Discursos 2009


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Enero de 2009


A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

DURANTE EL INTERCAMBIO DE FELICITACIONES DE AÑO NUEVO

Sala Regia

Jueves 8 de enero de 2009



Excelencias,
señoras y señores:

El misterio de la encarnación del Verbo, que conmemoramos cada año en la Fiesta de la Navidad, nos invita a meditar sobre los acontecimientos que marcan el curso de la historia. Precisamente a la luz de este misterio colmado de esperanza, se sitúa este tradicional encuentro con ustedes, ilustres miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, como una ocasión privilegiada para intercambiar nuestros mejores deseos al comienzo de este año. Me dirijo en primer lugar a Su Excelencia el Embajador Alejandro Valladares Lanza, para agradecerle el saludo que amablemente me ha dirigido, por primera vez, en calidad de Decano del Cuerpo diplomático. Mi saludo deferente se extiende a cada uno de ustedes, así como a sus familias y colaboradores y, por su medio, a los pueblos y gobiernos de los países que representan. Para todos, pido a Dios el don de un año lleno de justicia, serenidad y paz.

Al comienzo de este año 2009, mi pensamiento se dirige con afecto, ante todo, a los que han sufrido a causa de las graves catástrofes naturales, en particular en Vietnam, Birmania, China y Filipinas, en América central y el Caribe, en Colombia y en Brasil, o bien a causa de sangrantes conflictos nacionales o regionales o de atentados terroristas que han sembrado la muerte y la destrucción en países como Afganistán, India, Pakistán y Argelia. No obstante los muchos esfuerzos realizados, la tan deseada paz todavía está lejana. De cara a esta constante, no hay que desanimarse ni atenuar el compromiso a favor de una auténtica cultura de paz, sino, por el contrario, redoblar los esfuerzos a favor de la seguridad y el desarrollo. En este sentido, la Santa Sede ha procurado estar entre los primeros en firmar y ratificar la “Convención sobre las bombas de racimo”, documento que tiene también el propósito de reforzar el derecho internacional humanitario. Por otra parte, observando con preocupación los síntomas de crisis que se perciben en el campo del desarme y de la no proliferación nuclear, la Santa Sede no cesa de recordar que no se puede construir la paz cuando los gastos militares sustraen enormes recursos humanos y materiales a los proyectos de desarrollo, especialmente de los países más pobres.

Siguiendo el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, que he dedicado este año al tema “combatir la pobreza, construir la paz”, quisiera hoy dirigir mi atención hacia los pobres, los muy numerosos pobres de nuestro planeta. Las palabras con las que el Papa Pablo VI comenzaba su reflexión en la Encíclica Populorum progressio no han perdido su actualidad: «Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio este legítimo deseo» (PP 6). Para construir la paz, conviene dar nuevamente esperanza a los pobres. ¿Cómo no pensar en tantas personas y familias afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis financiera y económica ha provocado a escala mundial? ¿Cómo no evocar la crisis alimenticia y el calentamiento climático, que dificultan todavía más el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más pobres del planeta? Desde ahora, es urgente adoptar una estrategia eficaz para combatir el hambre y favorecer el desarrollo agrícola local, más aún cuando el porcentaje de pobres aumenta incluso en los países ricos. En esta perspectiva, me alegro que, desde la reciente Conferencia de Doha sobre la financiación para el desarrollo, hayan sido establecidos criterios útiles para orientar la dirección del sistema económico y poder ayudar a los más débiles. Yendo más al fondo de la cuestión, para resanar la economía, es necesario crear una nueva confianza. Este objetivo sólo se podrá alcanzar a través de una ética fundada en la dignidad innata de la persona humana. Sé bien que esto es exigente, pero no es una utopía. Hoy más que nunca, nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y sus habitantes, en primer lugar de las generaciones jóvenes que heredan un sistema económico y un tejido social duramente cuestionado.

