Discursos 2009 74


A LOS JÓVENES VOLUNTARIOS DEL SERVICIO CIVIL ITALIANO

Sala Pablo VI

Sábado 28 de marzo de 2009



Queridos jóvenes:

Bienvenidos y gracias por vuestra grata visita. Para mí siempre es una alegría encontrarme con los jóvenes; en este caso me siento aún más contento porque sois voluntarios del servicio civil, característica que aumenta mi estima por vosotros y me invita a proponeros algunas reflexiones vinculadas a vuestra actividad específica. Sin embargo, antes quiero saludar al subsecretario de la presidencia del Gobierno, senador Carlo Giovanardi, que ha promovido este encuentro en nombre del Gobierno italiano, al que agradezco sus amables palabras. Saludo también a las demás autoridades aquí presentes.

75 Queridos amigos, ¿qué puede decir el Papa a jóvenes comprometidos en el servicio civil nacional? Ante todo, puede congratularse por el entusiasmo que os anima y por la generosidad con que lleváis a cabo esta misión de paz. Permitid también que os proponga una reflexión que, podría decir, os atañe de modo más directo, una reflexión tomada de la constitución del concilio Vaticano II Gaudium et spes —"alegría y esperanza"— sobre la Iglesia en el mundo actual. En la parte final de ese documento conciliar, donde se afronta también el tema de la paz entre los pueblos, se encuentra una expresión fundamental sobre la que conviene detenerse: "La paz nunca se obtiene de modo definitivo, sino que debe construirse continuamente" (n. GS 78). Es muy real esta observación.

Por desgracia, las guerras y violencias no acaban nunca, y la búsqueda de la paz siempre es ardua. En años marcados por el peligro de posibles conflictos mundiales, el concilio Vaticano II denunció con fuerza —en este texto— la carrera de armamentos. "La carrera de armamentos, a la que recurren bastantes naciones, no es un camino seguro para conservar firmemente la paz", y añadía inmediatamente que la carrera de armamentos "es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable" (ib., GS 81). Tras esa constatación, que mostraba su preocupación, los padres conciliares expresaron un deseo: "Habrá que elegir —afirmaron— nuevos caminos que partan de un espíritu renovado para que este escándalo sea eliminado y, una vez liberado el mundo de la ansiedad que lo oprime, pueda restablecerse una verdadera paz" (ib.).

"Nuevos caminos", por tanto, "que partan de un espíritu renovado", de la renovación de los corazones y de las conciencias. Hoy como entonces la auténtica conversión de los corazones constituye el único camino que nos puede conducir a cada uno de nosotros y a la humanidad entera a la paz deseada. Es el camino indicado por Jesús: él, que es el Rey del universo, no vino a traer la paz al mundo con un ejército, sino mediante el rechazo de la violencia. Lo dijo explícitamente a Pedro, en el huerto de los Olivos: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen la espada, a espada perecerán" (Mt 26,52); y después a Poncio Pilato: "Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos: pero mi reino no es de aquí" (Jn 18,36).

Es el camino que han seguido y siguen no sólo los discípulos de Cristo, sino muchos hombres y mujeres de buena voluntad, testigos valientes de la fuerza de la no violencia. También en la Gaudium et spes, el Concilio afirma: "No podemos menos de alabar a aquellos que, renunciando a la acción violenta para reivindicar sus derechos, recurren a los medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, siempre que esto pueda hacerse sin perjudicar los derechos y los deberes de los demás o de la comunidad" (n. GS 78). A esta clase de agentes de paz pertenecéis también vosotros, queridos jóvenes amigos. Así pues, sed siempre y en todas partes instrumentos de paz, rechazando con decisión el egoísmo y la injusticia, la indiferencia y el odio, para construir y difundir con paciencia y perseverancia la justicia, la igualdad, la libertad, la reconciliación, la acogida y el perdón en cada comunidad.

