Discursos 2008 54

A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ PONTIFICIO


DE CIENCIAS HISTÓRICAS

Sala de los Papas

Viernes 7 de marzo de 2008

Reverendo monseñor;
ilustres señores y amables señoras:

55 Me alegra dirigiros unas palabras especiales de saludo y de aprecio por el trabajo que realizáis en un campo de gran interés para la vida de la Iglesia. Me congratulo con vuestro presidente y con cada uno de vosotros por el camino recorrido durante estos años.

Como bien sabéis, fue León XIII quien, ante una historiografía orientada por el espíritu de su tiempo y hostil a la Iglesia, pronunció la famosa frase: «No tenemos miedo de la publicidad de los documentos», e hizo accesible el archivo de la Santa Sede a los investigadores. Al mismo tiempo, creó la comisión de cardenales para la promoción de los estudios históricos que vosotros, profesoras y profesores, podéis considerar como antecesora del Comité pontificio de ciencias históricas, del que sois miembros. León XIII estaba convencido de que el estudio y la descripción de la historia auténtica de la Iglesia no podían por menos de ser favorables a ella.

Desde entonces, el contexto cultural ha experimentado un cambio profundo. Ya no se trata sólo de afrontar una historiografía hostil al cristianismo y a la Iglesia. Hoy es la historiografía misma la que atraviesa una crisis muy profunda y debe luchar por su propia existencia en una sociedad modelada por el positivismo y el materialismo. Estas ideologías han conducido a un entusiasmo descontrolado por el progreso que, animado por espectaculares descubrimientos y éxitos técnicos, a pesar de las desastrosas experiencias del siglo pasado, determina la concepción de la vida de amplios sectores de la sociedad. Así, el pasado aparece sólo como un fondo oscuro, sobre el cual el presente y el futuro resplandecen con promesas atractivas. A esto se une también la utopía de un paraíso en la tierra, a pesar de que dicha utopía se ha demostrado falsa.

Típico de esta mentalidad es el desinterés por la historia, que se traduce en la marginación de las ciencias históricas. Donde están activas estas fuerzas ideológicas, se descuidan la investigación histórica y la enseñanza de la historia en la universidad y en las escuelas de todos los niveles y grados. Esto produce una sociedad que, olvidando su pasado, y por tanto desprovista de criterios adquiridos a través de la experiencia, ya no es capaz de proyectar una convivencia armoniosa y un compromiso común con vistas a la realización de objetivos futuros. Esta sociedad está muy expuesta a la manipulación ideológica.

El peligro aumenta cada vez más a causa del excesivo énfasis que se da a la historia contemporánea, sobre todo cuando las investigaciones en este sector están condicionadas por una metodología inspirada en el positivismo y en la sociología. Además, se ignoran importantes ámbitos de la realidad histórica, incluso épocas enteras. Por ejemplo, en muchos planes de estudio la enseñanza de la historia comienza solamente desde los acontecimientos de la Revolución francesa. Producto inevitable de este desarrollo es una sociedad que ignora su pasado y, por consiguiente, carece de memoria histórica. Cualquiera puede ver la gravedad de esa consecuencia: así como la pérdida de la memoria provoca en la persona la pérdida de su identidad, de modo análogo este fenómeno se verifica en la sociedad en su conjunto.

Es evidente que este olvido histórico conlleva un peligro para la integridad de la naturaleza humana en todas sus dimensiones. La Iglesia, llamada por Dios Creador a cumplir el deber de defender al hombre y su humanidad, promueve una cultura histórica auténtica, un progreso efectivo de las ciencias históricas. En efecto, la investigación histórica en un nivel elevado también entra, en el sentido más estricto, en el interés específico de la Iglesia. El análisis histórico, aunque no concierna a la historia propiamente eclesiástica, contribuye en cualquier caso a la descripción del espacio vital en el que la Iglesia ha cumplido y cumple su misión a lo largo de los siglos. Indudablemente, los diversos contextos históricos siempre han determinado, facilitado o dificultado la vida y la acción de la Iglesia. La Iglesia no es de este mundo, pero vive en él y para él.

