Discursos 2008 235

A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL PARA LAS CONSULTAS INTERRELIGIOSAS

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Jueves 30 de octubre de 2008



Queridos amigos:

Me alegra dar la bienvenida a esta delegación del Comité judío internacional para las consultas interreligiosas. Desde hace más de treinta años, vuestro Comité y la Santa Sede mantienen contactos regulares y fructíferos, que han contribuido a un entendimiento y aceptación mayores entre católicos y judíos. Aprovecho de buen grado esta ocasión para reafirmar el compromiso de la Iglesia de llevar a la práctica los principios expuestos en la histórica declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II. Esta Declaración, que condenó firmemente toda forma de antisemitismo, ha constituido tanto un hito en la larga historia de las relaciones entre católicos y judíos, como una invitación a una renovada comprensión teológica de las relaciones entre la Iglesia y el pueblo judío.

Hoy los cristianos son cada vez más conscientes del patrimonio espiritual que comparten con el pueblo de la Torá, el pueblo elegido por Dios en su misericordia inefable, un patrimonio que impulsa a un aprecio, respeto y amor mutuo mayor (cf. Nostra aetate ). También a los judíos se les exhorta a descubrir lo que tienen en común con todos los que creen en el Señor, el Dios de Israel, quien se reveló primero a sí mismo a través de su Palabra poderosa y que da la vida. Como nos recuerda el salmista, la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero; nos mantiene vivos y nos da nueva vida (cf. Ps 119,105). Esta Palabra nos impulsa a dar un testimonio común del amor, de la misericordia y de la verdad de Dios. Este es un servicio vital en nuestro tiempo, amenazado por la pérdida de los valores morales y espirituales que garantizan la dignidad humana, la solidaridad, la justicia y la paz.

En nuestro atormentado mundo, marcado con tanta frecuencia por la pobreza, la violencia y la explotación, el diálogo entre las culturas y las religiones debe considerarse cada vez más como un deber sagrado que incumbe a todos aquellos que están comprometidos en la construcción de un mundo digno del hombre. La capacidad de aceptarnos y respetarnos unos a otros, y de decir la verdad con amor, es esencial para superar diferencias, prevenir incomprensiones y evitar enfrentamientos inútiles. Como vosotros mismos habéis experimentado a lo largo de los años en los encuentros del Comité internacional de unión, el diálogo sólo es serio y honrado cuando respeta las diferencias y reconoce a los otros en su alteridad. Un diálogo sincero necesita tanto apertura como un fuerte sentido de identidad por ambas partes, a fin de enriquecerse mutuamente con los dones del otro.

En los meses pasados, tuve el placer de encontrarme con comunidades judías en Nueva York, en París y aquí en el Vaticano. Doy gracias al Señor por estos encuentros y por el progreso de las relaciones entre católicos y judíos que reflejan. Con este espíritu, por tanto, os animo a perseverar en vuestra importante labor con paciencia y con renovado empeño. Os expreso mis mejores deseos y mi oración por el encuentro que vuestro Comité prepara para el mes próximo en Budapest con una delegación de la Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas con los judíos, a fin de tratar sobre el tema: "La religión y la sociedad civil hoy".

Con estos sentimientos, queridos amigos, pido al Todopoderoso que continúe velando sobre vosotros y vuestras familias, y que guíe vuestros pasos por el sendero de la paz.


A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LAS UNIVERSIDADES ECLESIÁSTICAS PONTIFICIAS Y ATENEOS DE ROMA

Basílica de San Pedro

Jueves 30 de octubre de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
236 queridos hermanos y hermanas:

Para mí siempre es motivo de alegría este encuentro tradicional con las universidades eclesiásticas romanas al inicio del año académico. Os saludo a todos con gran afecto, comenzando por el señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que ha presidido la santa misa y al que agradezco las palabras con las que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Me complace saludar a los demás cardenales y prelados presentes, como también a los rectores, a los profesores, a los responsables y a los superiores de los seminarios y de los colegios, y naturalmente a vosotros, queridos estudiantes, que habéis venido a Roma desde distintos países para realizar vuestros estudios.