Señoras y Señores, si queremos combatir la pobreza, debemos invertir ante todo en la juventud, educándola en un ideal de auténtica fraternidad. En mis viajes apostólicos del año pasado, tuve la ocasión de encontrar a muchos jóvenes, sobre todo en el marco extraordinario de la celebración de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, en Sydney, Australia. Mis viajes apostólicos, comenzando por la visita a los Estados Unidos, me permitieron percibir las expectativas de muchos sectores de la sociedad con respecto a la Iglesia católica. En esta fase delicada de la historia de la humanidad, marcada por incertidumbres e interrogantes, muchos esperan que la Iglesia ejerza con decisión y claridad su misión evangelizadora y su obra de promoción humana. Mi discurso en la Sede de la Organización de las Naciones Unidas se sitúa en este contexto: sesenta años después de la adopción de la Declaración universal de los derechos humanos, quise poner de relieve que este documento se basa en la dignidad de la persona humana, y ésta a su vez en la naturaleza común a todos que trasciende las diversas culturas. Algunos meses más tarde, en mi peregrinación a Lourdes con ocasión del ciento cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María a Santa Bernadette, quise subrayar que el mensaje de conversión y de amor que se irradia desde la gruta de Massabielle sigue teniendo gran actualidad, como una invitación constante a construir nuestra existencia y las relaciones entre los pueblos sobre unas bases de respeto y de fraternidad auténticas, conscientes de que esta fraternidad presupone un Padre común a todos los hombres, el Dios Creador. Por otra parte, una sociedad sanamente laica no ignora la dimensión espiritual y sus valores, porque la religión, y me pareció útil repetirlo durante mi viaje pastoral a Francia, no es un obstáculo, sino más bien al contrario un fundamento sólido para la construcción de una sociedad más justa y libre.

Las discriminaciones y los graves ataques de los que han sido víctimas, el año pasado, millares de cristianos, muestran cómo la que socava la paz no es sólo la pobreza material, sino también la pobreza moral. De hecho, es en la pobreza moral, donde dichas atrocidades hunden sus raíces. Al reafirmar la valiosa contribución que las religiones pueden dar a la lucha contra la pobreza y a la construcción de la paz, quisiera repetir ante esta asamblea que representa idealmente a todas las naciones del mundo: el cristianismo es una religión de libertad y de paz y está al servicio del auténtico bien de la humanidad. Renuevo el testimonio de mi afecto paternal a nuestros hermanos y hermanas víctimas de la violencia, especialmente en Irak y en la India; pido incesantemente a las autoridades civiles y políticas que se dediquen con energía a poner fin a la intolerancia y a las vejaciones contra los cristianos, que intervengan para reparar los daños causados, en particular en los lugares de culto y en las propiedades; que alienten por todos los medios el justo respeto hacia todas las religiones, proscribiendo todas las formas de odio y de desprecio. Deseo también que en el mundo occidental no se cultiven prejuicios u hostilidades contra los cristianos, simplemente porque, en ciertas cuestiones, su voz perturba. Por su parte, que los discípulos de Cristo, ante tales pruebas, no pierdan el ánimo: el testimonio del Evangelio es siempre un “signo de contradicción” con respecto al “espíritu del mundo”. Si las tribulaciones son duras, la constante presencia de Cristo es un consuelo eficaz. Su Evangelio es un mensaje de salvación para todos y por esto no puede ser confinado en la esfera privada, sino que debe ser proclamado desde las azoteas, hasta los confines de la tierra.

