Discursos 2009 83

83 La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?

Detengámonos esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes.

Hermanos y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo y gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si hemos muerto con Cristo –escribe san Pablo–, creemos que también viviremos con Él» (Rm 6,8). Con esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo, velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen Dolorosa, oremos con todos los adolorados, oremos sobre todo con los afectados por el terremoto de L’Aquila: oremos para que también brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza, la luz del Señor resucitado.

Desde ahora, deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor Resucitado.




A LA FAMILIA FRANCISCANA

Castelgandolfo

Sábado 18 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana:

Con gran alegría os doy la bienvenida a todos vosotros, en este feliz e histórico aniversario que os ha reunido: el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla" de san Francisco por parte del Papa Inocencio III. Han pasado ochocientos años, y esa docena de frailes se ha convertido en una multitud, esparcida por todas las partes del mundo y hoy dignamente representada aquí por vosotros. En los días pasados os habéis dado cita en Asís en lo que habéis querido llamar el "Capítulo de las Esteras", para evocar vuestros orígenes. Y al concluir esa extraordinaria experiencia habéis venido todos juntos al "Señor Papa", como diría vuestro seráfico fundador.

Os saludo a todos con afecto: a los frailes menores de las tres obediencias, encabezados por los respectivos ministros generales, entre los cuales agradezco al padre José Rodríguez Carballo sus amables palabras; a los miembros de la Tercera Orden, con su ministro general; a las religiosas franciscanas y a los miembros de los institutos seculares franciscanos; y, sabiendo que están espiritualmente presentes, a las hermanas clarisas, que constituyen la "Segunda Orden". Me alegra acoger a algunos obispos franciscanos; y en particular saludo al obispo de Asís, monseñor Domenico Sorrentino, que representa a esa Iglesia particular, patria de san Francisco y santa Clara, y espiritualmente de todos los franciscanos. Sabemos cuán importante fue para san Francisco el vínculo con el obispo de Asís de entonces, Guido, que reconoció su carisma y lo apoyó. Fue Guido quien presentó a san Francisco al cardenal Giovanni di San Paolo, el cual después lo llevó a la presencia del Papa favoreciendo la aprobación de la Regla. El carisma y la institución siempre son complementarios para la edificación de la Iglesia.

¿Qué deciros, queridos amigos? Ante todo deseo unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios por todo el camino que os ha hecho realizar, colmándoos de sus beneficios. Y, como Pastor de toda la Iglesia, quiero darle gracias por el precioso don que vosotros mismos sois para todo el pueblo cristiano. Desde el pequeño arroyo que brotó a los pies del monte Subasio, se formó un gran río, que ha dado una contribución notable a la difusión universal del Evangelio. Todo comenzó con la conversión de san Francisco, el cual, a ejemplo de Jesús, "se despojó" (cf. Ph 2,7) y, desposándose con la Señora Pobreza, se convirtió en testigo y heraldo del Padre que está en los cielos.

Al Poverello se le pueden aplicar literalmente algunas expresiones que el apóstol san Pablo refiere a sí mismo y que me complace recordar en este Año paulino: "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí"(Ga 2,19-20). Y también: "En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús" (Ga 6,17). Estos textos de la carta a los Gálatas se aplican literalmente a la figura de san Francisco.

84 San Francisco siguió perfectamente estas huellas de san Pablo, y en verdad puede decir con él: "Para mí vivir es Cristo" (Ph 1,21). Experimenta el poder de la gracia divina y está como muerto y resucitado. Todas las riquezas anteriores, todo motivo de orgullo y seguridad, todo se convierte en una "pérdida" desde el momento del encuentro con Jesús crucificado y resucitado (cf. Ph 3,7-11). Entonces dejarlo todo se convierte en algo casi necesario para expresar la sobreabundancia del don recibido. Este don es tan grande, que requiere un despojamiento total, que en todo caso no basta; merece una vida entera vivida "según la forma del santo Evangelio" (2 Test., 14: Fuentes Franciscanas, 116).

Y aquí llegamos al punto que ocupa seguramente el centro de nuestro encuentro. Yo lo resumiría así: el Evangelio como regla de vida. "La Regla y vida de los frailes menores es esta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo": así escribe san Francisco al principio de la Regla bulada (Rb I, 1: FF, 75). Él se comprendió totalmente a sí mismo a la luz del Evangelio. Esto es lo que fascina de él. Esta es su perenne actualidad. Tomás de Celano refiere que el Poverello "llevaba siempre a Jesús en el corazón. Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos. Jesús presente siempre en todos sus miembros... Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús" (1 Cel., II, 9, 115: FF, 115). Así el Poverello se convirtió en un Evangelio viviente, capaz de atraer a Cristo a hombres y mujeres de todo tiempo, especialmente a los jóvenes, que prefieren la radicalidad a las medias tintas. El obispo de Asís, Guido, y después el Papa Inocencio iii reconocieron en el propósito de san Francisco y de sus compañeros la autenticidad evangélica, y supieron estimular su compromiso también con vistas al bien de la Iglesia universal.

