Discursos 2008 42

42 Por eso, deseo vivamente que toda la Compañía de Jesús, gracias a los logros de vuestra Congregación, viva con impulso y fervor renovados la misión para la que el Espíritu la suscitó en la Iglesia y la ha conservado durante más de cuatro siglos y medio con extraordinaria fecundidad de frutos apostólicos. Hoy deseo animaros a vosotros y a vuestros hermanos a proseguir por el camino de esa misión, con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el contexto eclesial y social característico de este inicio de milenio.

Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o les resulta difícil hacerlo. Han quedado grabadas en vuestro corazón las palabras de Pablo VI: «Dondequiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y de primera línea, en las encrucijadas ideológicas, en las trincheras sociales, ha habido o hay conflicto entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han estado y están los jesuitas» (Discurso a la XXXII Congregación general, 3 de diciembre de 1974, II: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 diciembre de 1974, p. 9).

Como reza la Fórmula de vuestro instituto, la Compañía de Jesús está constituida ante todo «para la defensa y la propagación de la fe». En una época en la que se abrían nuevos horizontes geográficos, los primeros compañeros de san Ignacio se pusieron a disposición del Papa precisamente para que «los emplease en lo que juzgase ser de mayor gloria de Dios y utilidad de las almas» (Autobiografía, n. 85). Así fueron enviados a anunciar al Señor a pueblos y culturas que no lo conocían aún. Y lo hicieron con una valentía y un celo que siguen sirviendo de ejemplo e inspiración hasta nuestros días: el nombre de san Francisco Javier es el más famoso de todos, pero ¡cuántos otros se podrían citar!

Hoy los nuevos pueblos que no conocen al Señor —o que lo conocen mal, hasta el punto de que no saben reconocerlo como el Salvador—, más que geográficamente, están alejados desde un punto de vista cultural. No son los mares o las grandes distancias los obstáculos que afrontan hoy los heraldos del Evangelio, sino las fronteras que, debido a una visión errónea o superficial de Dios y del hombre, se interponen entre la fe y el saber humano, entre la fe y la ciencia moderna, entre la fe y el compromiso por la justicia.

Por eso, la Iglesia necesita con urgencia personas de fe sólida y profunda, de cultura seria y de auténtica sensibilidad humana y social; necesita religiosos y sacerdotes que dediquen su vida precisamente a permanecer en esas fronteras para testimoniar y ayudar a comprender que en ellas existe, en cambio, una armonía profunda entre fe y razón, entre espíritu evangélico, sed de justicia y trabajo por la paz. Sólo así será posible dar a conocer el verdadero rostro del Señor a tantos hombres para los que hoy permanece oculto o irreconocible. Por tanto, a ello debe dedicarse preferentemente la Compañía de Jesús. Fiel a su mejor tradición, debe seguir formando con gran esmero a sus miembros en la ciencia y en la virtud, sin contentarse con la mediocridad, pues la tarea de la confrontación y el diálogo con los contextos sociales y culturales muy diversos y las diferentes mentalidades del mundo actual es una de las más difíciles y arduas. Y esta búsqueda de la calidad y de la solidez humana, espiritual y cultural, debe caracterizar también a toda la múltiple actividad formativa y educativa de los jesuitas en favor de los más diversos tipos de personas, dondequiera que se encuentren.

A lo largo de su historia, la Compañía de Jesús ha vivido experiencias extraordinarias de anuncio y de encuentro entre el Evangelio y las culturas del mundo: basta pensar en Matteo Ricci en China, en Roberto De Nobili en la India o en las "Reducciones" de América Latina. Y de ellas estáis justamente orgullosos. Hoy siento el deber de exhortaros a seguir de nuevo las huellas de vuestros antecesores con la misma valentía e inteligencia, pero también con la misma profunda motivación de fe y pasión por servir al Señor y a su Iglesia.

