Discursos 2009 58

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE CAMERÚN

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Iglesia Cristo Rey de Tsinga - Yaundé

Miércoles 18 de marzo de 2009



Señor cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

Es una gran alegría para mí este encuentro con los Pastores de la Iglesia católica en Camerún. Agradezco al Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, Mons. Simon-Victor Tonyé Bakot, Arzobispo de Yaundé, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Es la tercera vez que vuestro País acoge al Sucesor de Pedro y, como sabéis, el motivo de mi viaje es ante todo tener una ocasión para encontrarme con los pueblos del querido Continente africano, y también para entregar a los Presidentes de las Conferencias Episcopales el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para África. Esta mañana, por medio de vosotros, quisiera saludar afectuosamente a todos los fieles encomendados a vuestros cuidados pastorales. Que la gracia y la paz del Señor Jesús sea con todos vosotros, con todas las familias de vuestro grande y hermoso País, con los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y cuantos están comprometidos con vosotros en el anuncio del Evangelio.

En este año dedicado a San Pablo, es particularmente oportuno recordar la necesidad urgente de anunciar el Evangelio a todos. Este mandato, que la Iglesia ha recibido de Cristo, sigue siendo una prioridad, porque todavía hay muchas personas aguardando el mensaje de esperanza y de amor que les permita «entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Con vosotros, pues, queridos Hermanos, también vuestras comunidades están llamadas a dar testimonio del Evangelio. El Concilio Vaticano II recordó con énfasis que «la actividad misionera dimana íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia» (Ad gentes AGD 6). Para guiar y alentar al Pueblo de Dios en esta tarea, los Pastores, ante todo, deben ser ellos mismos predicadores de la fe para llevar a Cristo nuevos discípulos. Anunciar el Evangelio es propio del Obispo, quien, como San Pablo, puede decir también: «El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16). Los fieles necesitan la palabra de su Obispo, que es el catequista por excelencia, para confirmar y purificar su fe.

Para cumplir esta misión de evangelización y responder a los numerosos desafíos de la vida del mundo de hoy, es indispensable, más allá de las reuniones institucionales, en sí mismas necesarias, una profunda comunión que una a los Pastores de la Iglesia entre sí. La calidad de los trabajos de vuestra Conferencia Episcopal, que reflejan la vida de la Iglesia y la sociedad en Camerún, os permiten buscar juntos respuestas a los múltiples retos que la Iglesia debe afrontar, ofreciendo directrices comunes mediante vuestras cartas pastorales para ayudar a los fieles en su vida eclesial y social. La honda conciencia de la dimensión colegial de vuestro ministerio os debe impulsar a realizar entre vosotros diversos gestos de hermandad sacramental, que van desde la acogida y estima mutua hasta las diferentes iniciativas de caridad y colaboración concreta (cf. Pastores gregis ). Una cooperación efectiva entre las diócesis, particularmente para una mejor distribución de los sacerdotes en vuestro País, favorecerá las relaciones de solidaridad fraterna con las Iglesias diocesanas más necesitadas, de modo que el anuncio del Evangelio no se resienta por la falta de ministros. Esta solidaridad apostólica ha de extenderse con generosidad a las necesidades de otras Iglesias particulares, especialmente de las de vuestro Continente. Así se mostrará claramente que vuestras comunidades cristianas, a ejemplo de las que os han traído el mensaje del Evangelio, son también una Iglesia misionera.

Queridos Hermanos en el Episcopado, el Obispo y sus sacerdotes están llamados a mantener estrechas relaciones de comunión, fundadas en su especial participación en el único sacerdocio de Cristo, aunque en grado diferente. También es de capital importancia una relación de calidad con los sacerdotes, que son vuestros principales e irrenunciables colaboradores. Al ver en su Obispo un padre y un hermano que los ama, los escucha y conforta en las pruebas, que presta una atención especial a su bienestar humano y material, se verán alentados a hacerse cargo plenamente de su ministerio de manera digna y eficaz. El ejemplo y la palabra de su Obispo es para ellos una valiosa ayuda para dar un espacio central en su ministerio a su vida espiritual y sacramental, animándoles a vivir y descubrir cada vez más profundamente que lo específico del pastor es ser ante todo una persona de oración, y que la vida espiritual y sacramental es una riqueza extraordinaria, que se nos da para nosotros mismos y para el bien del pueblo que se nos ha encomendado. Os invito, en fin, a poner una atención especial a la fidelidad de los sacerdotes y personas consagradas a los compromisos contraídos con su ordenación o entrada en la vida religiosa, para que perseveren en su vocación, con vistas a una mayor santidad de la Iglesia y la gloria de Dios. La autenticidad de su testimonio exige que no haya diferencia alguna entre lo que enseñan y lo que viven cotidianamente.

