Discursos 2008 248

A LA ASAMBLEA DE LA CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA

Sala Clementina

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Jueves 20 de noviembre de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os recibo con alegría con ocasión de la asamblea plenaria de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que celebra cien años de vida y actividad. En efecto, ha transcurrido ya un siglo desde que mi venerado predecesor san Pío X, con la constitución apostólica Sapienti consilio, del 29 de junio de 1908, hizo autónomo vuestro dicasterio como Congregatio negotiis religiosorum sodalium praeposita, nombre que sucesivamente ha sido modificado varias veces. Para recordar este acontecimiento, habéis programado para el 22 de noviembre un congreso que lleva un título significativo: "Cien años al servicio de la vida consagrada". Por eso, deseo pleno éxito a esta iniciativa oportuna.

Este encuentro es una ocasión muy propicia para saludar y expresar mi gratitud a todos los que trabajan en vuestro dicasterio. Saludo en primer lugar al prefecto, cardenal Franc Rodé, a quien doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes. Asimismo, saludo a los miembros del dicasterio, al secretario, a los subsecretarios y a los demás oficiales que, con diversas responsabilidades, prestan su servicio diario con competencia y sabiduría, para "promover y regular" la práctica de los consejos evangélicos en las diversas formas de vida consagrada, como también la actividad de las sociedades de vida apostólica (cf. Pastor bonus ).

Los consagrados constituyen una porción elegida del pueblo de Dios: sostener y conservar su fidelidad a la llamada divina, queridos hermanos y hermanas, es el compromiso fundamental que realizáis según modalidades ya bien consolidadas gracias a la experiencia acumulada en estos cien años de actividad. Este servicio de la Congregación ha sido mucho más asiduo en los decenios sucesivos al concilio Vaticano II, en los que se ha llevado a cabo el esfuerzo de renovación, tanto en la vida como en la legislación de todos los institutos religiosos y seculares, así como de las sociedades de vida apostólica. Por tanto, a la vez que me uno a vosotros para dar gracias a Dios, dador de todo bien, por los buenos frutos producidos por vuestro dicasterio durante estos años, recuerdo con gratitud a todos los que a lo largo de este siglo de actividad se han prodigado en beneficio de los consagrados y las consagradas.

La asamblea plenaria de vuestra Congregación ha centrado este año su atención en un tema que me interesa mucho: el monaquismo, forma vitae que se ha inspirado siempre en la Iglesia primitiva, nacida en Pentecostés (cf. Ac 2,42-47 Ac 4,32-35). De las conclusiones de vuestros trabajos, centrados especialmente en la vida monástica femenina, podrán brotar indicaciones útiles para los monjes y monjas que "buscan a Dios", realizando su vocación para el bien de toda la Iglesia. También recientemente (cf. Discurso al mundo de la cultura en París, 12 de septiembre de 2008) puse de relieve la ejemplaridad de la vida monástica en la historia, subrayando que su finalidad es sencilla y, al mismo tiempo esencial: quaerere Deum, buscar a Dios y buscarlo a través de Jesucristo que lo reveló (cf. Jn 1,18), tratando de fijar la mirada en las realidades invisibles que son eternas (cf. 2Co 4,18), en espera de la manifestación gloriosa del Salvador (cf. Tt 2,13).

Christo omnino nihil praeponere (cf. Regla de san Benito RB 72, 11; san Agustín, Enarr. In PS 29,9; san Cipriano, Ad Fort. 4). Esta expresión, que la Regla de san Benito toma de la tradición precedente, expresa muy bien el valioso tesoro de la vida monástica que se sigue practicando aún hoy tanto en el Occidente como en el Oriente cristiano. Es una invitación apremiante a plasmar la vida monástica hasta hacerla memoria evangélica de la Iglesia y, cuando se la vive de forma auténtica, es "ejemplaridad de vida bautismal" (cf. Juan Pablo II, Orientale lumen, 9). En virtud de la primacía absoluta reservada a Cristo, los monasterios están llamados a ser lugares en los que se realice la celebración de la gloria de Dios, se adore y se cante la presencia divina en el mundo, misteriosa pero real; se trata de vivir el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco, preparando así la "revelación final de los hijos de Dios" (cf. Rm 8,19).

