Discursos 2008 67

A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICO PARA LA FAMILIA

Sábado 5 de abril de 2008


Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros al final de la XVIII asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia, que ha tenido por tema: «Los abuelos: su testimonio y su presencia en la familia». Os doy las gracias por haber aceptado mi propuesta de Valencia, donde dije: «Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe» (Encuentro festivo y testimonial, 8 de julio de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 2006, p. 11). Saludo en particular al cardenal Ricardo Vidal, arzobispo de Cebú, miembro del comité de presidencia, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros, y dirijo un afectuoso saludo al querido cardenal Alfonso López Trujillo, que desde hace dieciocho años guía con celo y competencia el dicasterio. Sentimos su ausencia en medio de nosotros. Le deseamos una pronta curación y oramos por él.

68 El tema que habéis afrontado es muy familiar a todos. ¿Quién no recuerda a sus abuelos? ¿Quién puede olvidar su presencia y su testimonio en el hogar? ¡Cuántos de nosotros llevan su nombre como signo de continuidad y de gratitud! Es costumbre en las familias, después de su muerte, recordar su aniversario con una misa de sufragio por ellos y, si es posible, con una visita al cementerio. Estos y otros gestos de amor y de fe son manifestación de nuestra gratitud hacia ellos. Por nosotros se entregaron, se sacrificaron y, en ciertos casos, incluso se inmolaron.

La Iglesia ha prestado siempre una atención particular a los abuelos, reconociendo que constituyen una gran riqueza desde el punto de vista humano y social, así como desde el punto de vista religioso y espiritual. Mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II —de este último acabamos de celebrar el tercer aniversario de su muerte— intervinieron muchas veces, subrayando el aprecio que la comunidad eclesial tiene por los ancianos, por su dedicación y por su espiritualidad. En particular, Juan Pablo II, durante el jubileo del año 2000, convocó en septiembre, en la plaza de San Pedro, al mundo de la «tercera edad», y en esa circunstancia dijo: «A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto por la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del reino de Dios». Son palabras contenidas en la carta que aproximadamente un año antes, en octubre de 1999, había dirigido a los ancianos, y que conserva intacta su actualidad humana, social y cultural (Carta a los ancianos, n. 17: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1999, p. 7).

Vuestra asamblea plenaria ha afrontado el tema de la presencia de los abuelos en la familia, en la Iglesia y en la sociedad, con una mirada que abarca el pasado, el presente y el futuro. Analicemos brevemente estos tres momentos. En el pasado, los abuelos desempeñaban un papel importante en la vida y en el crecimiento de la familia. Incluso en edad avanzada, seguían estando presentes entre sus hijos, con sus nietos y, a veces, entre sus bisnietos, dando un testimonio vivo de solicitud, sacrificio y entrega diaria sin reservas. Eran testigos de una historia personal y comunitaria que seguía viviendo en sus recuerdos y en su sabiduría.

Hoy, la evolución económica y social ha producido profundos cambios en la vida de las familias. Los ancianos, entre los cuales figuran muchos abuelos, se han encontrado en una especie de «zona de aparcamiento»: algunos se sienten como una carga en la familia y prefieren vivir solos o en residencias para ancianos, con todas las consecuencias que se derivan de estas opciones.

Además, por desgracia, en muchas partes parece avanzar la «cultura de la muerte», que amenaza también la etapa de la tercera edad. Con creciente insistencia se llega incluso a proponer la eutanasia como solución para resolver ciertas situaciones difíciles. La ancianidad, con sus problemas relacionados también con los nuevos contextos familiares y sociales a causa del desarrollo moderno, ha de valorarse con atención, siempre a la luz de la verdad sobre el hombre, sobre la familia y sobre la comunidad. Es preciso reaccionar siempre con fuerza contra lo que deshumaniza a la sociedad. Estos problemas interpelan fuertemente a las comunidades parroquiales y diocesanas, las cuales se están esforzando por salir al paso de las exigencias modernas con respecto a los ancianos.

