Discursos 2008 111

A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LA ACTUALIDAD DE LA "HUMANAE VITAE"

Sala Clementina

Sábado 10 de mayo de 2008



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran placer os acojo al final de los trabajos, en los que habéis reflexionado sobre un problema antiguo y siempre nuevo como es el de la responsabilidad y el respeto al surgir de la vida humana. Saludo en particular a mons. Rino Fisichella, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, que ha organizado este Congreso internacional, y le agradezco las palabras de saludo que me ha dirigido. Mi saludo se extiende a todos los ilustres relatores, profesores y participantes, que con su contribución han enriquecido estas jornadas de intenso trabajo. Vuestra aportación se inserta eficazmente en la producción más amplia que, a lo largo de los decenios, ha ido aumentando sobre este tema controvertido y, a pesar de ello, tan decisivo para el futuro de la humanidad.

El concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, ya se dirigía a los hombres de ciencia invitándolos a aunar sus esfuerzos para alcanzar la unidad del saber y una certeza consolidada acerca de las condiciones que pueden favorecer "una honesta ordenación de la procreación humana" (GS 52). Mi predecesor, de venerada memoria, el siervo de Dios Pablo VI, el 25 de julio de 1968, publicó la carta encíclica Humanae vitae. Ese documento se convirtió muy pronto en signo de contradicción.

Elaborado a la luz de una decisión sufrida, constituye un significativo gesto de valentía al reafirmar la continuidad de la doctrina y de la tradición de la Iglesia. Ese texto, a menudo mal entendido y tergiversado, suscitó un gran debate, entre otras razones, porque se situó en los inicios de una profunda contestación que marcó la vida de generaciones enteras. Cuarenta años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se afrontó el problema.

De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? La vida es siempre un don inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a construir el futuro con la fuerza de la esperanza.

El Magisterio de la Iglesia no puede menos de reflexionar siempre profundamente sobre los principios fundamentales que conciernen al matrimonio y a la procreación. Lo que era verdad ayer, sigue siéndolo también hoy. La verdad expresada en la Humanae vitae no cambia; más aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor intrínseco que posee.

La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos sigue siendo el amor. Como escribí en mi primera encíclica, Deus caritas est: "El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; (...) ni el cuerpo ni el espíritu aman por sí solos: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma" (). Si se elimina esta unidad, se pierde el valor de la persona y se cae en el grave peligro de considerar el cuerpo como un objeto que se puede comprar o vender (cf. ib.).

112 En una cultura marcada por el predominio del tener sobre el ser, la vida humana corre el peligro de perder su valor. Si el ejercicio de la sexualidad se transforma en una droga que quiere someter al otro a los propios deseos e intereses, sin respetar los tiempos de la persona amada, entonces lo que se debe defender ya no es sólo el verdadero concepto del amor, sino en primer lugar la dignidad de la persona misma. Como creyentes, no podríamos permitir nunca que el dominio de la técnica infecte la calidad del amor y el carácter sagrado de la vida.

No por casualidad Jesús, hablando del amor humano, se remite a lo que realizó Dios al inicio de la creación (cf.
Mt 19,4-6). Su enseñanza se refiere a un acto gratuito con el cual el Creador no sólo quiso expresar la riqueza de su amor, que se abre entregándose a todos, sino también presentar un modelo según el cual debe actuar la humanidad. Con la fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer participan en el acto creador del Padre y ponen de manifiesto que en el origen de su vida matrimonial hay un "sí" genuino que se pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida.

Esta palabra del Señor sigue conservando siempre su profunda verdad y no puede ser eliminada por las diversas teorías que a lo largo de los años se han sucedido, a veces incluso contradiciéndose entre sí. La ley natural, que está en la base del reconocimiento de la verdadera igualdad entre personas y pueblos, debe reconocerse como la fuente en la que se ha de inspirar también la relación entre los esposos en su responsabilidad al engendrar nuevos hijos. La transmisión de la vida está inscrita en la naturaleza, y sus leyes siguen siendo norma no escrita a la que todos deben remitirse. Cualquier intento de apartar la mirada de este principio queda estéril y no produce fruto.