Si consideramos ahora la historia eclesiástica desde el punto de vista teológico, notamos otro aspecto importante. Su cometido esencial es la compleja misión de indagar y aclarar el proceso de recepción y de transmisión, de paralepsis y de paradosis, a través del cual se ha fundado, a lo largo de los siglos, la razón de ser de la Iglesia. En efecto, es indudable que la Iglesia para sus opciones se inspira en su tesoro plurisecular de experiencias y memorias.

Por eso, ilustres miembros del Comité pontificio de ciencias históricas, deseo animaros de todo corazón a comprometeros, como habéis hecho hasta ahora, al servicio de la Santa Sede para alcanzar estos objetivos, manteniendo vuestro constante y meritorio compromiso en la investigación y en la enseñanza. Deseo que, en sinergia con la actividad de otros colegas serios y autorizados, persigáis con eficacia los arduos objetivos que os habéis propuesto y os esforcéis por alcanzar una ciencia histórica cada vez más auténtica.

Con estos sentimientos, y asegurando un recuerdo en mi oración por vosotros y por vuestro delicado compromiso, os imparto a todos una especial bendición apostólica.


A LOS PRELADOS Y OFICIALES DEL TRIBUNAL DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Viernes 7 de marzo de 2008

Señor cardenal;
56 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos penitenciarios de las basílicas romanas:

Me alegra recibiros, mientras llega a su término el curso sobre el fuero interno que la Penitenciaría apostólica organiza desde hace varios años durante la Cuaresma. Con un programa esmeradamente preparado, este encuentro anual presta un valioso servicio a la Iglesia y contribuye a mantener vivo el sentido de la santidad del sacramento de la Reconciliación. Por tanto, expreso mi cordial agradecimiento a quienes lo organizan y, en particular, al penitenciario mayor, el cardenal James Francis Stafford, a quien saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo y manifiesto mi gratitud al regente y al personal de la Penitenciaría, así como a los beneméritos religiosos de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas papales de Roma. Saludo, además, a todos los participantes en el curso.

La Cuaresma es un tiempo muy propicio para meditar en la realidad del pecado a la luz de la misericordia infinita de Dios, que el sacramento de la Penitencia manifiesta en su forma más elevada. Por eso, aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.

Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf.
Lc 7,36-50). Simón, fariseo y rico "notable" de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.

Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: "Simón, tengo algo que decirte". El fariseo le responde: "Di, maestro". Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: "¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón".

Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.

Desde esta perspectiva, asume notable importancia vuestro curso, orientado a preparar confesores bien formados desde el punto de vista doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes el amor misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de los pecados, que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a comprender su importancia, se corre el peligro de relegar a un segundo plano lo que es central en él, es decir, el encuentro personal con Dios, Padre de bondad y de misericordia. En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestra culpa.

Los pastores, y especialmente los confesores, también deben esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo que existe entre el sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del sacramento de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a Cristo se instaure una especie de "círculo virtuoso" imparable, en el que la gracia del sacramento sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos fieles del Señor.

El tiempo cuaresmal, en el que nos encontramos, nos recuerda que nuestra vida cristiana debe tender siempre a la conversión y, cuando nos acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación, permanece vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de transformarse en algo formal que no influye en el entramado de la vida diaria. Por otra parte, si, aun estando animados por el deseo de seguir a Jesús, no nos confesamos regularmente, corremos el riesgo de reducir poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo cada vez más y, tal vez, incluso hasta apagarlo.

Queridos hermanos, no es difícil comprender el valor que tiene en la Iglesia vuestro ministerio de dispensadores de la misericordia divina para la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la Penitencia y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inseparables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado. Y no olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplos de auténtica vida cristiana.

57 La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os bendigo.


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA



Sala del Consistorio


Sábado 8 de marzo de 2008


Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señoras;
ilustres señores:

Me alegra recibiros con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, congratulándome por el trabajo que realizáis y, en particular, por el tema elegido para esta sesión: «La Iglesia y el desafío de la secularización». Se trata de una cuestión fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La secularización, que a menudo se vuelve secularismo abandonando la acepción positiva de secularidad, pone a dura prueba la vida cristiana de los fieles y de los pastores. Durante vuestros trabajos la habéis interpretado y transformado también en un desafío providencial, con el fin de proponer respuestas convincentes a los interrogantes y las esperanzas del hombre, nuestro contemporáneo.