Quiero dirigiros aquí, queridos jóvenes, la invitación con la que concluí el mensaje anual del 1 de enero pasado para la Jornada mundial de la paz, exhortándoos a "ensanchar el corazón hacia las necesidades de los pobres, haciendo cuanto sea concretamente posible para salir a su encuentro. En efecto, sigue siendo incontestablemente verdadero el axioma según el cual "combatir la pobreza es construir la paz"" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 2008, p. 9). Muchos de vosotros —pienso por ejemplo en quienes trabajan con Cáritas y en otras instituciones sociales— estáis diariamente comprometidos en el servicio a personas con dificultades. Pero siempre, en la variedad de los ámbitos de vuestras actividades, cada uno, a través de esta experiencia de voluntariado, puede reforzar su propia sensibilidad social, conocer más de cerca los problemas de la gente y hacerse promotor activo de una solidaridad concreta. Este es, ciertamente, el principal objetivo del servicio civil nacional, un objetivo formativo: educar a las generaciones jóvenes a cultivar un sentido de atención responsable hacia las personas necesitadas y hacia el bien común.

Queridos chicos y chicas, un día Jesús dijo a la gente que le seguía: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su propia vida por mi causa y por la del Evangelio, la salvará" (Mc 8,35). En estas palabras hay una verdad no sólo cristiana, sino universalmente humana: la vida es un misterio de amor, que nos pertenece tanto más cuanto más la entregamos, o mejor, cuanto más nos entregamos, es decir, cuanto más hacemos el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestros recursos y cualidades por el bien de los demás.

Lo dice una célebre oración atribuida a san Francisco de Asís, que empieza así: "Oh, Señor, haz de mí un instrumento de tu paz"; y termina con estas palabras: "Porque dando se recibe, perdonando se es perdonado, muriendo se resucita para la vida eterna".

Queridos amigos, que esta sea siempre la lógica de vuestra vida, no sólo ahora que sois jóvenes, sino también mañana, cuando desempeñéis —os lo deseo— funciones significativas en la sociedad y forméis una familia. Sed personas dispuestas a gastarse por los demás, dispuestas incluso a sufrir por el bien y la justicia. Por esto os aseguro mi oración, encomendándoos a la protección de María santísima. Os deseo un buen servicio y os bendigo a todos de corazón, así como a vuestros seres queridos y a las personas con las que os encontráis a diario.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA

DEL SANTO ROSTRO DE JESÚS EN LA MAGLIANA

V Domingo de Cuaresma, 29 de marzo de 2009



A LOS NIÑOS DE LA PARROQUIA

Queridos niños:

Ante todo, os deseo un feliz domingo. Me alegra estar hoy con vosotros, aunque el tiempo no sea bueno y nos hayamos levantado una hora antes, porque ha cambiado la hora. Sin embargo, nos encontramos todos reunidos y sé que os estáis preparando para la primera Comunión, para el encuentro con Jesús. Hoy escuchamos en el evangelio que unas personas de Grecia dijeron: "Queremos ver a Jesús". Todos nosotros queremos ver y conocer a Jesús, que está presente entre nosotros. Ahora estáis recorriendo este camino de preparación y luego, en el momento de la primera Comunión, él estará muy cerca de vosotros, y vosotros podréis sentir que él estará con vosotros.

76 En Pascua, con la belleza de la fiesta, podremos experimentar mejor cómo la presencia de Jesús resucitado llena de alegría el corazón. Por eso, os deseo un feliz domingo, una buena preparación para la Pascua y para la primera Comunión, mucha alegría en las vacaciones y luego, naturalmente, una feliz fiesta de primera Comunión: el centro no es la comida; el centro será Jesús mismo; después también la comida puede ser buena. A todos os expreso mis mejores deseos. Pedid por mí; yo pido por vosotros.



A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO PASTORAL

Queridos amigos:

En este momento quiero daros las gracias por todo lo que hacéis con vistas a la construcción de la Iglesia viva en este barrio de Roma. Me parece que uno de los dones del concilio Vaticano II es la existencia de estos consejos pastorales, donde laicos representantes de toda la comunidad afrontan, juntamente con el párroco y con los sacerdotes, los problemas de la Iglesia viva de un barrio, ayudan a construir la Iglesia, a hacer presente la Palabra de Dios y a sensibilizar a la gente con respecto a la presencia de Jesucristo en los sacramentos. En este tiempo, en el que el laicismo es fuerte y todas las impresiones que se recogen en el entorno se ponen en cierto modo contra la presencia de Dios, contra la capacidad de percibir esta presencia, es mucho más importante que el sacerdote no esté solo, sino que se vea rodeado de creyentes que con él lleven esta semilla de la Palabra de Dios y ayuden a que sea viva y crezca también en nuestro tiempo. Por eso, gracias por vuestras iniciativas. Es importante consolar, ayudar, apoyar a la gente en el momento del sufrimiento, hacer que experimenten la cercanía de los creyentes que se sienten particularmente cerca de todos los que sufren.

