Discursos 2008 117

A LOS OBISPOS DE TAILANDIA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 16 de mayo de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

"Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra" (cf. Ps 104,30). Con estas palabras de la antífona de Pentecostés os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, obispos de Tailandia. Agradezco al obispo Phimphisan los amables sentimientos que me ha expresado en vuestro nombre. Los devuelvo afectuosamente y os aseguro mis oraciones por vosotros y por las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral. Vuestra visita ad limina Apostolorum es una ocasión para fortalecer vuestro compromiso de hacer cada vez más presente a Jesús en la Iglesia y de darlo a conocer en la sociedad mediante el testimonio de amor y verdad de su Evangelio.

118 La gran fiesta de Pentecostés que celebramos recientemente nos recuerda que el Espíritu del Señor llena todo el mundo y nos impulsa a llevar a Cristo a todos los pueblos. En vuestro país, esta misión de la pequeña comunidad católica se lleva a cabo en el contexto de relaciones, de forma especial con los budistas. De hecho, me habéis expresado de buen grado vuestro gran respeto por los monasterios budistas y la estima que tenéis por la contribución que dan a la vida social y cultural del pueblo tailandés.

La coexistencia de diferentes comunidades religiosas se realiza hoy con el telón de fondo de la globalización. Observé recientemente que las fuerzas de la globalización hacen que la humanidad se articule alrededor de dos polos: por una parte, está la multitud creciente de vínculos económicos y culturales que aumentan normalmente el sentido de solidaridad global y responsabilidad común con vistas al bien de la humanidad; por otra, están los signos inquietantes de fragmentación y de cierto individualismo en el que domina el laicismo, marginando lo trascendente y el sentido de lo sagrado, y eclipsando la fuente misma de armonía y unidad en el universo.

De hecho, los aspectos negativos de este fenómeno cultural, que os causa consternación a vosotros y a los demás líderes religiosos en vuestro país, ponen de relieve la importancia de la cooperación interreligiosa. Exigen un esfuerzo concertado para sostener el alma espiritual y moral de vuestro pueblo. De acuerdo con los budistas, podéis promover la comprensión mutua concerniente a la transmisión de las tradiciones a las próximas generaciones, la articulación de valores éticos perceptibles por la razón, la reverencia a lo trascendente, la oración y la contemplación. Estas prácticas y disposiciones contribuyen al bien común de la sociedad y alimentan la esencia de todo ser humano.

Como pastores de comunidades pequeñas y dispersas, os conforta el envío del Paráclito, que defiende, aconseja y protege (cf.
Jn 14,16). Animad a los fieles a acoger todo lo que engendra la nueva vida de Pentecostés. El Espíritu de verdad nos recuerda que el Padre y el Hijo están presentes en el mundo a través de quienes aman a Cristo y guardan su palabra (cf. Jn 14,22-23), convirtiéndose en discípulos enviados a dar fruto (cf. Jn 15,8). Por tanto, la efusión del Espíritu es al mismo tiempo un don y una tarea; una tarea que, a su vez, se convierte en un don epifánico: la presentación de Cristo y su amor al mundo. En Tailandia este don está presente de modo particular en las clínicas médicas, en las obras sociales y en las escuelas de la Iglesia, porque es allí donde el noble pueblo tailandés puede llegar a reconocer y conocer el rostro de Jesucristo.

Queridos hermanos, habéis observado con razón que las escuelas y los colegios católicos dan una notable contribución a la formación intelectual de numerosos jóvenes tailandeses. También deberían dar una contribución destacada a la educación espiritual y moral de la juventud. En realidad, precisamente por estos aspectos cruciales de la formación de la persona, los padres, tanto católicos como budistas, se dirigen a las escuelas católicas.

A este respecto, me dirijo a los numerosos religiosos y religiosas que trabajan diligentemente en las instituciones católicas de enseñanza de vuestras diócesis. Su papel no debería ser principalmente administrativo, sino misionero. Por ser personas consagradas, están llamadas a ser "testigos de Cristo, epifanía del amor de Dios en el mundo", y a tener "la valentía del testimonio y la paciencia del diálogo", sirviendo a "la dignidad de la vida humana, la armonía de la creación y la existencia pacífica de los pueblos" (Las personas consagradas y su misión en la escuela, 1-2).