Hay asociaciones y movimientos eclesiales que han abrazado esta causa importante y urgente. Es necesario unirse para derrotar juntos toda marginación, porque la mentalidad individualista no sólo los atropella a ellos —los abuelos, las abuelas, los ancianos—, sino a todos. Si, como en muchas partes se suele decir a menudo, los abuelos constituyen un valioso recurso, es preciso hacer opciones coherentes que permitan valorar lo mejor posible ese recurso.

Ojalá que los abuelos vuelvan a ser una presencia viva en la familia, en la Iglesia y en la sociedad. Por lo que respecta a la familia, los abuelos deben seguir siendo testigos de unidad, de valores basados en la fidelidad a un único amor que suscita la fe y la alegría de vivir. Los así llamados «nuevos modelos de familia» y el relativismo generalizado han debilitado estos valores fundamentales del núcleo familiar. Como con razón habéis observado durante vuestros trabajos, los males de nuestra sociedad requieren remedios urgentes. Ante la crisis de la familia, ¿no se podría recomenzar precisamente de la presencia y del testimonio de los abuelos, que tienen una solidez mayor en valores y en proyectos?

En efecto, no se puede proyectar el futuro sin hacer referencia a un pasado rico en experiencias significativas y en puntos de referencia espiritual y moral. Pensando en los abuelos, en su testimonio de amor y de fidelidad a la vida, vienen a la memoria las figuras bíblicas de Abraham y Sara, de Isabel y Zacarías, de Joaquín y Ana, así como de los ancianos Simeón y Ana, o también Nicodemo: todos ellos nos recuerdan que a cualquier edad el Señor pide a cada uno la aportación de sus talentos.

Dirijamos ahora la mirada hacia el VI Encuentro mundial de las familias, que se celebrará en México en enero de 2009. Saludo y doy las gracias al cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de México, aquí presente, por todo lo que ya ha realizado durante estos meses de preparación juntamente con sus colaboradores. Todas las familias cristianas del mundo miran a esta nación «siempre fiel» a la Iglesia, que abrirá sus puertas a todas las familias del mundo. Invito a las comunidades eclesiales, especialmente a los grupos familiares, a los movimientos y a las asociaciones de familias, a prepararse espiritualmente para este acontecimiento de gracia.

Venerados y queridos hermanos, os agradezco una vez más vuestra visita y el trabajo realizado durante estos días; os aseguro mi recuerdo en la oración, y de corazón os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.


A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE LAS ANTILLAS EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 7 de abril de 2008



69 Queridos hermanos en el episcopado:

«No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos» (
2Co 4,5). Con estas emotivas palabras de san Pablo os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, obispos de las Antillas. Agradezco al arzobispo mons. Burke los amables sentimientos que ha expresado en vuestro nombre, correspondo con afecto asegurándoos mis oraciones por vosotros y por las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral. Vuestra visita ad limina Apostolorum es una ocasión para fortalecer vuestro compromiso de hacer que el rostro de Jesús sea cada vez más visible en la Iglesia y en la sociedad a través de un coherente testimonio del Evangelio.

El gran "drama" de Semana santa y la alegría del tiempo litúrgico de Pascua expresan la esencia auténtica de la esperanza que nos define como cristianos. Jesús, que nos indica el camino incluso más allá de la muerte, es el único que nos enseña cómo superar las pruebas y el miedo. Él es el verdadero maestro de vida (cf. Spe salvi ). En realidad, también nosotros, llenos de la luz de Cristo, iluminamos el camino que elimina todo el mal, expulsa el odio, nos trae paz y doblega el orgullo terreno (cf. Exsultet).

Queridos hermanos, espero que la imagen de la luz pascual os estimule a afrontar los numerosos desafíos que se os presentan. Vuestras relaciones describen con franqueza tanto las luces como las sombras que se proyectan sobre vuestras diócesis. No cabe duda de que el alma religiosa de los pueblos de vuestra región es capaz de grandes cosas. La generosidad de corazón y la apertura de mente atestiguan un espíritu que quiere ser plasmado por la verdad y el amor de nuestro Señor.