Esto lo he visto en África. En Yaundé, Camerún, hay un gran Centro, fundado por el cardenal Léger, canadiense, gran padre del Concilio, donde yo lo conocí. Después del Concilio, en 1968, sintió la necesidad, no sólo de predicar y gobernar, sino también de ser un simple sacerdote para ayudar a los que sufren. Se fue a Camerún y allí fundó ese Centro, que hoy pertenece al Estado, pero en el que trabajan sobre todo eclesiásticos, donde se ve toda la gama de sufrimientos: sida, lepra, todo. Pero también se ve la fuerza de la fe; se ve gente que, motivada por la fuerza de la fe y por el amor que suscita la fe, se pone totalmente a disposición. Así el sufrimiento se transforma y las personas que ayudan quedan transformadas, se hacen más humanas, más cristianas: se experimenta algo del amor de Dios. Por eso, en nuestras dimensiones, también nosotros queremos ser siempre sensibles ante el sufrimiento, ante los que sufren, ante los pobres, ante las personas necesitadas por diversas formas de pobreza, incluso espiritual, que nos esperan, en las que nos espera el Señor. Gracias por todo lo que hacéis.

Según la tradición, el consejo es un don del Espíritu Santo; y un párroco, mucho más un Papa, necesita consejo, necesita que le ayuden a encontrar las decisiones. Por eso, estos consejos pastorales realizan también una obra del Espíritu Santo y atestiguan su presencia en la Iglesia.

Gracias por todo lo que hacéis. Que el Señor os acompañe siempre y os dé la alegría pascual para todo el año. Muchas gracias.

DESPEDIDA

Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro entusiasmo, que me hace pensar en África, donde he visto a tantas personas con la alegría de ser católicas y formar parte de la gran familia de Dios. Gracias porque veo la misma alegría también en vosotros


Abril de 2009



AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sala del Consistorio

Jueves 2 de abril de 2009

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me da una inmensa alegría poder recibiros en esta mañana, Pastores del Pueblo de Dios en Argentina, venidos a Roma con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Mi pensamiento se dirige también a todas las diócesis que representáis y a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, que con abnegación y entusiasmo trabajan por la edificación del Reino de Dios en esa querida Nación.

77 Deseo, en primer lugar, agradecer las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Mons. Alfonso Delgado Evers, Arzobispo de San Juan de Cuyo, quien ha querido reiterar vuestros sentimientos de comunión con el Sucesor de Pedro, reforzando así el vínculo interior que nos une en la fe, en el amor fraterno y en la oración.

2. Como en muchas otras partes del mundo, también en Argentina sentís la urgencia de llevar a cabo una extensa e incisiva acción evangelizadora que, teniendo en cuenta los valores cristianos que han configurado la historia y la cultura de vuestro País, lleve a un renacimiento espiritual y moral de vuestras comunidades, y de toda la sociedad. Os mueve a ello, además, el vigoroso impulso misionero que la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, ha querido suscitar en toda la Iglesia de América Latina (cf. Documento conclusivo, n. 213).

3. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, afirmaba en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi que «evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo» (n.
EN 26). Por tanto, no consiste solamente en transmitir o enseñar una doctrina, sino en anunciar a Cristo, el misterio de su Persona y su amor, porque estamos verdaderamente convencidos de que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él» (Homilía en la Santa Misa de inicio de Pontificado, 24 abril 2005).

Este anuncio nítido y explícito de Cristo como Salvador de los hombres, se inserta en esa búsqueda apasionante de la verdad, la belleza y el bien que caracteriza al ser humano. Teniendo en cuenta, además, que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae DH 1), y que los conocimientos adquiridos por otros o transmitidos por la propia cultura enriquecen al hombre con verdades que por sí solo no podría conseguir, consideramos que «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano» (Discurso al Congreso de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 11 marzo 2006).