Cuando los monjes viven el Evangelio de forma radical, cuando los que se dedican a la vida totalmente contemplativa cultivan en profundidad la unión esponsal con Cristo, de la que habla ampliamente la instrucción de esta Congregación "Verbi Sponsa" (13 de mayo de 1999), el monaquismo puede constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria de lo que es esencial y tiene la primacía en toda vida bautismal: buscar a Cristo y no anteponer nada a su amor.

El camino indicado por Dios para esta búsqueda y para este amor es su Palabra misma, que en los libros de la Sagrada Escritura se ofrece en abundancia a la reflexión de los hombres. Por tanto, el deseo de Dios y el amor a su Palabra se alimentan recíprocamente y suscitan en la vida monástica la exigencia insuprimible del opus Dei, del studium orationis y de la lectio divina, que es escucha de la Palabra de Dios, acompañada por las grandes voces de la tradición de los Padres y de los santos; y es también oración orientada y sostenida por esta Palabra.

250 La reciente Asamblea general del Sínodo de los obispos, que se celebró en Roma el pasado mes de octubre sobre el tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia", al renovar el llamamiento a todos los cristianos a arraigar su existencia en la escucha de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura, invitó en especial a las comunidades religiosas y a cada hombre y mujer consagrados a hacer de la Palabra de Dios su alimento diario, en particular por medio de la práctica de la lectio divina (cf. Elenchus praepositionum, n. 4).

Queridos hermanos y hermanas, quienes entran en un monasterio buscan en él un oasis espiritual donde aprender a vivir como verdaderos discípulos de Cristo, en serena y perseverante comunión fraterna, acogiendo también a posibles huéspedes como a Cristo mismo (cf. Regla de san Benito, RB 53, 1). Este es el testimonio que la Iglesia pide al monaquismo también en nuestro tiempo. Invoquemos a María, Madre del Señor, la "mujer de la escucha", que no antepuso nada al amor del Hijo de Dios nacido de ella, para que ayude a las comunidades de vida consagrada y especialmente a las monásticas a ser fieles a su vocación y misión.

Los monasterios han de ser cada vez más oasis de vida ascética, donde se perciba la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la opción por lo Absoluto de Dios esté envuelta en un clima constante de silencio y de contemplación.

A la vez que os aseguro mi oración por esta intención, imparto de corazón la bendición apostólica a todos los que participáis en la asamblea plenaria, a los que trabajan en vuestro dicasterio, así como a los miembros de los diversos institutos de vida consagrada, y especialmente a los de vida totalmente contemplativa. Que el Señor derrame sobre cada uno la abundancia de sus consolaciones.


A UNA PEREGRINACIÓN DE LA ARCHIDIÓCESIS DE AMALFI-CAVA DE' TIRRENI

Sala Pablo VI

Sábado 22 de noviembre de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Bienvenidos a la casa del Sucesor de Pedro: os acojo con afecto y os saludo cordialmente a todos; en primer lugar, al pastor de vuestra comunidad eclesial, el arzobispo monseñor Orazio Soricelli, al que también agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, a los sacerdotes, a los diáconos y a los seminaristas, a los religiosos y a las religiosas, a los laicos comprometidos en las diversas actividades pastorales, a los jóvenes, a la coral y a los enfermos, así como a los voluntarios de la Unitalsi. Saludo a las autoridades civiles, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis y a los portadores de los estandartes. Por último, saludo a toda la archidiócesis de Amalfi-Cava de' Tirreni, que ha venido a Roma en peregrinación a la tumba del apóstol san Pedro, con las veneradas reliquias de san Andrés, vuestro augusto patrono, conservadas desde el siglo IV en la cripta de vuestra catedral. Más aún, esta peregrinación se realiza precisamente en nombre del apóstol san Andrés, con ocasión del octavo centenario del traslado de sus reliquias desde la gran Constantinopla a vuestra ciudad de Amalfi, pequeña por su dimensión, pero grande también ella por su historia civil y religiosa, como acaba de recordar vuestro arzobispo. Ante este precioso relicario también yo me recogí en oración con ocasión de la fiesta de San Andrés, el 30 de noviembre de 1996, y todavía conservo un grato recuerdo de esa visita.