Por consiguiente, es de suma importancia que los religiosos se muestren cercanos a los estudiantes y a sus familias, muy especialmente a través de la enseñanza del catecismo a los católicos y a quienes estén interesados, y mediante la formación moral y la atención a las necesidades espirituales de todos en la comunidad escolar. Animo a las congregaciones en su compromiso en el apostolado educativo, confiando en que las cuotas escolares sean justas y transparentes y esperando que las escuelas sean cada vez más accesibles a los pobres, que muy a menudo anhelan el abrazo fiel de Cristo.

Un buen ejemplo del anuncio de las maravillas de Dios (cf. Ac 2,11) es el servicio que prestan en vuestras comunidades los catequistas, los cuales han asumido con gran celo y generosidad la convicción ardiente de san Pablo: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). Sin embargo, esta tarea no se puede encomendar sólo a ellos. Corresponde a vuestros sacerdotes el ministerio de "anunciar la palabra divina a todos" y "trabajar en la predicación y la enseñanza" (Rito de Ordenación, n. 102). Este papel sacerdotal fundamental que, para ser eficaz, requiere una sólida formación filosófica y teológica, no puede delegarse en otros. Más bien, cuando los catequistas bien formados colaboran con sus párrocos, los sarmientos de la vid dan mucho fruto (cf. Jn 15,5). Con este fin, vuestras relaciones aluden a las varias tareas kerigmáticas que requieren atención, incluyendo la formación de los esposos que no son católicos y la solicitud pastoral por las numerosas personas y familias católicas que, al trasladarse de áreas rurales a las ciudades, corren el riesgo de perder el contacto con la vida parroquial.

Por último, queridos hermanos, deseo expresar mi aprecio por los esfuerzos de toda la comunidad católica de Tailandia por defender la dignidad de toda vida humana, especialmente la más vulnerable. Os preocupa, en particular, la plaga de la trata de mujeres y niños, y la prostitución. Indudablemente, la pobreza es un factor que subyace en estos fenómenos; a este respecto, sé que se ha logrado mucho gracias a los programas de desarrollo de la Iglesia. Pero hay otro aspecto que se debe reconocer y afrontar colectivamente, si se quiere eliminar eficazmente esta abominable explotación humana. Me refiero a la trivialización de la sexualidad en los medios de comunicación social y en la industria del espectáculo, que alimenta una decadencia de los valores morales y lleva a la degradación de las mujeres, al debilitamiento de la fidelidad conyugal e incluso al abuso de los niños.

Con afecto fraterno os ofrezco estas reflexiones, deseando confirmaros en vuestra voluntad de recibir el fuego del Espíritu para poder anunciar con una sola voz la buena nueva de Jesús. A todos vosotros, así como a vuestros sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles laicos, imparto de buen grado mi bendición apostólica.


A UN CONGRESO SOBRE LA FAMILIA

Sala Clementina

Viernes 16 de mayo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

119 Gracias por vuestra visita, que me permite conocer la actividad que desarrollan vuestras beneméritas asociaciones, integrantes del Foro de asociaciones familiares y de la Federación europea de asociaciones familiares católicas. Os saludo cordialmente a cada uno y, en primer lugar, al presidente del Foro, abogado Giovanni Giacobbe, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Este encuentro tiene lugar con ocasión de la celebración anual de la Jornada internacional de la familia, que fue ayer, 15 de mayo. Para subrayar la importancia de esta Jornada, habéis organizado un congreso con un tema de gran actualidad: "La alianza por la familia en Europa: el asociacionismo protagonista", para confrontar las experiencias entre las diversas formas de asociaciones familiares y con el objetivo de sensibilizar a los gobernantes y a la opinión pública sobre el papel central e insustituible que desempeña la familia en nuestra sociedad. En efecto, como con razón observáis, una acción política que desee mirar con clarividencia el futuro no puede menos de situar a la familia en el centro de su atención y de su programación.