En este año, en el que celebramos el jubileo bimilenario del nacimiento del apóstol san Pablo, quiero reflexionar brevemente con vosotros en un aspecto de su mensaje que me parece particularmente adecuado para vosotros, estudiosos y estudiantes, y sobre el que hablé también ayer en la catequesis durante la Audiencia general. Me refiero a lo que escribe san Pablo sobre la sabiduría cristiana, de modo particular en su primera carta a los Corintios, comunidad en la que habían surgido rivalidades entre los discípulos. El Apóstol afronta el problema de esas divisiones en la comunidad, afirmando que son un signo de la falsa sabiduría, es decir, de una mentalidad aún inmadura por ser carnal y no espiritual (cf.
1Co 3,1-3). Refiriéndose después a su propia experiencia, san Pablo recuerda a los Corintios que Cristo lo envió a anunciar el Evangelio "no con sabiduría de palabras, para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Co 1,17).

Partiendo de allí, desarrolla una reflexión sobre la "sabiduría de la cruz", es decir, sobre la sabiduría de Dios, que se contrapone a la sabiduría de este mundo. El Apóstol insiste en el contraste existente entre las dos sabidurías, de las cuales sólo una es verdadera, la divina, mientras que la otra en realidad es "necedad". Ahora bien, la novedad sorprendente, que exige ser siempre redescubierta y acogida, es el hecho de que la sabiduría divina, en Cristo, nos ha sido dada, nos ha sido participada. Al final del capítulo 2 de esa Carta, hay una expresión que resume esta novedad y que, precisamente por esto, nunca deja de sorprender. San Pablo escribe: "Ahora tenemos el pensamiento de Cristo" —?µei? de ???? ???st?? ???µe?— (1Co 2,16). Esta contraposición entre las dos sabidurías no se ha de identificar con la diferencia entre la teología, por una parte, y la filosofía y las ciencias, por otra. En realidad, se trata de dos posturas fundamentales. La "sabiduría de este mundo" es un modo de vivir y de ver las cosas prescindiendo de Dios y siguiendo las opiniones dominantes, según los criterios del éxito y del poder. La "sabiduría divina" consiste en seguir el pensamiento de Cristo: es Cristo quien nos abre los ojos del corazón para seguir el camino de la verdad y del amor.

Queridos estudiantes, habéis venido a Roma para profundizar vuestros conocimientos en el campo teológico; y, aunque estudiéis otras materias distintas de la teología, por ejemplo derecho, historia, ciencias humanas, arte, etc., sin embargo la formación espiritual según el pensamiento de Cristo sigue siendo fundamental para vosotros, y esta es la perspectiva de vuestros estudios. Por eso para vosotros son importantes estas palabras del apóstol san Pablo y las que leemos inmediatamente después, también en la primera carta a los Corintios: "¿Quién conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado" (1Co 2,11-12). Seguimos dentro del esquema de contraposición entre la sabiduría humana y la sabiduría divina. Para conocer y comprender las cosas espirituales es preciso ser hombres y mujeres espirituales, porque si se es carnal, se recae inevitablemente en la necedad, aunque uno estudie mucho y sea "docto" y "sutil razonador de este mundo" (cf. 1Co 1,20).

En este texto paulino podemos ver un acercamiento muy significativo a los versículos del Evangelio que narran la bendición de Jesús dirigida a Dios Padre, porque —dice el Señor— "has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños" (Mt 11,25). Los "sabios" de los que habla Jesús son aquellos a quienes san Pablo llama "los sabios de este mundo". En cambio, los "pequeños" son aquellos a quienes el Apóstol califica de "necios", "débiles", "plebeyos y despreciables" para el mundo (1Co 1,27-28), pero que en realidad, si acogen "la palabra de la cruz" (1Co 1,18), se convierten en los verdaderos sabios. Hasta el punto de que san Pablo exhorta a quienes se creen sabios según los criterios del mundo a "hacerse necios", para llegar a ser verdaderamente sabios ante Dios (cf. 1Co 3,18). Esta no es una actitud anti-intelectual, no es oposición a la "recta ratio". San Pablo, siguiendo a Jesús, se opone a un tipo de soberbia intelectual en la que el hombre, aunque sepa mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la disponibilidad a abrirse a la novedad del obrar divino.

Queridos amigos, esta reflexión paulina no quiere en absoluto llevar a subestimar el empeño humano necesario para el conocimiento, sino que se pone en otro plano: a san Pablo le interesa subrayar —y lo hace con claridad— qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en cambio, puede ocasionar división y ruina. El Apóstol, por tanto, denuncia el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. En efecto, no es el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el "vanagloriarse" de lo que se ha llegado —o se presume haber llegado— a conocer.