Es urgente redescubrir una alianza que siempre ha sido fecunda, cuando se la ha respetado. En esa alianza ocupan el primer plano la razón y el amor. Un maestro tan agudo como Guillermo de Saint Thierry escribió palabras que siguen siendo profundamente válidas también para nuestro tiempo: "Si la razón instruye al amor, y el amor ilumina la razón; si la razón se convierte en amor y el amor se mantiene dentro de los confines de la razón, entonces ambos pueden hacer algo grande" (Naturaleza y grandeza del amor, 21, 8).

¿Qué significa ese "algo grande" que se puede conseguir? Es el surgir de la responsabilidad ante la vida, que hace fecundo el don que cada uno hace de sí al otro. Es fruto de un amor que sabe pensar y escoger con plena libertad, sin dejarse condicionar excesivamente por el posible sacrificio que requiere. De aquí brota el milagro de la vida que los padres experimentan en sí mismos, verificando que lo que se realiza en ellos y a través de ellos es algo extraordinario. Ninguna técnica mecánica puede sustituir el acto de amor que dos esposos se intercambian como signo de un misterio más grande, en el que son protagonistas y partícipes de la creación.

Por desgracia, se asiste cada vez con mayor frecuencia a sucesos tristes que implican a los adolescentes, cuyas reacciones manifiestan un conocimiento incorrecto del misterio de la vida y de las peligrosas implicaciones de sus actos. La urgencia formativa, a la que a menudo me refiero, concierne de manera muy especial al tema de la vida. Deseo verdaderamente que se preste una atención muy particular sobre todo a los jóvenes, para que aprendan el auténtico sentido del amor y se preparen para él con una adecuada educación en lo que atañe a la sexualidad, sin dejarse engañar por mensajes efímeros que impiden llegar a la esencia de la verdad que está en juego.

Proporcionar ilusiones falsas en el ámbito del amor o engañar sobre las genuinas responsabilidades que se deben asumir con el ejercicio de la propia sexualidad no hace honor a una sociedad que declara atenerse a los principios de libertad y democracia. La libertad debe conjugarse con la verdad, y la responsabilidad con la fuerza de la entrega al otro, incluso cuando implica sacrificio; sin estos componentes no crece la comunidad de los hombres y siempre está al acecho el peligro de encerrarse en un círculo de egoísmo asfixiante.

La doctrina contenida en la encíclica Humanae vitae no es fácil. Sin embargo, es conforme a la estructura fundamental mediante la cual la vida siempre ha sido transmitida desde la creación del mundo, respetando la naturaleza y de acuerdo con sus exigencias. El respeto por la vida humana y la salvaguarda de la dignidad de la persona nos exigen hacer lo posible para que llegue a todos la verdad genuina del amor conyugal responsable en la plena adhesión a la ley inscrita en el corazón de cada persona.

Con estos sentimientos, os imparto a todos la bendición apostólica.


AL SEÑOR MORDECHAY LEWY,


NUEVO EMBAJADOR DE ISRAEL ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 12 de mayo de 2008



Excelencia:

113 Me complace darle la bienvenida al inicio de su misión y aceptar las cartas que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Estado de Israel ante la Santa Sede. Le agradezco sus amables palabras y le pido que transmita al presidente Shimon Peres mi saludo respetuoso y mis oraciones por los habitantes de su país.

Una vez más, expreso mis mejores deseos con motivo de la celebración de los sesenta años del establecimiento del Estado de Israel. La Santa Sede se une a ustedes en la acción de gracias al Señor por el hecho de que se hayan cumplido las aspiraciones del pueblo judío a tener una casa en la tierra de sus padres, y espera poder ver pronto un tiempo de mayor alegría, cuando una paz justa resuelva finalmente el conflicto con los palestinos. La Santa Sede valora en particular sus relaciones diplomáticas con Israel, establecidas hace 15 años, busca desarrollarlas, fortaleciendo el respeto, la estima y la colaboración que nos une.