Este año, como bien sabéis, se celebra el 40° aniversario de la encíclica Humanae vitae y el 25° de la promulgación de la Carta de los derechos de la familia, presentada por la Santa Sede el 22 de octubre de 1983. Estos dos documentos están idealmente unidos entre sí, porque, si el primero subraya con fuerza, yendo con valentía contra corriente con respecto a la cultura dominante, la calidad del amor de los esposos, no manipulado por el egoísmo y abierto a la vida, el segundo pone de relieve los derechos inalienables que permiten a la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, ser la cuna natural de la vida humana.

En particular, la Carta de los derechos de la familia, dirigida principalmente a los gobiernos, ofrece, a quien está investido de responsabilidad en orden al bien común, un modelo y un punto de referencia para la elaboración de una adecuada legislación política de la familia. Al mismo tiempo, se dirige a todas las familias estimulándolas a que se unan en la defensa y promoción de sus derechos. Y vuestro asociacionismo, al respecto, puede constituir un instrumento muy oportuno para realizar mejor el espíritu de la citada Carta de los derechos de la familia.

El amado Pontífice Juan Pablo II, con razón llamado también el "Papa de la familia", repetía que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" (Familiaris consortio
FC 86). Subrayaba con frecuencia el valor insustituible de la institución familiar, según el plan de Dios, Creador y Padre. También yo, al inicio de mi pontificado, el 6 de junio de 2005, en la apertura de la asamblea de la diócesis de Roma, dedicada precisamente a la familia, reafirmé que la verdad del matrimonio y de la familia hunde sus raíces en la verdad del hombre y ha tenido su realización en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: "Dios ama a su pueblo".

En efecto, la revelación bíblica es ante todo expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres. He aquí por qué la historia del amor y de la unión entre un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio fue asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación. Precisamente por esto, la unión de vida y de amor, basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, que constituye la familia, representa un bien insustituible para toda la sociedad, que no se debe confundir ni equiparar a otros tipos de unión.

Sabemos bien cuántos desafíos afrontan hoy las familias, cuán difícil es realizar, en las condiciones sociales modernas, el ideal de fidelidad y de solidez del amor conyugal, tener hijos y educarlos, y conservar la armonía del núcleo familiar. Si, gracias a Dios, existen ejemplos luminosos de familias sólidas y abiertas a la cultura de la vida y del amor, no faltan lamentablemente, e incluso están aumentando, las crisis matrimoniales y familiares. Muchas familias, que se encuentran en condiciones de preocupante precariedad, elevan, a veces incluso de forma inconsciente, un grito, una petición de ayuda que interpela a los responsables de las administraciones públicas, de las comunidades eclesiales y de las distintas agencias educativas.

Por eso, es cada vez más urgente el compromiso de unir fuerzas para sostener, con todos los medios posibles, a las familias desde el punto de vista social y económico, jurídico y espiritual. En este contexto me complace subrayar y alentar algunas iniciativas y propuestas presentadas en vuestro congreso. Me refiero, por ejemplo, al plausible empeño de movilizar a los ciudadanos en apoyo de la iniciativa por "una fiscalización a medida de la familia", a fin de que los gobiernos promuevan una política familiar que ofrezca a los padres la posibilidad concreta de tener hijos y educarlos en la familia.

Para los creyentes, la familia, célula de comunión que constituye el fundamento de la sociedad, es como una "pequeña iglesia doméstica", llamada a revelar al mundo el amor de Dios. Queridos hermanos y hermanas, ayudad a las familias a ser signo visible de esta verdad, a defender los valores inscritos en la naturaleza humana y, por tanto, comunes a toda la humanidad, esto es, la vida, la familia y la educación. Esos principios no derivan de una confesión de fe, sino de la aplicación de la justicia que respeta los derechos de cada hombre.

Esta es vuestra misión, queridas familias cristianas. Que jamás desfallezca vuestra confianza en el Señor y la comunión con él en la oración y en la referencia constante a su Palabra. Así seréis testigos de su amor, no contando simplemente con recursos humanos, sino apoyándoos firmemente en la roca que es Dios, vivificados por el poder de su Espíritu.