Precisamente de aquí derivan las facciones y las discordias en la Iglesia y, análogamente, en la sociedad. Así pues, se trata de cultivar la sabiduría no según la carne, sino según el Espíritu. Sabemos bien que san Pablo con las palabras "carne, carnal" no se refiere al cuerpo, sino a una forma de vivir sólo para sí mismos y según los criterios del mundo. Por eso, según san Pablo, siempre es necesario purificar el propio corazón del veneno del orgullo, presente en cada uno de nosotros. Por consiguiente, también nosotros debemos gritar como san Pablo: "¿Quién nos librará?" (cf. Rm 7,24). Y también nosotros podemos recibir como él la respuesta: la gracia de Jesucristo, que el Padre nos ha dado mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 7,25).

El "pensamiento de Cristo", que por gracia hemos recibido, nos purifica de la falsa sabiduría. Y este "pensamiento de Cristo" lo acogemos a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su tradición viva. Lo expresa muy bien la iconografía que representa a Jesús-Sabiduría en el seno de su Madre María, símbolo de la Iglesia: In gremio Matris sedet Sapientia Patris: en el regazo de la Madre está la Sabiduría del Padre, es decir, Cristo. Permaneciendo fieles a ese Jesús que María nos ofrece, al Cristo que la Iglesia nos presenta, podemos dedicarnos intensamente al trabajo intelectual, libres interiormente de la tentación del orgullo y gloriándonos siempre y sólo en el Señor.

Queridos hermanos y hermanas, este es el deseo que os expreso al inicio del nuevo año académico, invocando sobre todos vosotros la protección maternal de María, Sedes Sapientiae, y del apóstol san Pablo. Que os acompañe también mi afectuosa bendición.


A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS

Sala Clementina

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Viernes 31 de octubre de 2008



Ilustres señoras y señores:

Me alegra saludaros a vosotros, miembros de la Academia pontificia de ciencias, con ocasión de vuestra asamblea plenaria, y agradezco al profesor Nicola Cabibbo las palabras que me ha dirigido amablemente en vuestro nombre.

Con la elección del tema: "Visión científica de la evolución del universo y de la vida", tratáis de concentraros en un área de investigación que despierta mucho interés. De hecho, hoy muchos de nuestros contemporáneos desean reflexionar sobre el origen fundamental de los seres, sobre su causa, sobre su fin y sobre el sentido de la historia humana y del universo.

En este contexto se plantean naturalmente cuestiones concernientes a la relación entre la lectura del mundo que hacen las ciencias y la que ofrece la Revelación cristiana. Mis predecesores el Papa Pío XII y el Papa Juan Pablo II reafirmaron que no hay oposición entre la visión de la creación por parte de la fe y la prueba de las ciencias empíricas. En sus inicios, la filosofía propuso imágenes para explicar el origen del cosmos, basándose en uno o varios elementos del mundo material. Esta génesis no se consideraba una creación, sino más bien una mutación o una transformación. Implicaba una interpretación en cierto modo horizontal del origen del mundo.

Un avance decisivo en la comprensión del origen del cosmos fue la consideración del ser en cuanto ser y el interés de la metafísica por la cuestión fundamental del origen primero o trascendente del ser participado. Para desarrollarse y evolucionar, el mundo primero debe existir y, por tanto, haber pasado de la nada al ser. Dicho de otra forma, debe haber sido creado por el primer Ser, que es tal por esencia.

Afirmar que el fundamento del cosmos y de su desarrollo es la sabiduría providente del Creador no quiere decir que la creación sólo tiene que ver con el inicio de la historia del mundo y la vida. Más bien, implica que el Creador funda este desarrollo y lo sostiene, lo fija y lo mantiene continuamente. Santo Tomás de Aquino enseñó que la noción de creación debe trascender el origen horizontal del desarrollo de los acontecimientos, es decir, de la historia, y en consecuencia todos nuestros modos puramente naturalistas de pensar y hablar sobre la evolución del mundo. Santo Tomás afirmaba que la creación no es ni un movimiento ni una mutación. Más bien, es la relación fundacional y continua que une a la criatura con el Creador, porque él es la causa de todos los seres y de todo lo que llega a ser (cf. Summa theologiae, I 45,3).

"Evolucionar" significa literalmente "desenrollar un rollo de pergamino", o sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro tiene sus raíces en el cristianismo y ha sido apreciada por muchos científicos. Galileo veía la naturaleza como un libro cuyo autor es Dios, del mismo modo que lo es de la Escritura. Es un libro cuya historia, cuya evolución, cuya "escritura" y cuyo significado "leemos" de acuerdo con los diferentes enfoques de las ciencias, mientras que durante todo el tiempo presupone la presencia fundamental del autor que en él ha querido revelarse a sí mismo.