Pero también hay muchos que tratan de apagar la mecha que arde débilmente (cf. Is 42,3). En diversos grados, vuestras tierras se han visto afectadas por los aspectos negativos de la industria del entretenimiento, por el turismo basado en la explotación y por la plaga del comercio de armas y drogas. Esas influencias no sólo minan la vida familiar y sacuden los fundamentos de los valores culturales tradicionales, sino que también tienden a afectar negativamente a la política local.

Hermanos, contra este inquietante telón de fondo, sed heraldos de esperanza. Sed testigos audaces de la luz de Cristo, que da a las familias orientación y sentido. Sed predicadores intrépidos de la fuerza del Evangelio, que debe impregnar su modo de pensar, sus criterios de juicio y sus normas de comportamiento. Confío en que vuestro testimonio vivo del extraordinario "sí" de Dios a la humanidad (cf. 2Co 1,20) impulse a vuestros pueblos a rechazar las tendencias sociales destructoras y a buscar la "fe en acción", acogiendo todo lo que engendra la nueva vida de Pentecostés.

La renovación pastoral es una tarea indispensable para cada una de vuestras diócesis. Ya tenemos ejemplos de cómo afrontar ese desafío con entusiasmo. Esa renovación debe implicar a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos. Es de vital importancia la promoción incansable de las vocaciones, juntamente con la orientación y la formación permanente de los sacerdotes. Vosotros sois los principales formadores de vuestros sacerdotes y, apoyados por los laicos, tenéis la responsabilidad de promover de forma asidua y prudente las vocaciones.

Vuestra solicitud por la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de vuestros seminaristas y sacerdotes es una expresión cierta de vuestro celo y de vuestra preocupación por la profundización constante de su compromiso pastoral (cf. Pastores dabo vobis PDV 2). Os exhorto a sostener activamente el seminario "San Juan María Vianney y los Mártires Ugandeses", a vigilar de modo paterno especialmente a vuestros sacerdotes jóvenes y a ofrecer programas regulares de formación permanente necesarios para construir la identidad sacerdotal (cf. ib., PDV 71).

A su vez, vuestros sacerdotes alimentarán seguramente a sus comunidades parroquiales con una madurez y una sabiduría espiritual cada vez mayores. La creación de un seminario francófono en la región es un buen signo de esperanza. Os ruego que transmitáis a su personal y a los seminaristas la seguridad de mis oraciones.

La contribución de los religiosos, los sacerdotes y las religiosas a la misión de la Iglesia y a la construcción de la sociedad civil ha sido de inestimable valor para vuestros países. Numerosos niños, niñas y familias se han beneficiado del compromiso desinteresado de los religiosos en la dirección espiritual, en la educación y en las obras sociales y sanitarias.

De especial valor y belleza es la vida de oración de las comunidades contemplativas de la región. Vuestra preocupación pastoral por la disminución de las vocaciones religiosas muestra vuestro profundo aprecio por la vida consagrada. Me dirijo también a vuestras comunidades religiosas, animándolas a reafirmar su vocación con confianza y, guiadas por el Espíritu Santo, a proponer de nuevo a los jóvenes el ideal de consagración y misión. Los tesoros espirituales de sus respectivos carismas iluminan espléndidamente los caminos por los que el Señor llama a los jóvenes a emprender la vida de entrega de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana (cf. Vita consecrata VC 3).

70 Queridos hermanos, cada uno de vosotros siente la gran responsabilidad de hacer todo lo posible para apoyar el matrimonio y la vida familiar, fuente primera de cohesión en el seno de las comunidades y, por tanto, de capital importancia a los ojos de las autoridades civiles. A este respecto, la amplia red de escuelas católicas en toda vuestra región puede dar una gran contribución. Los valores arraigados en el camino de verdad ofrecido por Cristo iluminan la mente y el corazón de los jóvenes y los impulsan a seguir la senda de la fidelidad, de la responsabilidad y de la libertad verdadera.