Sin embargo, mientras tratáis de reconocer los signos de la presencia y de la obra de Dios en todos los lugares del mundo, incluso más allá de los confines de la Iglesia visible; mientras os esforzáis por construir puentes de comprensión y de diálogo con quienes no pertenecen a la Iglesia o encuentran dificultades para aceptar sus posiciones y mensajes, debéis al mismo tiempo haceros lealmente cargo del deber fundamental de la Iglesia de mantenerse fiel a su mandato de adherirse totalmente a la palabra de Dios, así como de la tarea del Magisterio de conservar la verdad y la unidad de la doctrina católica en su integridad. Ello no sólo vale para el compromiso personal de cada jesuita, pues, dado que trabajáis como miembros de un cuerpo apostólico, debéis también velar para que vuestras obras e instituciones conserven siempre una identidad clara y explícita, para que el fin de vuestra actividad apostólica no resulte ambiguo u oscuro, y para que muchas otras personas puedan compartir vuestros ideales y unirse a vosotros con eficiencia y entusiasmo, colaborando en vuestro compromiso al servicio de Dios y del hombre.

Como bien sabéis por haber realizado muchas veces, bajo la guía de san Ignacio en sus Ejercicios espirituales, la meditación «de las dos banderas», nuestro mundo es teatro de una batalla entre el bien y el mal, y en él actúan poderosas fuerzas negativas que causan las dramáticas situaciones de esclavitud espiritual y material de nuestros contemporáneos contra las que habéis declarado varias veces que queréis luchar, comprometiéndoos al servicio de la fe y de la promoción de la justicia. Esas fuerzas se manifiestan hoy de muchas maneras, pero con especial evidencia mediante tendencias culturales que a menudo resultan dominantes, como el subjetivismo, el relativismo, el hedonismo y el materialismo práctico.

Por eso he solicitado vuestro compromiso renovado de promover y defender la doctrina católica «en particular sobre puntos neurálgicos hoy fuertemente atacados por la cultura secular», algunos de los cuales los ejemplifiqué en mi Carta. Es preciso profundizar e iluminar los temas —hoy continuamente debatidos y puestos en tela de juicio— de la salvación de todos los hombres en Cristo, de la moral sexual, del matrimonio y de la familia, en el contexto de la realidad contemporánea, pero conservando la sintonía con el Magisterio necesaria para que no se provoque confusión y desconcierto en el pueblo de Dios.

Sé y comprendo bien que se trata de un punto particularmente sensible y arduo para vosotros y para varios de vuestros hermanos, sobre todo para los que se dedican a la investigación teológica, al diálogo interreligioso y al diálogo con las culturas contemporáneas. Precisamente por ello os invité y también hoy os invito a reflexionar para recuperar el sentido más pleno de vuestro característico "cuarto voto" de obediencia al Sucesor de Pedro, que no implica sólo disposición a ser enviados a misiones en tierras lejanas, sino también —según el más genuino espíritu ignaciano de "sentir con la Iglesia y en la Iglesia"— a "amar y servir" al Vicario de Cristo en la tierra con la devoción "efectiva y afectiva" que debe convertiros en valiosos e insustituibles colaboradores suyos en su servicio a la Iglesia universal.

Al mismo tiempo, os animo a proseguir y renovar vuestra misión entre los pobres y con los pobres. No faltan, por desgracia, nuevas causas de pobreza y de marginación en un mundo marcado por graves desequilibrios económicos y medioambientales; por procesos de globalización regidos por el egoísmo más que por la solidaridad; por conflictos armados devastadores y absurdos. Como reafirmé a los obispos latinoamericanos reunidos en el santuario de Aparecida, «la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf.
2Co 8,9)».