En esa fiesta, ya inminente, concluirá este Año jubilar con la santa misa celebrada en vuestra catedral por el cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Ha sido un año singular, que tuvo su culmen en el solemne acto conmemorativo del pasado 8 de mayo, presidido por el cardenal Walter Kasper, como mi enviado especial. En efecto, siguiendo el ejemplo de san Andrés y recurriendo a su intercesión, queréis dar nuevo impulso a vuestra vocación apostólica y misionera, ensanchando las perspectivas de vuestro corazón a las expectativas de paz entre los pueblos, intensificando la oración por la unidad entre todos los cristianos. Por tanto, vocación, misión y ecumenismo son las tres palabras clave que os han orientado en este compromiso espiritual y pastoral, que hoy recibe del Papa un estímulo a proseguir con generosidad y entusiasmo.

Que san Andrés, el primero de los Apóstoles en ser llamado por Jesús a orillas del río Jordán (cf. Jn 1,35-40) os ayude a redescubrir cada vez más la importancia y la urgencia de testimoniar el Evangelio en todos los ámbitos de la sociedad. Que toda vuestra comunidad diocesana, a imitación de la Iglesia de los orígenes, crezca en la fe y comunique a todos la esperanza cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, nuestro encuentro tiene lugar precisamente en la víspera de la solemnidad de Cristo Rey. Por tanto, os invito a dirigir la mirada del corazón a nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. En el rostro del Pantocrátor, como afirmó admirablemente el Papa Pablo VI durante el concilio Vaticano II, reconocemos "a Cristo, nuestro principio. A Cristo, nuestro camino y nuestro guía, nuestra esperanza y nuestro término" (Discurso de apertura del segundo período, 29 de septiembre de 1963).

251 La Palabra de Dios, que escucharemos mañana, nos repetirá que su rostro, revelación del misterio invisible del Padre, es el rostro del buen Pastor, dispuesto a cuidar de sus ovejas dispersas y a reunirlas para apacentarlas y hacer que descansen en un lugar seguro. Él busca con paciencia a la oveja perdida y cura a la enferma (cf. Ez 34,11-12 Ez 34,15-17). Sólo en él podemos encontrar la paz que nos ha adquirido al precio de su sangre, tomando sobre sí los pecados del mundo y obteniéndonos la reconciliación.

La Palabra de Dios nos recordará también que el rostro de Cristo, Rey del universo, es el rostro del juez, porque Dios es al mismo tiempo Pastor bueno y misericordioso y Juez justo. En particular, la página evangélica (cf. Mt 25,31-46) nos presentará el gran cuadro del juicio final. En esta parábola, el Hijo del hombre en su gloria, rodeado por sus ángeles, se comporta como el pastor que separa las ovejas de las cabras y pone a los justos a su derecha y a los réprobos a su izquierda. Invita a los justos a entrar en la herencia preparada desde siempre para ellos, mientras que a los réprobos los condena al fuego eterno, preparado para el diablo y para los demás ángeles rebeldes.

