso ha sido conmovedor. Nos hemos enriquecido con esta escucha recíproca. Al escuchar a los demás, escuchamos mejor también al Señor mismo. Y en este diálogo del escuchar aprendemos la realidad más profunda, la obediencia a la Palabra de Dios, la conformación de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, al pensamiento y a la voluntad de Dios. Una obediencia que no es ataque a la libertad, sino que desarrolla todas las posibilidades de nuestra libertad.

He llegado ahora al momento del agradecimiento a todos aquellos que han trabajado para el Sínodo. No me atrevo a enumerar a todos y cada uno de los que han actuado, porque seguramente podría olvidar a muchos. No obstante, agradezco a todos el gran trabajo que han realizado: los presidentes delegados, el relator, con su secretario adjunto, todos los relatores, los colaboradores, los técnicos, los expertos, los auditores y las auditoras, de los que hemos aprendido cosas conmovedoras. Gracias cordialmente a todos.

232 Estoy un poco preocupado porque me parece que hemos violado el derecho humano de algunos al descanso nocturno, así como al descanso del domingo, porque son realmente derechos fundamentales. Debemos reflexionar sobre el modo de mejorar esta situación en los próximos Sínodos. Quiero ahora dar las gracias también a la empresa que nos ha preparado esta magnífica comida y a todos los que han servido. Gracias por este regalo.

Ahora debemos empezar a elaborar el documento postsinodal con la ayuda de todos estos textos. También esta será una escuela de escucha. En este sentido, permanecemos juntos, escuchamos todas las voces de los demás. Y vemos que sólo puedo entrar en la riqueza de la Escritura si el otro me la lee. Siempre necesitamos este diálogo, escuchar la Escritura leída por el otro desde su perspectiva, desde su punto de vista, para aprender conjuntamente la riqueza de este don.

A todos os deseo ahora buen viaje y os agradezco todo vuestro trabajo.




AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LA ELECCIÓN

A LA CÁTEDRA DE PEDRO DEL BEATO JUAN XXIII

Basílica Vaticana

Martes 28 de octubre de 2008



Señor cardenal secretario de Estado;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra poder compartir con vosotros este homenaje al beato Juan XXIII, mi amado predecesor, en el aniversario de su elección a la Cátedra de Pedro. Me congratulo con vosotros por la iniciativa y doy gracias al Señor que nos permite revivir el anuncio de "gran alegría" (gaudium magnum)que resonó hace cincuenta años en este día y a esta hora desde el balcón de la basílica vaticana.

Fue un preludio y una profecía de la experiencia de paternidad que Dios nos ofrecería abundantemente a través de las palabras, los gestos y el servicio eclesial del Papa Bueno. La gracia de Dios estaba preparando una estación comprometedora y prometedora para la Iglesia y para la sociedad, y encontró en la docilidad al Espíritu Santo, que caracterizó toda la vida de Juan XXIII, la tierra buena para hacer germinar la concordia, la esperanza, la unidad y la paz, para el bien de toda la humanidad. El Papa Juan XXIII presentó la fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia, madre y maestra, como garantía de fecundo testimonio cristiano en el mundo. Así, en las fuertes contraposiciones de su tiempo, el Papa Juan XXIII fue hombre y pastor de paz, que supo abrir en Oriente y en Occidente horizontes inesperados de fraternidad entre los cristianos y de diálogo con todos.

La diócesis de Bérgamo está de fiesta y no podía faltar el encuentro espiritual con su hijo más ilustre, "un hermano convertido en padre por voluntad de nuestro Señor", como él mismo dijo. Junto a la Confesión del apóstol san Pedro descansan sus venerados restos mortales. Desde este lugar amado por todos los bautizados, os repite: "Soy José, vuestro hermano". Habéis venido para reafirmar los vínculos comunes y la fe los abre a una dimensión verdaderamente católica. Por eso, habéis querido encontraros con el Obispo de Roma, que es Padre universal. Os guía vuestro pastor, monseñor Roberto Amadei, acompañado por el obispo auxiliar. Agradezco a monseñor Amadei las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y expreso a cada uno mi gratitud por el afecto y la devoción que os animan. Me siento alentado por vuestra oración, y os exhorto a seguir el ejemplo y la enseñanza del Papa Juan XXIII, vuestro paisano. El siervo de Dios Juan Pablo II lo proclamó beato, reconociendo que las huellas de su santidad de padre y de pastor seguían resplandeciendo ante toda la familia humana.

