Discursos 2008 144

144 La modernidad, si se la comprende bien, revela una "cuestión antropológica" que se presenta de modo mucho más complejo y articulado de lo que sucedía en las reflexiones filosóficas de los últimos siglos, sobre todo en Europa. Sin restar importancia a los intentos realizados, queda todavía mucho por investigar y comprender. La modernidad no es un simple fenómeno cultural, con una fecha histórica determinada; en realidad, implica un nuevo proyecto, una comprensión más exacta de la naturaleza del hombre. No es difícil captar en los escritos de autorizados pensadores contemporáneos una reflexión honrada sobre las dificultades que impiden la solución de esta crisis prolongada. El crédito que algunos autores atribuyen a las religiones, y en particular al cristianismo, es un signo evidente del sincero deseo de que la reflexión filosófica abandone su autosuficiencia.

Desde el inicio de mi pontificado he escuchado con atención las peticiones que me hacen los hombres y las mujeres de nuestro tiempo y, a la luz de esas expectativas, he presentado una propuesta de investigación que, en mi opinión, puede suscitar interés con vistas a la reactivación de la filosofía y de su papel insustituible dentro del mundo académico y cultural. Esa propuesta, que ha sido objeto de vuestra reflexión durante el simposio, consiste en "ensanchar los horizontes de la racionalidad".

Esto me permite reflexionar sobre ella con vosotros, como entre amigos que desean realizar un itinerario común de investigación. Parto de una profunda convicción, que he expresado muchas veces: "La fe cristiana ha hecho su opción neta: contra los dioses de la religión a favor del Dios de los filósofos, es decir, contra el mito de la sola costumbre a favor de la verdad del ser" (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cap. III). Esta afirmación, que refleja el camino del cristianismo desde sus albores, resulta plenamente actual en el contexto histórico cultural que estamos viviendo. En efecto, sólo a partir de dicha premisa, que es histórica y a la vez teológica, es posible salir al encuentro de las nuevas expectativas de la reflexión filosófica. También hoy es muy concreto el peligro de que la religión, incluso la cristiana, sea instrumentalizada como fenómeno subrepticio.

Pero, como recordé en la encíclica Spe salvi, el cristianismo no es sólo un mensaje informativo, sino performativo (cf. ). Esto significa que desde siempre la fe cristiana no puede quedar encerrada en el mundo abstracto de las teorías, sino que debe bajar a una experiencia histórica concreta, que llegue al hombre en la verdad más profunda de su existencia. Esta experiencia, condicionada por las nuevas situaciones culturales e ideológicas, es el lugar que la investigación teológica debe valorar y sobre el cual es urgente entablar un diálogo fecundo con la filosofía.

La comprensión del cristianismo como transformación real de la existencia del hombre, por una parte, impulsa la reflexión filosófica a un nuevo enfoque de la religión; y, por otra, la estimula a no perder la confianza de poder conocer la realidad. Por tanto, la propuesta de "ensanchar los horizontes de la racionalidad" no debe incluirse simplemente entre las nuevas líneas de pensamiento teológico y filosófico, sino que debe entenderse como la petición de una nueva apertura a la realidad a la que está llamada la persona humana en su uni-totalidad, superando antiguos prejuicios y reduccionismos, para abrirse también así el camino a una verdadera comprensión de la modernidad.

El deseo de una plenitud de humanidad no puede desatenderse: hacen falta propuestas adecuadas. La fe cristiana está llamada a afrontar esta urgencia histórica, implicando a todos los hombres de buena voluntad en esa empresa. El nuevo diálogo entre fe y razón, que se hace necesario hoy, no puede llevarse a cabo en los términos y modos como se realizó en el pasado. Si no quiere reducirse a un estéril ejercicio intelectual, debe partir de la actual situación concreta del hombre, y desarrollar sobre ella una reflexión que recoja su verdad ontológico-metafísica.

Queridos amigos, tenéis ante vosotros un camino muy arduo. Ante todo, es necesario promover centros académicos de perfil elevado, en los que la filosofía pueda dialogar con las otras disciplinas, en particular con la teología, favoreciendo nuevas síntesis culturales idóneas para orientar el camino de la sociedad. La dimensión europea de vuestra reunión en Roma —provenís de veintiséis países— puede favorecer una confrontación y un intercambio seguramente fructuosos. Confío en que las instituciones académicas católicas estén disponibles a la realización de verdaderos laboratorios culturales. También quiero invitaros a impulsar a los jóvenes a comprometerse en los estudios filosóficos, favoreciendo oportunas iniciativas de orientación universitaria. Estoy seguro de que las nuevas generaciones, con su entusiasmo, responderán generosamente a las expectativas de la Iglesia y de la sociedad.