Que María, Reina de la familia, Estrella luminosa de esperanza, guíe el camino de todas las familias de la humanidad. Con estos sentimientos, de buen grado os bendigo a vosotros, aquí presentes, y a cuantos forman parte de las diversas asociaciones que representáis.


A UN SEMINARIO DE ESTUDIO PARA OBISPOS ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS

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Sala del Consistorio

Sábado 17 de mayo de 2008



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del seminario de estudio organizado por el Consejo pontificio para los laicos con el fin de reflexionar sobre la solicitud pastoral respecto de los nuevos movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Doy las gracias a los numerosos prelados que han querido participar, provenientes de todas las partes del mundo: su interés y su viva participación han garantizado el pleno éxito de los trabajos, que ya han llegado a la jornada conclusiva. Dirijo un cordial saludo de comunión y de paz a todos los hermanos en el episcopado y a todos los presentes; en particular, saludo al señor cardenal Stanislaw Rylko y a monseñor Josef Clemens, respectivamente presidente y secretario del dicasterio, y a sus colaboradores.

No es la primera vez que el Consejo para los laicos organiza un seminario para los obispos sobre los movimientos laicales. Recuerdo bien el de 1999, continuación pastoral ideal del encuentro de mi amado predecesor Juan Pablo II con los movimientos y las nuevas comunidades, que se celebró el 30 de mayo del año anterior. Como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, participé personalmente en el debate. Entablé un diálogo directo con los obispos, un intercambio franco y fraterno sobre numerosas cuestiones importantes.

De modo análogo, este seminario quiere ser una continuación del encuentro que yo mismo tuve, el 3 de junio de 2006, con una amplia representación de fieles pertenecientes a más de cien nuevas asociaciones laicales. En esa ocasión señalé que la experiencia de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades es un «signo luminoso de la belleza de Cristo y de la Iglesia, su Esposa» (Mensaje a los participantes en el II Congreso mundial de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, 22 de mayo de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 3). Dirigiéndome "a los queridos amigos de los movimientos", los exhorté a hacer que sean cada vez más "escuelas de comunión, compañías en camino, en las que se aprenda a vivir en la verdad y en el amor que Cristo nos reveló y comunicó por medio del testimonio de los Apóstoles, dentro de la gran familia de sus discípulos" (ib.).

Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son una de las novedades más importantes suscitadas por el Espíritu Santo en la Iglesia para la puesta en práctica del concilio Vaticano II. Se difundieron precisamente después del Concilio, sobre todo durante los años inmediatamente sucesivos, en un período lleno de grandes promesas, pero marcado también por pruebas difíciles. Pablo VI y Juan Pablo II supieron acoger y discernir, alentar y promover la imprevista irrupción de las nuevas realidades laicales que, con formas diversas y sorprendentes, daban de nuevo vitalidad, fe y esperanza a toda la Iglesia.

En efecto, ya entonces daban testimonio de la alegría, de la racionalidad y de la belleza de ser cristianos, mostrándose agradecidos por pertenecer al misterio de comunión que es la Iglesia. Hemos asistido al despertar de un fuerte impulso misionero, animado por el deseo de comunicar a todos la valiosa experiencia del encuentro con Cristo, percibida y vivida como la única respuesta adecuada a la profunda sed de verdad y felicidad del corazón humano.

Al mismo tiempo, ¿cómo no darse cuenta de que aún se ha de comprender adecuadamente dicha novedad a la luz del designio de Dios y de la misión de la Iglesia en los escenarios de nuestro tiempo? Precisamente por eso se han sucedido numerosas llamadas de atención y orientación por parte de los Pontífices, que han comenzado un diálogo y una colaboración cada vez más profundos en el ámbito de numerosas Iglesias particulares. Se han superado muchos prejuicios, resistencias y tensiones. Queda por realizar la importante tarea de promover una comunión más madura de todos los componentes eclesiales, para que todos los carismas, en el respeto de su especificidad, puedan contribuir plena y libremente a la edificación del único Cuerpo de Cristo.