4. Todo empeño evangelizador brota de un triple amor: a la Palabra de Dios, a la Iglesia y al mundo. Ya que a través de la Sagrada Escritura, Cristo se nos da a conocer en su Persona, en su vida y en su doctrina, «la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo» (Homilía en la Conclusión de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 26 octubre 2008). Teniendo en cuenta que la Palabra de Dios da siempre fruto abundante (cf. Is 55,10-11 Mt 13,23), y que sólo ella puede cambiar profundamente el corazón del hombre, os animo, queridos Hermanos, a facilitar el acceso de todos los fieles a la Sagrada Escritura (cf. Dei Verbum DV 22 Dei Verbum DV 25) para que, poniendo la Palabra de Dios en el centro de sus vidas, acojan a Cristo como Redentor y su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad (cf. Homilía en la Apertura de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 5 octubre 2008).

Puesto que la Palabra de Dios no se puede comprender separada y al margen de la Iglesia, es necesario fomentar el espíritu de comunión y de fidelidad al Magisterio, especialmente en los que tienen la misión de transmitir íntegro el mensaje del Evangelio. El evangelizador, pues, ha de ser un hijo fiel de la Iglesia y, además, lleno de amor a los hombres, para saber ofrecerles la gran esperanza que llevamos en nuestra alma (cf. 1P 3,15).

5. Se ha de tener siempre muy presente que la primera forma de evangelización es el testimonio de la propia vida (cf. Lumen gentium LG 35). La santidad de vida es un don precioso que podéis ofrecer a vuestras comunidades en el camino de la verdadera renovación de la Iglesia. Hoy más que nunca la santidad es una exigencia de perenne actualidad, ya que el hombre de nuestro tiempo siente necesidad urgente del testimonio claro y atrayente de una vida coherente y ejemplar.

A este respecto, os encomiendo encarecidamente que prestéis una atención especial a los presbíteros, vuestros más cercanos colaboradores. Los retos de la época actual requieren más que nunca sacerdotes virtuosos, llenos de espíritu de oración y sacrificio, con una sólida formación y entregados al servicio de Cristo y de la Iglesia mediante el ejercicio de la caridad. El sacerdote tiene la gran responsabilidad de aparecer ante los fieles irreprochable en su conducta, siguiendo de cerca a Cristo y con el apoyo y aliento de los fieles, sobre todo con su oración, comprensión y afecto espiritual.

6. El anuncio del Evangelio concierne a todos en la Iglesia; también a los fieles laicos, destinados a esta misión gracias al bautismo y la confirmación (cf. Lumen gentium LG 33). Os exhorto, amados Hermanos en el Episcopado, a procurar que los seglares sean cada vez más conscientes de su vocación, como miembros vivos de la Iglesia y auténticos discípulos y misioneros de Cristo en todas las cosas (cf. Gaudium et spes GS 43). Cuántos beneficios cabe esperar, también para la sociedad civil, del resurgir de un laicado maduro, que busque la santidad en sus quehaceres temporales, en plena comunión con sus Pastores, y firme en su vocación apostólica de ser fermento evangélico en el mundo.

7. Encomiendo con especial devoción a la Virgen María, Nuestra Señora de Luján, todos vuestros afanes pastorales, vuestras preocupaciones y personas. A vosotros, a vuestros sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles, imparto, con todo afecto en el Señor, una especial Bendición Apostólica.


AL SR. VÍCTOR MANUEL GRIMALDI CÉSPEDES, EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA

Viernes 3 de abril de 2009



Señor Embajador:

78 Le recibo con gran alegría en este solemne acto, en el que Vuestra Excelencia presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede. Le agradezco las deferentes palabras que me ha dirigido, así como el amable saludo de parte del Doctor Leonel Antonio Fernández Reyna, Presidente de esa noble Nación. Le ruego que tenga la bondad de asegurarle que pido al Señor en mis oraciones por su Gobierno y el amado pueblo dominicano, tan cercano al corazón del Papa.

Vuestra Excelencia viene como Representante de un País de profundas raíces católicas y que, como acaba de señalar, evoca ya en su mismo nombre la adhesión al mensaje cristiano de la mayoría de sus gentes, al aludir a Santo Domingo de Guzmán, preclaro predicador de la Palabra de Dios. Hago votos para que las cordiales relaciones diplomáticas que su Nación mantiene con la Sede Apostólica se estrechen aún más en el porvenir.