El Estado de Israel y la Santa Sede tienen numerosas áreas de interés común que se pueden explorar con provecho. Como usted ha señalado, la herencia judeo-cristiana debería impulsarnos a promover múltiples formas de actividades sociales y humanitarias en todo el mundo, entre otras, luchando contra toda forma de discriminación racial. Comparto el entusiasmo de su excelencia por los intercambios culturales y académicos llevados a cabo entre las instituciones católicas de todo el mundo y las de Tierra Santa, y yo también deseo que estas iniciativas se desarrollen aún más en los próximos años.

El diálogo fraterno entablado a nivel internacional entre cristianos y judíos está dando mucho fruto y tiene que continuar con compromiso y generosidad. Las ciudades santas de Roma y Jerusalén son fuentes de fe y sabiduría de suma importancia para la civilización occidental y, por consiguiente, los lazos entre Israel y la Santa Sede tienen una resonancia más profunda que los derivados formalmente de la dimensión jurídica de nuestras relaciones.

Excelencia, sé que comparte mi preocupación por la alarmante disminución de la población cristiana en Oriente Próximo, incluido Israel, a causa de la emigración. Desde luego, los cristianos no son los únicos que sufren los efectos de la inseguridad y la violencia como resultado de los diferentes conflictos en la región, pero en muchos aspectos son particularmente vulnerables en estos momentos.

Rezo para que, como consecuencia de la creciente amistad entre Israel y la Santa Sede, se encuentren formas para tranquilizar a la comunidad cristiana de manera que recobre esperanza en un futuro seguro y pacífico en los hogares de sus antepasados, sin sentir la presión de tener que emigrar a otros lugares del mundo para iniciar una nueva vida.

Desde hace mucho tiempo, los cristianos en Tierra Santa han disfrutado de buenas relaciones tanto con los musulmanes como con los judíos. Su presencia en su país y el libre ejercicio de la misión y la vida de la Iglesia allí, representan un potencial para contribuir significativamente a curar las divisiones entre ambas comunidades. Rezo para que así sea e invito a su Gobierno a seguir buscando caminos para aprovechar la buena voluntad de los cristianos, tanto en favor de los descendientes naturales del primer pueblo que escuchó la palabra de Dios, como en favor de nuestros hermanos y hermanas musulmanes que desde hace siglos han vivido y practicado su culto en la tierra que las tres tradiciones religiosas llaman "santa".

Soy consciente de que las dificultades de los cristianos en Tierra Santa están también relacionadas con la tensión continua entre las comunidades judía y palestina. La Santa Sede reconoce el derecho legítimo de Israel a la seguridad y a la propia defensa, y condena firmemente cualquier forma de antisemitismo. Además, sostiene que todos los pueblos tienen derecho a que se les concedan las mismas oportunidades para desarrollarse. Por tanto, pido encarecidamente a su Gobierno que haga todos los esfuerzos posibles para aliviar los sufrimientos de la comunidad palestina, dándole la libertad necesaria para llevar a cabo sus actividades legítimas, incluyendo el acceso a sus lugares de culto, para que disfruten de mayor paz y seguridad.

Obviamente, estos temas sólo pueden afrontarse en el contexto más amplio del proceso de paz en Oriente Próximo. La Santa Sede acoge el compromiso expresado por su Gobierno de continuar el impulso que se dio en Annapolis y reza para que las esperanzas y las expectativas suscitadas allí no queden defraudadas. Como afirmé en mi reciente discurso a las Naciones Unidas, en Nueva York, es necesario recorrer toda posible senda diplomática y prestar atención "a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 10) si se quieren resolver conflictos añosos. Cuando todos los habitantes de Tierra Santa vivan en paz y armonía, en dos Estados soberanos independientes, será inestimable el beneficio para la paz en el mundo, e Israel será de verdad "luz de las naciones" (
Is 42,6), un luminoso ejemplo de resolución de conflictos que el resto del mundo podrá seguir.