El nacimiento de Cristo en la pobre gruta de Belén nos lleva naturalmente a evocar la situación del Medio Oriente y, en primer lugar, de Tierra Santa, donde, en estos días, asistimos a un recrudecimiento de la violencia que ha provocado daños y sufrimientos inmensos entre las poblaciones civiles. Esta situación complica aún más la búsqueda de una salida vivamente anhelada por muchos de ellos y por el mundo entero al conflicto entre israelíes y palestinos. Una vez más, quisiera señalar que la opción militar no es una solución y la violencia, venga de donde venga y bajo cualquier forma que adopte, ha de ser firmemente condenada. Deseo que, con el compromiso determinante de la comunidad internacional, la tregua en la franja de Gaza vuelva a estar vigente, ya que es indispensable para volver aceptables las condiciones de vida de la población, y que sean relanzadas las negociaciones de paz renunciando al odio, a la provocación y al uso de las armas. Es muy importante que, con ocasión de las cruciales citas electorales que implicarán a muchos habitantes de la región en los próximos meses, surjan dirigentes capaces de hacer progresar con determinación este proceso para guiar a sus pueblos hacia la ardua pero indispensable reconciliación. A ella no se podrá llegar sin adoptar un acercamiento global a los problemas de estos países, en el respecto de las aspiraciones y de los legítimos intereses de todas las poblaciones involucradas. Además de los renovados esfuerzos para la solución del conflicto israelopalestino, que acabo de mencionar, es preciso dar un respaldo convencido al diálogo entre Israel y Siria y, en el Líbano, apoyar la consolidación en curso de las instituciones, que será tanto más eficaz si se lleva a cabo en un espíritu de unidad. A los iraquíes, que se preparan para retomar totalmente en su mano su propio destino, dirijo una particular palabra de ánimo para pasar página y mirar al futuro con el fin de construirlo sin discriminaciones de raza, de etnia o religión. Por lo que concierne a Irán, no debe dejarse de buscar una solución negociada a la controversia sobre el programa nuclear, a través de un mecanismo que permita satisfacer las exigencias legítimas del país y de la comunidad internacional. Dicho resultado favorecerá en gran medida la distensión regional y mundial.

2 Dirigiendo la mirada al gran continente asiático, constato con preocupación que en ciertos países perdura la violencia y que en otros la situación política permanece tensa, pero existen progresos que permiten mirar al futuro con una confianza mayor. Pienso, por ejemplo, en la reanudación de nuevas negociaciones de paz en Mindanao, en Filipinas, y en el nuevo curso que están tomando las relaciones entre Pekín y Taipei. En este mismo contexto de búsqueda de la paz, una solución definitiva del conflicto en Sri Lanka debe ser también política, mientras que las necesidades humanitarias de las poblaciones afectadas deben continuar siendo objeto de continua atención. Las comunidades cristianas que viven en Asia a menudo son pequeñas desde el punto de vista numérico, pero desean ofrecer una contribución convencida y eficaz al bien común, a la estabilidad y al progreso de sus países, dando un testimonio de la primacía de Dios, que establece una sana jerarquía de valores y otorga una libertad más fuerte que las injusticias. La reciente beatificación en Japón de ciento ochenta y ocho mártires lo ha puesto de relieve de forma elocuente. La Iglesia, como se ha dicho muchas veces, no pide privilegios, sino la aplicación del principio de libertad religiosa en toda su extensión. En este contexto, es importante que, en Asia central, las legislaciones sobre las comunidades religiosas garanticen el pleno ejercicio de este derecho fundamental, en el respeto de las normas internacionales.

Dentro de algunos meses, tendré la alegría de encontrar a muchos hermanos en la fe y en la existencia humana que viven en África. En la espera de esta visita que tanto he deseado, pido al Señor que sus corazones estén dispuestos a acoger el Evangelio y a vivirlo con coherencia, construyendo la paz a través de la lucha contra la pobreza moral y material. La infancia ha de ser objeto de una atención del todo particular: veinte años después de la adopción de la Convención sobre los derechos de los niños, éstos siguen siendo muy vulnerables. Muchos niños viven el drama de los refugiados y los desplazados en Somalia, en Darfur y en la República democrática del Congo. Se trata de flujos migratorios que afectan a millones de personas que tienen necesidad de ayuda humanitaria y que ante todo están privadas de sus derechos elementales y heridas en su dignidad. Pido a los responsables políticos, a nivel nacional e internacional, que tomen todas las medidas necesarias para resolver los conflictos abiertos y pongan fin a las injusticias que los han provocado. Deseo que en Somalia, la restauración del Estado pueda finalmente progresar, para que cesen los interminables sufrimientos de los habitantes de ese país. Asimismo, en Zimbabwe la situación es crítica y es necesaria gran cantidad de ayuda humanitaria. Los acuerdos de paz de Burundi han proporcionado un rayo de esperanza a la región. Expreso mis deseos para que sean plenamente aplicados y se conviertan en fuente de inspiración para otros países, que no han encontrado todavía la vía de la reconciliación. La Santa Sede, como ustedes saben, sigue con una atención especial el continente africano y está feliz de haber establecido el año pasado las relaciones diplomáticas con Botswana.