Dentro de pocos días tendré la alegría de inaugurar el Año paulino, durante el cual celebraremos al Apóstol de los gentiles: deseo que esta singular iniciativa constituya para todos vosotros una ocasión propicia para redescubrir, tras las huellas del gran Apóstol, la fecundidad histórica del Evangelio y sus extraordinarias potencialidades también para la cultura contemporánea. Con este deseo, imparto a todos mi bendición.



A LOS ALUMNOS DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

Lunes 9 de junio de 2008



Venerado hermano;
queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica pontificia:

145 Me alegra acogeros, y os doy a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo, en primer lugar, a vuestro presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco los devotos sentimientos que me ha manifestado en nombre de todos. Saludo a sus colaboradores y, con especial afecto, os saludo a vosotros, queridos alumnos. Nuestro encuentro tiene lugar en este mes de junio, durante el cual es particularmente viva en el pueblo cristiano la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, hoguera inagotable donde podemos obtener amor y misericordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del pueblo de Dios. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los sacerdotes, para poder comunicar a los demás la ternura divina al desempeñar los diversos ministerios que la Providencia nos confía.

Cada uno de vosotros, queridos sacerdotes, ha de crecer cada vez más en el conocimiento de este amor divino, pues sólo así podréis cumplir, con una fidelidad sin componendas, la misión para la que os estáis preparando durante estos años de estudio. El ministerio apostólico y diplomático al servicio de la Santa Sede, que desempeñaréis en los lugares a donde seáis enviados, requiere una competencia que no se puede improvisar. Por tanto, aprovechad este período de vuestra formación para estar después en condiciones de afrontar de modo adecuado cualquier situación.

En vuestro trabajo diario entraréis en contacto con realidades eclesiales que es preciso comprender y sostener; viviréis a menudo lejos de vuestra tierra de origen, en países que aprenderéis a conocer y amar; deberéis frecuentar el mundo de la diplomacia bilateral y multilateral, y estar dispuestos a dar no sólo la aportación de vuestra experiencia diplomática, sino también, y sobre todo, vuestro testimonio sacerdotal. Por eso, además de la necesaria y obligatoria preparación jurídica, teológica y diplomática, lo que más cuenta es que centréis vuestra vida y vuestra actividad en un amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora solicitud pastoral con respecto a todos.

Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe del Hijo de Dios" (
Ga 2,20), es decir, esforzaos por ser pastores según el corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia, preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.

La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a menudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras cierta cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testimoniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en proclamar con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el anuncio gozoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy alejados de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes dóciles de la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente en vuestra actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan de cada día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no sólo para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno.

Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la comunión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos conquistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie interiormente.

La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo, fruto de una unión constante con Cristo.

Queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica, gracias de nuevo por vuestra visita, que me permite subrayar la importancia del papel y la función de los nuncios apostólicos, y al mismo tiempo me brinda la ocasión de dar las gracias a todos los que trabajan en las nunciaturas y en el servicio diplomático de la Santa Sede. Dirijo mi saludo y mis mejores deseos en particular a cuantos de entre vosotros están a punto de dejar la Academia para asumir su primera misión. Que el Señor os sostenga y os acompañe con su gracia.

Queridos hermanos, os encomiendo a todos a la protección de la santísima Madre de Dios, modelo y consuelo para cuantos tienden a la santidad y se dedican a la causa del Reino. Que velen sobre vosotros el patrono de la Academia eclesiástica, san Antonio abad, san Pedro y san Pablo, de quien nos disponemos a celebrar un Año jubilar con ocasión del bimilenario de su nacimiento. Que os acompañe siempre también mi oración y mi bendición, que imparto de corazón a cada uno de vosotros, a las religiosas, al personal de la Academia y a todos vuestros seres queridos.