Agradezco al Arzobispo Mons. Gianfranco Ravasi, desde hace pocos meses Presidente del dicasterio, las cordiales palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete y ha explicado el desarrollo de vuestros trabajos. Expreso también mi agradecimiento a todos por el gran esfuerzo que realizáis para que la Iglesia entable un diálogo con los movimientos culturales de nuestro tiempo y así se conozca cada vez más ampliamente el interés que la Santa Sede tiene por el vasto y variado mundo de la cultura.

En efecto, hoy, más que nunca, la apertura recíproca entre las culturas es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de las divergencias que los separan. La secularización, que se presenta en las culturas como una configuración del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todos los aspectos de la vida diaria y desarrolla una mentalidad en la que Dios de hecho está ausente, total o parcialmente, de la existencia y de la conciencia humanas.

Esta secularización no es sólo una amenaza exterior para los creyentes, sino que ya desde hace tiempo se manifiesta en el seno de la Iglesia misma. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, como consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Estos viven en el mundo y a menudo están marcados, cuando no condicionados, por la cultura de la imagen, que impone modelos e impulsos contradictorios, negando en la práctica a Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en él y de volver a él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, tanto en los fieles como en los pastores, una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo que daña la vida eclesial.

La «muerte de Dios», anunciada por tantos intelectuales en los decenios pasados, cede el paso a un estéril culto del individuo. En este contexto cultural, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por sucedáneos de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo. Es sumamente urgente reaccionar ante esa tendencia mediante la referencia a los grandes valores de la existencia, que dan sentido a la vida y pueden colmar la inquietud del corazón humano en busca de felicidad: la dignidad de la persona humana y su libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida, de la muerte y de lo que nos espera después de la conclusión de la existencia terrena.

Desde esta perspectiva, mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, consciente de los radicales y rápidos cambios de las sociedades, recordó insistentemente la urgencia de salir al encuentro del hombre en el terreno de la cultura para transmitirle el mensaje evangélico. Precisamente por eso instituyó el Consejo Pontificio de la cultura, para dar nuevo impulso a la acción de la Iglesia encaminada a hacer que el Evangelio se encuentre con la pluralidad de las culturas en las diferentes partes del mundo (cf. Carta al cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli, 20 de mayo de 1982: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 19).

58 La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II lo impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y los descubrimientos científicos han permitido responder a preguntas que antes sólo la religión satisfacía en parte. La consecuencia ha sido que el hombre contemporáneo a menudo tiene la impresión de que no necesita a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo.

Más recientemente, la globalización, por medio de las nuevas tecnologías de la información, con frecuencia ha tenido también como resultado la difusión de muchos componentes materialistas e individualistas de Occidente en todas las culturas. Cada vez más la fórmula etsi Deus non daretur se convierte en un modo de vivir, cuyo origen es una especie de «soberbia» de la razón —realidad también creada y amada por Dios— la cual se considera a sí misma suficiente y se cierra a la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera.

La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida por la Ilustración, sustituye radicalmente a la luz de la fe, la luz de Dios (cf. Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma «La Sapienza», 17 de enero de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 2008, p. 4). Grandes son, por tanto, los desafíos que debe afrontar en este ámbito la misión de la Iglesia. Así, resulta sumamente importante el compromiso del Consejo Pontificio de la Cultura con vistas a un diálogo fecundo entre ciencia y fe. La Iglesia espera mucho de este confrontarse recíprocamente, pero también la comunidad científica, y os animo a proseguirlo. En él, la fe supone la razón y la perfecciona; y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales.

En este sentido, la secularización no favorece el objetivo último de la ciencia, que está al servicio del hombre, imago Dei. Este diálogo debe continuar, con la distinción de las características específicas de la ciencia y de la fe, pues cada una tiene sus propios métodos, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según sus propios principios (cf. Gaudium et spes
GS 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de cada uno y de todos.