En ese vasto panorama, que abraza el mundo entero, deseo asimismo detenerme un momento en América Latina. Allí también, los pueblos aspiran a vivir en paz, libres de la pobreza y ejerciendo libremente sus derechos fundamentales. En este contexto, hay que desear que las legislaciones tengan en cuenta las necesidades de los que emigran facilitando el reagrupamiento familiar y conciliando las legítimas exigencias de seguridad con las del respeto inviolable de la persona. Quisiera alabar también el compromiso prioritario de ciertos gobiernos para restablecer la legalidad y emprender una lucha sin cuartel contra el tráfico de estupefacientes y la corrupción. Me alegro que, treinta años después del comienzo de la mediación pontificia sobre el diferendo entre Argentina y Chile, relativo a la zona austral, los dos países hayan sellado de alguna manera su voluntad de paz erigiendo un monumento a mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II. Deseo, por otra parte, que la reciente firma del acuerdo entre la Santa Sede y Brasil facilite el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia y refuerce todavía más su colaboración con las instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona. La Iglesia acompaña desde hace cinco siglos a los pueblos de América Latina, compartiendo sus esperanzas y sus preocupaciones. Sus Pastores saben que, para promover el progreso auténtico de la sociedad, su quehacer propio es iluminar las conciencias y formar laicos capaces de intervenir con ardor en las realidades temporales, poniéndose al servicio del bien común.

Fijándome por último en las naciones que están más cerca, quisiera saludar a la comunidad cristiana de Turquía, recordando que, en este año jubilar especial con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo, numerosos peregrinos llegan a Tarso, su pueblo natal, lo que señala una vez más el estrecho vínculo de esta tierra con los orígenes del cristianismo. Las aspiraciones a la paz están vivas en Chipre, donde se han retomado las negociaciones con vistas a la justa solución de los problemas vinculados a la división de la Isla. En lo que concierne al Cáucaso, quisiera recordar una vez más que los conflictos que atañen a los Estados de la región no pueden resolverse por la vía de las armas y, pensando en Georgia, expreso el deseo de que sean respetados todos los compromisos suscritos en el Acuerdo de cese el fuego del pasado mes de agosto, concluido gracias a los esfuerzos diplomáticos de la Unión Europea, y que el regreso de los desplazados de sus hogares sea posible cuanto antes. Por lo que respecta, finalmente, al sudeste europeo, la Santa Sede sigue adelante con su compromiso a favor de la estabilidad de la región, y espera que seguirán creándose las condiciones para un futuro de reconciliación y de paz entre las poblaciones de Serbia y Kosovo, en el respeto de las minorías y sin olvidar la preservación del preciado patrimonio artístico y cultural cristiano, que constituye una riqueza para toda la humanidad.

Señoras y Señores Embajadores, al término de este recorrido que, en su brevedad, no puede mencionar todas las situaciones de sufrimiento y pobreza que están presentes en mi corazón, vuelvo al Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la paz de este año. En ese documento, he recordado que los seres humanos más pobres son los niños no nacidos (n. 3). No puedo dejar de mencionar, al concluir, a otros pobres, como los enfermos y las personas ancianas abandonadas, las familias divididas y sin puntos de referencia. La pobreza se combate si la humanidad se vuelve más fraterna compartiendo los valores y las ideas, fundados en la dignidad de la persona, en la libertad vinculada a la responsabilidad, en el reconocimiento efectivo del puesto de Dios en la vida del hombre. En esta perspectiva, dirijamos nuestra mirada a Jesús, el Niño humilde recostado en el pesebre. Porque Él es el Hijo de Dios, Él nos indica que la solidaridad fraterna entre todos los hombres es la vía maestra para combatir la pobreza y construir la paz. Que la luz de su amor ilumine a todos los gobernantes de la humanidad. Que Ella nos guíe a lo largo del año que acaba de comenzar. Feliz año a todos.