Se realizó un gran trabajo para formular los acuerdos que desde entonces se firmaron entre Israel y la Santa Sede, y es de desear que las negociaciones relativas a cuestiones económicas y fiscales logren pronto una conclusión satisfactoria. Gracias por sus palabras tranquilizadoras sobre el compromiso del Gobierno de Israel con vistas a una solución positiva y rápida de los problemas que todavía quedan por resolver. Soy consciente de que hablo en nombre de muchos cuando expreso la esperanza de que estos acuerdos se integren pronto en el sistema jurídico interno de Israel y así se ponga un fundamento duradero para una cooperación fecunda.

Dado el interés personal que su excelencia tiene por la situación de los cristianos en Tierra Santa, el cual es sumamente apreciado, sé que comprende las dificultades causadas por las continuas incertidumbres sobre sus derechos y su estatus legal, especialmente a propósito de la cuestión de las visas para el personal eclesiástico. Estoy seguro de que hará todo lo que pueda para facilitar la resolución del resto de los problemas de una manera aceptable para todas las partes. Sólo cuando se superen estas dificultades la Iglesia podrá llevar adelante libremente sus obras religiosas, morales, educativas y caritativas en la tierra en la que nació.

114 Excelencia, rezo para que la misión diplomática que comienza hoy refuerce ulteriormente los vínculos de amistad entre la Santa Sede y su país. Puede estar seguro de que los diferentes dicasterios de la Curia romana están siempre dispuestos a ofrecerle ayuda y apoyo en el cumplimiento de su misión. Con mis mejores deseos, invoco para usted, para su familia y para todos los habitantes del Estado de Israel las abundantes bendiciones de Dios.


A UN GRUPO DE REPRESENTANTES

DEL MOVIMIENTO POR LA VIDA EN ITALIA

Sala de las Bendiciones

Lunes 12 de mayo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Con gran placer os acojo hoy y dirijo a cada uno mi cordial saludo. En primer lugar, saludo a monseñor Michele Pennisi, obispo de Piazza Armerina, y a los sacerdotes presentes. Dirijo un saludo especial al honorable Carlo Casini, presidente del Movimiento por la vida, y le agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los miembros de la Dirección nacional y de la junta ejecutiva del Movimiento por la vida, a los presidentes de los Centros de ayuda a la vida y a los responsables de los diversos servicios, del proyecto Gemma, de Teléfono verde, SOS Vida y Teléfono rojo. Saludo, asimismo, a los representantes de la Asociación Papa Juan XXIII y de algunos Movimientos por la vida europeos.

A través de vosotros, aquí presentes, mi saludo afectuoso se extiende a quienes, no pudiendo participar personalmente, están espiritualmente unidos a nosotros. Pienso especialmente en los numerosos voluntarios que, con abnegación y generosidad, comparten con vosotros el noble ideal de la promoción y la defensa de la vida humana desde su concepción.

Vuestra visita tiene lugar treinta años después de la legalización del aborto en Italia, y tenéis la intención de sugerir una reflexión profunda sobre los efectos humanos y sociales que la ley ha producido en la comunidad civil y cristiana durante este período. Contemplando los tres decenios pasados y considerando la situación actual, no se puede por menos de reconocer que defender la vida humana se ha vuelto hoy prácticamente más difícil, porque se ha creado una mentalidad de desprecio progresivo de su valor, confiado al juicio de cada persona. Como consecuencia, se ha derivado un respeto menor a la misma persona humana, un valor que está en la base de toda convivencia civil, por encima de la fe que se profesa.

Ciertamente, son muchas y complejas las causas que llevan a decisiones dolorosas como el aborto. La Iglesia, fiel al mandato de su Señor, por una parte, no se cansa de reafirmar que el valor sagrado de la vida de todo hombre tiene sus raíces en el designio del Creador; y, por otra, estimula a promover toda iniciativa en apoyo de las mujeres y de las familias para crear condiciones favorables a la acogida de la vida, y a la tutela de la institución de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Haber permitido recurrir a la interrupción del embarazo no sólo no ha resuelto los problemas que afligen a muchas mujeres y a muchos núcleos familiares, sino que ha abierto una herida ulterior en nuestras sociedades, por desgracia ya agobiadas por profundos sufrimientos.