Esta imagen también nos ayuda a comprender que el mundo, lejos de tener su origen en el caos, se parece a un libro ordenado: es un cosmos. A pesar de algunos elementos irracionales, caóticos y destructores en los largos procesos de cambio en el cosmos, la materia como tal se puede "leer". Tiene una "matemática" ínsita. Por tanto, la mente humana no sólo puede dedicarse a una "cosmografía" que estudia los fenómenos mensurables, sino también a una "cosmología" que discierne la lógica interna y visible del cosmos.

Al principio tal vez no somos capaces de ver la armonía tanto del todo como de las relaciones entre las partes individuales, o su relación con el todo. Sin embargo, hay siempre una amplia gama de acontecimientos inteligibles, y el proceso es racional en la medida que revela un orden de correspondencias evidentes y finalidades innegables: en el mundo inorgánico, entre microestructuras y macroestructuras; en el mundo orgánico y animal, entre estructura y función; y en el mundo espiritual, entre el conocimiento de la verdad y la aspiración a la libertad. La investigación experimental y filosófica descubre gradualmente estos órdenes; percibe que actúan para mantenerse en el ser, defendiéndose de los desequilibrios y superando los obstáculos. Y, gracias a las ciencias naturales, hemos ampliado mucho nuestra comprensión del lugar único que ocupa la humanidad en el cosmos.

La distinción entre un simple ser vivo y un ser espiritual, que es capax Dei, indica la existencia del alma intelectiva de un sujeto libre y trascendente. Por eso, el magisterio de la Iglesia ha afirmado constantemente que "cada alma espiritual es directamente creada por Dios —no es "producida" por los padres—, y es inmortal" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 366). Esto pone de manifiesto la peculiaridad de la antropología e invita al pensamiento moderno a explorarla.

238 Ilustres académicos, deseo concluir recordando las palabras que os dirigió mi predecesor el Papa Juan Pablo II en noviembre de 2003: "La verdad científica, que es en sí misma participación en la Verdad divina, puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender cada vez más plenamente la persona humana y la revelación de Dios sobre el hombre, una revelación completada y perfeccionada en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido, junto con toda la Iglesia, por este importante enriquecimiento mutuo en la búsqueda de la verdad y del bien de la humanidad" (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 10 de noviembre de 2003: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de noviembre de 2003, p. 5).

Sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todas las personas relacionadas con el trabajo de la Academia pontificia de ciencias, invoco de corazón las bendiciones divinas de sabiduría y paz.


A LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATÓLICA

Viernes 31 de octubre de 2008



Eminencia;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con mucho gusto os doy mi más cordial bienvenida y os agradezco esta visita con motivo del II Encuentro internacional de obispos que acompañan a las nuevas comunidades de la Renovación carismática católica, del Consejo internacional de la Fraternidad católica de comunidades y asociaciones carismáticas de la Alianza y, por último, de la XIII Conferencia internacional, convocada en Asís, sobre el tema: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado, fuerza y sabiduría de Dios" (cf. 1Co 1,23-24), en el que participan las principales comunidades de la Renovación carismática en el mundo. Os saludo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, así como a todos los que trabajáis al servicio de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades. Dirijo un saludo especial al profesor Matteo Calisi, presidente de la Fraternidad católica, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos.

Como ya he afirmado en otras circunstancias, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, que han florecido después del concilio Vaticano II, constituyen un don singular del Señor y un valioso recurso para la vida de la Iglesia. Es preciso acogerlos con confianza y valorarlos en sus diferentes contribuciones que han de ponerse al servicio de la utilidad común de manera ordenada y fecunda. Es de gran interés vuestra reflexión actual sobre el carácter central de Cristo en la predicación, así como sobre la importancia de "los carismas en la vida de la Iglesia particular", haciendo referencia a la teología paulina, al Nuevo Testamento y a la experiencia de la Renovación carismática.