EN LA INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA

Basílica de San Juan de Letrán

Lunes 9 de junio de 2008

146 Queridos hermanos y hermanas:

Esta es la cuarta vez que tengo la alegría de estar con vosotros con ocasión de la Asamblea en la que se reúnen anualmente las múltiples fuerzas vivas de la diócesis de Roma, para dar continuidad e indicar metas comunes a nuestra pastoral. Dirijo un saludo afectuoso y cordial a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, personas consagradas, laicos de las comunidades parroquiales, de las asociaciones y movimientos eclesiales, familias, jóvenes, personas comprometidas de diversas maneras en la labor de formación y educación. Agradezco de corazón al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

Después de dedicar durante tres años una atención especial a la familia, ya desde hace dos años hemos puesto en el centro el tema de la educación de las nuevas generaciones. Es un tema que implica, ante todo, a las familias, pero concierne también muy directamente a la Iglesia, a la escuela y a toda la sociedad. Así tratamos de responder a la "emergencia educativa", que constituye para todos un desafío grande e ineludible. El objetivo que nos hemos propuesto para el próximo año pastoral, y sobre el que reflexionaremos en esta Asamblea, también hace referencia a la educación, desde la perspectiva de la esperanza teologal, que se alimenta de la fe y de la confianza en el Dios que en Jesucristo se reveló como el verdadero amigo del hombre.

Así pues, el tema de esta tarde será: "Jesús ha resucitado: educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento". Jesús resucitado de entre los muertos es verdaderamente el fundamento indefectible sobre el que se apoya nuestra fe y nuestra esperanza. Lo es desde el inicio, desde los Apóstoles, que fueron testigos directos de su resurrección y la anunciaron al mundo a costa de su vida. Lo es hoy y lo será siempre. Como escribe el apóstol san Pablo en el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios, "si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe" (
1Co 15,14); "si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres" (1Co 15,19).

Os repito a vosotros lo que dije el 19 de octubre de 2006 a la Asamblea eclesial de Verona: "La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia, el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 8).

Por tanto, a la luz de Jesús resucitado de entre los muertos podemos comprender las verdaderas dimensiones de la fe cristiana, como "una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida" (Spe salvi ), liberándonos de los equívocos y de algunas falsas alternativas que a lo largo de los siglos han restringido y debilitado la proyección de nuestra esperanza. En concreto, la esperanza de quien cree en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos se proyecta completamente hacia la felicidad y la alegría plena y total que llamamos vida eterna, pero precisamente por eso impregna, anima y transforma nuestra existencia terrena diaria, da una orientación y un sentido no efímero a nuestras pequeñas esperanzas así como a los esfuerzos que realizamos para cambiar y hacer menos injusto el mundo en que vivimos.

De forma análoga, ciertamente la esperanza cristiana atañe de modo personal a cada uno de nosotros, a la salvación eterna de nuestro yo y a nuestra vida en este mundo, pero también es esperanza comunitaria, esperanza para la Iglesia y para toda la familia humana, es decir, "esencialmente también esperanza para los demás; sólo así es realmente esperanza también para mí" (ib., ).

En la sociedad y en la cultura de hoy, y por consiguiente también en nuestra amada ciudad de Roma, no es fácil vivir bajo el signo de la esperanza cristiana. En efecto, por una parte, prevalecen actitudes de desconfianza, desilusión y resignación, que no sólo contradicen la "gran esperanza" de la fe, sino también las "pequeñas esperanzas" que normalmente nos confortan en el esfuerzo de alcanzar los objetivos de la vida diaria. Hay una sensación generalizada de que han pasado ya los mejores años tanto para Italia como para Europa, y que a las nuevas generaciones les espera un destino de precariedad e incertidumbre.

Por otra parte, las expectativas de grandes novedades y mejoras se concentran en las ciencias y las tecnologías, y por consiguiente en las fuerzas y los descubrimientos del hombre, como si sólo de ellas pudiera venir la solución de los problemas. Sería insensato negar o minimizar la enorme aportación de las ciencias y tecnologías a la transformación del mundo y de nuestras condiciones concretas de vida, pero asimismo sería miope ignorar que sus progresos también ponen en manos del hombre enormes posibilidades de mal y que, en cualquier caso, no son las ciencias y las tecnologías las que pueden dar un sentido a nuestra vida y las que pueden enseñarnos a distinguir el bien del mal. Por eso, como escribí en la encíclica Spe salvi, no es la ciencia sino el amor lo que redime al hombre y esto vale también en el ámbito terreno e intramundano (cf. n. ).