Exhorto sobre todo a los pastores de la grey de Dios a una misión incansable y generosa para hacer frente, en el terreno del diálogo y del encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, al preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la obstaculiza en su deseo innato de la Verdad completa. Ojalá que así los discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en especial por vuestro dicasterio, sigan anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque él es la luz que ilumina a la razón, al hombre y al mundo.

También nosotros debemos escuchar la exhortación que dirigió el ángel a la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y paciencia; (...) pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2,2 Ap 2,4). Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22,17) y dejemos que penetre en nuestro corazón la respuesta del Señor: «Sí, vengo pronto» (Ap 22,20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica, llegando hasta el corazón de todas las culturas. Que Dios os ayude en el cumplimiento de vuestra ardua pero excelsa misión.

Encomendando a María, Madre de la Iglesia y Estrella de la nueva evangelización, el futuro del Consejo Pontificio de la Cultura, y el de todos sus miembros, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.


A LOS OBISPOS DE HAITÍ EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 13 de marzo de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy una cordial bienvenida mientras realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum, ocasión propicia para fortalecer vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y entre vosotros, y para compartir con la Curia romana los motivos de alegría y de esperanza, y también de preocupación, que vive el pueblo de Dios encomendado a vuestra solicitud pastoral.

Ante todo, quiero dar las gracias a monseñor Louis Kébreau, nuevo arzobispo de Cabo Haitiano y presidente de la Conferencia episcopal, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, explicando la situación del país y la actividad de la Iglesia. Saludo en particular a los obispos que acaban de dejar su cargo pastoral y a los que han recibido uno nuevo. Mi pensamiento va también a vuestros fieles y a todo el querido pueblo haitiano.

59 Deseo recordar el viaje a Haití que hizo mi predecesor el Papa Juan Pablo II hace veinticinco años, con ocasión de la conclusión del Congreso eucarístico nacional, evocando el tema central de ese encuentro: «Es preciso que aquí cambie algo». ¿Han cambiado las cosas? Vuestro país ha atravesado momentos dolorosos, que la Iglesia sigue con atención: divisiones, injusticias, miseria, desempleo, elementos que suscitan profunda preocupación por el pueblo.

Pido al Señor que infunda en el corazón de todos los haitianos, sobre todo de las personas que tienen alguna responsabilidad social, la valentía de promover el cambio y la reconciliación, a fin de que todos los habitantes del país gocen de condiciones de vida dignas y se beneficien de los bienes de la tierra, con una solidaridad cada vez mayor. No puedo olvidar a los que se ven forzados a ir al país vecino para satisfacer sus necesidades. Espero que la comunidad internacional prosiga e intensifique su apoyo al pueblo haitiano, para permitirle ser protagonista de su futuro y de su desarrollo.

Entre las preocupaciones que presentáis en vuestras relaciones quinquenales se encuentra la situación de la estructura familiar, inestable a causa de la crisis que atraviesa el país, pero también a causa de la evolución de las costumbres y de la pérdida progresiva del sentido del matrimonio y de la familia, poniendo en el mismo plano otras formas de unión. La sociedad y la Iglesia se desarrollan, en gran parte, gracias a la familia. Por eso, es fundamental que prestéis atención a este aspecto de la vida pastoral, ya que se trata del ámbito primordial de educación de los jóvenes.

«La familia cristiana, al tener su origen en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor de Cristo y de la Iglesia, debe manifestar a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la naturaleza auténtica de la Iglesia, por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, como también por la cooperación amorosa de todos sus miembros» (Gaudium et spes
GS 48). Por ello, os animo a sostener a los esposos y a los hogares jóvenes mediante un acompañamiento y una formación cada vez más adecuados, enseñándoles también a respetar la vida.

En vuestro ministerio episcopal, los sacerdotes ocupan un lugar privilegiado. Son vuestros principales colaboradores. Prestando atención a su formación permanente y manteniendo con ellos relaciones fraternas y confiadas, les ayudaréis a desempeñar un ministerio fecundo, invitándolos también a abstenerse de compromisos políticos.