121 He apreciado mucho que se haya elegido, como base de reflexión para el seminario, la exhortación que dirigí a un grupo de obispos alemanes en visita ad limina, que hoy, desde luego, os propongo de nuevo a todos vosotros, pastores de numerosas Iglesias particulares: «Os pido que salgáis al encuentro de los movimientos con mucho amor» (Discurso al segundo grupo de obispos alemanes, 18 de noviembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de noviembre de 2006, p. 4). Casi podría decir que ya no tengo nada que añadir. La caridad es el signo distintivo del buen Pastor: hace autorizado y eficaz el ejercicio del ministerio que se nos ha confiado.

Salir al encuentro de los movimientos y las nuevas comunidades con mucho amor nos impulsa a conocer adecuadamente su realidad, sin impresiones superficiales o juicios restrictivos. También nos ayuda a comprender que los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no son un problema o un peligro más, que se suma a nuestras ya gravosas tareas. ¡No! Son un don del Señor, un valioso recurso para enriquecer con sus carismas a toda la comunidad cristiana. Por eso, es preciso darles una acogida confiada que les abra espacios y valore sus aportaciones a la vida de las Iglesias particulares.

Las dificultades o las incomprensiones sobre cuestiones particulares no autorizan la cerrazón. Que el "mucho amor" inspire prudencia y paciencia. A nosotros, los pastores, se nos pide acompañar de cerca, con solicitud paterna, de modo cordial y sabio, a los movimientos y las nuevas comunidades, para que puedan poner generosamente al servicio de la utilidad común, de manera ordenada y fecunda, los numerosos dones de que son portadores y que hemos aprendido a conocer y apreciar: el impulso misionero, los itinerarios eficaces de formación cristiana, el testimonio de fidelidad y obediencia a la Iglesia, la sensibilidad ante las necesidades de los pobres y la riqueza de vocaciones.

La autenticidad de los nuevos carismas está garantizada por su disponibilidad a someterse al discernimiento de la autoridad eclesiástica. Numerosos movimientos eclesiales y nuevas comunidades ya han sido reconocidos por la Santa Sede y, por tanto, deben considerarse sin duda como un don de Dios a toda la Iglesia. Otros, aún en fase inicial, requieren el ejercicio de un acompañamiento aún más delicado y vigilante por parte de los pastores de las Iglesias particulares. Quien está llamado a un servicio de discernimiento y de guía no ha de pretender enseñorearse de los carismas, sino más bien evitar el peligro de extinguirlos (cf.
1Th 5,19-21), resistiendo a la tentación de uniformar lo que el Espíritu Santo ha querido que sea multiforme para concurrir a la edificación y a la extensión del único Cuerpo de Cristo, que el mismo Espíritu consolida en la unidad.

El obispo, consagrado y asistido por el Espíritu de Dios, en Cristo, Cabeza de la Iglesia, deberá examinar los carismas y probarlos, para reconocer y valorar lo que es bueno, verdadero y bello, lo que contribuye al aumento de la santidad de las personas y de las comunidades. Cuando hagan falta intervenciones para corregir algo, deben ser expresión de "mucho amor". Los movimientos y las nuevas comunidades se sienten orgullosos de su libertad asociativa, de la fidelidad a su carisma, pero también han demostrado siempre que saben bien que la fidelidad y la libertad quedan garantizadas, y no ciertamente limitadas, por la comunión eclesial, cuyos ministros, custodios y guías son los obispos, unidos al Sucesor de Pedro.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de este encuentro os exhorto a reavivar en vosotros el don que habéis recibido con vuestra consagración (cf. 2Tm 1,6). Que el Espíritu de Dios nos ayude a reconocer y custodiar las maravillas que él mismo suscita en la Iglesia en favor de todos los hombres. A María santísima, Reina de los Apóstoles, le encomiendo cada una de vuestras diócesis y os imparto de todo corazón una afectuosa bendición apostólica, que extiendo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los seminaristas, a los catequistas y a todos los fieles laicos, hoy, en particular, a los miembros de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades presentes en las Iglesias encomendadas a vuestra solicitud.