Lo que vemos en el Nuevo Testamento sobre los carismas, que surgieron como signos visibles de la venida del Espíritu Santo, no es un acontecimiento histórico del pasado, sino una realidad siempre viva: el mismo Espíritu divino, alma de la Iglesia, actúa en ella en todas las épocas, y sus intervenciones, misteriosas y eficaces, se manifiestan en nuestro tiempo de manera providencial. Los movimientos y las nuevas comunidades son como irrupciones del Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad contemporánea. Entonces podemos decir muy bien que uno de los elementos y de los aspectos positivos de las comunidades de la Renovación carismática católica es precisamente la importancia que en ellas tienen los carismas o dones del Espíritu Santo y su mérito consiste en haber recordado en la Iglesia su actualidad.

El concilio Vaticano II, en varios documentos, hace referencia a los movimientos y a las nuevas comunidades eclesiales, especialmente en la constitución dogmática Lumen gentium, donde se dice: "Los carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo" (LG 12). Después, también el Catecismo de la Iglesia católica ha subrayado el valor y la importancia de los nuevos carismas en la Iglesia, cuya autenticidad es garantizada por la disponibilidad a someterse al discernimiento de la autoridad eclesiástica (cf. CEC 2003). Precisamente por el hecho de que somos testigos de un prometedor florecimiento de movimientos y comunidades eclesiales, es importante que los pastores ejerzan con respecto a ellos un discernimiento prudente, sabio y benévolo.

Deseo de corazón que se intensifique el diálogo entre pastores y movimientos eclesiales en todos los niveles: en las parroquias, en las diócesis y con la Sede apostólica. Sé que se están estudiando formas oportunas para dar reconocimiento pontificio a los nuevos movimientos y comunidades eclesiales, y muchos ya lo han recibido. Los pastores, especialmente los obispos, por el deber de discernimiento que les compete, no pueden desconocer este dato: el reconocimiento o la erección de asociaciones internacionales por parte de la Santa Sede para la Iglesia universal (cf. Congregación para los obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, Apostolorum Successores, cap. 4, 8 ).

239 Queridos hermanos y hermanas, entre estas nuevas realidades eclesiales reconocidas por la Santa Sede se encuentra también vuestra Fraternidad católica de comunidades y asociaciones carismáticas de la Alianza, asociación internacional de fieles, que desempeña una misión específica en el seno de la Renovación carismática católica (cf. Decreto del Consejo pontificio para los laicos, 30 de noviembre de 1990, prot. 1585/S-6//B-SO).

Uno de sus objetivos, según las indicaciones de mi venerado predecesor Juan Pablo II, consiste en salvaguardar la identidad católica de las comunidades carismáticas y alentarlas a mantener un vínculo estrecho con los obispos y con el Romano Pontífice (cf. Carta autógrafa a la Fraternidad católica, 1 de junio de 1998: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 1998, p. 11). Asimismo, me ha complacido saber que se propone constituir un centro de formación permanente para los miembros y los responsables de las comunidades carismáticas. Esto permitirá a la Fraternidad católica desempeñar mejor su propia misión eclesial orientada a la evangelización, a la liturgia, a la adoración, al ecumenismo, a la familia, a los jóvenes y a las vocaciones de especial consagración; misión que se verá favorecida por el traslado de la sede internacional de la asociación a Roma, para poder mantener un contacto más cercano con el Consejo pontificio para los laicos.

Queridos hermanos y hermanas, la salvaguarda de la fidelidad a la identidad católica y del carácter eclesial de cada una de vuestras comunidades os permitirá dar por doquier un testimonio vivo y operante del profundo misterio de la Iglesia. Y esto promoverá la capacidad de las diferentes comunidades de atraer a nuevos miembros.

Encomiendo los trabajos de vuestros respectivos congresos a la protección de María, Madre de la Iglesia, templo vivo del Espíritu Santo, y a la intercesión de san Francisco y santa Clara de Asís, ejemplos de santidad y de renovación espiritual, mientras os imparto de corazón a vosotros y a todas vuestras comunidades una bendición apostólica especial.

Noviembre de 2008



A LOS PARTICIPANTES EN UN SEMINARIO DEL FORO CATÓLICO-MUSULMÁN

Sala Clementina

Jueves 6 de noviembre de 2008

Queridos amigos:

Me alegra daros la bienvenida esta mañana y os saludo cordialmente a todos. Doy las gracias en especial al cardenal Jean-Louis Tauran, al jeque Mustafá Ceric y al señor Seyyed Hossein Nasr por sus palabras. Nuestro encuentro se celebra al concluir el importante seminario organizado por el Foro católico-musulmán, instituido por el Consejo pontificio para el diálogo interreligioso y por representantes de los 138 líderes musulmanes que firmaron la carta abierta a los líderes cristianos del 13 de octubre de 2007.