Es decisivo el criterio del juicio. Este criterio es el amor, la caridad concreta con el prójimo, en particular con los "pequeños", con las personas que atraviesan más dificultades: los que tienen hambre y sed, los forasteros, los desnudos, los enfermos, los presos. El rey declara solemnemente a todos que lo que han hecho o no han hecho a ellos, lo han hecho o no lo han hecho a él mismo. Es decir, Cristo se identifica con sus "hermanos más pequeños" y en el juicio final se dará cuenta de lo que ya se realizó en la vida terrena.

Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que le interesa a Dios. No le importa la realeza histórica; lo que quiere es reinar en el corazón de las personas y desde allí en el mundo: él es rey de todo el universo, pero el punto crítico, la zona donde su reino corre peligro, es nuestro corazón, porque en él Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros, y sólo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia. Nosotros, hombres y mujeres, tenemos la posibilidad de elegir con quién queremos aliarnos: con Cristo y con sus ángeles, o con el diablo y con sus seguidores, para usar el mismo lenguaje del Evangelio. A nosotros corresponde la decisión de practicar la justicia o la iniquidad, abrazar el amor y el perdón o la venganza y el odio homicida. De esto depende nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo.

Por eso Jesús quiere asociarnos a su realeza; por eso nos invita a colaborar en la venida de su reino de amor, de justicia y de paz. Debemos responderle, no con palabras, sino con obras: eligiendo el camino del amor operante y generoso al prójimo, le permitimos extender su señorío en el tiempo y en el espacio.

Que san Andrés os ayude a renovar con valentía vuestra decisión de pertenecer a Cristo y de poneros al servicio de su reino de justicia, de paz y de amor; y que la Virgen María, Madre de Jesús, nuestro Rey, proteja siempre a vuestras comunidades. Por mi parte, os aseguro mi recuerdo en la oración a la vez que, agradeciéndoos una vez más vuestra visita, de corazón os bendigo a todos.

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA PRESIDIDA POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Y POR SU SANTIDAD ARAM I, CATHOLICÓS DE CILICIA DE LOS ARMENIOS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla "Redemptoris Mater" - Palacio Apostólico Vaticano

Lunes 24 de noviembre de 2008



Santidad:

Con sincero afecto en el Señor lo saludo a usted y a los distinguidos miembros de su delegación con ocasión de su visita a la Iglesia de Roma. Nuestro encuentro de hoy es una continuación de la visita que usted realizó a mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, en enero de 1997, y de los otros muchos contactos y visitas mutuas que, por gracia de Dios, han llevado en los últimos años a unas relaciones más estrechas entre la Iglesia católica y la Iglesia armenia apostólica.

En este Año paulino, usted visitará la tumba del Apóstol de los gentiles y orará con la comunidad monástica de la basílica erigida en su memoria. En esa oración, usted se unirá a los numerosos santos y mártires, maestros y teólogos de Armenia, cuya herencia de doctrina, santidad y frutos misioneros forma parte del patrimonio de toda la Iglesia. Pensemos en los santos Nerses Shnorkhali y Nerses de Lambon que, como obispo de Tarso era conocido como "segundo Pablo de Tarso". Ese testimonio tuvo su culmen en el siglo xx, un tiempo de inenarrable sufrimiento para su pueblo. La fe y la devoción del pueblo armenio se han apoyado constantemente en el recuerdo de los numerosos mártires que testimoniaron el Evangelio en el transcurso de los siglos. Que la gracia de ese testimonio siga plasmando la cultura de su nación e inspirando a los seguidores de Cristo una confianza cada vez mayor en el poder salvífico de la cruz, que da vida.

252 Desde hace mucho tiempo, la sede de Cilicia participa en contactos ecuménicos positivos entre las Iglesias. De hecho, el diálogo entre las Iglesias ortodoxas orientales y la Iglesia católica se ha beneficiado de manera significativa de la presencia de sus delegados armenios. Debemos esperar que este diálogo continúe, pues promete aclarar cuestiones teológicas que nos han dividido en el pasado, pero que ahora parecen abiertas a un mayor consenso. Confío en que el trabajo de la Comisión internacional sobre el tema: "La naturaleza, la constitución y la misión de la Iglesia" permita encontrar su contexto y su solución a muchas cuestiones específicas de nuestro diálogo teológico.