43 Por eso, resulta natural que quien quiera ser de verdad compañero de Jesús comparta realmente su amor a los pobres. Nuestra opción por los pobres no es ideológica, sino que nace del Evangelio. Son innumerables y dramáticas las situaciones de injusticia y pobreza en el mundo actual, y si es necesario esforzarse por comprender y combatir sus causas estructurales, también es preciso bajar al corazón mismo del hombre para luchar en él contra las raíces profundas del mal, contra el pecado que lo separa de Dios, sin dejar de responder a las necesidades más apremiantes con el espíritu de la caridad de Cristo.

Retomando y desarrollando una de las últimas intuiciones clarividentes del padre Arrupe, vuestra Compañía sigue trabajando meritoriamente al servicio de los refugiados, que a menudo son los más pobres de los pobres y que no sólo necesitan ayuda material, sino también la cercanía espiritual, humana y psicológica más profunda, que es más propia de vuestro servicio.

Os invito, por último, a prestar especial atención al ministerio de los Ejercicios espirituales, característico de vuestra Compañía desde sus mismos orígenes. Los Ejercicios son la fuente de vuestra espiritualidad y la matriz de vuestras Constituciones, pero también son un don que el Espíritu del Señor ha hecho a la Iglesia entera. Por eso, tenéis que seguir haciendo de él un instrumento valioso y eficaz para el crecimiento espiritual de las almas, para su iniciación en la oración y en la meditación en este mundo secularizado del que Dios parece ausente.

Precisamente la semana pasada yo también, junto con mis más estrechos colaboradores de la Curia romana, hice los Ejercicios espirituales, dirigidos por un ilustre hermano vuestro, el cardenal Albert Vanhoye. En un tiempo como el actual, en el que la confusión y multiplicidad de los mensajes, y la rapidez de cambios y situaciones, dificultan de especial manera a nuestros contemporáneos la labor de poner orden en su vida y de responder con determinación y alegría a la llamada que el Señor nos dirige a cada uno, los Ejercicios espirituales constituyen un camino y un método particularmente valioso para buscar y encontrar a Dios en nosotros, en nuestro entorno y en todas las cosas, con el fin de conocer su voluntad y de ponerla en práctica.

Con este espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, a Jesucristo, que se convierte también en obediencia humilde a la Iglesia, os invito a proseguir y a llevar a buen fin los trabajos de vuestra Congregación, y me uno a vosotros en la oración que san Ignacio nos enseñó al final de los Ejercicios, una oración que siempre me parece demasiado elevada, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla, y que, sin embargo, siempre deberíamos repetir: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed de todo a vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta» (Ejercicios espirituales, 234).



DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO

Sala de los Papas

Viernes 22 de febrero de 2008



Queridos socios del Círculo de San Pedro:

También este año, con ocasión de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, tengo el placer de encontrarme con vosotros: gracias por vuestra visita. O saludo a todos cordialmente y extiendo mi saludo a vuestros familiares, a vuestros seres queridos y a cuantos cooperan con vosotros en las diversas actividades que lleváis a cabo. Saludo a vuestro consiliario, monseñor Franco Camaldo, y a vuestro presidente general, duque Leopoldo Torlonia, a quien agradezco las palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos los presentes. También me ha ilustrado brevemente lo que hace vuestra bien conocida y benemérita asociación.

¿Quién no conoce el Círculo de San Pedro? Vuestra asociación tiene orígenes antiguos, y siempre se ha distinguido por su fidelidad incondicional a la Iglesia y a su Pastor universal, el Romano Pontífice. El servicio que presta el Círculo constituye, en sus diversas articulaciones, un apostolado muy apreciado, y da un testimonio constante del amor que sentís por la Iglesia y, en particular, por la Santa Sede. Pienso en vuestra presencia en la basílica vaticana y en el servicio de orden que desempeñáis durante las celebraciones que presido; pienso en vuestros encuentros formativos y espirituales, que tienden a suscitar en vosotros una constante aspiración a la santidad; pienso en las actividades de asistencia y caridad que sostenéis con generosidad.