En vuestras diócesis, muchos jóvenes se presentan como candidatos al sacerdocio. Hemos de dar gracias al Señor por ello. Lo esencial es que se haga un discernimiento serio. Para eso, os animo, no obstante las dificultades organizativas en el plano pastoral que pudieran surgir, a dar prioridad a la selección y preparación de formadores y directores espirituales. Éstos han de tener un conocimiento personal y profundo de los candidatos al sacerdocio y ser capaces de asegurar una formación humana, espiritual y pastoral sólida, que haga de ellos hombres maduros y equilibrados, bien preparados para la vida sacerdotal. Vuestro constante apoyo fraterno ayudará a los formadores a desempeñar su tarea con amor por la Iglesia y su misión.

Desde los orígenes de la fe cristiana en Camerún, los religiosos y religiosas han dado una contribución fundamental a la vida de la Iglesia. Doy gracias a Dios con vosotros y me alegro del desarrollo de la vida consagrada entre los hijos e hijas de vuestro País, que ha permitido también manifestar los carismas propios de África en las comunidades nacidas en vuestro País. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos es como «un signo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana» (Lumen gentium LG 44).

En vuestro ministerio de anunciar el Evangelio os ayudan también otros agentes de pastoral, especialmente los catequistas. En la evangelización de vuestro País han tenido y desempeñan todavía un papel determinante. Les agradezco su generosidad y fidelidad en el servicio a la Iglesia. Por medio de ellos se lleva a cabo una auténtica inculturación de la fe. Por tanto, su formación humana, espiritual y doctrinal es esencial. El apoyo material, moral y espiritual que los Pastores les ofrecen para cumplir su misión en buenas condiciones de vida y de trabajo, es también para ellos una expresión del reconocimiento por parte de la Iglesia de la importancia de su compromiso en el anuncio y el desarrollo de la fe.

59 Entre los muchos retos que encontráis en vuestra responsabilidad como Pastores, os preocupa particularmente la situación de la familia. Las dificultades, debidas de manera especial al impacto de la modernidad y la secularización en la sociedad tradicional, os impulsan a preservar con determinación los valores fundamentales de la familia africana, haciendo de su evangelización de manera profunda una de las principales prioridades. Al promover la pastoral familiar, os comprometéis a favorecer una mejor comprensión de la naturaleza, la dignidad y el papel del matrimonio, que supone un amor indisoluble y estable.

La liturgia ocupa un lugar importante en la expresión de la fe de vuestras comunidades. Por lo general, estas celebraciones eclesiales son festivas y alegres, manifestando el fervor de los fieles, felices de estar juntos, como Iglesia, para alabar al Señor. Es esencial, por tanto, que la alegría demostrada no sea un obstáculo, sino un medio, para entrar en diálogo y comunión con Dios a través de una verdadera interiorización de las estructuras y las palabras que componen la liturgia, con el fin de que ésta refleje realmente lo que sucede en el corazón de los creyentes, en una unión real con todos los participantes. Un signo elocuente de ello es la dignidad de las celebraciones, sobre todo cuando tienen lugar con gran afluencia de participantes.