Ciertamente, el aumento de la comprensión, el respeto y la cooperación que ha experimentado el diálogo ecuménico es muy prometedor para el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo. En el mundo, los armenios conviven con los fieles de la Iglesia católica. Una comprensión y un aprecio mayores de nuestra tradición apostólica común contribuirá a un testimonio común más eficaz de los valores espirituales y morales sin los cuales no puede existir un orden social realmente justo y humano. Por esta razón, confío en que se encuentren modos nuevos y concretos de expresar las declaraciones comunes que ya hemos firmado.

Santidad, le aseguro mis oraciones diarias y la profunda preocupación que siento por el pueblo del Líbano y de Oriente Próximo. ¿Cómo no sentirse afligidos por las tensiones y los conflictos que siguen frustrando todos los esfuerzos por fomentar la reconciliación y la paz en todos los niveles de la vida civil y política en la región? Recientemente nos ha entristecido a todos la intensificación de la persecución y la violencia contra los cristianos en algunas partes de Oriente Próximo y en otros lugares. Sólo cuando los países implicados puedan decidir su propio destino, y los diferentes grupos étnicos y comunidades religiosas se acepten y respeten plenamente, se construirá la paz sobre los cimientos sólidos de la solidaridad, la justicia y el respeto de los derechos legítimos de las personas y de los pueblos.

Con estos sentimientos y con afecto en el Señor, le doy las gracias, Santidad, y espero que estos días transcurridos en Roma sean fuente de numerosas gracias para usted y para quienes están confiados a su solicitud pastoral. Para usted y para todos los fieles de la Iglesia armenia apostólica invoco del Señor alegría y paz en abundancia.


A UN GRUPO DE SEMINARISTAS ITALIANOS

Sala Clementina

Sábado 29 de noviembre de 2008



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos de los seminarios regionales de Las Marcas, Puglia y Abruzos-Molise:

Me alegra mucho acogeros con ocasión del centenario de la fundación de vuestros respectivos seminarios regionales, surgidos por impulso del Papa san Pío X, que pidió a los obispos italianos, especialmente del centro y sur de la península, que se pusieran de acuerdo para concentrar los seminarios, con el fin de proveer más eficazmente a la formación de los aspirantes al sacerdocio. Os saludo con afecto a todos, comenzando por los arzobispos monseñor Edoardo Menichelli, monseñor Carlo Ghidelli y monseñor Francesco Cacucci, a quienes agradezco las palabras con las que han querido interpretar los sentimientos de todos.

Saludo a los rectores, a los formadores, a los profesores, a los alumnos y a cuantos viven y trabajan a diario en estas instituciones vuestras. En esta ocasión tan significativa deseo unirme a vosotros para dar gracias al Señor, que en este siglo ha acompañado con su gracia la vida de tantos sacerdotes, formados en tan importantes centros educativos. Muchos de ellos hoy trabajan en los diversos apostolados de vuestras Iglesias locales, en la misión ad gentes y en otros servicios a la Iglesia universal; y algunos han sido llamados a desempeñar cargos de alta responsabilidad eclesial.

Ahora quiero dirigirme en particular a vosotros, queridos seminaristas, que os estáis preparando para ser obreros en la viña del Señor. Como ha recordado también la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos, una de las tareas prioritarias del presbítero consiste en esparcir a manos llenas en el campo del mundo la Palabra de Dios que, como la semilla de la parábola evangélica, parece en realidad muy pequeña, pero una vez que ha germinado se convierte en un gran arbusto y da frutos abundantes (cf. Mt 13,31-32). La Palabra de Dios que vosotros estaréis llamados a sembrar a manos llenas y que conlleva la vida eterna, es Cristo mismo, el único que puede cambiar el corazón humano y renovar el mundo. Pero podemos preguntarnos: el hombre contemporáneo, ¿siente aún necesidad de Cristo y de su mensaje de salvación?