Así nos acercamos al motivo más profundo y decisivo de la debilidad de la esperanza en el mundo en que vivimos. En definitiva, este motivo no es diverso del que indica el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso, cuando les recuerda que, antes de encontrarse con Cristo, estaban "sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ep 2,12). Nuestra civilización y nuestra cultura, que también se encontraron con Cristo ya desde hace dos mil años y, especialmente aquí en Roma, serían irreconocibles sin su presencia, sin embargo, con demasiada frecuencia tienden a poner a Dios entre paréntesis, a organizar la vida personal y social sin él, y también a considerar que de Dios no se puede conocer nada, o incluso a negar su existencia.

Pero, cuando se excluye a Dios, ninguna de las cosas que de verdad nos apremian puede encontrar una colocación estable, todas nuestras grandes y pequeñas esperanzas se apoyan en el vacío. Por consiguiente, a fin de "educar en la esperanza", como nos proponemos en esta Asamblea y en el próximo año pastoral, es necesario ante todo abrir a Dios nuestro corazón, nuestra inteligencia y toda nuestra vida, para ser así, en medio de nuestros hermanos, sus testigos creíbles.

147 En nuestras anteriores Asambleas diocesanas ya hemos reflexionado sobre las causas de la actual emergencia educativa y sobre las propuestas que pueden ayudar a superarla. Además, en los meses pasados, también a través de mi carta sobre la tarea urgente de la educación, hemos tratado de implicar en esta empresa común a toda la ciudad, de modo especial a las familias y a las escuelas. Por eso, no es necesario volver a tratar ahora esos aspectos. Más bien, veamos cómo educarnos concretamente en la esperanza, dirigiendo nuestra atención a algunos "lugares" de su aprendizaje práctico y de su ejercicio efectivo, que ya señalé en la encíclica Spe salvi.

Entre esos lugares se encuentra en primer lugar la oración, con la que nos abrimos y nos dirigimos a Aquel que es el origen y el fundamento de nuestra esperanza. La persona que ora nunca está totalmente sola, porque Dios es el único que, en toda situación y en cualquier prueba, siempre puede escucharla y prestarle ayuda. Con la perseverancia en la oración, el Señor aumenta nuestro deseo y dilata nuestra alma, haciéndonos más capaces de acogerlo en nosotros. Por tanto, el modo correcto de orar es un proceso de purificación interior. Debemos exponernos a la mirada de Dios, a Dios mismo; así, a la luz del rostro de Dios caen las mentiras y las hipocresías.

Este exponerse en la oración al rostro de Dios es realmente una purificación que nos renueva, nos libera y nos abre no sólo a Dios, sino también a nuestros hermanos. Por consiguiente, es lo opuesto a evadirnos de nuestras responsabilidades con respecto al prójimo. Al contrario, en la oración aprendemos a tener el mundo abierto a Dios y a ser ministros de la esperanza para los demás, porque hablando con Dios vemos a toda la comunidad de la Iglesia, a la comunidad humana, a todos nuestros hermanos; así aprendemos la responsabilidad con respecto a los demás y también la esperanza de que Dios nos ayuda en nuestro camino.

Así pues, educar a orar y aprender "el arte de la oración" de labios del Maestro divino, como los primeros discípulos que pedían: "Señor, enséñanos a orar" (
Lc 11,1), es una tarea esencial. Si aprendemos a orar, aprendemos a vivir; debemos orar cada vez mejor con la Iglesia y con el Señor en camino para vivir mejor.

Como nos recordaba el amado siervo de Dios Juan Pablo II en la carta apostólica Novo millennio ineunte, "nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas" de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el "arrebato" del corazón" (NM 33). Así, la esperanza cristiana crecerá en nosotros. Y con la esperanza crecerá el amor a Dios y al prójimo.

En la encíclica Spe salvi escribí: "Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto" (). Por consiguiente, como discípulos de Jesús participamos con alegría en el esfuerzo por hacer más bello, más humano y más fraterno el rostro de nuestra ciudad, para robustecer su esperanza y la alegría de una pertenencia común.

Queridos hermanos y hermanas, precisamente la conciencia clara y generalizada de los males y los problemas que afectan a Roma está suscitando el deseo de realizar ese esfuerzo común. Tenemos la tarea de daros nuestra contribución específica, comenzando por la labor decisiva que es la educación y la formación de la persona, pero también afrontando con espíritu constructivo los otros muchos problemas concretos que complican la vida de quienes habitan en esta ciudad.