Surge espontáneamente aquí una reflexión. San Francisco habría podido no ir al Papa. En aquella época se estaban formando muchos grupos y movimientos religiosos, y algunos de ellos se contraponían a la Iglesia como institución, o por lo menos no buscaban su aprobación. Seguramente una actitud polémica hacia la jerarquía habría procurado a san Francisco no pocos seguidores. En cambio, él pensó en seguida en poner su camino y el de sus compañeros en las manos del Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro. Este hecho revela su auténtico espíritu eclesial. El pequeño "nosotros" que había comenzado con sus primeros frailes lo concibió desde el inicio dentro del gran "nosotros" de la Iglesia una y universal. Y el Papa reconoció esto y lo apreció.

De hecho, también el Papa, por su parte, habría podido no aprobar el proyecto de vida de san Francisco. Más aún, podemos imaginar que alguno de los colaboradores de Inocencio III le aconsejó en este sentido, quizás precisamente temiendo que aquel grupito de frailes se pareciera a otras asociaciones heréticas y pauperistas de ese tiempo. En cambio, el Romano Pontífice, bien informado por el obispo de Asís y por el cardenal Giovanni di San Paolo, supo discernir la iniciativa del Espíritu Santo y acogió, bendijo y estimuló a la naciente comunidad de los "frailes menores".

Queridos hermanos y hermanas, han pasado ocho siglos y hoy habéis querido renovar el gesto de vuestro fundador. Todos vosotros sois hijos y herederos de aquellos orígenes; de aquella "buena semilla" que fue san Francisco, conformado a su vez al "grano de trigo" que es el Señor Jesús, muerto y resucitado para dar mucho fruto (cf. Jn 12,24). Los santos vuelven a proponer la fecundidad de Cristo. Como san Francisco y santa Clara de Asís, también vosotros esforzaos por seguir siempre esta misma lógica: perder la propia vida a causa de Jesús y del Evangelio, para salvarla y hacerla fecunda en frutos abundantes.

Mientras alabáis y dais gracias al Señor, que os ha llamado a formar parte de una "familia" tan grande y hermosa, permaneced en escucha de lo que el Espíritu le dice hoy, en cada uno de sus componentes, para seguir anunciando con pasión el reino de Dios, tras las huellas del seráfico padre. Que todo hermano y toda hermana conserve siempre un alma contemplativa, sencilla y alegre: volved a partir siempre de Cristo, como san Francisco partió de la mirada del Crucifijo de San Damián y del encuentro con el leproso, para ver el rostro de Cristo en los hermanos que sufren y llevar a todos su paz. Sed testigos de la "belleza" de Dios, que san Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación, y que le hizo exclamar dirigiéndose al Altísimo: "¡Tú eres belleza!" (Alabanzas de Dios altísimo, 4.6: FF, 261).

Queridos hermanos y hermanas, la última palabra que quiero dejaros es la misma que Jesús resucitado entregó a sus discípulos: "¡Id!" (cf. Mt 28,19 Mc 16,15). Id y seguid "reparando la casa" del Señor Jesucristo, su Iglesia. En los días pasados, el terremoto que asoló los Abruzos dañó gravemente muchas iglesias, y vosotros, los de Asís, sabéis muy bien lo que esto significa. Pero hay otra "ruina" mucho más grave: la de las personas y las comunidades. Como san Francisco, comenzad siempre por vosotros mismos. Nosotros somos la primera casa que Dios quiere restaurar. Si sois siempre capaces de renovaros en el espíritu del Evangelio, seguiréis ayudando a los pastores de la Iglesia a hacer cada vez más hermoso su rostro de esposa de Cristo. Esto es lo que el Papa, hoy como en los orígenes, espera de vosotros.

¡Gracias por haber venido! Ahora id y llevad a todos la paz y el amor de Cristo Jesús Salvador. Que María Inmaculada, "Virgen hecha Iglesia" (cf. Saludo a la Bienaventurada Virgen María, 1: FF, 259), os acompañe siempre. Y os sostenga también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, y a toda la familia franciscana.