Buenos jóvenes cristianos constituyen buenos ciudadanos. Estoy seguro de que haréis todo lo posible para estimular la identidad católica de vuestras escuelas que, durante las generaciones pasadas, han prestado un importante servicio a vuestros pueblos. Por eso, no dudo de que los jóvenes adultos de vuestras diócesis serán conscientes de que les corresponde, de modo urgente, contribuir al desarrollo económico y social de la región, puesto que se trata de una dimensión esencial de su testimonio cristiano.

Con afecto fraterno os ofrezco estas reflexiones, con las que quiero sosteneros en vuestro deseo de intensificar las llamadas al testimonio y a la evangelización que brotan del encuentro con Cristo. Unidos en el anuncio de la buena nueva de Jesucristo, proseguid en la esperanza. Asegurad, por favor, mis oraciones y mi comunión espiritual a todos vuestros seminaristas y sacerdotes, religiosos y fieles laicos, incluyendo de modo especial a las numerosas comunidades de inmigrantes. A todos vosotros os imparto de buen grado mi bendición apostólica.


MEMORIA DE LOS TESTIGOS DE LA FE DE LOS SIGLOS XX Y XXI

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI AL FINAL DEL ENCUENTRO DE ORACIÓN

Basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina

Lunes 7 de abril de 2008



Al final del encuentro de oración en memoria de los testigos de la fe de los tiempos recientes, os dirijo de buen grado un saludo a todos vosotros, sobre todo a los que habéis seguido la liturgia desde la plaza o en conexión por radio o televisión. En el vigésimo quinto aniversario de la Comunidad, al venir a Santa María en Trastévere, el siervo de Dios Juan Pablo II encomendó a la Comunidad de San Egidio esta basílica de San Bartolomé, y en el año 2000 estableció que en ella se conservara el recuerdo de los nuevos mártires.

Queridos amigos de la Comunidad de San Egidio, vosotros disteis los primeros pasos precisamente aquí en Roma en los difíciles años que siguieron al 1968. Hijos de esta Iglesia que preside en la caridad, habéis difundido luego vuestro carisma en muchas partes del mundo. La palabra de Dios, el amor a la Iglesia, la predilección por los pobres, la comunicación del Evangelio, han sido las estrellas que os han guiado testimoniando, bajo cielos diversos, el único mensaje de Cristo.

Os agradezco esta obra apostólica. Os agradezco la atención que prestáis a los últimos y a la búsqueda de la paz, que caracterizan a vuestra Comunidad. Que el ejemplo de los mártires, que hemos recordado, siga guiando vuestros pasos, para que seáis verdaderos amigos de Dios y auténticos amigos de la humanidad. Y no temáis las dificultades y los sufrimientos que implica esta acción misionera: entran en la "lógica" del valiente testimonio del amor cristiano.

Por último, deseo dirigiros a vosotros, y a través de vosotros a todas vuestras comunidades esparcidas por el mundo, mi más cordial felicitación por el cuadragésimo aniversario de vuestra fundación. Extiendo mi saludo a los enfermos, al personal sanitario, a los religiosos y a los voluntarios del contiguo hospital "Fatebenefratelli" de la isla Tiberina.

A todos y cada uno aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que, invocando la protección maternal de la Virgen santísima, imparto a todos la bendición apostólica.

VIAJE APOSTÓLICO

A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

Y VISITA A LA SEDE

DE LA ORGANIZACIÓN DE LA NACIONES UNIDAS


CONFERENCIA DE PRENSA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE EL VUELO HACIA WASHINGTON

Martes 15 de abril de 2008



71 Santidad, ¡bienvenido! En nombre de todos los compañeros que están aquí, le agradezco su disponibilidad tan amable para venir a saludarnos y también a darnos algunas indicaciones e ideas para seguir este viaje. Es su segundo viaje intercontinental, el primero como Santo Padre a Estados Unidos y las Naciones Unidas. Un viaje importante y muy esperado. Para comenzar, ¿quiere decirnos algo sobre los sentimientos, las esperanzas con que afronta este viaje y sobre cuál es su objetivo fundamental, desde su punto de vista?