En particular, trataremos de promover una cultura y una organización social más favorables a la familia y a la acogida de la vida, así como a la valoración de las personas ancianas, tan numerosas entre la población de Roma. Trabajaremos para responder a las necesidades primarias que son el trabajo y la vivienda, sobre todo para los jóvenes. Compartiremos el compromiso de hacer que nuestra ciudad sea más segura y "habitable", pero nos esforzaremos por lograr que lo sea para todos, especialmente para los más pobres, y que no se excluya a ningún inmigrante que venga a nosotros con la intención de encontrar un espacio de vida respetando nuestras leyes.

No es necesario entrar más concretamente en estas problemáticas, que conocéis muy bien, porque las vivís cada día. Más bien, quiero subrayar la actitud y el estilo con que trabaja y se compromete quien pone su esperanza ante todo en Dios. Se trata, en primer lugar, de una actitud de humildad, que no pretende tener siempre éxito o ser capaz de resolver todos los problemas con sus propias fuerzas. Pero también, por el mismo motivo, es una actitud de gran confianza, de tenacidad y de valentía, pues el creyente sabe que, a pesar de todas las dificultades y los fracasos, su vida, su actividad y la historia en su conjunto se encuentran custodiadas por el poder indestructible del amor de Dios; y que, por tanto, no quedan nunca sin fruto y no carecen de sentido.

Desde esta perspectiva podemos comprender más fácilmente que la esperanza cristiana vive también en el sufrimiento; más aún, que precisamente el sufrimiento educa y fortifica de modo especial nuestra esperanza. Ciertamente, debemos "hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas" ().

Efectivamente, se han logrado grandes progresos, de modo especial en la lucha contra el dolor físico. Sin embargo, no podemos eliminar totalmente el sufrimiento del mundo, porque no tenemos el poder de secar sus fuentes: la finitud de nuestro ser y el poder del mal y de la culpa. De hecho, por desgracia, el sufrimiento de los inocentes y también las enfermedades psíquicas tienden a aumentar en el mundo. En realidad, la experiencia humana de hoy y de siempre, de modo especial la experiencia de los santos y los mártires, confirma la gran verdad cristiana según la cual no es la evasión ante el dolor lo que cura al hombre, sino la capacidad de aceptar la tribulación y madurar en ella, dándole sentido mediante la unión con Cristo.

148 Así pues, nuestra humanidad, tanto para cada uno de nosotros como para la sociedad en que vivimos, se mide por la relación con el sufrimiento y con las personas que sufren. A la fe cristiana corresponde el mérito histórico de haber suscitado en el hombre, de modo nuevo y con una profundidad nueva, la capacidad de compartir también interiormente el sufrimiento del prójimo, el cual así ya no está solo en su sufrimiento, y también de sufrir por amor al bien, a la verdad y a la justicia. Todo esto supera ampliamente nuestras fuerzas, pero resulta posible desde el com-padecer de Dios por amor al hombre en la pasión de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos cada día en la esperanza que madura en el sufrimiento. Estamos llamados a hacerlo, en primer lugar, cuando nos afecta personalmente una grave enfermedad o alguna otra dura prueba. Pero también creceremos en la esperanza mediante la ayuda concreta y la cercanía diaria al sufrimiento tanto de nuestros vecinos y familiares como de toda persona que es nuestro prójimo, porque nos acercamos a ella con una actitud de amor.
Además, aprendamos a ofrecer a Dios, rico en misericordia, las pequeñas pruebas de la existencia diaria, insertándolas humildemente en el gran "com-padecer" de Jesús, en el tesoro de compasión que necesita el género humano. En cualquier caso, la esperanza de los creyentes en Cristo no puede limitarse a este mundo; está intrínsecamente orientada hacia la comunión plena y eterna con el Señor.

Por eso, hacia el final de mi encíclica hablé del Juicio de Dios como lugar de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza. Así traté de hacer nuevamente familiar y comprensible a la humanidad y a la cultura de nuestro tiempo la salvación que se nos ha prometido en el mundo que está más allá de la muerte, aunque aquí abajo no podemos tener una verdadera experiencia de ese mundo. Para que la educación en la esperanza recobre sus verdaderas dimensiones y su motivación decisiva, todos, comenzando por los sacerdotes y los catequistas, debemos volver a poner en el centro de la propuesta de fe esta gran verdad, que tiene su "primicia" en Jesucristo resucitado de entre los muertos (cf.
1Co 15,20-23).