Este encuentro es un signo claro de nuestra estima recíproca y de nuestro deseo de escucharnos unos a otros con respeto. Puedo aseguraros que he seguido con la oración los progresos de vuestro encuentro, consciente de que representa un paso ulterior en el camino hacia una mayor comprensión entre musulmanes y cristianos, en el ámbito de otros encuentros regulares que la Santa Sede promueve con diferentes grupos musulmanes. La carta abierta "Una palabra común entre vosotros y nosotros" ha recibido numerosas respuestas y ha suscitado un diálogo, iniciativas y encuentros específicos, orientados a ayudarnos a conocernos mutuamente de una manera más profunda y a crecer en la estima por los valores que compartimos. Para nosotros el gran interés suscitado por este seminario es un estímulo para asegurar que las reflexiones y los desarrollos positivos que surgen del diálogo entre cristianos y musulmanes no se limiten a un grupo restringido de expertos y eruditos, sino que se transmitan como un valioso legado para ponerlos al servicio de todos, a fin de que den fruto en nuestra vida de cada día.

El tema que habéis escogido para el encuentro —"Amor a Dios y amor al prójimo: la dignidad de la persona y el respeto recíproco"— es particularmente significativo. Está tomado de la carta abierta, que presenta el amor a Dios y el amor al prójimo como centro tanto del islam como del cristianismo. Este tema ilumina más claramente todavía los fundamentos teológicos y espirituales de una enseñanza central de nuestras religiones respectivas.

La tradición cristiana proclama que Dios es Amor (cf. 1Jn 4,16). Por amor creó todo el universo, y con su amor se hace presente en la historia humana. El amor de Dios se ha hecho visible, manifestándose de manera plena y definitiva en Jesucristo. Él descendió para salir al encuentro del hombre y, sin dejar de ser Dios, asumió nuestra naturaleza. Se entregó a sí mismo para restituir su plena dignidad a cada persona y para traernos la salvación. ¿Cómo podríamos explicar el misterio de la Encarnación y de la Redención sino con el Amor? Este amor infinito y eterno nos permite responder ofreciendo a cambio todo nuestro amor: amor a Dios y amor al prójimo. Puse de relieve esta verdad, que consideramos fundamental, en mi primera encíclica, Deus caritas est, puesto que es una enseñanza central de la fe cristiana. Nuestra llamada y nuestra misión consisten en compartir libremente con los demás el amor que Dios nos da sin ningún mérito por nuestra parte.

240 Soy consciente de que musulmanes y cristianos tienen planteamientos diferentes con respecto a las cuestiones que afectan a Dios. Sin embargo, podemos y debemos ser adoradores del único Dios, que nos ha creado y que se preocupa de cada persona en todas las partes del mundo. Juntos debemos mostrar, con el respeto recíproco y la solidaridad, que nos consideramos miembros de una sola familia: la familia que Dios ha amado y reunido desde la creación del mundo hasta el fin de la historia humana.

Me ha complacido saber que en vuestro encuentro habéis tomado una postura común sobre la necesidad de adorar a Dios totalmente y de amar desinteresadamente a los demás, hombres y mujeres, de modo especial a los que sufren y a los necesitados. Dios nos llama a trabajar juntos en favor de las víctimas de la enfermedad, del hambre, de la pobreza, de la injusticia y de la violencia. Para los cristianos, el amor a Dios está unido de forma inseparable al amor a nuestros hermanos y hermanas, a todos los hombres y mujeres, sin distinción de raza y cultura. Como escribe san Juan, "si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (
1Jn 4,20).

También la tradición musulmana es muy clara al alentar al compromiso práctico en favor de los más necesitados y recuerda inmediatamente su propia "regla de oro": vuestra fe no será perfecta si no hacéis a los demás lo que queréis para vosotros mismos. Por eso, debemos cooperar en la promoción del respeto auténtico de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales, aun cuando nuestras concepciones antropológicas y nuestras teologías lo justifiquen de modos diferentes. Hay un sector muy amplio en el que podemos trabajar juntos: la defensa y la promoción de los valores morales que forman parte de nuestra herencia común.

Sólo si reconocemos el papel central de la persona y la dignidad de cada ser humano, respetando y defendiendo la vida, que es un don de Dios y que por tanto es sagrada tanto para los cristianos como para los musulmanes, encontraremos un terreno común para construir un mundo más fraterno, un mundo en el que los contrastes y las diferencias se resuelvan pacíficamente y se neutralice la fuerza devastadora de las ideologías.