Mi viaje tiene sobre todo dos objetivos. El primero es la visita a la Iglesia que está en América, en Estados Unidos. Hay un motivo particular: la diócesis de Baltimore, hace doscientos años, fue elevada a archidiócesis metropolitana y al mismo tiempo nacieron otras cuatro diócesis: Nueva York, Filadelfia, Boston y Louisville. Así, se trata de un gran jubileo para este núcleo de la Iglesia en Estados Unidos, un momento de reflexión sobre el pasado y principalmente sobre el futuro, sobre cómo responder a los grandes desafíos de nuestro tiempo, en la actualidad y con vistas al futuro.

Naturalmente, también forma parte de esta visita el encuentro interreligioso y el encuentro ecuménico, en particular también un encuentro en la sinagoga con nuestros amigos judíos, en la víspera de su fiesta de Pascua. Por tanto, este es el aspecto religioso-pastoral de la Iglesia en Estados Unidos en este momento de nuestra historia, y el encuentro con todos los demás en esta fraternidad que nos une en una responsabilidad común. En este momento también quiero dar las gracias al presidente Bush, que irá al aeropuerto, me reservará mucho tiempo para conversaciones y me recibirá con ocasión de mi cumpleaños.

El segundo objetivo es la visita a las Naciones Unidas. También aquí hay un motivo particular: han pasado sesenta años desde la Declaración universal de derechos humanos. Esta es la base antropológica, la filosofía fundacional de las Naciones Unidas, el fundamento humano y espiritual sobre el que están construidas. Por tanto, realmente es un momento de reflexión, un momento para volver a tomar conciencia de esta etapa importante de la historia. En la Declaración universal de derechos humanos confluyeron diversas tradiciones culturales, especialmente una antropología que reconoce en el hombre un sujeto de derecho con precedencia sobre todas las instituciones, con valores comunes que todos han de respetar. Así pues, esta visita, que tiene lugar precisamente en un momento de crisis de valores, me parece importante para reafirmar juntos que todo comenzó en aquel momento y para recuperarlo con vistas a nuestro futuro.

Ahora pasamos a las preguntas que ustedes mismos han presentado en los días pasados y que algunos de ustedes presentarán al Santo Padre. Comencemos por la pregunta de John Allen, el cual no necesita presentación, pues es muy conocido como comentador de los acontecimientos vaticanos en Estados Unidos.

Santo Padre, le hago mi pregunta en inglés. Si fuera posible, si nos puede decir unas frases, unas pocas palabras en inglés, le quedaríamos muy agradecidos. Mi pregunta es: la Iglesia que va a encontrar en Estados Unidos es una Iglesia grande, una Iglesia viva, pero también una Iglesia que sufre, en cierto sentido, sobre todo a causa de la reciente crisis debida a los abusos sexuales. La gente en Estados Unidos está esperando unas palabras de usted, un mensaje suyo sobre esta crisis. ¿Cuál será su mensaje para esta Iglesia que sufre?

Para la Iglesia en Estados Unidos, para la Iglesia en general y para mí personalmente, es un gran sufrimiento el hecho de que haya podido acontecer todo eso. Cuando leo la noticia de esos hechos, me resulta difícil comprender cómo es posible que algunos sacerdotes hayan podido fallar de ese modo en su misión de llevar consuelo, de llevar el amor de Dios a esos niños. Me da vergüenza y haremos todo lo posible para garantizar que eso no vuelva a repetirse en el futuro. Creo que deberemos actuar en tres niveles: el primero es el nivel de la justicia, y el nivel político. En este momento no hablo de homosexualidad: este es otro asunto. Excluiremos rigurosamente a los pederastas del sagrado ministerio. Es absolutamente incompatible y quien es realmente culpable de pederastia no puede ser sacerdote. En este primer nivel podemos hacer justicia y ayudar a las víctimas, que han sufrido mucho. Estos son los dos aspectos de la justicia: uno, los pederastas no pueden ser sacerdotes; otro, ayudar a las víctimas de todos los modos posibles.