Es importante que se organicen regularmente encuentros entre los sacerdotes, para que tengan una experiencia profunda del presbiterio y se apoyen con la oración. Transmitid mi saludo afectuoso a todos vuestros sacerdotes. Conozco la fidelidad y la valentía que deben tener para vivir en situaciones a menudo difíciles. Es necesario que fundamenten su apostolado en su relación con Cristo, en el misterio eucarístico que nos recuerda que el Señor se entregó totalmente por la salvación del mundo, en el sacramento del perdón, en su amor a la Iglesia, dando con su vida recta, humilde y pobre, un testimonio elocuente de su compromiso sacerdotal.

Prestad atención a la pastoral de las vocaciones y a la formación de los jóvenes que se presentan, para los que es preciso realizar un discernimiento profundo. Con este fin, buscáis equipos de formadores para vuestros seminarios. Os invito a considerar con los episcopados de otros países la posibilidad de disponer de formadores expertos, de vida sacerdotal ejemplar, para acompañar a lo largo de las diversas etapas de su formación humana, moral, espiritual y pastoral, a los futuros sacerdotes que vuestras diócesis necesitan. De ello depende el futuro de la Iglesia en Haití. Quiera Dios que las Iglesias particulares escuchen este llamamiento y acepten enviar sacerdotes para ayudaros en la formación de los seminaristas, según el espíritu de la encíclica Fidei donum. También para ellos será una apertura, una riqueza y una fuente de abundantes gracias.

Las escuelas católicas, a pesar de sus escasos medios, desempeñan un papel importante en Haití. Son apreciadas por las autoridades y por la población. Doy gracias por las personas que se dedican a la hermosa tarea de la educación de los jóvenes. Transmitidles mi cordial saludo. Con la enseñanza se realizan la formación y la maduración de la personalidad, mediante el reconocimiento de los valores fundamentales y la práctica de las virtudes; así se transmite una concepción del hombre y de la sociedad.

La escuela católica es un ámbito importante de evangelización, mediante el testimonio de vida de los educadores, el descubrimiento del mensaje evangélico o las celebraciones vividas en la comunidad educativa. Decidles a los jóvenes haitianos que el Papa confía en ellos; que conoce su generosidad y su deseo de realizarse en su vida; que Cristo los invita a una vida cada vez más hermosa, recordando que sólo él es portador de un auténtico mensaje de felicidad y da sentido pleno a la existencia. Sí, para mí vuestros jóvenes son motivo de alegría y esperanza. Un país que quiere desarrollarse y una Iglesia que quiere ser más dinámica, ante todo deben concentrar sus esfuerzos en la juventud. A vosotros corresponde también promover la formación de los laicos adultos, para que puedan cumplir cada vez mejor su misión cristiana en el mundo y en la Iglesia.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de este encuentro, os expreso de nuevo mi cercanía espiritual a la Iglesia que está en Haití, pidiendo al Señor que la fortalezca en su misión. También me congratulo con vosotros por el trabajo de los religiosos, las religiosas y los voluntarios, a menudo comprometidos en favor de los más pobres y desamparados de la sociedad, mostrando que, al luchar contra la pobreza, se lucha también contra numerosos problemas sociales que dependen de ella. Es necesario que todos los sostengan en esta tarea.

Imparto de corazón una afectuosa bendición apostólica a cada uno de vosotros, así como a los sacerdotes, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.


AL SEÑOR CARLOS FEDERICO DE LA RIVA GUERRA, EMBAJADOR DE BOLIVIA ANTE LA SANTA SEDE

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Viernes 14 de marzo de 2008



Señor Embajador:

1. Es para mí motivo de particular alegría recibirlo en esta audiencia en la que me presenta las cartas credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Al darle la más cordial bienvenida, quiero agradecer las atentas palabras que me ha dirigido y desearle una fecunda labor en la alta misión que le ha sido encomendada. Asimismo, le ruego que haga llegar mi cercanía y afecto a todos los hijos e hijas de ese querido País, así como mi deferente saludo al Señor Presidente de la República.