233 En la santa misa presidida por el señor cardenal secretario de Estado, la Palabra de Dios os ha acogido e introducido en la acción de gracias perfecta de Cristo al Padre. En él encontramos a los santos y a los beatos, así como a cuantos nos han precedido en el signo de la fe. Su herencia está en nuestras manos. Un don verdaderamente especial que Dios regaló a la Iglesia con Juan XXIII fue el concilio ecuménico Vaticano II, que él decidió, preparó e inició. Todos estamos comprometidos en acoger de manera adecuada ese don, meditando en sus enseñanzas y traduciendo en la vida sus indicaciones prácticas. Es lo que vosotros mismos habéis tratado de hacer en estos años, personalmente y como comunidad diocesana.

En particular, recientemente, os habéis comprometido en el Sínodo diocesano, dedicado a la parroquia: en él habéis acudido de nuevo al manantial conciliar para sacar la luz y el calor necesarios para hacer que la parroquia vuelva a ser una articulación viva y dinámica de la comunidad diocesana. En la parroquia se aprende a vivir concretamente la propia fe. Esto permite mantener viva la rica tradición del pasado y proponer nuevamente los valores en un ambiente social secularizado, que con frecuencia resulta hostil o indiferente.

Precisamente, pensando en situaciones de este tipo, el Papa Juan XXIII dijo en la encíclica Pacem in terris: los creyentes han de ser "como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios" (
PT 164). Este fue el programa de vida del gran Pontífice, y puede convertirse en el ideal de todo creyente y de toda comunidad cristiana que sepa encontrar, en la celebración eucarística, la fuente del amor gratuito, fiel y misericordioso del Crucificado resucitado.

Permitidme aludir en particular a la familia, sujeto central de la vida eclesial, seno de educación en la fe y célula insustituible de la vida social. En este sentido, el futuro Papa Juan XXIII escribía en una carta a sus familiares: "La educación que deja huellas más profundas es siempre la de la casa. Yo he olvidado mucho de lo que he leído en los libros, pero recuerdo muy bien todo lo que aprendí de mis padres y de los ancianos" (20 de diciembre de 1932). En la familia se aprende de modo especial a vivir en la cotidianidad el mandamiento cristiano fundamental del amor. Precisamente por esto la Iglesia atribuye tanta importancia a la familia, que tiene la misión de manifestar por doquier, por medio de sus hijos, "la grandeza de la caridad cristiana, pues no hay nada más adecuado para extirpar las semillas de discordia, no hay nada más eficaz para favorecer la concordia, la justa paz y la unión fraterna de todos" (Gaudet Mater Ecclesia, 33).

Para concluir, quiero referirme de nuevo a la parroquia, tema del Sínodo diocesano. Vosotros conocéis la solicitud del Papa Juan XXIII por este organismo tan importante en la vida eclesial. Con mucha confianza el Papa Roncalli encomendaba a la parroquia, familia de familias, la tarea de alimentar entre los fieles los sentimientos de comunión y fraternidad. La parroquia, plasmada por la Eucaristía, podrá convertirse —así lo creía él— en levadura de sana inquietud en el generalizado consumismo e individualismo de nuestro tiempo, despertando la solidaridad y abriendo en la fe la mirada del corazón para reconocer al Padre, que es amor gratuito, deseoso de compartir con sus hijos su misma alegría.

Queridos amigos, os ha acompañado a Roma la imagen de la Virgen que el Papa Juan XXIII recibió como don en su visita a Loreto, pocos días antes de la inauguración del Concilio. Él quiso que la estatua fuera colocada en el seminario episcopal que lleva su nombre en la diócesis natal, y veo con alegría que hay muchos seminaristas entusiasmados con su vocación. Pongo en las manos de la Madre de Dios a todas las familias y las parroquias, proponiéndoles el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret: que ellas sean el primer seminario y sepan hacer crecer en su ámbito vocaciones al sacerdocio, a la misión, a la consagración religiosa, a la vida familiar según el Corazón de Cristo.

En una célebre visita durante los primeros meses de su pontificado, el Beato preguntó a quienes lo escuchaban cuál era, según ellos, el sentido de aquel encuentro, y él mismo dio la respuesta: "El Papa ha puesto sus ojos en los vuestros y su corazón junto al vuestro" (en su primera Navidad como Papa, 1958). Pido al Papa Juan XXIII que nos conceda experimentar la cercanía de su mirada y de su corazón, para sentirnos verdaderamente familia de Dios.