Luego está el nivel pastoral. Las víctimas necesitarán curación y ayuda, asistencia y reconciliación. Este es un gran compromiso pastoral y yo sé que los obispos, los sacerdotes y todos los católicos en Estados Unidos harán lo posible para ayudarlos, asistirlos y curarlos. Hemos hecho inspecciones en los seminarios y haremos todo lo posible para que los seminaristas reciban una profunda formación espiritual, humana e intelectual. Al sacerdocio sólo podrán ser admitidas personas sanas, personas con una profunda vida en Cristo, personas con una intensa vida sacramental.

Yo sé que los obispos y los rectores de los seminarios harán lo posible para llevar a cabo un discernimiento muy estricto, porque es más importante tener buenos sacerdotes que muchos sacerdotes. Este es nuestro tercer punto, y esperamos poder hacer, haber hecho y hacer en el futuro todo lo que podamos para curar estas heridas.

Gracias, Santidad. Otro de los temas sobre los que hemos tenido muchas preguntas de parte de nuestros compañeros ha sido el de la inmigración, de la presencia en la sociedad estadounidense también de los componentes de lengua española. Por eso, le va a hacer la pregunta nuestro compañero Andrés Leonardo Beltramo Álvarez, de la agencia de información de México.

Santidad, le hago la pregunta en italiano. Si quiere, puede responder en español. Un saludo, sólo un saludo. Está creciendo muchísimo la presencia hispana también en la Iglesia de Estados Unidos en general. La comunidad católica cada vez es más bilingüe y bi-cultural. Al mismo tiempo, en la sociedad hay un creciente movimiento anti-inmigración. La situación de los inmigrantes se caracteriza por formas de precariedad y discriminación. ¿Tiene usted intención de hablar de este problema y de invitar a Estados Unidos a acoger bien a los inmigrantes, muchos de los cuales son católicos?

72 No estoy en condiciones de hablar en español, pero mi saludo y mi bendición para todos los hispanos. Ciertamente, hablaré de este tema. He recibido diversas visitas "ad limina" de obispos de América central, también de América del sur, y he visto la amplitud de este problema, sobre todo el grave problema de la separación de las familias. Esto es realmente peligroso para el entramado social, moral y humano de esos países. Sin embargo, hay que distinguir entre medidas que se deben tomar de inmediato y soluciones a largo plazo.

La solución fundamental es procurar que en su patria haya suficientes puestos de trabajo, un entramado social suficiente, de modo que nadie necesite emigrar. Por tanto, todos debemos trabajar por lograr este objetivo, por promover un desarrollo social que permita ofrecer a los ciudadanos trabajo y un futuro en su tierra de origen. También sobre este punto quiero hablar con el presidente, porque sobre todo Estados Unidos debe ayudar para que los países puedan desarrollarse así. Redundará en beneficio de todos, no sólo de esos países, sino también del mundo y de Estados Unidos.

Luego, hay que tomar medidas a corto plazo. Es muy importante sobre todo ayudar a las familias. A la luz de las conversaciones que he mantenido con los obispos, el problema principal es que las familias estén protegidas, que no queden destruidas. Se debe hacer todo lo que se pueda. Después, naturalmente, hay que hacer todo lo posible contra la precariedad y contra todas las violencias, y ayudar para que puedan llevar una vida digna donde están actualmente.

También quiero señalar que hay numerosos problemas, hay sufrimientos, pero también hay mucha hospitalidad. Sé que sobre todo la Conferencia episcopal de Estados Unidos colabora en gran medida con las Conferencias episcopales de América Latina con vistas a las ayudas necesarias. A pesar de todas las cosas dolorosas, no olvidemos que también hay mucha auténtica humanidad, muchas acciones positivas.

Gracias, Santidad. Ahora, una pregunta que se refiere a la sociedad estadounidense: exactamente al puesto que ocupan los valores religiosos en esa sociedad. Damos la palabra a nuestro compañero Andrea Tornielli, que es vaticanista de un periódico italiano.

Santo Padre, al recibir a la nueva embajadora de Estados Unidos, usted puso de relieve como valor positivo el reconocimiento público de la religión en Estados Unidos. ¿Considera que este es un modelo posible también para la Europa secularizada? ¿No cree que existe también el peligro de que la religión y el nombre de Dios puedan usarse para promover ciertas políticas e incluso la guerra...?