A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LOS DIRECTORES DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Sábado 17 de mayo de 2008



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra particularmente encontrarme con todos vosotros, que estáis comprometidos directamente en las Obras misionales pontificias, organismos al servicio del Papa y de los obispos de las Iglesias particulares para realizar el mandato misionero de evangelizar a las gentes hasta los confines de la tierra. En primer lugar, expreso mi cordial agradecimiento al señor cardenal Ivan Dias, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes. Extiendo mi saludo al secretario y a todos los colaboradores del dicasterio misionero, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas. Queridos hermanos, gracias a vuestro intenso trabajo la afirmación del Concilio, según la cual "toda la Iglesia es misionera por su misma naturaleza", se hace realidad efectiva.

122 Las Obras misionales pontificias tienen el carisma de promover entre los cristianos el celo por el reino de Dios, que se ha de instaurar por doquier a través del anuncio del Evangelio. Surgidas con esta dimensión universal, fueron un instrumento valioso en las manos de mis predecesores, que las elevaron al rango de pontificias, recomendando a los obispos instituirlas en sus diócesis. El concilio Vaticano II les reconoció, con razón, el primer lugar en la cooperación misionera, "pues son medios para infundir en los católicos, ya desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero y para estimular la recogida eficaz de ayudas en favor de todas las misiones según las necesidades de cada una" (Ad gentes AGD 38). El Concilio profundizó particularmente en la naturaleza y la misión de la Iglesia particular, reconociendo su plena dignidad y su responsabilidad misionera.

La misión es tarea y deber de todas las Iglesias, que como vasos comunicantes comparten personas y recursos para realizarla. Cada Iglesia particular es el pueblo elegido entre las gentes, convocado en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para "anunciar las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable" (Lumen gentium LG 10). Es el lugar donde el Espíritu se manifiesta con la riqueza de sus carismas, suscitando en cada fiel la llamada y la responsabilidad de la misión. Su misión consiste en promover la comunión. A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia diaria muestra tan arraigados en la humanidad a causa del pecado, la Iglesia particular contrapone la fuerza generadora de unidad del Cuerpo de Cristo.

El Papa Juan Pablo II afirmó con alegría que "se han multiplicado las Iglesias particulares provistas de obispo, clero y personal apostólico propios; (...) la comunión entre las Iglesias lleva a un intercambio eficaz de bienes y dones espirituales; (...) se está afianzando una conciencia nueva, según la cual la misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales" (Redemptoris missio RMi 2). Gracias a la reflexión que han desarrollado durante estos decenios, las Obras misionales pontificias se han insertado en el contexto de los nuevos paradigmas de evangelización y del modelo eclesiológico de comunión entre las Iglesias.

Es evidente que son pontificias, pero por derecho son también episcopales, en cuanto instrumentos en las manos de los obispos para realizar el mandato misionero de Cristo. "Las Obras misionales pontificias, aunque son las Obras del Papa, lo son también del entero Episcopado y de todo el pueblo de Dios" (Pablo VI, Mensaje para la Jornada mundial de las misiones de 1968). Son el instrumento específico, privilegiado y principal para la educación en el espíritu misionero universal, para la comunión y la colaboración inter-eclesial al servicio del anuncio del Evangelio (cf. Estatuto, 18).

También en esta fase de la historia de la Iglesia, considerada misionera por su naturaleza, el carisma y el trabajo de las Obras misionales pontificias no se han agotado, y no deben faltar nunca. Sigue siendo urgente y necesaria la misión de evangelizar a la humanidad. La misión es un deber, al que hay que responder: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). El apóstol san Pablo, a quien la Iglesia dedica un año especial conmemorando dos mil años de su nacimiento, comprendió en el camino de Damasco, y experimentó después a lo largo de su ministerio, que la redención y la misión son actos de amor. El amor a Cristo lo impulsó a recorrer las calles del Imperio romano, a ser heraldo, apóstol, anunciador del Evangelio (cf. 2Tm 2,1 2Tm 2,11) y a hacerse todo a todos, para salvar a toda costa a algunos (cf. 1Co 9,22). "El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ep 5,2); es su emisario y suplica en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios (cf. 2Co 5,20)" (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 2007, p. 12). El amor es lo que nos debe impulsar a anunciar con franqueza y valentía a todos los hombres la verdad que salva (cf. Gaudium et spes GS 28). Un amor que se debe irradiar por doquier y alcanzar el corazón de todo hombre, pues los hombres esperan a Cristo.