Espero, una vez más, que estos derechos humanos fundamentales se protejan por doquier para todas las personas. Los líderes políticos y religiosos tienen el deber de garantizar el libre ejercicio de estos derechos respetando plenamente la libertad de conciencia y de religión de cada uno. La discriminación y la violencia que sufren, también hoy, los creyentes en el mundo, y las persecuciones a menudo violentas de las que son objeto, son actos inaceptables e injustificables, y son mucho más graves y deplorables cuando se llevan a cabo en nombre de Dios.

El nombre de Dios sólo puede ser un nombre de paz y fraternidad, justicia y amor. Estamos llamados a demostrar, con palabras y sobre todo con hechos, que el mensaje de nuestras religiones es indefectiblemente un mensaje de armonía y de entendimiento mutuo. Es fundamental que lo hagamos, porque de lo contrario no sólo debilitaríamos la credibilidad y la eficacia de nuestro diálogo, sino también la de nuestras religiones mismas.

Rezo para que el Foro católico-musulmán, que ahora con confianza está dando sus primeros pasos, se convierta cada vez más en un espacio de diálogo y nos ayude a recorrer juntos el camino hacia un conocimiento cada vez más pleno de la Verdad. Este encuentro es también una ocasión privilegiada para comprometernos en una búsqueda más profunda del amor a Dios y del amor al prójimo, condición indispensable para ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo un servicio auténtico de reconciliación y de paz.

Queridos amigos, unamos nuestros esfuerzos, con buena voluntad, para superar todos los malentendidos y desacuerdos. Decidámonos a superar los prejuicios del pasado y a corregir la imagen a menudo distorsionada del otro que puede crear todavía hoy dificultades en nuestras relaciones. Trabajemos juntos para educar a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, a construir un futuro común.

Que Dios nos sostenga en nuestras buenas intenciones y permita a nuestras comunidades vivir con coherencia la verdad del amor, que constituye el corazón del creyente y es la base del respeto de la dignidad de toda persona. Que Dios, misericordioso y compasivo, nos asista en esta ardua misión, nos proteja, nos bendiga y nos ilumine siempre con la fuerza de su amor.


A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LA DONACIÓN DE ÓRGANOS

ORGANIZADO POR LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sala Clementina

Viernes 7 de noviembre de 2008



Venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores y señoras:

241 La donación de órganos es una forma peculiar de testimonio de la caridad. En un tiempo como el nuestro, con frecuencia marcado por diferentes formas de egoísmo, es cada vez más urgente comprender cuán determinante es para una correcta concepción de la vida entrar en la lógica de la gratuidad. En efecto, existe una responsabilidad del amor y de la caridad que compromete a hacer de la propia vida un don para los demás, si se quiere verdaderamente la propia realización. Como nos enseñó el Señor Jesús, sólo quien da su vida podrá salvarla (cf. Lc 9,24).

A la vez que saludo a todos los presentes, en particular al senador Maurizio Sacconi, ministro de Trabajo, salud y políticas sociales de Italia, doy las gracias al arzobispo monseñor Rino Fisichella, presidente de la Academia pontificia para la vida por las palabras que me ha dirigido, ilustrando el profundo significado de este encuentro y presentando la síntesis de los trabajos del Congreso. Asimismo, también doy las gracias al presidente de la Federación internacional de las Asociaciones médicas católicas y al director del Centro nacional de trasplantes, subrayando con aprecio el valor de la colaboración de estos organismos en un ámbito como el del trasplante de órganos, que ha sido objeto, ilustres señores y señoras, de vuestras jornadas de estudio y de debate.

La historia de la medicina muestra con evidencia los grandes progresos que se han podido realizar para permitir una vida cada vez más digna a toda persona que sufre. Los trasplantes de tejidos y de órganos constituyen una gran conquista de la ciencia médica y son ciertamente un signo de esperanza para muchas personas que atraviesan graves y a veces extremas situaciones clínicas.

Si extendemos nuestra mirada al mundo entero, es fácil constatar los numerosos y complejos casos en los que, gracias a la técnica del trasplante de órganos, muchas personas han superado fases sumamente críticas y han recuperado la alegría de vivir. Esto nunca hubiera podido suceder si el compromiso de los médicos y la competencia de los investigadores no hubieran podido contar con la generosidad y el altruismo de quienes han donado sus órganos. Por desgracia, el problema de la disponibilidad de órganos vitales para trasplantes no es teórico, sino dramáticamente práctico; se puede constatar en la larga lista de espera de muchos enfermos cuyas únicas posibilidades de supervivencia están vinculadas a las pocas donaciones que no corresponden a las necesidades objetivas.