El desarrollo de las sectas y movimientos esotéricos, así como la creciente influencia de una religiosidad supersticiosa y del relativismo, son una invitación apremiante a dar un renovado impulso a la formación de jóvenes y adultos, especialmente en el ámbito universitario e intelectual. A este respecto, quisiera felicitar y alentar los esfuerzos del Instituto Católico de Yaundé, y de todas las instituciones eclesiásticas cuya misión es hacer accesible y comprensible a todos la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Me alegra saber que son cada vez más en vuestro País los fieles comprometidos en la vida de la Iglesia y la sociedad. Las numerosas asociaciones de laicos que florecen en vuestras diócesis, son signo de la acción del Espíritu en el corazón de los fieles y contribuyen a un renovado anuncio del Evangelio. Me complace destacar y alentar la participación activa de las asociaciones femeninas en diferentes sectores de la misión de la Iglesia, demostrando así una toma de conciencia real de la dignidad de la mujer y de su vocación específica en la comunidad eclesial y en la sociedad. Doy gracias a Dios por la voluntad que muestran los laicos en vuestras comunidades de contribuir al futuro de la Iglesia y al anuncio del Evangelio. Por los sacramentos de la iniciación cristiana y los dones del Espíritu Santo, tienen la capacidad y el compromiso de anunciar el Evangelio, sirviendo a la persona y a la sociedad. Os animo encarecidamente a perseverar en vuestros esfuerzos por ofrecerles una sólida formación cristiana que les permita «desarrollar plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural, económico, social), que es compromiso característico de la vocación secular del laicado» (Ecclesia in Africa ).

En el contexto de la globalización que bien conocemos, la Iglesia tiene un interés particular por los más necesitados. La misión del Obispo le lleva a ser el principal defensor de los derechos de los pobres, a favorecer y promover el ejercicio de la caridad, que es una manifestación del amor del Señor por los pequeños. De esta manera, se ayuda a los fieles a comprender concretamente que la Iglesia es una verdadera familia de Dios, reunida en amor fraterno, lo cual excluye todo tipo de etnocentrismo y particularismo excesivo, y contribuye a la reconciliación y la colaboración entre los grupos étnicos para el bien de todos. Por otra parte, la Iglesia, mediante su doctrina social, quiere despertar la esperanza en el corazón de los excluidos. Y es también un deber de los cristianos, especialmente de los laicos que tienen responsabilidades sociales, económicas o políticas, dejarse guiar por la doctrina social de la Iglesia, con el fin de contribuir a la construcción de un mundo más justo, en el que todos puedan vivir dignamente.

Señor Cardenal, queridos Hermanos en el Episcopado, al término de nuestro encuentro, quisiera manifestar una vez más mi alegría por estar en vuestro País y encontrar al pueblo camerunés. Os agradezco vuestra calurosa bienvenida, signo de la generosa hospitalidad africana. Que la Virgen María, Nuestra Señora de África, vele por todas vuestras comunidades diocesanas. A Ella confío a todo el pueblo de Camerún, y os imparto de corazón una afectuosa Bendición Apostólica, que hago extensiva a los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS

Basílica María Reina de los Apóstoles, barrio de Mvolyé - Yaundé

Miércoles 18 de marzo de 2009



Queridos Hermanos Cardenales y Obispos,
queridos sacerdotes y diáconos,
queridos hermanos y hermanas consagrados,
queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas,
60 queridos hermanos y hermanas:

Tenemos la alegría de reunirnos para dar gracias a Dios en esta basílica dedicada a María Reina de los Apóstoles, de Mvolyé, construida en el lugar donde fue edificada la primera iglesia levantada por los misioneros Espiritanos venidos para traer la Buena Nueva a Camerún. Así como el ardor apostólico de aquellos hombres abrazaba en su corazón a todo el País, este lugar abarca simbólicamente cada rincón de vuestra tierra. Por eso, esta tarde dirigimos nuestra alabanza al Padre de las luces, queridos hermanos y hermanas, en un ambiente de gran cercanía espiritual con todas las comunidades cristianas en las que ejercéis vuestro servicio.

En presencia de los representantes de las otras Confesiones cristianas, a los que dirijo un saludo respetuoso y fraterno, os propongo contemplar los rasgos característicos de San José a través de las palabras de la Sagrada Escritura que nos ofrece esta liturgia vespertina.

Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Uno solo es vuestro Padre» (
Mt 23,9). En efecto, no hay más paternidad que la de Dios Padre, el único Creador «de todo lo visible y lo invisible». Pero al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se le ha hecho partícipe de la única paternidad de Dios (cf. Ep 3,15). San José muestra esto de manera sorprendente, él que es padre sin ejercer una paternidad carnal. No es el padre biológico de Jesús, del cual sólo Dios es el Padre, y sin embargo, desempeña una plena y completa paternidad. Ser padre es ante todo ser servidor de la vida y del crecimiento. En este sentido, San José ha demostrado una gran dedicación. Por Cristo, ha sufrido la persecución, el exilio y la pobreza que de ello se deriva. Tuvo que establecerse en un lugar distinto de su aldea. Su única recompensa fue la de estar con Cristo. Esta disponibilidad explica las palabras de San Pablo: «Servid a Cristo Señor» (Col 3,24).