253 En el contexto social actual, cierta cultura parece mostrarnos el rostro de una humanidad autosuficiente, deseosa de realizar sus proyectos por sí sola, que elige ser la artífice única de su propio destino y que, en consecuencia, cree que la presencia de Dios es insignificante y por ello, de hecho, la excluye de sus opciones y decisiones. En un clima marcado por un racionalismo cerrado en sí mismo, que considera el modelo de las ciencias prácticas como único modelo de conocimiento, todo lo demás resulta subjetivo y, por tanto, incluso la experiencia religiosa corre el riesgo de ser considerada una opción subjetiva, no esencial y determinante para la vida.

Ciertamente, por estas y otras razones, hoy resulta cada vez más difícil creer, resulta cada vez más difícil acoger la Verdad, que es Cristo, resulta cada vez más difícil consagrar la propia vida a la causa del Evangelio. Sin embargo, como se puede comprobar cada día en las noticias, el hombre contemporáneo se muestra a menudo desorientado y preocupado por su futuro, en busca de certezas y deseoso de puntos de referencia seguros. El hombre del tercer milenio, como el de todas las épocas, tiene necesidad de Dios y quizás lo busca incluso sin darse cuenta. Los cristianos, y de modo especial los sacerdotes, tienen el deber de recoger este anhelo profundo del corazón humano y ofrecer a todos, con los medios y los modos que mejor respondan a las exigencias de los tiempos, la inmutable y siempre viva Palabra de vida eterna, que es Cristo, Esperanza del mundo.

Con vistas a esta importante misión, que estaréis llamados a realizar en la Iglesia, asumen gran valor los años de seminario, tiempo destinado a la formación y al discernimiento; durante estos años debe ocupar el primer lugar la búsqueda constante de una relación personal con Jesús, una experiencia íntima de su amor, que se adquiere sobre todo a través de la oración y el contacto con las Sagradas Escrituras, leídas, interpretadas y meditadas en la fe de la comunidad eclesial.

En este Año paulino os propongo al apóstol san Pablo como modelo en el que os inspiréis para vuestra preparación al ministerio apostólico. La experiencia extraordinaria que realizó en el camino de Damasco lo transformó de perseguidor de los cristianos en testigo de la resurrección del Señor, dispuesto a dar la vida por el Evangelio. Cumplía con fidelidad todas las prescripciones de la Torá y las tradiciones judías, pero, después de encontrarse con Jesús, "lo que era para mí ganancia —escribe en la carta a los Filipenses—, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo". "Por él —añade— he perdido todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en él" (cf.
Ph 3,7-9). La conversión no eliminó cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, sino que le permitió interpretar de forma nueva la sabiduría y la verdad de la ley y de los profetas, y así fue capaz de dialogar con todos, siguiendo el ejemplo del divino Maestro.

A imitación de san Pablo, queridos seminaristas, no os canséis de encontraros con Cristo en la escucha, en la lectura y en el estudio de la Sagrada Escritura, en la oración y en la meditación personal, en la liturgia y en todas las demás actividades diarias. En este sentido, queridos responsables de la formación, es muy importante vuestro papel, pues para vuestros alumnos estáis llamados a ser testigos, antes que maestros de vida evangélica. Los seminarios regionales, por sus características típicas, pueden ser lugares privilegiados para formar a los seminaristas en la espiritualidad diocesana, insertando con sabiduría y equilibrio esta formación en el contexto eclesial y regional más amplio. Vuestras instituciones deben ser también "casas" de acogida vocacional para dar mayor impulso a la pastoral vocacional, prestando atención especial al mundo juvenil y educando a los jóvenes en los grandes ideales evangélicos y misioneros.