A LOS MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL

Basílica de San Pedro

Sábado 10 de enero de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os recibo hoy tan numerosos con motivo del cuadragésimo aniversario del inicio del Camino Neocatecumenal en Roma, que ya cuenta actualmente con quinientas comunidades. Os dirijo a todos mi cordial saludo. De manera particular, saludo al cardenal vicario, Agostino Vallini, así como al cardenal Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos, que con dedicación os ha seguido en el camino de aprobación de vuestros Estatutos. Saludo a los responsables del Camino Neocatecumenal: al señor Kiko Argüello, a quien doy las gracias cordialmente por las palabras entusiastas y entusiasmantes con las que ha interpretado los sentimientos de todos vosotros. Saludo a la señora Carmen Hernández y al padre Mario Pezzi. Saludo a las comunidades que salen de misión hacia las periferias más necesitadas de Roma, a las que van de "missio ad gentes" en los cinco continentes, a las doscientas nuevas familias itinerantes, a los setecientos catequistas itinerantes responsables del Camino Neocatecumenal en las diferentes naciones. Gracias a todos vosotros. Que el Señor os acompañe.

Nuestro encuentro de hoy tiene lugar significativamente en la basílica vaticana, construida sobre el sepulcro del apóstol san Pedro. Fue precisamente él, el Príncipe de los Apóstoles, quien, respondiendo a la pregunta con la que Jesús interpelaba a los Doce sobre su identidad, confesó con decisión: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Hoy os habéis reunido aquí para renovar esta misma profesión de fe. Vuestra presencia, tan numerosa y animada, testimonia los prodigios realizados por el Señor en los cuatro decenios pasados; indica también el compromiso con el que queréis continuar el camino iniciado, un camino de seguimiento fiel a Cristo y de testimonio valiente de su Evangelio, no sólo aquí en Roma, sino allí donde la Providencia os lleve; un camino de dócil adhesión a las directrices de los pastores y de comunión con todos los demás componentes del pueblo de Dios. Esto es lo que queréis hacer, conscientes de que ayudar a los hombres de nuestro tiempo a encontrar a Jesucristo, redentor del hombre, constituye la misión de la Iglesia y de todo bautizado. El Camino Neocatecumenal se integra en esta misión eclesial como una de las numerosas sendas suscitadas por el Espíritu Santo con el concilio Vaticano II para la nueva evangelización.

Todo comenzó aquí, en Roma, hace cuarenta años, cuando en la parroquia de los Santos Mártires Canadienses se constituyeron las primeras comunidades del Camino Neocatecumenal. ¿Cómo no bendecir al Señor por los frutos espirituales que, a través del método de evangelización que aplicáis, se han podido recoger en estos años? ¡Cuántas lozanas energías apostólicas se han suscitado tanto entre los sacerdotes como entre los laicos! ¡A cuántos hombres y mujeres, y a cuántas familias que se habían alejado de la comunidad eclesial o que habían abandonado la práctica de la vida cristiana, a través del anuncio del kerygma y del itinerario de redescubrimiento del Bautismo se les ha ayudado a volver a encontrar de nuevo la alegría de la fe y el entusiasmo del testimonio evangélico! La reciente aprobación de los Estatutos del Camino por parte del Consejo pontificio para los laicos ha sellado la estima y la benevolencia con que la Santa Sede sigue la obra que el Señor ha suscitado a través de vuestros iniciadores. El Papa, Obispo de Roma, os da las gracias por el servicio generoso que ofrecéis a la evangelización de esta ciudad y por la dedicación con que os prodigáis para llevar el anuncio cristiano a todos los ambientes. Gracias a todos vosotros.