Con estos deseos, imparto de buen grado mi afectuosa bendición apostólica a los peregrinos de Bérgamo, en particular a los de Sotto il Monte, pueblo donde nació el beato Pontífice, que tuve la alegría de visitar hace algunos años, así como a las autoridades, a los fieles romanos y orientales aquí presentes, y a todos sus seres queridos.


A LA SEÑORA ANNE LEAHY, NUEVA EMBAJADORA DE CANADÁ ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 30 de octubre de 2008



Señora embajadora:

Con alegría le doy la bienvenida con ocasión de la presentación de las cartas que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de Canadá ante la Santa Sede, y le agradezco el saludo afectuoso que me ha transmitido de parte de la gobernadora general de Canadá. En correspondencia, le ruego que le exprese mis mejores deseos para su persona así como para todo el pueblo canadiense, con el auspicio de que la nueva legislatura que comienza en su país contribuya a la promoción del bien común y a la consolidación de una sociedad cada vez más fraterna.

234 El diálogo confiado que está llamada ahora a mantener entre Canadá y la Santa Sede cuenta ya con una larga historia, puesto que, como usted ha señalado, dentro de algunos meses celebraremos el 40° aniversario del establecimiento de nuestras relaciones diplomáticas. Sin embargo, los vínculos entre la Sede apostólica y su país se remontan a varios siglos. Estas relaciones han dado un matiz particular tanto a la presencia de la Iglesia como a la atención que la Santa Sede presta a su país. Por otra parte, es significativo que el Papa Juan Pablo II haya realizado tres viajes apostólicos a Canadá, el último de los cuales tuvo lugar en 2002 con ocasión de la XVII Jornada mundial de la juventud, a cuyo éxito usted contribuyó personalmente.

Quiero recordar aquí lo que mi venerado predecesor dijo a su llegada a Toronto, dirigiéndose al primer ministro: "Los canadienses son herederos de un humanismo extraordinariamente rico, gracias a la fusión de muchos elementos culturales diversos. Pero el núcleo de vuestra herencia es la visión espiritual y trascendente de la vida, basada en la Revelación cristiana, que ha dado un impulso vital a vuestro desarrollo de sociedad libre, democrática y solidaria, reconocida en todo el mundo como paladina de los derechos humanos y de la dignidad humana" (Discurso durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Toronto, 23 de julio de 2002, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de julio de 2002, p. 12). En esta perspectiva, me alegra particularmente el fortalecimiento de los vínculos de entendimiento entre la Iglesia católica y las comunidades autóctonas de Canadá, cuyo signo muy positivo fue la visita de uno de sus representantes a la asamblea de la Conferencia episcopal canadiense.

También me alegra el empeño de su país por desarrollar colaboraciones multilaterales para resolver numerosos problemas que se plantean a la humanidad en nuestro tiempo. La participación de Canadá en los esfuerzos de la comunidad internacional con vistas a la búsqueda y la consolidación de la paz y la reconciliación en numerosas regiones del mundo es una aportación importante a la instauración de un mundo más justo y más solidario, donde a cada persona humana se la respete en su vocación fundamental.

A este respecto, podemos mencionar el compromiso de Canadá y de la Santa Sede, juntamente con otros países, para apoyar la aplicación de la Convención para la prohibición de las minas antipersonales y promover su universalización. Esta Convención constituye un instrumento internacional que ha obtenido un éxito raramente conseguido en el campo del desarme en tiempos recientes, mostrando, como dijo el Papa Juan Pablo II, que "cuando los Estados se unen, en un clima de comprensión, de respeto mutuo y de cooperación, para oponerse a una cultura de muerte y edificar con confianza una cultura de la vida, la causa de la paz progresa en la conciencia de las personas y de la humanidad entera" (Mensaje a una Conferencia sobre la prohibición de minas antipersonales, 22 de noviembre de 2004, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de diciembre de 2004, p. 4). Del mismo modo, Canadá y la Santa Sede, junto con otros países, se esfuerzan por aportar su contribución a la estabilidad, a la paz y al desarrollo en la región de los Grandes Lagos en África.