Como Vuestra Excelencia ha recordado también, la comunidad católica dominicana se prepara para conmemorar el V centenario de la creación de la Arquidiócesis de Santo Domingo, erigida el 8 de agosto de 1511. Esta efeméride, unida a la Misión continental impulsada por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, está siendo motivo de un renovado dinamismo misionero y evangelizador, que favorecerá la promoción humana de todos los miembros de la sociedad.

La Iglesia, que nunca puede confundirse con la comunidad política, converge con el Estado en el fomento de la dignidad de la persona y en la búsqueda del bien común de la sociedad (cf. Gaudium et spes
GS 76). En este contexto de recíproca autonomía y sana cooperación, se insertan las iniciativas diplomáticas que, en palabras de mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, están al “servicio de la gran causa de la paz, del acercamiento y colaboración entre los pueblos y de un intercambio fructífero para lograr unas relaciones más humanas y más justas” (Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la República Dominicana, 11 octubre 1992, n. 1). Por eso, la Santa Sede tiene en alta consideración la labor que Vuestra Excelencia comienza hoy a desempeñar.

Su País ha ido forjando con el tiempo un rico patrimonio cultural, hondamente inscrito en el alma del pueblo, y en el que destacan significativas tradiciones y costumbres, muchas de las cuales tienen su origen y alimento en la doctrina católica, que promueve en quienes la profesan un anhelo de libertad y de conciencia crítica, de responsabilidad y solidaridad.

Hace ya más de cinco siglos, en el suelo de lo que hoy es la República Dominicana, se celebraba por primera vez la Santa Misa en el Continente americano. A partir de entonces, y gracias a una generosa y abnegada labor de evangelización, la fe en Cristo Jesús fue haciéndose cada vez más viva y operante, de modo que desde la Isla de La Española partieron los misioneros encargados de anunciar la Buena Noticia de la salvación en el Continente. De aquella primera simiente surgió posteriormente, como árbol frondoso, la Iglesia en Latinoamérica, que con el pasar de los años ha ido dando abundantes frutos de santidad, cultura y prosperidad de todos los miembros de la sociedad.

En este sentido, es justo reconocer la aportación de la Iglesia, a través de sus instituciones, en beneficio del progreso de su País, sobre todo en el campo educativo, con las diversas universidades, centros de formación técnica, institutos y escuelas parroquiales; y en el ámbito asistencial, con la atención a los numerosos inmigrantes, a los refugiados, discapacitados, enfermos, ancianos, huérfanos y menesterosos. A este respecto, me complace subrayar la fluida colaboración que hay entre las entidades católicas locales y los organismos del Estado en el desarrollo de programas que, buscando siempre el bien común de la sociedad, favorecen a los más necesitados e impulsan auténticos valores morales y espirituales.

Por otra parte, es de suma importancia que en los significativos cambios políticos y sociales en los que la República Dominicana está inmersa en los últimos tiempos, se implanten y prolonguen aquellos nobles principios que distinguen la rica historia dominicana desde la fundación de su Patria. Me refiero, ante todo, a la defensa y difusión de valores humanos tan básicos como el reconocimiento y la tutela de la dignidad de la persona, el respeto de la vida humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural y la salvaguardia de la institución familiar basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, ya que éstos son elementos insustituibles e irrenunciables del tejido social.

En los últimos tiempos, gracias al trabajo de las diversas instancias de su País, se han ido produciendo notables logros, tanto en el plano social como económico, que permiten auspiciar un futuro más luminoso y sereno. No obstante, queda aún un largo camino por recorrer para asegurar una vida digna a los dominicanos y erradicar las lacras de la pobreza, el narcotráfico, la marginación y la violencia. Así pues, todo aquello que se oriente al fortalecimiento de las instituciones es fundamental para el bienestar de la sociedad, que se apoya en pilares como el cultivo de la honestidad y la transparencia, la independencia jurídica, el cuidado y respeto del medio ambiente y la potenciación de los servicios sociales, asistenciales, sanitarios y educativos de toda la población. Estos pasos deben ir acompañados por una fuerte determinación para erradicar definitivamente la corrupción, que conlleva tanto sufrimiento, sobre todo para los miembros más pobres e indefensos de la sociedad. En la instauración de un clima de verdadera concordia y de búsqueda de respuestas y soluciones eficaces y estables para los problemas más acuciantes, las Autoridades dominicanas encontrarán siempre la mano tendida de la Iglesia, para la construcción de una civilización más libre, pacífica, justa y fraterna.