Gracias por vuestra colaboración y por las numerosas iniciativas que promovéis con espíritu evangélico y sentido eclesial. Casi podríamos decir que cuanto hacéis, en cierto sentido, lo hacéis en el nombre mismo del Papa. Por ejemplo, en su nombre os esforzáis por salir al encuentro, en la medida de lo posible, de las necesidades de los numerosos pobres que viven en la ciudad de Roma, cuyo Obispo es el Sucesor de Pedro. Así, queréis ser sus brazos y su corazón, que llegan, también a través de vosotros, a quienes se encuentran en condiciones precarias. Sé que, durante estos últimos años, habéis redoblado vuestros esfuerzos para responder, con iniciativas caritativas generosas y valientes, a las exigencias de esas personas en dificultades.

44 Os agradezco vuestra colaboración. Trabajando con admirable celo apostólico, dais un testimonio evangélico silencioso pero elocuente. Respondiendo al mandato de Cristo, os esforzáis por reconocer y servir en toda persona a Jesús mismo, que en el Evangelio nos asegura: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El Señor nos llama a traducir la fe y el amor que sentimos por él en gestos diarios de atención a las personas que encontramos, especialmente aquellas que atraviesan momentos de prueba, para que en el rostro de toda persona, sobre todo en el de los necesitados, brille el rostro de Cristo.

En la encíclica Spe salvi escribí que «aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de otro, este sufrimiento queda iluminado por la luz del amor» (). De este modo, se llega a ser mensajeros y testigos del evangelio de la caridad, llevando a cabo una auténtica y extensa obra de evangelización

Queridos amigos, hay otro motivo para daros las gracias: también hoy, como todos los años, habéis venido a entregarme el óbolo de San Pedro, que vosotros mismos os habéis encargado de recoger aquí, en Roma. El óbolo representa una ayuda concreta ofrecida al Papa para que pueda responder a las numerosísimas peticiones que le llegan de todas las partes del mundo, especialmente de los países más pobres. Gracias, pues, por vuestro servicio, que prestáis con tanta generosidad y con espíritu de sacrificio.

La Virgen santísima, a quien durante este tiempo cuaresmal contemplamos asociada a la pasión de Cristo, suscite y sostenga en vosotros todo propósito y proyecto de bien. Por mi parte, os aseguro un recuerdo especial en la oración, a la vez que con afecto os imparto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a vuestros seres queridos.


AL DEDICAR UN PATIO DE LA BASÍLICA VATICANA A SAN GREGORIO EL ILUMINADOR

Viernes 22 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Dirijo mi cordial saludo a todos los presentes. En primer lugar, saludo al cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la basílica de San Pedro, y al cardenal Giovanni Lajolo, presidente de la Gobernación. Saludo, asimismo, al patriarca Nerses Bedros XIX, a quien agradezco las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos comunes. Extiendo mi saludo a los arzobispos, obispos y personalidades religiosas de toda la Iglesia armenia católica. Saludo, además, a las personalidades políticas, a las delegaciones y a cuantos han querido participar en esta significativa ceremonia, durante la cual bendeciré la placa toponomástica de este patio. Aprovecho de buen grado la ocasión para abrazar con amor fraterno a la Iglesia apostólica armenia, así como a la nación armenia y a todos los armenios esparcidos por el mundo.

Esta es sin duda una circunstancia providencial, que nos brinda la oportunidad de encontrarnos aquí, junto a la tumba del apóstol san Pedro, para recordar a otro gran santo, al que en este momento se dedica el así llamado cortilone.Me complace recordar que mi venerado predecesor Juan Pablo II, pocos meses antes de su muerte, bendijo la estatua de san Gregorio el Iluminador, colocada precisamente aquí. Este gran santo, hace más de diecisiete siglos, hizo de los armenios un pueblo cristiano, más aún, el primer pueblo que fue oficialmente cristiano. La conversión de los armenios fue un acontecimiento que marcó de modo profundo la identidad armenia, no sólo a nivel personal, sino también nacional.