Como usted acaba de notar, señora embajadora, el catolicismo, gracias a las instituciones que ha creado y a la cultura que ha promovido, ha representado una clave de bóveda esencial del edificio de la sociedad canadiense. Sin embargo, se han producido y se siguen produciendo profundos cambios en nuestros días. Los signos de estos cambios son visibles en muchos campos y a veces son preocupantes, hasta el punto de preguntarse si no significan también una regresión en la concepción del ser humano. Conciernen sobre todo a los campos de la defensa y la promoción de la vida y la familia fundada en el matrimonio natural. Al ser muy conocidos, no es necesario insistir en ellos.

En este contexto, quiero más bien alentar a todos los canadienses, hombres y mujeres, a reflexionar profundamente sobre el camino que Cristo nos invita a trazar. Es un camino luminoso y lleno de verdad. Una cultura de la vida podría irrigar de nuevo toda la existencia personal y social canadiense. Sé que es posible y que su país es capaz de ello. Para ayudarle, me parece necesario redefinir el sentido del ejercicio de la libertad, expresión invocada demasiado a menudo para justificar ciertos excesos. En efecto, se percibe cada vez más su ejercicio como un valor absoluto -un derecho intangible de la persona-, ignorando la importancia de los orígenes divinos de la libertad y de su dimensión comunitaria necesaria para su construcción.

Según esta interpretación, el individuo por sí solo podría decidir y elegir la fisonomía, las características y las finalidades de la vida, de la muerte y del matrimonio. La verdadera libertad se funda y se desarrolla en última instancia en Dios. Es un don que se puede acoger como un germen y hacerlo madurar de manera responsable para enriquecer verdaderamente a la persona y a la sociedad. El ejercicio de esta libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y une todos los derechos y los deberes. En esta perspectiva, quiero apoyar las iniciativas de los obispos canadienses para favorecer la vida familiar y, por tanto, promover la dignidad de la persona humana.

Entre las instituciones eclesiales de su país, excelencia, las escuelas católicas desempeñan un papel importante en la educación humana y espiritual de la juventud, y prestan así un servicio de gran valor a su país. Por eso, la enseñanza religiosa debe ocupar el lugar que le corresponde, respetando la conciencia de cada uno de los alumnos. En efecto, los padres tienen el derecho inalienable de garantizar la educación religiosa de sus hijos. La enseñanza de la religión, por la contribución específica que puede aportar, representa un recurso fundamental e indispensable para una educación que tiene entre sus objetivos principales la construcción de la personalidad del alumno y el desarrollo de sus capacidades, integrando las dimensiones cognitiva, afectiva y espiritual. Las escuelas católicas, contribuyendo así a la transmisión de la fe a las nuevas generaciones y preparándolas para el diálogo entre los diferentes componentes de la nación, responden a una exigencia constante de la misión de la Iglesia, para el bien de todos, y enriquecen a toda la sociedad canadiense.

Señora embajadora, no faltan hoy signos de esperanza. Así, me alegra el pleno éxito del 49° Congreso eucarístico internacional, que se concluyó en su país el 22 de junio pasado. En este importante encuentro eclesial podemos ver un signo esperanzador de que las antiguas raíces del árbol del catolicismo están aún vivas en Canadá y pueden hacer que vuelva a florecer. Fueron numerosos los peregrinos que pudieron beneficiarse de la cordial hospitalidad de su pueblo. Quiero dar vivamente las gracias a las autoridades de su país por el esfuerzo realizado para favorecer ese acontecimiento. Fiel a una larga tradición, a pesar de las dificultades de nuestra época, Canadá ha sabido seguir siendo una tierra de acogida. Aliento a los canadienses, hombres y mujeres, a proseguir generosamente esta hermosa tradición de apertura, sobre todo con respecto a las personas más frágiles.

Aprovecho esta ocasión, excelencia, para pedirle que salude afectuosamente a la comunidad católica de su país. En el contexto a menudo complejo en el que la Iglesia está llamada a cumplir su misión, aliento a los obispos y a los fieles a seguir poniendo su esperanza en la Palabra de Dios y a testimoniar sin temor entre sus compatriotas la fuerza del amor divino. Que el compromiso de los cristianos en la vida de la sociedad sea siempre la expresión de un amor que busca el bien integral del hombre.

Ahora que comienza su misión, con la certeza de que encontrará siempre una acogida atenta entre mis colaboradores, le expreso, señora embajadora, mis mejores deseos para su feliz cumplimiento, a fin de que las relaciones armoniosas que existen entre Canadá y la Santa Sede prosigan y se profundicen. Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sus colaboradores, así como sobre los responsables y los habitantes de Canadá, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas.



Discursos 2008 229