3 Vuestra acción apostólica, que ya es benemérita, será aún más eficaz en la medida en que os esforcéis por cultivar constantemente ese anhelo por la unidad que Jesús comunicó a los Doce en la última Cena. Hemos escuchado el canto: antes de la Pasión, nuestro Redentor rezó intensamente para que sus discípulos fueran una sola cosa a fin de que el mundo fuera impulsado a creer en él (cf. Jn 17,21), ya que esa unidad sólo puede venir de la fuerza de Dios. Esta unidad, don del Espíritu Santo y búsqueda incesante de los creyentes, hace de cada comunidad una articulación viva y bien integrada en el Cuerpo místico de Cristo. La unidad de los discípulos del Señor pertenece a la esencia de la Iglesia y es condición indispensable para que su acción evangelizadora resulte fecunda y creíble. Sé con cuánto celo están actuando las comunidades del Camino Neocatecumenal en ciento tres parroquias de Roma. Al mismo tiempo que os aliento a continuar en este compromiso, os exhorto a intensificar vuestra adhesión a todas las directrices del cardenal vicario, mi directo colaborador en el gobierno pastoral de la diócesis. Gracias por vuestro "sí", que sale obviamente del corazón. La integración orgánica del Camino en la pastoral diocesana y su unidad con las demás realidades eclesiales beneficiarán a todo el pueblo cristiano y harán más fecundo el esfuerzo de la diócesis a favor de un anuncio renovado del Evangelio en nuestra ciudad. De hecho, hoy hace falta una amplia acción misionera que involucre a las diferentes realidades eclesiales, las cuales, conservando cada una la originalidad del propio carisma, actúen concordemente, tratando de realizar esa "pastoral integrada" que ya ha permitido alcanzar resultados significativos. Y vosotros, poniéndoos al servicio del obispo con plena disponibilidad, como recuerdan vuestros Estatutos, podréis servir de ejemplo a muchas Iglesias locales, que miran justamente a la de Roma como al modelo al que hacer referencia.

Hay otro fruto espiritual madurado en estos cuarenta años por el que quisiera dar gracias con vosotros a la divina Providencia: es el gran número de sacerdotes y de personas consagradas que el Señor —Kiko nos ha hablado de ello— ha suscitado en vuestras comunidades. Muchos sacerdotes están comprometidos en las parroquias y en otros campos de apostolado diocesano, muchos son misioneros itinerantes en varias naciones: prestan un generoso servicio a la Iglesia de Roma, y la Iglesia de Roma ofrece un precioso servicio a la evangelización en el mundo. Es una verdadera "primavera de esperanza" para la comunidad diocesana de Roma y para la Iglesia universal. Doy las gracias al rector y a sus colaboradores del seminario Redemptoris Mater de Roma por la obra educativa que desempeñan. Sabemos que su tarea no es fácil, pero es muy importante para el futuro de la Iglesia. Los animo, por tanto, a proseguir en esta misión, adoptando las orientaciones formativas propuestas tanto por la Santa Sede como por la diócesis. El objetivo que deben buscar todos los formadores es el de preparar presbíteros plenamente integrados en el presbiterio diocesano y en la pastoral tanto parroquial como diocesana.

Queridos hermanos y hermanas, la página evangélica que ha sido proclamada nos ha recordado las exigencias y las condiciones de la misión apostólica. Las palabras de Jesús, que nos refiere el evangelista san Mateo, resuenan como una invitación a no desalentarnos ante las dificultades, a no buscar éxitos humanos, a no tener miedo de las incomprensiones e incluso de las persecuciones. Alientan más bien a poner la confianza únicamente en el poder de Cristo, a tomar la "propia cruz" y a seguir las huellas de nuestro Redentor que, en este tiempo de Navidad que ya termina, se nos ha aparecido en la humildad y en la pobreza de Belén. Que la Virgen santa, modelo de todo discípulo de Cristo y "casa de bendición", como habéis cantado, os ayude a realizar con alegría y fidelidad el mandato que la Iglesia os encomienda con confianza. Al mismo tiempo que os doy las gracias por el servicio que ofrecéis en la Iglesia de Roma, os aseguro mi oración y de corazón os bendigo a los que estáis aquí presentes y a todas las comunidades del Camino Neocatecumenal esparcidas por todo el mundo.



A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO,


DEL MUNICIPIO Y DE LA PROVINCIA DE ROMA

Lunes 12 de enero de 2009



Ilustres señores y amables señoras:

Es buena tradición que el Papa, al inicio del año nuevo, acoja en su casa a los administradores de Roma, de su provincia y de la región del Lacio para un intercambio cordial de felicitaciones. Es lo que sucede también esta mañana en un clima de estima y de sincera amistad; por tanto, gracias por vuestra grata presencia.