En verdad, durante estos años se ha puesto mucho empeño, no sólo por parte de la Iglesia, para salir al paso de las necesidades y las dificultades de las familias. Pero no podemos ignorar que diversos problemas siguen atenazando a la sociedad actual, impidiendo a numerosos jóvenes cumplir su deseo de casarse y formar una familia, a causa de las condiciones desfavorables en las que viven. La falta de trabajo seguro, legislaciones a menudo deficientes en materia de tutela de la maternidad, y la imposibilidad de garantizar a los hijos un sustentamiento adecuado, son algunos de los impedimentos que parecen sofocar la exigencia del amor fecundo, mientras abren las puertas a un sentido cada vez mayor de desconfianza en el futuro.

Por eso, es necesario unir los esfuerzos para que las diversas instituciones pongan de nuevo en el centro de su acción la defensa de la vida humana y la atención prioritaria a la familia, en cuyo seno la vida nace y se desarrolla. Es preciso ayudar a la familia con todos los instrumentos legislativos, para facilitar su formación y su obra educativa, en el difícil contexto social actual.

Para los cristianos permanece siempre abierto, en este ámbito fundamental de la sociedad, un urgente e indispensable campo de apostolado y de testimonio evangélico: proteger la vida con valentía y amor en todas sus fases. Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido al Señor que bendiga la acción que, como Centro de ayuda a la vida y como Movimiento por la vida, lleváis a cabo para evitar el aborto también en los casos de embarazos difíciles, trabajando al mismo tiempo en los ámbitos de la educación, la cultura y el debate político.

115 Es necesario testimoniar de manera concreta que el respeto a la vida es la primera justicia que se debe aplicar. Para quien tiene el don de la fe, esto se convierte en un imperativo inderogable, porque el seguidor de Cristo está llamado a ser cada vez más "profeta" de una verdad que jamás podrá eliminarse: únicamente Dios es Señor de la vida. Él conoce, ama, quiere y guía a todo hombre. La unidad más profunda y grande de la humanidad sólo radica en el hecho de que todo ser humano realiza el proyecto único de Dios, cada uno tiene origen en la misma idea creadora de Dios. Por tanto, se comprende por qué la Biblia afirma: quien profana al hombre, profana la propiedad de Dios (cf. Gn 9,5).

Este año se celebra el 60° aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, cuyo mérito ha sido haber permitido a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales converger en torno a un núcleo fundamental de valores y, por tanto, de derechos. Como recordé recientemente, durante mi visita a la ONU, a los miembros de las Naciones Unidas, "los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad" (Discurso, 18 de abril de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 10-11).

Por eso, también es digno de alabanza vuestro compromiso en el ámbito político como ayuda y estímulo a las instituciones, para que se otorgue el debido reconocimiento a la expresión "dignidad humana". Vuestra iniciativa ante la Comisión para las peticiones del Parlamento europeo, en la que afirmáis los valores fundamentales del derecho a la vida desde la concepción, de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, del derecho de todo ser humano concebido a nacer y a ser educado en una familia constituida por sus padres confirma ulteriormente la solidez de vuestro compromiso y vuestra plena comunión con el Magisterio de la Iglesia, que desde siempre defiende dichos valores y proclama que "no son negociables".

Queridos hermanos y hermanas, Juan Pablo II, al encontrarse con vosotros el 22 de mayo de 1998, os exhortó a perseverar en vuestro compromiso de amor y defensa de la vida humana, y recordó que, gracias a vosotros, muchos niños podían experimentar la alegría del don inestimable de la vida. Diez años después, soy yo quien os agradece el servicio que habéis prestado a la Iglesia y a la sociedad. ¡Cuántas vidas humanas habéis salvado de la muerte! Proseguid por este camino y no tengáis miedo, para que la sonrisa de la vida triunfe en los labios de todos los niños y de sus madres.