Señor Embajador, antes de concluir nuestro encuentro, quisiera renovarle mi cercanía espiritual, junto con mis fervientes deseos para que el importante cometido que le ha sido confiado redunde en beneficio de su Nación. Le ruego que se haga intérprete de esta esperanza ante el Señor Presidente y el Gobierno de la República Dominicana. Vuestra Excelencia, su familia y el personal de esa Misión Diplomática podrán contar siempre con la estima, la buena acogida y el apoyo de esta Sede Apostólica en el desempeño de su alta responsabilidad, para la que deseo copiosos frutos. Suplico al Señor, por intercesión de Nuestra Señora de Altagracia y de Santo Domingo de Guzmán, que colme de dones celestiales a todos los hijos e hijas de ese amado País, a los que imparto complacido la Bendición Apostólica.





A UN GRUPO DE JÓVENES ESPAÑOLES VENIDOS A ROMA PARA RECOGER LA CRUZ DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Sala Pablo VI

Lunes 6 de abril de 2009



Queridos amigos:

Es para mí un gran gozo recibir en esta audiencia a un grupo tan numeroso, venido de Madrid y de España para recoger la Cruz de los jóvenes que recorrerá diversas ciudades hasta la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid el año dos mil once. Saludo cordialmente al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, que preside esta peregrinación, al coordinador general de la Jornada, su obispo auxiliar, Monseñor César Augusto Franco Martínez, y a los demás obispos, a los sacerdotes y catequistas que han querido estar aquí. Os saludo con afecto especialmente a vosotros, queridos jóvenes, que, al tomar la cruz, confesáis vuestra fe en Aquel que os ama sin medida, el Señor Jesús, cuyo misterio pascual celebraremos en estos días santos. Como he dicho en otra ocasión, «la fe, a su modo, necesita ver y tocar. El encuentro con la cruz, que se toca y se lleva, se transforma en un encuentro interior con Aquel que en la cruz murió por nosotros. El encuentro con la cruz suscita en lo más íntimo de los jóvenes el recuerdo del Dios que quiso hacerse hombre y sufrir con nosotros» (A los miembros de la Curia romana, 22 diciembre 2008). Me alegra saber que esta cruz que habéis recibido la llevaréis en procesión el Viernes Santo por las calles de Madrid para que sea aclamada y venerada.

Os animo, por tanto, a descubrir en la Cruz la medida infinita del amor de Cristo, y poder decir así, como san Pablo: «vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20). Sí, queridos jóvenes, Cristo se ha entregado por cada uno de vosotros y os ama de modo único y personal. Responded vosotros al amor de Cristo ofreciéndole vuestra vida con amor. De este modo, la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud, cuyos trabajos habéis comenzado con mucha ilusión y entrega, serán recompensados con el fruto que pretenden estas Jornadas: renovar y fortalecer la experiencia del encuentro con Cristo muerto y resucitado por nosotros.

Id tras las huellas de Cristo. Él es vuestra meta, vuestro camino y también vuestro premio. En el lema que he escogido para la Jornada de Madrid, el apóstol Pablo invita a caminar, «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (Col 2,7). La vida es un camino, ciertamente. Pero no es un camino incierto y sin destino fijo, sino que conduce a Cristo, meta de la vida humana y de la historia. Por este camino llegaréis a encontraros con Aquel que, entregando su vida por amor, os abre las puertas de la vida eterna. Os invito, pues, a formaros en la fe que da sentido a vuestra vida y a fortalecer vuestras convicciones, para poder así permanecer firmes en las dificultades de cada día. Os exhorto, además, a que, en el camino hacia Cristo, sepáis atraer a vuestros jóvenes amigos, compañeros de estudio y de trabajo, para que también ellos lo conozcan y lo confiesen como Señor de sus vidas. Para ello, dejad que la fuerza de lo Alto que está dentro de vosotros, el Espíritu Santo, se manifieste con su inmenso atractivo. Los jóvenes de hoy necesitan descubrir la vida nueva que viene de Dios, saciarse de la verdad que tiene su fuente en Cristo muerto y resucitado y que la Iglesia ha recibido como un tesoro para todos los hombres.