No se trata de ser un servidor mediocre, sino un siervo «fiel y juicioso».La unión de estos dos adjetivos no es casual: sugiere que tanto la inteligencia sin lealtad como la fidelidad sin sabiduría son cualidades insuficientes. La una sin la otra no permiten asumir plenamente la responsabilidad que Dios nos confía.

Queridos hermanos sacerdotes, debéis vivir en vuestro ministerio cotidiano esta paternidad. En efecto, la Constitución Conciliar Lumen Gentium subraya: los sacerdotes «han de preocuparse de los fieles que engendraron espiritualmente con el bautismo y la doctrina» (n. LG 28). Entonces, ¿cómo no volver sin cesar a la raíz de nuestro sacerdocio, el Señor Jesucristo? La relación personal con Él es constitutiva de lo que queremos vivir, la relación con Él, que nos llama sus amigos, pues todo lo que ha aprendido de su Padre, nos lo ha dado a conocer (cf. Jn 15,15). Viviendo esta profunda amistad con Cristo, encontraréis la verdadera libertad y la alegría de vuestro corazón. El sacerdocio ministerial conlleva una honda relación con Cristo que se nos da en la Eucaristía. Que la celebración de la Eucaristía sea verdaderamente el centro de vuestra vida sacerdotal, y así será también el centro de vuestra misión eclesial. En efecto, Cristo nos llama a participar en su misión durante toda nuestra vida, a ser sus testigos, para que se anuncie a todos su Palabra. Al celebrar este sacramento en nombre y en la persona del Señor, no es la persona del sacerdote la que ha de ponerse en primer plano: él es un servidor, un humilde instrumento que señala a Cristo, porque Cristo mismo se ofrece en sacrificio para la salvación del mundo. «El que gobierne, pórtese como el que sirve» (Lc 22,26), dijo Jesús. Y Orígenes ha escrito: «José entiende que Jesús era superior a él mientras le era sumiso, y a sabiendas de la superioridad de su menor, José le mandaba con temor y mesura. Que todos reflexionen: a menudo, una persona de menor valía es colocada por encima de gente mejor que él, y a veces ocurre que el inferior vale más que aquel que parece mandar sobre él. Cuando alguien que ha sido elevado en dignidad comprenda esto, ya no se hinchará de orgullo por su rango más alto, sino que sabrá que su inferior puede ser mejor que él, al igual que Jesús estaba sujeto a José» (Homilía sobre San Lucas, XX, 5, SC p. 287).

Queridos hermanos en el sacerdocio, vuestro ministerio pastoral exige muchas renuncias, pero también es una fuente de alegría. En una relación de confianza con vuestros obispos, fraternamente unidos a todo el presbiterio, y con el apoyo del Pueblo de Dios que se os ha confiado, sabréis responder con fidelidad a la llamada que el Señor os hizo un día, como llamó a José para que cuidara de María y del Niño Jesús. Queridos sacerdotes, que seáis fieles a las promesas que habéis hecho a Dios ante vuestro Obispo y ante la asamblea. El Sucesor de Pedro os agradece vuestro generoso compromiso al servicio de la Iglesia y os alienta a no dejaros turbar por las dificultades del camino. A los jóvenes que se preparan para unirse a vosotros, así a como los que aún tienen inquietudes, quisiera reiterarles esta tarde la alegría que comporta el entregarse totalmente al servicio de Dios y de la Iglesia. Tened la valentía de ofrecer un «sí» generoso a Cristo.