El término "Iluminador", con el que se denomina a este santo, tan apreciado por vosotros, pone de relieve la doble función que san Gregorio tuvo en la historia de la conversión armenia. En efecto, "iluminación" es un término que se usa en el lenguaje cristiano para indicar el paso de las tinieblas a la luz de Cristo. Y, en verdad, Cristo es el gran iluminador que irradia su luz sobre toda la existencia de quien lo acoge y lo sigue fielmente.

Ahora bien, san Gregorio fue llamado el iluminador precisamente porque en él se reflejaba de modo extraordinario el rostro del Salvador. La palabra "iluminación" reviste también un ulterior significado en la acepción armenia; indica la luz que deriva de la difusión de la cultura a través de la enseñanza. Y esto nos hace pensar inmediatamente en los monjes maestros que, siguiendo los pasos de san Gregorio, continuaron su predicación, propagando de ese modo la luz de la verdad evangélica, que revela al hombre la verdad de su mismo ser y desarrolla sus ricas potencialidades culturales y espirituales.

Queridos hermanos y hermanas, gracias una vez más por haber participado en este encuentro. Al inaugurar el "Patio de san Gregorio el Iluminador", oremos para que el pueblo armenio, por intercesión de este ilustre y benemérito hijo suyo, siga caminando por las sendas de la fe, dejándose guiar, como ha hecho a lo largo de los siglos, por Cristo y por su Evangelio, que ha marcado de modo indeleble su cultura. Con este deseo, que encomiendo a la intercesión de la Virgen María, imparto a todos mi bendición.


A LA DIÓCESIS DE ROMA CON MOTIVO DE LA ENTREGA DE SU CARTA SOBRE LA TAREA URGENTE DE LA EDUCACIÓN

Plaza de San Pedro

Sábado 23 de febrero de 2008

45 Queridos hermanos y hermanas:

Os agradezco que hayáis aceptado, en gran número, la invitación a esta audiencia especial, durante la cual recibiréis de mis manos la carta que dirigí a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros: sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de familia, profesores, catequistas y demás educadores, niños, adolescentes y jóvenes, así como a los que siguen la audiencia a través de la televisión. Saludo y doy las gracias, en particular, al cardenal vicario y a todos los que han tomado la palabra en representación de las diversas clases de personas implicadas en el gran desafío educativo.

En efecto, estamos reunidos aquí porque nos mueve una solicitud común por el bien de las nuevas generaciones, por el crecimiento y por el futuro de los hijos que el Señor ha dado a esta ciudad. Nos mueve también una preocupación, es decir, la percepción de lo que hemos llamado "una gran emergencia educativa". Educar nunca ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil; por eso, muchos padres de familia y profesores se sienten tentados de renunciar a la tarea que les corresponde, y ya ni siquiera logran comprender cuál es de verdad la misión que se les ha confiado.

En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en nuestra sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida. Pero hoy estamos aquí también y sobre todo porque nos sentimos sostenidos por una gran esperanza y una fuerte confianza, es decir, por la certeza de que el "sí" claro y definitivo, que Dios en Jesucristo dijo a la familia humana (cf.
2Co 1,19-20), vale también hoy para nuestros muchachos y jóvenes, vale para los niños que hoy se asoman a la vida. Por eso, también en nuestro tiempo educar en el bien es posible, es una pasión que debemos llevar en el corazón, es una empresa común a la que cada uno está llamado a dar su contribución.

Estamos aquí, en concreto, porque queremos responder al interrogante educativo que hoy perciben dentro de sí los padres, preocupados por el futuro de sus hijos; los profesores, que viven desde dentro la crisis de la escuela; los sacerdotes y los catequistas, que saben por experiencia cuán difícil es educar en la fe; los mismos muchachos, adolescentes y jóvenes, que no quieren que los dejen solos ante los desafíos de la vida. Esta es la razón por la que os escribí, queridos hermanos y hermanas, la carta que estoy a punto de entregaros. En ella podéis encontrar algunas indicaciones, sencillas y concretas, sobre los aspectos fundamentales y comunes de la obra educativa.