Saludo cordialmente, en primer lugar, al presidente de la Junta regional del Lacio, señor Pietro Marrazzo; al alcalde de Roma, honorable Gianni Alemanno; y al presidente de la provincia de Roma, señor Nicola Zingaretti, agradeciéndoles las amables palabras que gentilmente han querido dirigirme también en nombre de las respectivas administraciones. Mi saludo se extiende a los presidentes de los diversos concejos y a cada uno de vosotros, aquí presentes, a vuestras familias y a las queridas poblaciones que representáis idealmente.

En los discursos que se acaban de pronunciar he captado esperanzas y preocupaciones. Es indudable que la comunidad mundial está atravesando un tiempo de grave crisis económica, que se une a la crisis estructural, cultural y de valores. La difícil situación, que está afectando a la economía mundial, tiene en todas partes consecuencias inevitables y, por tanto, incide también en Roma, en su provincia y en las ciudades y pueblos del Lacio. Ante un desafío tan arduo, como emerge también de vuestras palabras, la voluntad de reaccionar debe ser concorde, superando las divisiones y concertando estrategias que, si por una parte afrontan las emergencias de hoy, por otra miran a diseñar un proyecto estratégico orgánico para los años futuros, inspirado en los principios y los valores que forman parte del patrimonio ideal de Italia, y más específicamente de Roma y del Lacio. En los momentos difíciles de su historia, el pueblo sabe mantener unidad de propósitos y valentía en torno a la sabia guía de administradores prudentes, cuya preocupación fundamental es el bien de todos.

Queridos amigos, vuestras intervenciones muestran claramente que las administraciones que dirigís aprecian la presencia y la actividad de la comunidad católica. Aquí quiero reafirmar que la comunidad católica no pide ni ostenta privilegios, sino que desea que su misión espiritual y social siga suscitando aprecio y cooperación. Os agradezco vuestra disponibilidad. Recuerdo que Roma y el Lacio desempeñan un papel peculiar para la cristiandad. Los católicos aquí se sienten estimulados a un vivo testimonio evangélico y a una solícita acción de promoción humana, de manera especial hoy ante las dificultades que bien conocemos. A este respecto, aunque las Cáritas diocesanas, las comunidades parroquiales y las asociaciones católicas no escatimen esfuerzos para prestar ayuda a cuantos se encuentran en necesidad, es indispensable una sinergia entre todas las instituciones para dar respuestas concretas a las necesidades crecientes de la gente. Pienso aquí en las familias, sobre todo en las que tienen hijos pequeños, los cuales tienen derecho a un porvenir sereno, y en los ancianos, muchos de los cuales viven en soledad y en condiciones difíciles; pienso en la emergencia de viviendas, en la carencia de trabajo y en el desempleo juvenil, en la difícil convivencia entre grupos étnicos diversos y en la gran cuestión de la inmigración y de los nómadas.

Aunque poner en marcha políticas económicas y sociales adecuadas es tarea del Estado, la Iglesia, a la luz de su doctrina social, está llamada a dar su aportación estimulando la reflexión y formando las conciencias de los fieles y de todos los ciudadanos de buena voluntad. Quizás hoy más que nunca, la sociedad civil comprende que solamente con estilos de vida inspirados en la sobriedad, la solidaridad y la responsabilidad es posible construir una sociedad más justa y un futuro mejor para todos. Los poderes públicos tienen el deber institucional de garantizar a todos los habitantes sus derechos, tomando en consideración que se definan claramente y se apliquen realmente los deberes de cada uno. Por eso es prioridad inderogable la formación en el respeto de las normas, en la asunción de las propias responsabilidades y en un planteamiento de vida que reduzca el individualismo y la defensa de intereses partidarios, para tender juntos al bien de todos, preocupándose de modo especial por las expectativas de las personas más débiles de la población, a las que no ha de considerar como un peso sino como un recurso para valorar.