Queridos hermanos y hermanas, termino esta reflexión agradeciéndoos a cada uno la generosidad y la entrega con que trabajáis en la viña del Señor. Os pido que custodiéis siempre dentro de vosotros, que alimentéis y fortalezcáis ante todo con la oración el gran don de la esperanza cristiana. Os lo pido de modo especial a vosotros, los jóvenes, que estáis llamados a hacer vuestro este don en la libertad y en la responsabilidad, para vivificar a través de él el futuro de nuestra amada ciudad.

Os encomiendo a cada uno y a toda la Iglesia de Roma a María santísima, Estrella de la esperanza. Mi oración, mi afecto y mi bendición os acompañan en esta Asamblea y en el año pastoral que nos espera.


A LOS OBISPOS DE BANGLADESH EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 12 de junio de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Bangladesh, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al arzobispo Costa las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Vuestro amor generoso a Dios, vuestra solicitud por el pueblo que os ha encomendado el Señor Jesús, y vuestro vínculo de unidad en el Espíritu Santo son para mí motivo de profunda alegría y acción de gracias.

La integridad personal y la santidad de vida son componentes esenciales del testimonio de un obispo, puesto que, "antes de ser transmisor de la Palabra, el obispo (...) tiene que ser oyente de la Palabra" (Pastores gregis ). Nuestra experiencia cristiana muestra repetidamente la paradoja evangélica de que la alegría y la realización personal se alcanzan mediante la entrega completa de sí por amor a Cristo y a su reino (cf. Mc 8,35). Los obispos están llamados a ser pacientes, cordiales y amables según el espíritu de las bienaventuranzas. De este modo, llevan a los demás a considerar todas las realidades humanas a la luz del reino de los cielos (cf. Mt 5,1-12).

Su testimonio personal de integridad evangélica se completa y fortalece con los numerosos frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles mientras tienden a la perfección de la caridad (cf. Lumen gentium LG 39). Por esta razón, me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios todopoderoso por el crecimiento y el fervor de la comunidad católica de Bangladesh, especialmente en medio de los desafíos diarios que afronta. Muchas personas de vuestro pueblo sufren pobreza, aislamiento o discriminación, y buscan en vosotros una guía espiritual que los lleve a reconocer en la fe y a experimentar anticipadamente que han sido de verdad bendecidos por Dios (cf. Lc 6,22).

149 Como sucesores de los Apóstoles, estáis llamados de modo especial a enseñar al pueblo elegido de Dios, aprovechando los numerosos dones que Dios ha concedido a su comunidad para la transmisión eficaz del depósito de la fe. A este respecto, aprecio vuestros esfuerzos para garantizar que haya un número suficiente de catequistas laicos bien preparados, y que obtengan el debido reconocimiento por parte de los fieles. Pido a Dios que su ejemplo y su entrega impulsen a otros laicos, hombres y mujeres, a desempeñar un papel más activo en los apostolados de la Iglesia.

Como sabéis por vuestra experiencia pastoral, los catequistas desempeñan un papel muy completo en la preparación de los fieles laicos para recibir los sacramentos. Esto se verifica especialmente en la obra cada vez más importante de preparar a los jóvenes para que reconozcan el sacramento del matrimonio como una alianza de amor fiel para toda la vida y como un camino de santidad. He manifestado a menudo mi preocupación por la dificultad que encuentran los hombres y las mujeres de nuestro tiempo para asumir un compromiso de por vida (cf. Discurso a los obispos de Estados Unidos, 16 de abril de 2008). Es urgente que todos los cristianos reafirmen la alegría y la entrega total de sí como respuesta a la llamada radical del Evangelio.

Un signo claro de este compromiso radical se observa en las numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que experimenta actualmente la Iglesia en vuestro país. Apoyo vuestros esfuerzos por proporcionar a los candidatos una formación adecuada que produzca abundantes frutos. A este respecto, también deseo expresar mi profunda gratitud por la generosa ayuda prestada por la Iglesia que está en otros países, especialmente en Corea, para la preparación de vuestros seminaristas y sacerdotes.