También a vosotros, hermanos y hermanas comprometidos en la vida consagrada o en los movimientos eclesiales, os invito a dirigir la mirada a San José. Cuando María recibió la visita del Ángel en la Anunciación, ella ya estaba prometida con José. Puesto que se dirige personalmente a María, el Señor asocia ya íntimamente a José al misterio de la Encarnación. Él aceptó unirse a esta historia que Dios había comenzado a escribir en el seno de su esposa. Por tanto, tomó consigo a María. Acogió el misterio que había en ella y el misterio que era ella misma. La amó con ese gran respeto que es el sello del amor auténtico. San José nos enseña que se puede amar sin poseer. Al contemplarle, cualquier hombre o mujer, con la gracia de Dios, puede ser llevado a la superación de sus dificultades afectivas, a condición de que entre en el proyecto que Dios ha comenzado a realizar ya en los que están cerca de Él, como José entró en la obra de la redención a través de la figura de María y gracias a lo que Dios ya había hecho en ella. Que vosotros, queridos hermanas y hermanos comprometidos en los movimientos eclesiales estéis atentos a los que os circundan y mostréis el rostro amoroso de Dios a los más humildes, especialmente mediante la práctica de las obras de misericordia, la educación humana y cristiana de la juventud, el servicio de promoción de la mujer y de tantos otros modos.

También es muy significativa e indispensable para la vida de la Iglesia la contribución espiritual de los personas consagradas. Esta llamada a seguir a Cristo es un don para todo el Pueblo de Dios. Con la adhesión a vuestra vocación, imitando a Cristo casto, pobre y obediente, totalmente consagrado a la gloria de su Padre y al amor de sus hermanos y hermanas, tenéis como misión dar testimonio ante nuestro mundo, tan necesitado de ello, de la primacía de Dios y de los bienes futuros (cf. Vita consecrata VC 85). Con vuestra fidelidad incondicional a vuestros compromisos, sois en la Iglesia un germen de vida que crece al servicio del Reino de Dios. En todo momento, pero de modo particular cuando la fidelidad es sometida a prueba, San José os recuerda el sentido y el valor de vuestros compromisos. La vida consagrada es una imitación radical de Cristo. Por tanto, es necesario que vuestro estilo de vida manifieste con toda claridad lo que os hace vivir y que vuestra actividad no oculte vuestra identidad profunda. No tengáis miedo de vivir plenamente la consagración de vosotros mismos que habéis hecho a Dios, y de testimoniarlo con autenticidad en vuestro entorno. Un ejemplo que impulsa de manera particular a buscar esta santidad de vida es el del Padre Simon Mpeke, llamado Baba Simon. Sabéis cómo «el misionero descalzo» empleó todas las fuerzas de su ser en una humildad desinteresada, con la preocupación de salvar las almas, sin escatimar los desvelos y los esfuerzos del servicio material a sus hermanos.

Queridos hermanos y hermanas, la meditación sobre el itinerario humano y espiritual de San José nos invita a apreciar la magnitud de la riqueza de su vocación y del modelo que él representa para todos los que han querido consagrar su vida a Cristo, tanto en el sacerdocio como en la vida consagrada o en diversas formas de compromiso en el laicado. En efecto, José ha vivido a la luz del misterio de la Encarnación. No sólo con una cercanía física, sino también con la atención del corazón. José nos desvela el secreto de una humanidad que vive en presencia del misterio, abierta a él mediante los detalles más concretos de la existencia. En él no hay separación entre fe y acción. Su fe orienta de manera decisiva su acción. Paradójicamente, es actuando, asumiendo por tanto las propias responsabilidades, como mejor se aparta él, para dejar a Dios la libertad de llevar a cabo su obra, sin interponer obstáculos. José es un «hombre justo» (Mt 1,19), porque su vida está «ajustada» a la Palabra de Dios.

La vida de San José, transcurrida en la obediencia a la Palabra, es un signo elocuente para todos los discípulos de Jesús que aspiran a la unidad de la Iglesia. Su ejemplo nos impulsa a entender que es abandonándose totalmente a la voluntad de Dios como el hombre se convierte en cumplidor eficaz del designio de Dios, que quiere reunir a los hombres en una sola familia, una sola asamblea, una sola ecclesia.Queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas, esta búsqueda de la unidad de los discípulos de Cristo es un gran reto para nosotros. Nos lleva ante todo a convertirnos a la persona de Cristo, a dejarnos atraer por Él. En Él es donde estamos llamados a reconocernos como hermanos, hijos de un mismo Padre. En este año dedicado al Apóstol Pablo, el gran predicador de Jesucristo, el Apóstol de las Naciones, dirijámonos juntos a él para escuchar y aprender «la fe y la verdad», en las que están enraizadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo.