Desde esta perspectiva, con una intuición que definiría profética, desde hace años la Iglesia concentra sus esfuerzos en el tema de la educación. Deseo expresar mi gratitud por la colaboración que se ha establecido entre vuestras administraciones y las comunidades eclesiales por lo que respecta a los oratorios y a la construcción de nuevos complejos parroquiales en los barrios que carecen de ellos. Confío en que en el futuro este apoyo mutuo, respetando las competencias recíprocas, se consolide ulteriormente, teniendo presente que las estructuras eclesiales, en el corazón de un barrio, además de permitir el ejercicio del derecho fundamental de la persona humana, que es la libertad religiosa, en realidad son centros de asociación y de formación en los valores de la sociabilidad, de la convivencia pacífica, de la fraternidad y de la paz.

4 ¿Cómo no pensar especialmente en los muchachos y en los jóvenes, que son nuestro futuro? Cada vez que la crónica refiere episodios de violencia juvenil, cada vez que la prensa informa sobre accidentes de tráfico en los que mueren tantos jóvenes, me viene a la mente el tema de la emergencia educativa, que hoy requiere la mayor colaboración posible. Se debilitan, especialmente entre las generaciones jóvenes, los valores naturales y cristianos que dan significado a la vida diaria y forman en una visión de la vida abierta a la esperanza. En cambio, emergen deseos efímeros y expectativas no duraderas, que al final generan aburrimiento y fracasos.

Todo esto tiene como resultado nefasto la consolidación de tendencias que subestiman el valor de la vida misma, para refugiarse en la transgresión, en la droga y en el alcohol, que para algunos se han convertido en un rito habitual del fin de semana. Incluso el amor corre el riesgo de reducirse a "simple objeto que se puede comprar y vender" y, "más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía" (Deus caritas est ). Ante el nihilismo que impregna de manera creciente al mundo juvenil, la Iglesia invita a todos a dedicarse seriamente a los jóvenes, a no dejarlos abandonados a sí mismos y expuestos a la enseñanza de "malos maestros", sino a comprometerlos en iniciativas serias, que les permitan comprender el valor de la vida en una familia estable fundada en el matrimonio. Sólo así se les da la posibilidad de proyectar con confianza su futuro.

Por lo que respecta a la comunidad eclesial, está cada vez más dispuesta a ayudar a las nuevas generaciones de Roma y del Lacio a proyectar de modo responsable su futuro. Les propone, sobre todo, el amor de Cristo, el único que puede dar respuestas exhaustivas a los interrogantes más profundos de nuestro corazón.

Por último, permitidme una breve consideración relativa al mundo de la sanidad. Sé bien cuán difícil es la tarea de garantizar a todos una adecuada asistencia sanitaria en el campo de las enfermedades físicas y psíquicas, y cuán grande es el costo que implica. También en este ámbito, como por lo demás en el escolar, la comunidad eclesial, heredera de una larga tradición de asistencia a los enfermos, con muchos sacrificios sigue prestando su servicio a través de hospitales y clínicas inspirados en los principios evangélicos. Durante el año que acaba de terminar, a pesar de las dificultades de la situación actual, en la región del Lacio se apreciaron señales positivas para ayudar también a las instituciones sanitarias católicas. Confío en que, prosiguiendo los esfuerzos actuales, dicha colaboración se incentive oportunamente, de modo que la gente pueda seguir beneficiándose del valioso servicio que esas instituciones de reconocida excelencia prestan con competencia, profesionalidad, seriedad en la gestión financiera y solicitud para con los enfermos y sus familias.

Ilustres señores y amables señoras, la tarea que los ciudadanos os han confiado no es fácil: debéis afrontar numerosas y complejas situaciones que necesitan, cada vez más a menudo, intervenciones y decisiones complejas y a veces impopulares. Os ha de animar y consolar la certeza de que, mientras prestáis un servicio importante a la sociedad actual, contribuís a construir un mundo verdaderamente humano para las nuevas generaciones. La contribución más importante que el Papa os asegura, y lo hace con mucho afecto, es su oración diaria para que el Señor os ilumine y os haga siempre servidores honrados del bien común.

Con estos sentimientos, invoco la protección maternal de la Virgen, venerada en numerosas localidades del Lacio, y del apóstol san Pablo, de cuyo nacimiento estamos conmemorando el bimilenario, e imploro la bendición de Dios sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre cuantos viven en Roma, en su provincia y en toda la región.






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