Queridos amigos, a la vez que os agradezco vuestra visita, invoco sobre cada uno de vosotros la protección materna de la Virgen Madre de Cristo, que la liturgia de Adviento nos presenta como modelo de quien vela en espera de la vuelta gloriosa de su Hijo divino. Encomendaos a ella con confianza, recurrid a menudo a su intercesión, para que os ayude a permanecer despiertos y vigilantes. Por mi parte, os aseguro mi afecto y mi oración diaria, mientras os bendigo de corazón a todos.


Diciembre de 2008



A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LA UNIVERSIDAD DE LOS ESTUDIOS DE PARMA

Sala de las Bendiciones

Lunes 1 de diciembre de 2008



Señor rector;
ilustres profesores;
queridos alumnos y miembros del personal administrativo y técnico:

254 Me alegra acogeros en este encuentro, que habéis querido para conmemorar las antiguas raíces del Ateneo de Parma. Y me alegra particularmente que, refiriéndoos precisamente a aquel período originario, hayáis elegido la figura representativa de san Pedro Damián, de cuyo nacimiento acabamos de celebrar el milenario y que en las escuelas de Parma fue primero alumno y después maestro. Saludo cordialmente al rector, profesor Gino Ferretti, y le agradezco las amables palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes. Me complace ver juntamente con vosotros al obispo de Parma, monseñor Enrico Solmi, así como a otras autoridades políticas y militares. A todos vosotros, profesores, alumnos y miembros del personal administrativo y técnico, os doy mi sincera bienvenida.

Como sabéis, la actividad universitaria fue mi ámbito de trabajo durante muchos años e, incluso después de no ejercerla, nunca dejé de seguirla y de sentirme espiritualmente vinculado a ella. Muchas veces he hablado en diversos Ateneos, y recuerdo bien que en 1990 también fui a Parma, donde desarrollé una reflexión sobre los "caminos de la fe" en medio de los cambios del tiempo presente (cf. Svolta per l'Europa?, Edizioni Paoline 1991, pp. 65-89). Hoy quisiera detenerme brevemente a considerar con vosotros la "lección" que nos dejó san Pedro Damián, destacando algunas sugerencias de particular actualidad para el ambiente universitario de nuestros días.

El 20 de febrero del año pasado, con ocasión de la memoria litúrgica del gran eremita, dirigí una carta a la Orden de los monjes camaldulenses en la que puse de relieve que es particularmente válida para nuestro tiempo la característica central de su personalidad, es decir, la feliz síntesis entre la vida eremítica y la actividad eclesial, la tensión armoniosa entre los dos polos fundamentales de la existencia humana: la soledad y la comunión (cf. Carta a la Orden de los camaldulenses, 20 de febrero de 2007). Todos los que, como vosotros, se dedican a los estudios de nivel superior —durante toda la vida o durante la edad juvenil— no pueden menos de ser sensibles a esta herencia espiritual de san Pedro Damián.

Hoy las nuevas generaciones están muy expuestas a un doble riesgo, principalmente debido a la difusión de las nuevas tecnologías informáticas: por una parte, el peligro de que se reduzca cada vez más la capacidad de concentración y de aplicación mental en el plano personal; y, por otra, el de aislarse individualmente en una realidad cada vez más virtual. Así, la dimensión social se dispersa en mil fragmentos, mientras que la dimensión personal se repliega sobre sí misma y tiende a cerrarse a las relaciones constructivas con los demás y con los que son diferentes. La Universidad, en cambio, por su misma naturaleza vive precisamente del equilibrio virtuoso entre el momento individual y el comunitario, entre la investigación y la reflexión de cada uno y la participación y la confrontación abierta a los demás, en un horizonte tendencialmente universal.