Hoy me dirijo a cada uno de vosotros para ofreceros mi afectuoso aliento a asumir con alegría la responsabilidad que el Señor os encomienda, para que la gran herencia de fe y de cultura, que es la riqueza más verdadera de nuestra amada ciudad, no se pierda en el paso de una generación a otra, sino que, por el contrario, se renueve, se robustezca, y sea una guía y un estímulo en nuestro camino hacia el futuro.

Con este espíritu me dirijo a vosotros, queridos padres de familia, ante todo para pediros que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente.

Con el mismo espíritu os pido a vosotros, profesores de los diversos niveles escolares, que tengáis un concepto elevado y grande de vuestro importante trabajo, a pesar de las dificultades, las incomprensiones y las desilusiones que experimentáis con demasiada frecuencia. En efecto, enseñar significa ir al encuentro del deseo de conocer y comprender ínsito en el hombre, y que en el niño, en el adolescente y en el joven se manifiesta con toda su fuerza y espontaneidad.

Por tanto, vuestra tarea no puede limitarse a comunicar nociones e informaciones, dejando a un lado el gran interrogante acerca de la verdad, sobre todo de la verdad que puede ser una guía en la vida. En efecto, sois auténticos educadores: a vosotros, en estrecha sintonía con los padres de familia, se ha encomendado el noble arte de la formación de la persona. En particular, cuantos enseñan en las escuelas católicas han de llevar dentro de sí y traducir cada día en actividad el proyecto educativo centrado en el Señor Jesús y en su Evangelio.

Y vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas, animadores y formadores de las parroquias, de los grupos juveniles, de las asociaciones y movimientos eclesiales, de los oratorios, de las actividades deportivas y recreativas, procurad tener siempre, con los muchachos y los jóvenes a los que os acercáis, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf. Ph 2,5). Por consiguiente, sed amigos fiables, en los que puedan palpar la amistad de Jesús hacia ellos; al mismo tiempo, sed testigos sinceros e intrépidos de la verdad que hace libres (cf. Jn 8,32) e indica a las nuevas generaciones el camino que conduce a la vida.

Pero la educación no es solamente obra de los educadores; es una relación entre personas en la que, con el paso de los años, entran cada vez más en juego la libertad y la responsabilidad de quienes son educados. Por eso, con gran afecto me dirijo a vosotros, niños, adolescentes y jóvenes, para recordaros que vosotros mismos estáis llamados a ser los artífices de vuestro crecimiento moral, cultural y espiritual. En consecuencia, a vosotros os corresponde acoger libremente en el corazón, en la inteligencia y en la vida, el patrimonio de verdad, de bondad y de belleza que se ha formado a lo largo de los siglos y que tiene en Jesucristo su piedra angular. A vosotros os corresponde renovar y desarrollar ulteriormente este patrimonio, liberándolo de las numerosas mentiras y fealdades que a menudo lo hacen irreconocible y provocan en vosotros desconfianza y desilusión.

46 En cualquier caso, sabed que jamás estáis solos en este arduo camino: además de vuestros padres, profesores, sacerdotes, amigos y formadores, está cerca de vosotros sobre todo el Dios que nos ha creado y que es el huésped secreto de nuestro corazón. Él ilumina desde dentro nuestra inteligencia, orienta hacia el bien nuestra libertad, que con frecuencia percibimos frágil e inconstante; él es la verdadera esperanza y el fundamento sólido de nuestra vida. De él, ante todo, podemos fiarnos.