Os encomiendo a cada uno de vosotros, y a las numerosas personas con quienes os encontráis en los Centros de ayuda a la vida, a la protección materna de la Virgen María, Reina de la familia; y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, os bendigo de corazón a vosotros y a cuantos forman parte de los Movimientos por la vida en Italia, en Europa y en el mundo.


A LA 18ª SESIÓN PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Sala del Consistorio

Jueves 15 de mayo de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo, en particular, al presidente, señor cardenal Renato Raffaele Martino, al que agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro, ilustrando los diversos aspectos del interesante tema que habéis afrontado durante estos días. Saludo también al secretario, arzobispo Agostino Marchetto, al monseñor subsecretario, a los oficiales y a los expertos, a los miembros y a los consultores. Dirijo a todos un cordial saludo lleno de gratitud por el trabajo realizado y por el empeño puesto en concretar cuanto se ha debatido y vislumbrado durante estos días para el bien de todas las familias.

116 Durante mi reciente visita a Estados Unidos, animé a este gran país a proseguir en su compromiso de acogida de los hermanos y hermanas que llegan allí procedentes, en general, de países pobres. En particular, señalé el grave problema de la reunificación familiar, tema que ya había afrontado en el Mensaje para la 93ª Jornada mundial del emigrante y el refugiado, dedicado precisamente al tema de la familia emigrante. Me complace recordar aquí que en diversas ocasiones he presentado el icono de la Sagrada Familia como modelo de las familias emigrantes, refiriéndome a la imagen propuesta por mi venerado predecesor, el Papa Pío XII, en la constitución apostólica Exsul familia, que constituye la charta magna de la pastoral de los emigrantes (cf. AAS 44, 1952, p. 649). Además, en los Mensajes de los años 1980, 1986 y 1993, mi venerado predecesor Juan Pablo II subrayó el compromiso eclesial en favor no sólo de la persona emigrante, sino también de su familia, comunidad de amor y factor de integración.

Ante todo, quiero reafirmar que la solicitud de la Iglesia por la familia emigrante no quita nada al interés pastoral por la familia itinerante. Más aún, este compromiso de mantener una unidad de visión y de acción entre las dos "alas" (emigración e itinerancia) de la movilidad humana puede ayudar a comprender la amplitud del fenómeno y, al mismo tiempo, servir de estímulo para todos con vistas a una pastoral específica, animada por los Sumos Pontífices, recomendada por el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Christus Dominus
CD 18) y sostenida adecuadamente por los documentos elaborados por vuestro Consejo pontificio, así como por congresos y reuniones.

No hay que olvidar que la familia, incluida la emigrante y la itinerante, constituye la célula originaria de la sociedad, y no sólo no se la debe destruir, sino que se la debe defender con valentía y paciencia. La familia representa a la comunidad en la que desde la infancia nos enseñan a adorar y amar a Dios, asimilando la gramática de los valores humanos y morales, y aprendiendo a hacer buen uso de la libertad en la verdad. Por desgracia, en muchas situaciones esto sucede con dificultad, especialmente en el caso de quienes se ven afectados por el fenómeno de la movilidad humana.

Además, en su acción de acogida y de diálogo con los emigrantes e itinerantes, la comunidad cristiana tiene como punto de referencia constante a la persona de Cristo, nuestro Señor. Él dejó a sus discípulos una regla de oro, según la cual orientar la propia vida: el mandamiento nuevo del amor. Cristo sigue transmitiendo a la Iglesia, mediante el Evangelio y los sacramentos, especialmente la santísima Eucaristía, el amor que vivió hasta la muerte y muerte de cruz.

A este propósito, es muy significativo que la liturgia prevea la celebración del sacramento del matrimonio en el corazón de la celebración eucarística. Así se pone de relieve el profundo vínculo que une esos dos sacramentos. En la vida diaria, el comportamiento de los esposos debe inspirarse en el ejemplo de Cristo, que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ep 5,25). Este supremo gesto de amor se renueva en toda celebración eucarística.