También nuestra época, como la de san Pedro Damián, está marcada por particularismos e incertidumbres, y por carencia de principios unificadores (cf. ib.). Sin duda alguna los estudios académicos deberían contribuir a elevar la calidad del nivel formativo de la sociedad, no sólo en el plano de la investigación científica entendida en sentido estricto, sino también, más en general, ofreciendo a los jóvenes la posibilidad de madurar intelectual, moral y civilmente, confrontándose con los grandes interrogantes que interpelan la conciencia del hombre contemporáneo.

La historia considera a san Pedro Damián como uno de los grandes "reformadores" de la Iglesia después del año 1000. Lo podemos definir el alma de aquella reforma que lleva el nombre del Papa san Gregorio vii, Hidelbrando de Soana, de quien Pedro Damián fue íntimo colaborador desde que, antes de ser elegido Obispo de Roma, era archidiácono de esta Iglesia (cf. ib.). Pero ¿cuál es el concepto auténtico de reforma? Un aspecto fundamental que podemos encontrar en los escritos y más aún en el testimonio personal de san Pedro Damián es que toda reforma auténtica debe ser ante todo espiritual y moral, es decir, debe partir de las conciencias. A menudo hoy, también en Italia, se habla de reforma universitaria. Pienso que, salvando las debidas proporciones, esta enseñanza sigue siendo siempre válida: las modificaciones estructurales y técnicas son realmente eficaces si van acompañadas por un serio examen de conciencia de los responsables en todos los niveles, pero, más en general, de cada profesor, de cada alumno, de cada empleado técnico y administrativo. Sabemos que san Pedro Damián era muy riguroso consigo mismo y con sus monjes, muy exigente en la disciplina. Si se quiere que un ambiente humano mejore en calidad y eficiencia, es preciso ante todo que cada uno comience a reformarse a sí mismo, corrigiendo lo que puede dañar el bien común o, de algún modo, obstaculizarlo.

Unido al concepto de reforma, quiero poner de relieve también el de libertad. En efecto, el fin de la obra reformadora de san Pedro Damián y de sus contemporáneos era lograr que la Iglesia fuera más libre, ante todo en el plano espiritual, pero luego también en el histórico. De modo análogo, la validez de una reforma de la Universidad no puede menos de tener como resultado su libertad: libertad de enseñanza, libertad de investigación, libertad de la institución académica frente a los poderes económicos y políticos.

Esto no significa que la Universidad se ha de aislar de la sociedad, ni que debe considerarse a sí misma como única referencia, ni mucho menos que busque intereses privados aprovechando los recursos públicos. Ciertamente, esta no es la libertad cristiana. Verdaderamente libre, según el Evangelio y la tradición de la Iglesia, es la persona, la comunidad o la institución que responden plenamente a su propia naturaleza y a su propio fin, y la vocación de la Universidad es la formación científica y cultural de las personas con vistas al desarrollo de toda la comunidad social y civil.

Queridos amigos, os doy las gracias porque con vuestra visita, además del placer de encontrarme con vosotros, me habéis dado la oportunidad de reflexionar sobre la actualidad de san Pedro Damián, al final de las celebraciones en su honor por el milenario de su nacimiento. Deseo éxito a vuestra actividad científica y didáctica de vuestro Ateneo, y ruego para que, a pesar de sus dimensiones ya notables, tienda siempre a constituir una universitas studiorum, en la que cada uno se reconozca y exprese como persona, participando en la búsqueda "sinfónica" de la verdad.

Con este fin, aliento las actuales iniciativas de pastoral universitaria, que son un valioso servicio a la formación humana y espiritual de los jóvenes. Y en este contexto también deseo que se reabra pronto al culto la histórica iglesia de San Francisco en el Prato, para bien de la Universidad y de toda la ciudad. Que por todo esto intercedan san Pedro Damián y la santísima Virgen María, y os acompañe también mi bendición, que os imparto de buen grado a vosotros, a todos vuestros colegas y a vuestros seres queridos.





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