La Iglesia es católica: una comunidad que abraza a pueblos de todas las razas y lenguas, y no se limita a una cultura o a un sistema social, económico y político particular (cf. Gaudium et spes
GS 42). Está al servicio de toda la familia humana, compartiendo libremente sus dones para el bienestar de todos. Esto le confiere una habilidad connatural para promover la unidad y la paz. Queridos hermanos en el episcopado, vosotros y vuestro pueblo, como promotores de armonía y paz, tenéis mucho que ofrecer a la nación. Con vuestro amor a vuestro país, inspiráis tolerancia, moderación y comprensión. Estimulando a las personas que comparten valores importantes a cooperar con vistas al bien común, ayudáis a consolidar la estabilidad de vuestro país y a mantenerla en el futuro.

Estos esfuerzos, aunque sean sutiles, dan un apoyo eficaz a la mayoría de vuestros compatriotas, que mantienen la noble tradición del país de respeto mutuo, tolerancia y armonía social. Del mismo modo, seguid sosteniendo y aconsejando a los laicos católicos y a todos los que deseen prestar su servicio por el bien de la sociedad en los cargos públicos, en las comunicaciones sociales, en la educación, en la sanidad y en la asistencia social. Que siempre se alegren de saber que Cristo acepta como un gesto de amor personal todo tipo de bien que se hace al más pequeño de sus hermanos (cf. Mt 25,40).

Conozco las iniciativas que habéis emprendido recientemente en el campo del diálogo interreligioso, y os exhorto a perseverar con paciencia en este aspecto esencial de la misión ad gentes de la Iglesia (cf. Ecclesia in Asia ). En efecto, se puede hacer mucho bien cuando el diálogo se realiza con espíritu de comprensión mutua y de colaboración en la verdad y en la libertad. Todos los hombres y mujeres tienen la obligación de buscar la verdad. Cuando la encuentran, deben modelar toda su vida de acuerdo con sus exigencias (cf. Dignitatis humanae DH 2). En consecuencia, la contribución más importante que podemos dar al diálogo interreligioso es nuestro conocimiento de Jesús de Nazaret, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). El diálogo, basado en el respeto mutuo y en la verdad, no puede dejar de tener una influencia positiva en el clima social de vuestro país. La delicadeza de esta tarea requiere una esmerada preparación del clero y de los laicos, ante todo proporcionándoles un conocimiento más profundo de su fe y luego ayudándoles a acrecentar su conocimiento del islam, del hinduismo, del budismo y de las otras religiones presentes en vuestra región.

Al final de este mes, comenzaremos la celebración del Año paulino, que será para toda la Iglesia una renovada invitación a anunciar con inquebrantable valentía la buena nueva de Jesucristo. San Pablo no se avergonzó de anunciar el Evangelio; lo consideraba la fuerza salvífica de Dios (cf. Rm 1,16). Soy consciente de las dificultades de esta misión encomendada a vosotros. Como los primeros cristianos, sois una pequeña comunidad en medio de una gran población no cristiana. Vuestra presencia es un signo de que el anuncio del Evangelio, que empezó en Jerusalén y Judea, sigue difundiéndose hasta los confines de la tierra, de acuerdo con el destino universal que el Señor quiso para él (cf. Ac 1,8).

Mis oraciones os acompañan cuando guiáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos a lo largo del camino marcado por tantos misioneros abnegados, comenzando por san Francisco Javier, que llevó el Evangelio a vuestro país. La Iglesia que representáis "proclama la buena nueva con respeto y estima amorosa hacia los que la escuchan" (Ecclesia in Asia ). Proseguid esta tarea con bondad, con sencillez y con la "creatividad de la caridad" (cf. Pastores gregis ), de acuerdo con vuestros talentos, con vuestras gracias específicas y con los instrumentos de que disponéis. Tened confianza en el Señor, que abre el corazón de los oyentes para que escuchen lo que se anuncia en su nombre (cf. Ac 16,14).

Queridos hermanos en el episcopado, sé que os infunden gran valentía e inspiración las palabras de Cristo, que os asegura: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Os ruego que, al volver a vuestro país, transmitáis mi aliento, apoyado con mi oración, y mis mejores deseos a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todo vuestro amado pueblo. A cada uno de vosotros, y a todas las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral, imparto cordialmente mi bendición apostólica.

Discursos 2008 144