Por tanto, la pastoral familiar debe remitir oportunamente a este dato sacramental como a su referente de fundamental importancia. Quien va a misa —y es necesario facilitar su celebración también a los emigrantes e itinerantes— encuentra en la Eucaristía una fortísima referencia a su familia, a su matrimonio, y se siente estimulado a vivir su situación en la perspectiva de la fe, buscando en la gracia divina la fuerza necesaria para lograrlo.

Por último, es de todos conocido que la movilidad humana, en el actual mundo globalizado, representa una frontera importante para la nueva evangelización. Por eso, os aliento a proseguir en vuestro compromiso pastoral con renovado celo, mientas, por mi parte, os aseguro mi cercanía espiritual. Os acompaño con la oración, para que el Espíritu Santo haga fecundas todas vuestras iniciativas. Con este fin, invoco la protección materna de María santísima, Nuestra Señora del Camino, para que ayude a todo hombre y a toda mujer a conocer a su Hijo Jesucristo y a recibir de él el don de la salvación. Con este deseo, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos, así como a todos los emigrantes e itinerantes en el vasto mundo y a sus familias.


A UN GRUPO DE VÍRGENES CONSAGRADAS CON OCASIÓN DEL SEGUNDO CONGRESO DEL "ORDO VIRGINUM"

Jueves 15 de mayo de 2008

Amadísimas hermanas:

1.Os acojo y saludo con alegría a cada una de vosotras, consagradas con "solemne rito nupcial a Cristo" (Ritual de consagración de vírgenes, 30), con ocasión del congreso-peregrinación internacional del Ordo virginum, que estáis celebrando durante estos días en Roma.

Saludo, en particular, al cardenal Franc Rodé y le agradezco sus cordiales palabras y el empeño puesto en sostener esta iniciativa, a la vez que expreso de corazón mi gratitud al comité organizador. Al elegir el tema guía de estos días, os habéis inspirado en una afirmación mía que sintetiza lo que dije en otra ocasión sobre vuestra realidad de mujeres que viven la virginidad consagrada en el mundo: un don en la Iglesia y para la Iglesia. A esta luz, deseo confirmaros en vuestra vocación e invitaros a crecer cada día en la comprensión de un carisma tan luminoso y fecundo a los ojos de la fe, como oscuro e inútil a los del mundo.

117 2. "Sed esclavas del Señor de nombre y de hecho, a imitación de la Madre de Dios" (Ritual de consagración de vírgenes, 29). El Orden de las vírgenes constituye una expresión particular de vida consagrada, que volvió a florecer en la Iglesia después del concilio Vaticano II (cf. Vita consecrata VC 7). Pero sus raíces son antiguas: se remontan a los inicios de la vida evangélica, cuando, como novedad inaudita, el corazón de algunas mujeres comenzó a abrirse al deseo de la virginidad consagrada, es decir, al deseo de entregar a Dios todo su ser, que había tenido en la Virgen de Nazaret y en su "sí" su primera realización extraordinaria. El pensamiento de los Padres ve en María el prototipo de las vírgenes cristianas y muestra la novedad del nuevo estado de vida al que se accede mediante una libre elección de amor.

3."Que en ti, Señor, lo posean todo, porque te han elegido a ti solo, por encima de todo" (Ritual de consagración de vírgenes, 38). Vuestro carisma debe reflejar la intensidad, pero también la lozanía de los orígenes. Se funda en la sencilla invitación evangélica de que "quien pueda entender, que entienda" (Mt 19,12) y en el consejo paulino sobre la virginidad por el Reino (cf. 1Co 7,25-35). Y, sin embargo, en él se encierra todo el misterio cristiano. Cuando nació, vuestro carisma no se configuraba con modalidades particulares de vida, pero después fue institucionalizándose paulatinamente, hasta llegar a una verdadera consagración pública y solemne, conferida por el obispo mediante un sugestivo rito litúrgico, que convertía a la mujer consagrada en la sponsa Christi, imagen de la Iglesia esposa.