Desde luego, en Europa no podemos simplemente copiar a Estados Unidos; tenemos nuestra historia. Pero todos debemos aprender unos de otros. Lo que me encanta de Estados Unidos es que comenzó con un concepto positivo de laicidad, porque este nuevo pueblo estaba compuesto de comunidades y personas que habían huido de las Iglesias de Estado y querían tener un Estado laico, secular, que abriera posibilidades a todas las confesiones, a todas las formas de ejercicio religioso. Así nació un Estado voluntariamente laico: eran contrarios a una Iglesia de Estado. Pero el Estado debía ser laico precisamente por amor a la religión en su autenticidad, que sólo se puede vivir libremente.

Así, encontramos este conjunto de un Estado voluntaria y decididamente laico, pero precisamente por una voluntad religiosa, para dar autenticidad a la religión. Y sabemos que Alexis de Tocqueville, estudiando la situación de Estados Unidos, vio que las instituciones laicas viven con un consenso moral que de hecho existe entre los ciudadanos. Me parece que este es un modelo fundamental y positivo.

Por otra parte, hay que tener presente que en Europa, mientras tanto, han pasado doscientos años, más de doscientos años, con muchas vicisitudes. Actualmente, también Estados Unidos sufre el ataque de un nuevo laicismo, totalmente diverso. Así pues, primero los problemas eran la inmigración, pero la situación se ha complicado y diferenciado a lo largo de la historia. Sin embargo, me parece que hoy el fundamento, el modelo fundamental, es digno de ser tenido en cuenta también en Europa.

Gracias, Santidad. Ahora, un último tema atañe a su visita a las Naciones Unidas. Sobre este aspecto va a hacer la pregunta John Thavis, responsable en Roma de la agencia católica de noticias de Estados Unidos.

Santo Padre, a menudo se considera al Papa como la conciencia de la humanidad. También por este motivo hay gran expectación por su discurso a las Naciones Unidas. Quiero preguntarle: ¿Piensa usted que una institución multilateral como las Naciones Unidas puede salvaguardar los principios que la Iglesia católica considera "no negociables", es decir, los principios fundados en la ley natural?

73 Este es precisamente el objetivo fundamental de las Naciones Unidas: salvaguardar los valores comunes de la humanidad, sobre los cuales se basa la convivencia pacífica de las naciones, la observancia de la justicia y el desarrollo de la justicia. Ya he aludido brevemente al hecho de que a mí me parece muy importante que el fundamento de las Naciones Unidas sea precisamente la idea de los derechos humanos, de los derechos que expresan valores no negociables, que preceden a todas las instituciones y son el fundamento de todas las instituciones.

Es importante que exista esta convergencia entre las culturas que han encontrado un consenso en el hecho de que estos valores son fundamentales, de que están inscritos en el ser mismo del hombre. Conviene renovar esta conciencia de que las Naciones Unidas, con su función pacificadora, sólo pueden actuar si tienen el fundamento común de los valores que se expresan luego en "derechos" que deben ser respetados por todos. Es necesario confirmar esta concepción fundamental y actualizarla en la medida de lo posible, es un objetivo de mi misión.

Por último, dado que al inicio el padre Lombardi me había planteado también una pregunta sobre mis sentimientos, quiero decir: voy a Estados Unidos precisamente con alegría. Varias veces he estado antes en Estados Unidos; conozco este gran país; conozco la gran vitalidad de la Iglesia, a pesar de todos los problemas; y me alegra poder encontrarme, en este momento histórico tanto para la Iglesia como para las Naciones Unidas, con este gran pueblo y esta gran Iglesia. Gracias a todos.

Gracias a usted, Santidad, de parte de todos nosotros. Realmente, le renovamos nuestros mejores deseos para este viaje: que obtenga todos los frutos que espera de él y que también todos nosotros, juntamente con usted, esperamos. ¡Gracias y buen viaje!