2. Las hondas raíces cristianas de Bolivia han sostenido a sus pueblos, acompañado los avatares de su historia y promovido el sentido de respeto y reconciliación, tan necesario en los momentos difíciles que esa Nación ha debido afrontar. A este respecto, es particularmente significativa la masiva y calurosa acogida de todos los bolivianos, de la ciudad y del campo, del altiplano y del oriente, a mi venerado predecesor Juan Pablo II durante la visita que realizó hace veinte años a vuestro País, y que puso de manifiesto la fuerte impronta religiosa y el espíritu de comunión y de fraternidad, como muestra de la fe de todo un pueblo.

Recordar este acontecimiento es importante en un momento en el que vuestra Nación está viviendo un profundo proceso de cambio, que produce situaciones difíciles y a veces preocupantes. En efecto, no es posible permanecer indiferentes cuando la tensión social va en aumento y se difunde un clima que no favorece el entendimiento. Creo que todos compartimos la convicción de que las posiciones encontradas, en ocasiones incentivadas y aplaudidas, obstaculizan el diálogo constructivo para encontrar soluciones de equidad económica y justicia con miras al bien común, especialmente en favor de los que tienen dificultades para vivir de manera digna.

Las autoridades que rigen los destinos del pueblo, así como los responsables de las organizaciones políticas, sociales y civiles, necesitan de la prudencia y sabiduría que nace del amor por el hombre, con el fin de promover en la entera población las condiciones necesarias para el diálogo y el acuerdo. Este loable objetivo se verá favorecido si todos los bolivianos aportan lo mejor de sí mismos con franqueza y próvida solicitud no exenta, a menudo, de abnegación y sacrificio. De este modo, la colaboración sincera y altruista de personas e instituciones contribuye a erradicar los males que afligen al noble pueblo boliviano, tantas veces afectado también por catástrofes naturales, que reclaman de todos medidas eficaces y sentimientos de fraternidad que ayuden a solventar sus graves consecuencias.

El renacimiento civil y social, político y económico, exige siempre una desinteresada laboriosidad y generosa entrega en favor de un pueblo que reclama ayuda material, moral y espiritual. La consecución de la paz ha de estar basada en la justicia, la verdad y la libertad, así como en la cooperación recíproca, el amor y la reconciliación entre todos.

3. La Iglesia, conociendo bien las necesidades y esperanzas del pueblo boliviano, ofrece el anuncio de la fe y su experiencia en humanidad para ayudarlo a crecer espiritualmente y a alcanzar su plena realización humana. Fiel a su misión, está siempre dispuesta a colaborar en la pacificación y desarrollo humano y espiritual del País, proclamando su doctrina y expresando también públicamente su parecer sobre cuestiones referentes al orden social. Por ello, reconociendo las competencias propias del Estado, asume como deber propio orientar a sus fieles, proponiéndoles a ellos, y a toda la sociedad, que destierren el odio racial, el revanchismo y la venganza y, en definitiva, que en vez de adoptar actitudes de división emprendan el camino de la solidaridad y de la confianza mutua en el respeto de la diversidad.

En el Documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado de América Latina y del Caribe, en Aparecida, los Obispos consideraron urgente colaborar con las instancias políticas y sociales para crear nuevas estructuras que consoliden un orden social, económico y político, promuevan una auténtica convivencia humana, impidan la prepotencia de algunos y faciliten el diálogo fraterno, sincero y constructivo para los necesarios consensos sociales (cf. n. 384).

Para ello, es preciso que la defensa y salvaguardia de los derechos humanos esté firmemente respaldada por valores éticos, como la justicia y el anhelo de paz, la honestidad y la transparencia, así como la solidaridad efectiva para que se corrijan las injustas desigualdades sociales.

Por eso, la enseñanza del bien moral, de lo justo o lo injusto, sin lo cual ninguna sociedad podría sostenerse, incumbe a la educación ya desde la más tierna edad. En esta tarea, la familia tiene un papel decisivo, por lo que debe contar con las ayudas necesarias para cumplir su cometido y ser esa “principal ‘agencia’ de paz” en beneficio de todos (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2008, 5).


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