61 Para terminar, volvamos la mirada a la esposa de San José, la Virgen María, «Reina de los Apóstoles», advocación bajo la cual es venerada como patrona de Camerún. A ella confío la consagración de todos vosotros, vuestro deseo de responder más fielmente a la llamada que habéis recibido y a la misión que se os ha confiado. Por último, invoco su intercesión por vuestro hermoso País. Amén


ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD MUSULMANA DE CAMERÚN

Nunciatura Apostólica de Yaundé

Jueves 19 de marzo de 2009



Queridos amigos:

Agradezco la oportunidad que se me brinda de tener este encuentro con los representantes de la comunidad musulmana de Camerún, y quiero expresar igualmente mi cordial agradecimiento al Señor Bello Amadou por las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. Nuestro encuentro es un signo elocuente del deseo, que compartimos con todas las personas de buena voluntad –en Camerún, en África y en todo el mundo–, de buscar ocasiones para intercambiar ideas sobre la contribución esencial que la religión a la comprensión de la cultura y del mundo, y a la coexistencia pacífica de todos los miembros de la familia humana. En Camerún, iniciativas como la Asociación Camerunesa para el Diálogo Interreligioso, muestran cómo dicho diálogo incrementa el entendimiento mutuo y ayuda a la formación de un orden político estable y justo.

Camerún es patria de miles de cristianos y musulmanes, que a menudo viven, trabajan y practican su fe en el mismo ambiente. Los fieles de una y otra religión creen en un Dios único y misericordioso, que en el último día juzgará a la humanidad (cf. Lumen gentium LG 16). Unos y otros dan testimonio de los valores fundamentales de la familia, de la responsabilidad social, de la obediencia a la ley de Dios y del amor a los enfermos y a los que sufren. Fundando sus vidas en estas virtudes, y enseñándoselas a los jóvenes, los cristianos y los musulmanes no sólo muestran que se puede fomentar el desarrollo integral de la persona humana, sino también que es posible establecer vínculos de solidaridad con el prójimo, promoviendo el bien común.

Amigos, creo que una tarea particularmente urgente de la religión en el momento actual es desvelar el gran potencial que tiene la razón humana, la cual es en sí misma un don de Dios, y que es elevada por la revelación y por la fe. Creer en Dios, en vez de limitar nuestra capacidad de conocernos a nosotros mismos y al mundo, la amplía. En vez de enemistarnos con el mundo, nos compromete con él. Estamos llamados a ayudar a los demás a que reconozcan las huellas discretas y la presencia misteriosa de Dios en el mundo, que ha sido maravillosamente creado por Él y continua sosteniéndolo con su amor inefable, que todo lo abarca. Aunque su gloria infinita nunca puede ser percibida directamente en esta vida por nuestra mente finita, podemos descubrir, sin embargo, sus reflejos en la hermosura que nos rodea. Cuando los hombres y las mujeres dejan que el orden admirable del mundo y el esplendor de la dignidad humana iluminen su mente, descubren que aquello que es «razonable» va más allá de lo que las matemáticas pueden calcular, lo que la lógica puede deducir, o lo que la experimentación científica puede demostrar; lo «razonable» incluye también la bondad y la intrínseca atracción de una vida honesta y de acuerdo con la ética, que se nos manifiesta a través del lenguaje mismo de la creación.

Esta visión nos mueve a buscar todo lo que es recto y justo, a salir de lo que es el reducido ámbito de nuestro interés egoísta y a actuar buscando el bien de los demás. De este modo, una religión genuina alarga el horizonte de la comprensión humana y está en la base de toda verdadera cultura. Ésta, basada no sólo en principios de fe, sino también en la recta razón, rechaza toda forma de violencia o totalitarismo. En realidad, religión y razón se refuerzan mutuamente, porque la religión se purifica y estructura por la razón, y el pleno potencial de la razón se despliega por la revelación y la fe.

Así pues, os animo, queridos amigos musulmanes, a impregnar la sociedad de los valores que surgen de esta perspectiva y hacen crecer la cultura humana, mientras trabajamos juntos para edificar la civilización del amor. Que la cooperación entusiasta entre musulmanes, católicos y otros cristianos en Camerún sea un faro que ilumine en las otras naciones las grandes posibilidades de un compromiso interreligioso por la paz, la justicia y el bien común.