4.Queridas hermanas, vuestra vocación está profundamente arraigada en la Iglesia particular a la que pertenecéis: a vuestros obispos corresponde reconocer en vosotras el carisma de virginidad, consagraros y posiblemente permanecer cerca de vosotras en vuestro camino, para enseñaros el temor del Señor, como se comprometen a hacer durante la solemne liturgia de consagración. Desde el ámbito de la diócesis, con sus tradiciones, sus santos, sus valores, sus límites y sus dificultades, os extendéis al ámbito de la Iglesia universal, sobre todo compartiendo su oración litúrgica, que se os confía para que "resuene sin interrupción en vuestro corazón y en vuestros labios" (Ritual de consagración de vírgenes, 42). De este modo, vuestro "yo" orante se dilatará progresivamente hasta que en la oración sólo haya un gran "nosotros". Esta es la oración eclesial y la verdadera liturgia. En el diálogo con Dios, abríos al diálogo con todas las criaturas, para las cuales seréis como madres, madres de los hijos de Dios (cf. Ritual de consagración de vírgenes, 29).

5.Sin embargo, vuestro ideal, en sí mismo verdaderamente elevado, no exige ningún cambio exterior particular. Normalmente, cada una de las consagradas permanece en su propio ambiente de vida. Es un camino que parece exento de las características específicas de la vida religiosa, sobre todo de la obediencia. Pero para vosotras el amor se convierte en seguimiento: vuestro carisma implica una entrega total a Cristo, una configuración con el Esposo, que requiere implícitamente la observancia de los consejos evangélicos, para conservar íntegra la fidelidad a él (cf. Ritual de consagración de vírgenes, 47).

Estar con Cristo exige interioridad, pero, al mismo tiempo, impulsa a comunicarse con los hermanos: aquí se inserta vuestra misión. Una "regla de vida" esencial define el compromiso que cada una de vosotras asume con el permiso del obispo, tanto a nivel espiritual como existencial. Se trata de caminos personales. Entre vosotras hay diversos estilos y modalidades de vivir el don de la virginidad consagrada, y esto se hace aún más evidente durante un encuentro internacional, como el que estáis celebrando durante estos días. Os exhorto a ir más allá de las apariencias, captando el misterio de la ternura de Dios que cada una lleva en sí y reconociéndoos como hermanas, dentro de vuestra diversidad.

6."Que vuestra vida sea un testimonio particular de caridad y signo visible del Reino futuro" (Ritual de consagración de vírgenes, 30). Haced que vuestra vida personal irradie siempre la dignidad de ser esposa de Cristo, que exprese la novedad de la existencia cristiana y la espera serena de la vida futura. Así, con vuestra vida recta, podréis ser estrellas que orientan el camino del mundo. En efecto, la elección de la vida virginal recuerda a las personas la transitoriedad de las realidades terrenas y la anticipación de los bienes futuros. Sed testigos de la espera vigilante y operante, de la alegría, de la paz, que es propia de quien se abandona al amor de Dios. Estad presentes en el mundo y, sin embargo, sed peregrinas hacia el Reino, pues la virgen consagrada se identifica con la esposa que, juntamente con el Espíritu, invoca la venida del Señor: "El Espíritu y la esposa dicen: "¡Ven!"" (Ap 22,17).

7.Al concluir, os encomiendo a María. Y hago mías las palabras de san Ambrosio, el cantor de la virginidad cristiana, dirigiéndolas a vosotras: "Que en cada una de vosotras esté el alma de María para proclamar la grandeza del Señor; que en cada una de vosotras esté el espíritu de María para que os alegréis en Dios. Aunque hay una sola madre de Cristo según la carne, en cambio, según la fe, Cristo es el fruto de todos, puesto que cada alma recibe al Verbo de Dios, con tal que, inmaculada y sin vicios, conserve la castidad con pudor virginal" (Comentario a san Lucas 2, 26: PL 15, 1642).

Con este deseo, os bendigo de corazón.



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