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, en el momento en que os entrego simbólicamente la carta sobre la tarea urgente de la educación, nos encomendamos todos juntos a Aquel que es nuestro verdadero y único Maestro (cf.
Mt 23,8), para comprometernos juntamente con él, con confianza y alegría, en la maravillosa empresa que es la formación y el crecimiento auténtico de las personas. Con estos sentimientos y deseos, imparto a todos mi bendición.



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MARIA LIBERADORA, EN TESTACCIO

PALABRAS AL FINAL DEL ENCUENTRO CON LOS GRUPOS PARROQUIALES

Domingo 24 de febrero de 2008



Me alegra mucho estar aquí hoy entre vosotros. Por desgracia, no hablo romanesco, pero como católicos todos somos un poco romanos y llevamos a Roma en nuestro corazón; por tanto, comprendemos un poco del dialecto romanesco.

Para mí ha sido muy grato que me hayan hablado en vuestro dialecto, porque se comprende que se trata de palabras que brotan del corazón. También es hermoso y estimulante ver aquí representadas las numerosas actividades que se realizan en esta parroquia, las numerosas realidades que existen en ella: sacerdotes, religiosas de varias congregaciones, catequistas, laicos que colaboran de diversas maneras con la parroquia.

Asimismo, veo que san Juan Bosco está vivo entre vosotros, prosiguiendo su obra; y que la Virgen Liberadora, la que nos hace libres, invita a abrir las puertas a Cristo y a dar la verdadera libertad también a los demás. Esto significa crear la Iglesia y crear también la presencia del reino de Cristo entre nosotros. Gracias por todo esto.

Hoy leímos un pasaje del Evangelio muy actual. La mujer samaritana, de la que se habla, puede parecer una representante del hombre moderno, de la vida moderna. Había tenido cinco maridos y convivía con otro hombre. Usaba ampliamente su libertad y, sin embargo, no era por ello más libre; más aún, quedaba cada vez más vacía. Pero vemos también que en esa mujer había un gran deseo de encontrar la verdadera felicidad, la verdadera alegría. Por eso, siempre estaba inquieta y se alejaba cada vez más de la verdadera felicidad.

Con todo, también esa mujer, que vivía una vida aparentemente tan superficial, incluso lejos de Dios, en el momento en que Cristo le habla, muestra que en lo más íntimo de su corazón conservaba esta pregunta sobre Dios: ¿Quién es Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo? ¿Cómo podemos adorarlo? En esta mujer podemos ver muy bien reflejada nuestra vida actual, con todos los problemas que nos afligen; pero también vemos que en lo más íntimo del corazón siempre está la cuestión de Dios, la espera de que él se manifieste de otro modo.

Nuestra actividad es realmente la espera, respondemos a la espera de quienes buscan la luz del Señor, y al dar respuesta a esa espera también nosotros crecemos en la fe y podemos comprender que esta fe es el agua de la que tenemos sed.

En este sentido, quiero animaros a proseguir vuestro compromiso pastoral y misionero, con vuestro dinamismo para ayudar a las personas de hoy a encontrar la verdadera libertad y la verdadera alegría. Todos, como esa mujer del Evangelio, están en camino para ser totalmente libres, para encontrar la plena libertad y para hallar en ella la alegría plena. Con todo, a menudo andan por un camino equivocado. Ojalá que, con la luz del Señor y nuestra cooperación con el Señor, descubran que la verdadera libertad viene del encuentro con la Verdad que es el amor y la alegría.

Hoy me llamaron la atención en particular dos frases. La primera la pronunció el párroco: "Tenemos más futuro que pasado". Esta es la verdad de nuestra Iglesia: siempre tiene más futuro que pasado. Y por eso seguimos adelante con valentía.

47 La otra frase que me llamó la atención la pronunció en su discurso el representante del consejo pastoral: "La verdadera santidad consiste en estar alegres". La santidad se manifiesta con la alegría. Del encuentro con Cristo nace la alegría. Y este es mi deseo para todos vosotros, que nazca siempre de nuevo esta alegría de conocer a Cristo y con ella un renovado dinamismo al anunciarlo a vuestros hermanos.