Con estos sentimientos, quisiera expresar una vez más mi agradecimiento por esta prometedora oportunidad de encontrarme con vosotros durante mi visita a Camerún. Agradezco a Dios Todopoderoso las bendiciones que ha derramado sobre vosotros y sobre vuestros conciudadanos, y le pido que los lazos que unen a cristianos y musulmanes en su profunda veneración al único Dios, sigan reforzándose, para que sean un reflejo más claro de la sabiduría del Omnipotente, que ilumina los corazones de toda la humanidad.



PUBLICACIÓN DEL INSTRUMENTUM LABORIS

Estadio Amadou Ahidjo\i \Ide Yaundé

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Jueves 19 de marzo de 2009



Queridos Hermanos en el Episcopado,
Presidentes de las Conferencias Episcopales nacionales y regionales
de África y Madagascar

Hace catorce años, el 14 de septiembre de 1995, mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, firmaba precisamente aquí, en Yaundé la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa. Hoy es para un mí motivo de gran alegría entregaros el texto del Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que se celebrará en Roma el próximo mes de octubre. El tema de esta Asamblea «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz», que está en continuidad con la Ecclesia in Africa, tiene gran importancia para la vida de vuestro Continente, pero también para la vida de la Iglesia universal. El Instrumentum laboris es fruto de vuestra reflexión, a partir de los aspectos relevantes de la situación eclesial y social de vuestro País de origen. Refleja el gran dinamismo de la Iglesia en África, pero también los desafíos con los que tiene que enfrentarse, y que el Sínodo tendrá que examinar. Esta tarde tendré ocasión de tratar más detenidamente este tema con los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos. Deseo ardientemente que los trabajos de la Asamblea sinodal contribuyan a hacer crecer la esperanza para vuestros pueblos y para el Continente en su conjunto; que sirvan para infundir en cada una de vuestras Iglesias particulares un nuevo impulso evangélico y misionero al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, según el programa expresado por el Señor mismo: «Vosotros sois la sal de la tierra [...]. Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13 Mt 5,14). Que la alegría de la Iglesia en África por la celebración de este Sínodo sea también la alegría de la Iglesia universal.

Queridos hermanos y hermanas que os unís estrechamente en torno a vuestros Obispos, representando en cierto modo la Iglesia que peregrina en todos los pueblos de África, os invito a acoger en vuestra plegaria la preparación y el desarrollo de este gran acontecimiento eclesial. Que la Reina de la Paz aliente los esfuerzos de todos los «artesanos» de reconciliación, justicia y paz. Nuestra Señora de África, ruega por nosotros.



ENCUENTRO CON EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO

Centro Card. Paul Emile Léger - CNRH de Yaundé

Jueves 19 de marzo de 2009



Señores Cardenales,
Señora Ministra para los Asuntos Sociales,
Señora Ministra de la Salud,
63 Queridos Hermanos en el Episcopado
y querido Monseñor Joseph Djida,
Señor Director del Centro Léger,
Querido personal auxiliar,
Queridos enfermos:

He deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es grato poder saludaros. Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (
Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el corazón roto y el cuerpo herido.

Desde este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile Léger, que vino de Canadá a estar con vosotros para curar los cuerpos y las almas, no me olvido de los que en su casa, en el hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios, tienen una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su cuerpo la marca de la violencia o la guerra. Pienso también en todos los enfermos y, sobre todo aquí, en África, en los que padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis. Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente comprometida en una lucha eficaz contra estos males terribles, y la animo a proseguir con determinación esta obra urgente. Deseo portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el dolor, así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del Señor, renovaros mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a María, que Él nos ha dado como Madre. Ella conoció el dolor y siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres.

Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37 He 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19 Jb 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan palabras vanas.

Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas.

¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo miembro de la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada uno que sufre, ayudan a Cristo a llevar su Cruz y ascienden con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene».

Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre.

64 Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Vida, VIE 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria.

Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hasta su término natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo.

Antes de saludaros personalmente y despedirme de vosotros, quisiera aseguraros a todos mi cercanía afectuosa y mi oración. También quiero expresar mi deseo de que cada uno de vosotros nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado a imagen de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Madre nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda ser unos para otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro Dios, y que Él os bendiga.




Discursos 2009 58