Las palabras de Jesús, "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20), constituyen aún un mandato obligatorio para toda la Iglesia y para cada uno de los fieles de Cristo. Este compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas (cf. Dignitatis humanae DH 6).

A las Obras misionales pontificias se les pide hacer de la missio ad gentes el paradigma de toda la actividad pastoral. A ellas, y de modo particular a la Unión misional pontificia, les corresponde la tarea de "promover y difundir cada vez más en el pueblo cristiano el misterio de la Iglesia, es decir, este eficaz espíritu misionero" (Pablo VI, Graves et increscentes). Estoy seguro de que seguiréis comprometiéndoos con todo vuestro entusiasmo para que vuestras Iglesias particulares asuman cada vez con más generosidad su parte de responsabilidad en la misión universal.

Imparto a todos mi bendición.

VISITA PASTORAL A SAVONA Y GÉNOVA


DISCURSO A LOS NIÑOS ENFERMOS DEL HOSPITAL "GIANNINA GASLINI" DE GÉNOVA

Domingo 18 de mayo de 2008

Señora alcaldesa;
señor comisario extraordinario;
queridos niños;
123 queridos hermanos y hermanas:

Después de orar ante la Virgen de la Guardia, en el hermoso santuario que desde lo alto domina la ciudad, mi primer encuentro es con vosotros, en este lugar de sufrimiento y de esperanza, que fue inaugurado el 15 de mayo de 1938, hace exactamente setenta años.

Os abrazo a vosotros, amadísimos niños, que sois acogidos y asistidos con solicitud y amor en este hospital, "punto de excelencia" de la pediatría al servicio de Génova, de Italia y de toda el área mediterránea. Vuestro portavoz me ha manifestado vuestros sentimientos de afecto, a los que correspondo de corazón y acompaño con un recuerdo especial también para vuestros padres. Un saludo cordial a la señora Marta Vincenzi, alcaldesa de Génova, que se ha hecho intérprete de la acogida de la ciudad. Saludo al profesor Vincenzo Lorenzelli, comisario extraordinario del instituto "Giannina Gaslini", que ha recordado la finalidad de este hospital y su desarrollo futuro tal como se ha programado.

El hospital "Gaslini" nació del corazón de un bienhechor generoso, el industrial y senador Gerolamo Gaslini, que dedicó esta obra a su hija fallecida a los 12 años, y forma parte de la historia de caridad que hace de Génova una "ciudad de la caridad cristiana". También hoy la fe sugiere a numerosas personas de buena voluntad gestos de amor y de apoyo concreto a esta institución, que con sano orgullo los genoveses consideran un patrimonio valioso. A todos doy las gracias y los animo a proseguir.

En particular, me alegro por el nuevo complejo, cuya primera piedra se colocó recientemente y ha encontrado un bienhechor munífico. También la atención efectiva y cordial de las administraciones públicas es signo de reconocimiento del valor social que el hospital "Gaslini" representa para los niños de la ciudad y de otros lugares. En efecto, cuando un bien es para todos, merece el apoyo de todos, respetando en su justa medida las funciones y las competencias.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos médicos, investigadores, personal paramédico y administrativo; a vosotros, queridos capellanes, voluntarios, y los que os encargáis de la asistencia espiritual de los pequeños huéspedes y de sus familiares. Sé que vuestro compromiso común es lograr que el hospital "Gaslini" sea un auténtico "santuario de la vida" y un "santuario de la familia", donde, además de la profesionalidad, los agentes de todos los sectores muestren ternura y atención a la persona. La decisión del fundador, según la cual el presidente de la Fundación debe ser el arzobispo pro tempore de Génova, manifiesta la voluntad de que nunca se pierda la inspiración cristiana de la institución y de que todos se apoyen siempre en los valores evangélicos.