Gracias por todo lo que hacéis. ¡Feliz Pascua!
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Fuera de la parroquia, ante la multitud de personas que le esperaban

Os saludo de nuevo cordialmente. Me considero muy feliz de estar en este hermoso barrio de Testaccio, que tiene una gran historia y está bajo la protección de María Liberadora. Todos deseamos libertad; pero la Virgen nos dice que la libertad que nos hace libres la hallamos en el encuentro con Cristo, que es quien nos da la vida. La Virgen abrió la puerta a Cristo; así nos abrió a todos la puerta de la verdadera libertad. Ojalá que también nosotros abramos nuestro corazón a Cristo y encontremos la respuesta a nuestra búsqueda de libertad. ¡A todos vosotros una feliz Pascua!.



A LOS PARTICIPANTES EN LA XIV ASAMBLEA GENERAL DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Lunes 25 de febrero de 2008


Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os saludo a todos los que participáis en el congreso organizado por la Academia pontificia para la vida sobre el tema: "Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas". El congreso se celebra con ocasión de la XIV asamblea general de la Academia, cuyos miembros también se hallan presentes en esta audiencia. Doy las gracias ante todo al presidente, monseñor Sgreccia, por sus cordiales palabras de saludo; asimismo, expreso mi gratitud a toda la presidencia, al consejo directivo de la Academia pontificia, a todos los colaboradores y a los miembros ordinarios, honorarios y correspondientes. Dirijo un saludo cordial y agradecido a los relatores de este importante congreso, así como a todos los participantes, que proceden de diferentes países del mundo. Queridos hermanos, vuestro generoso compromiso y vuestro testimonio merecen realmente encomio.

La simple consideración de los títulos de las relaciones tenidas durante el congreso permite percibir el amplio panorama de vuestras reflexiones y el interés que revisten para nuestro tiempo, especialmente en el mundo secularizado de hoy. Tratáis de responder a los numerosos problemas planteados cada día por el incesante progreso de las ciencias médicas, cuya actividad cuenta cada vez más con la ayuda de instrumentos tecnológicos de elevado nivel. Frente a todo esto, se plantea para todos, y en especial para la Iglesia, vivificada por el Señor resucitado, el urgente desafío de llevar al amplio horizonte de la vida humana el esplendor de la verdad revelada y el apoyo de la esperanza.

Cuando se apaga una vida en edad avanzada, en la aurora de la existencia terrena o en la plenitud de la edad, por causas imprevistas, no se ha de ver en ello un simple hecho biológico que se agota, o una biografía que se concluye, sino más bien un nuevo nacimiento y una existencia renovada, ofrecida por el Resucitado a quien no se ha opuesto voluntariamente a su amor.

Con la muerte se concluye la experiencia terrena, pero a través de la muerte se abre también, para cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la vida plena y definitiva. El Señor de la vida está presente al lado del enfermo como quien vive y da la vida, pues él mismo dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10), «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25) y «Yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,54). En ese momento solemne y sagrado, todos los esfuerzos realizados en la esperanza cristiana para mejorarnos a nosotros mismos y mejorar el mundo que se nos ha encomendado, purificados por la Gracia, encuentran su sentido y se enriquecen gracias al amor de Dios Creador y Padre. Cuando, en el momento de la muerte, la relación con Dios se realiza plenamente en el encuentro con «Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida, entonces "vivimos"» (Spe salvi ).

Para la comunidad de los creyentes, este encuentro del moribundo con la Fuente de la vida y del amor constituye un don que tiene valor para todos, que enriquece la comunión de todos los fieles. Como tal, debe suscitar el interés y la participación de la comunidad, no sólo de la familia de los parientes próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de toda la comunidad que ha estado unida a la persona que muere. Ningún creyente debería morir en la soledad y en el abandono.


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