Es útil, sobre todo en el contexto actual, volver a reflexionar en esta conquista de la ciencia, para que la multiplicación de las peticiones de trasplantes no altere los principios éticos que constituyen su fundamento. Como dije en mi primera encíclica, el cuerpo nunca podrá ser considerado como un mero objeto (cf. Deus caritas est ); de lo contrario, se impondría la lógica del mercado. El cuerpo de toda persona, junto con el espíritu que es dado a cada uno individualmente, constituye una unidad inseparable en la que está impresa la imagen de Dios mismo. Prescindir de esta dimensión lleva a perspectivas incapaces de captar la totalidad del misterio presente en cada persona. Por tanto, es necesario que en primer lugar se ponga el respeto a la dignidad de la persona y la defensa de su identidad personal.

Por lo que se refiere a la técnica del trasplante de órganos, esto significa que sólo se puede donar si no se pone en serio peligro la propia salud y la propia identidad, y siempre por un motivo moralmente válido y proporcionado. Eventuales lógicas de compraventa de órganos, así como la adopción de criterios discriminatorios o utilitaristas, desentonarían hasta tal punto con el significado mismo de la donación que por sí mismos se pondrían fuera de juego, calificándose como actos moralmente ilícitos. Los abusos en los trasplantes y su tráfico, que con frecuencia afectan a personas inocentes, como los niños, deben ser unánimemente rechazados de inmediato por la comunidad científica y médica como prácticas inaceptables. Por tanto, deben ser condenados con decisión como abominables. Es preciso reafirmar el mismo principio ético cuando se quiere llegar a la creación y destrucción de embriones humanos con fines terapéuticos. La sola idea de considerar el embrión como "material terapéutico" contradice los fundamentos culturales, civiles y éticos sobre los que se basa la dignidad de la persona.

Con frecuencia, la técnica del trasplante de órganos se realiza por un gesto de total gratuidad por parte de los familiares de pacientes cuya muerte se ha certificado. En estos casos, el consentimiento informado es condición previa de libertad para que el trasplante se considere un don y no se interprete como un acto coercitivo o de abuso. En cualquier caso, es útil recordar que los órganos vitales sólo pueden extraerse de un cadáver (ex cadavere), el cual, por lo demás, posee una dignidad propia que se debe respetar.

La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores en la constatación de la muerte del paciente. Conviene, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como este no puede existir la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución. Para esto es útil incrementar la investigación y la reflexión interdisciplinar, de manera que se presente a la opinión pública la verdad más transparente sobre las implicaciones antropológicas, sociales, éticas y jurídicas de la práctica del trasplante.

En estos casos, desde luego, debe regir como criterio principal el respeto a la vida del donante de modo que la extracción de órganos sólo tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia católica 476). El acto de amor que se expresa con el don de los propios órganos vitales es un testimonio genuino de caridad que sabe ver más allá de la muerte para que siempre venza la vida. El receptor debería ser muy consciente del valor de este gesto, pues es destinatario de un don que va más allá del beneficio terapéutico. Lo que recibe, antes que un órgano, es un testimonio de amor que debe suscitar una respuesta igualmente generosa, de manera que se incremente la cultura del don y de la gratuidad.

El camino real que es preciso seguir, hasta que la ciencia descubra nuevas formas posibles y más avanzadas de terapia, deberá ser la formación y la difusión de una cultura de la solidaridad que se abra a todos, sin excluir a nadie. Una medicina de los trasplantes coherente con una ética de la donación exige de todos el compromiso de realizar todos los esfuerzos posibles en la formación y en la información a fin de sensibilizar cada vez más a las conciencias en lo referente a un problema que afecta directamente a la vida de muchas personas. Será necesario, por tanto, superar prejuicios y malentendidos, disipar desconfianzas y temores para sustituirlos con certezas y garantías, permitiendo que crezca en todos una conciencia cada vez más generalizada del gran don de la vida.
Con estos sentimientos, a la vez que deseo a cada uno de vosotros que continúe su trabajo con la debida competencia y profesionalidad, invoco la ayuda de Dios sobre las actividades del Congreso e imparto a todos de corazón mi bendición.



Discursos 2008 235