CEREMONIA DE BIENVENIDA

South Lawn de la Casa Blanca, Washington D.C.

Miércoles de 16 de abril de 2008

Señor Presidente:

Gracias por las amables palabras de bienvenida en nombre del pueblo de los Estados Unidos de América. Aprecio profundamente su invitación a visitar este gran País. Mi llegada coincide con un momento importante de la vida de la comunidad católica en América, como es la celebración del segundo centenario de la elevación de la primera diócesis del País, Baltimore, a Archidiócesis metropolitana, y la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville. También me siento dichoso de ser huésped de todos los americanos. Vengo como amigo y anunciador del Evangelio, como uno que tiene gran respeto por esta vasta sociedad pluralista. Los católicos americanos han ofrecido y siguen ofreciendo una excelente contribución a la vida de su País. Al comenzar mi visita, confío en que mi presencia pueda ser fuente de renovación y esperanza para la Iglesia en los Estados Unidos y refuerce la voluntad de los católicos de contribuir más responsablemente aún a la vida de la Nación, de la que están orgullosos de ser ciudadanos.

Ya desde los albores de la República, la búsqueda de libertad de América ha sido guiada por la convicción de que los principios que gobiernan la vida política y social están íntimamente relacionados con un orden moral, basado en la señoría de Dios Creador. Los redactores de los documentos constitutivos de esta Nación se basaron en esta convicción al proclamar la “verdad evidente por sí misma” de que todos los hombres han sido creados iguales y dotados de derechos inalienables, fundados en la ley natural y en el Dios de esta naturaleza. El curso de la historia americana demuestra las dificultades, las luchas y la gran determinación intelectual y moral que han sido necesarias para formar una sociedad que incorporara fielmente estos nobles principios. A lo largo de ese proceso, que ha plasmado el alma de la Nación, las creencias religiosas fueron una constante inspiración y una fuerza orientadora, como, por ejemplo, en la lucha contra la esclavitud y en el movimiento en favor de los derechos civiles. También en nuestro tiempo, especialmente en los momentos de crisis, los americanos siguen encontrando energía en sí mismos adhiriéndose a este patrimonio de ideales y aspiraciones compartidos.

En los próximos días, espero encontrarme no solamente con la comunidad católica de América, sino también con otras comunidades cristianas y representaciones de las numerosas tradiciones religiosas presentes en este País. Históricamente, no sólo los católicos, sino todos los creyentes han encontrado aquí la libertad de adorar a Dios según los dictámenes de su conciencia, siendo aceptados al mismo tiempo como parte de una confederación en la que cada individuo y cada grupo puede hacer oír su propia voz. Ahora que la Nación tiene que afrontar cuestiones políticas y éticas cada vez más complejas, confío que los americanos encuentren en sus creencias religiosas una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un diálogo razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad más humana y más libre.

La libertad no es sólo un don, sino también una llamada a la responsabilidad personal. Los americanos lo saben por experiencia: casi todas las ciudades de este País tienen monumentos en honor a cuantos han sacrificado su vida en defensa de la libertad, tanto en su propia tierra como en otros lugares. La defensa de la libertad es una llamada a cultivar la virtud, la autodisciplina, el sacrificio por el bien común y un sentido de responsabilidad ante los menos afortunados. Además, exige el valor de empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias religiosas y los valores más profundos a un debate público razonable. En una palabra, la libertad es siempre nueva. Se trata de un desafío que se plantea a cada generación, y ha de ser ganado constantemente en favor de la causa del bien (cf. Spe salvi ). Pocos han entendido esto tan claramente como el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria. Al reflexionar sobre la victoria espiritual de la libertad sobre el totalitarismo en su Polonia nativa y en Europa oriental, nos recordó que la historia demuestra en muchas ocasiones que «en un mundo sin verdad la libertad pierde su fundamento», y que una democracia sin valores puede perder su propia alma (cf. Centesimus annus CA 46). En estas palabras proféticas resuena de algún modo la convicción del Presidente Washington, expresada en su discurso de despedida, de que la religión y la moralidad son «soportes indispensables» para la prosperidad política.


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