82 Queridos jóvenes, este tiempo de preparación a la Jornada de Madrid es una ocasión extraordinaria para experimentar además la gracia de pertenecer a la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Las Jornadas de la Juventud manifiestan el dinamismo de la Iglesia y su eterna juventud. Quien ama a Cristo, ama a la Iglesia con una misma pasión, pues ella nos permite vivir en una relación estrecha con el Señor. Por ello, cultivad las iniciativas que permitan a los jóvenes sentirse miembros de la Iglesia, en plena comunión con sus pastores y con el Sucesor de Pedro. Orad en común, abriendo las puertas de vuestras parroquias, asociaciones y movimientos para que todos puedan sentirse en la Iglesia como en su propia casa, en la que son amados con el mismo amor de Dios. Celebrad y vivid vuestra fe con inmensa alegría, que es el don del Espíritu. Así, vuestros corazones y los de vuestros amigos se prepararán para celebrar la gran fiesta que es la Jornada de la Juventud y todos experimentaremos una nueva epifanía de la juventud de la Iglesia.

En estos días tan hermosos de la Semana Santa, que ayer iniciamos, os aliento a contemplar a Cristo en los misterios de su pasión, muerte y resurrección. En ellos hallaréis lo que supera toda sabiduría y conocimiento, es decir, el amor de Dios manifestado en Cristo. Aprended de Él, que no vino «a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (
Mc 10,45). Éste es el estilo del amor de Cristo, marcado con el signo de la cruz gloriosa, en la que Cristo es exaltado, a la vista de todos, con el corazón abierto, para que el mundo pueda mirar y ver, a través de su perfecta humanidad, el amor que nos salva. La cruz se convierte así en el signo mismo de la vida, pues en ella Cristo vence el pecado y la muerte mediante la total entrega de sí mismo. Por eso, hemos de abrazar y adorar la cruz del Señor, hacerla nuestra, aceptar su peso como el Cireneo para participar en lo único que puede redimir a toda la humanidad (cf. Col 1,24). En el bautismo habéis sido marcados con la cruz de Cristo y le pertenecéis totalmente. Haceos cada vez más dignos ella y jamás os avergoncéis de este signo supremo del amor.

Con esta actitud profundamente cristiana, llevaréis adelante los trabajos de preparación para la Jornada Mundial de la Juventud con éxito y fecundidad, porque, según dice san Pablo, todo lo podemos en Aquel que nos da la fuerza (cf. Ph 4,13). Y en Cristo crucificado se nos ha manifestado la fuerza y la sabiduría de Dios (cf. 1Co 1,14). Dejaos invadir de esta fuerza y sabiduría, comunicadla a los demás y, bajo la protección de la Santísima Virgen María, preparad con dedicación y gozo la Jornada de la Juventud que hará de Madrid un lugar radiante de fe y vida, donde jóvenes de todo el mundo festejen con entusiasmo a Cristo.

Llevad mi afectuoso saludo a vuestras familias y a los amigos y compañeros que no han podido venir hoy, y a los que también bendigo de corazón.

Felices fiestas de Pascua.

Muchas gracias.



VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

Viernes Santo 10 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Al terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39). No deja de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido al desarrollo de las diferentes fases de la crucifixión. Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel Viernes único de la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las breves palabras oídas de labios de un comandante anónimo de la tropa romana resuenan en el silencio ante aquella muerte tan singular. Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel Hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo de Dios», como confesó el centurión «al ver cómo había expirado», en palabras del evangelista.

La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la pasión según san Marcos. También nosotros esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional Vía Crucis, que ha congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha gente de todas partes el mundo. Hemos revivido el episodio trágico de un Hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no abatiendo a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este Hombre, uno de nosotros, que mientras lo están asesinando perdona a sus verdugos, es el «Hijo de Dios» que, como nos recuerda el apóstol Pablo, «no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Ph 2,6-8).


Discursos 2009 74