En 1931, al poner las bases de la construcción, el senador Gerolamo Gaslini auguraba "una obra perenne de bien que deberá irradiarse de la institución misma". Así pues, irradiar el bien a través de la asistencia amorosa a los pequeños enfermos es el objetivo de vuestro hospital. Por eso, a la vez que agradezco a todo el personal —directivo, administrativo y sanitario— la profesionalidad y la dedicación de su servicio, deseo que este excelente hospital pediátrico siga desarrollándose en las tecnologías, los tratamientos y los servicios; pero que también siga ensanchando cada vez más los horizontes desde la óptica de una globalización positiva, gracias a la cual se reconocen los recursos, los servicios y las necesidades, creando y reforzando una red de solidaridad, hoy muy urgente y necesaria. Todo esto sin descuidar jamás el suplemento de afecto que los niños hospitalizados perciben como la terapia primera e indispensable. Así, el hospital será cada vez más un lugar de esperanza.

La esperanza aquí, en el hospital "Gaslini", tiene el rostro del cuidado de pacientes en edad pediátrica, a los que se trata de proveer mediante la formación permanente de los agentes sanitarios. De hecho, vuestro hospital, como estimada institución de investigación y asistencia de carácter científico, se distingue por ser monotemática y polifuncional, cubriendo casi todas las especialidades en el campo pediátrico. Por tanto, la esperanza que se alimenta aquí tiene buenos fundamentos. Sin embargo, para afrontar eficazmente el futuro, es indispensable que esta esperanza se apoye en una visión más elevada de la vida, que permita al científico, al médico, al profesional, al asistente y a los padres mismos aplicar todas sus capacidades, sin escatimar esfuerzos, para obtener los mejores resultados que la ciencia y la técnica pueden ofrecer hoy en el ámbito de la prevención y la curación.

Así aflora el pensamiento de la presencia silenciosa de Dios, que acompaña casi imperceptiblemente al hombre en su largo camino en la historia. La única verdadera esperanza "fiable" es Dios, que en Jesucristo y en su Evangelio ha abierto de par en par sobre el futuro la puerta oscura del tiempo. "He resucitado y ahora estoy siempre contigo —nos repite Jesús, especialmente en los momentos más difíciles—; mi mano te sostiene. Dondequiera que caigas, caerás entre mis brazos. Estoy presente también a la puerta de la muerte".

Aquí, en el hospital "Gaslini", se atiende a niños. ¿Cómo no pensar en la predilección que Jesús tuvo por los niños? Quiso que estuvieran a su lado, los señaló a los Apóstoles como modelos que hay que seguir por su fe espontánea y generosa, por su inocencia. Con palabras duras, puso en guardia contra quienes los desprecian y escandalizan. Se conmovió ante la viuda de Naím, una madre que había perdido a su hijo, a su hijo único. El evangelista san Lucas refiere que el Señor la tranquilizó y le dijo: "No llores" (
Lc 7,13). Jesús sigue repitiendo a quien sufre estas palabras consoladoras: "No llores". Es solidario con cada uno de nosotros y, si queremos ser sus discípulos, nos pide que testimoniemos su amor a todo el que se encuentre en dificultades.

Por último, me dirijo a vosotros, amadísimos niños, para repetiros que el Papa os quiere mucho. Veo que junto a vosotros están vuestros familiares, que comparten con vosotros momentos de preocupación y esperanza. Tened todos la certeza de que Dios no nos abandona jamás. Permaneced unidos a él y no perderéis jamás la serenidad, ni siquiera en los momentos más oscuros y complejos. Os aseguro mi recuerdo en la oración y os encomiendo a María santísima, que como madre sufrió por los dolores de su Hijo divino, pero ahora vive con él en la gloria. Os agradezco una vez más a cada uno este encuentro, que permanecerá grabado en mi corazón. Con afecto os bendigo a todos.



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