(Al final, el Santo Padre habló en inglés, español y polaco)

Me complace saludar de modo especial a los ministros generales reunidos, juntamente con los sacerdotes, las hermanas y los hermanos de la familia franciscana de todo el mundo, presentes en esta audiencia. Al celebrar el octavo centenario de la aprobación de la Regla de san Francisco, rezo para que por intercesión del Poverello los franciscanos de todas partes sigan entregándose totalmente al servicio de los demás, en especial de los pobres. Que el Señor os bendiga en vuestros apostolados y otorgue a vuestras comunidades abundantes vocaciones.

Saludo con afecto a los queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana, provenientes de los países de lengua española. En esta significativa conmemoración, os animo a enamoraros cada vez más de Cristo para que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, conforméis vuestra vida al Evangelio del Señor y deis ante el mundo un testimonio generoso de caridad, pobreza y humildad. Que Dios os bendiga.

85 Dirijo un cordial saludo a la familia franciscana polaca. Abrazo a los padres, a los hermanos, a las hermanas franciscanas y clarisas, a las demás congregaciones que se fundan en la espiritualidad de san Francisco, así como a los terciarios y las terciarias. En el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla", juntamente con vosotros doy gracias a Dios por todo el bien que la Orden ha aportado a la vida y al desarrollo de la Iglesia. Os agradezco en particular el compromiso misionero en los diversos continentes. A ejemplo de vuestro fundador, perseverad en el amor a Cristo pobre y llevad la alegría evangélica a todos los hombres. Os sostenga la bendición de Dios.


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

Sala de los Papas

Jueves 23 de abril de 2009



Señor cardenal;
excelencia;
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Me alegra acogeros una vez más al término de vuestra asamblea plenaria anual. Agradezco al señor cardenal William Levada sus palabras de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión durante vuestra reunión. Os habéis reunido nuevamente para profundizar un tema muy importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que no sólo concierne a la teología, sino también a la Iglesia misma, pues la vida y la misión de la Iglesia se fundan necesariamente en la Palabra de Dios, la cual es alma de la teología y, al mismo tiempo, inspiradora de toda la vida cristiana. Además, el tema que habéis afrontado responde a una preocupación que llevo dentro de mi corazón, ya que la interpretación de la Sagrada Escritura es de importancia capital para la fe cristiana y para la vida de la Iglesia.

Como usted, señor presidente, ya ha recordado, en la encíclica Providentissimus Deus el Papa León XIII ofrecía a los exegetas católicos nuevos estímulos y nuevas directrices en el tema de la inspiración, la verdad y la hermenéutica bíblica. Más tarde Pío XII en su encíclica Divino afflante Spiritu recogía y completaba las enseñanzas anteriores, exhortando a los exegetas católicos a llegar a soluciones que estuvieran en pleno acuerdo con la doctrina de la Iglesia, teniendo debidamente en cuenta las aportaciones positivas de los nuevos métodos de interpretación desarrollados hasta entonces.

El vivo impulso que dieron estos dos Pontífices a los estudios bíblicos, como usted ha dicho también, encontró plena confirmación y fue ulteriormente desarrollado en el concilio Vaticano II, de modo que toda la Iglesia se ha beneficiado y sigue beneficiándose. En particular, la constitución conciliar Dei Verbum sigue iluminando hoy la obra de los exegetas católicos, invitando a pastores y fieles a alimentarse más asiduamente en la mesa de la Palabra de Dios. Al respecto, el Concilio recuerda ante todo que Dios es el Autor de la Sagrada Escritura: "La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece fue puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia" (Dei Verbum DV 11). Dado que todo lo que afirman los autores inspirados o hagiógrafos debe considerarse afirmado por el Espíritu Santo, Autor invisible y trascendente, en consecuencia se debe declarar que "los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación" (ib.).

Del planteamiento correcto del concepto de inspiración divina y verdad de la Sagrada Escritura derivan algunas normas que atañen directamente a su interpretación. La misma constitución Dei Verbum, tras haber afirmado que Dios es el autor de la Biblia, nos recuerda que en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera humana. Y esta sinergia divino-humana es muy importante. Dios habla realmente para los hombres de modo humano. Por tanto, para una recta interpretación de la Sagrada Escritura es necesario investigar con atención qué quisieron afirmar verdaderamente los hagiógrafos y qué quiso manifestar Dios mediante palabras humanas. "La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres" (ib., DV 13).

Estas indicaciones, muy necesarias para una correcta interpretación de carácter histórico-literario como primera dimensión de toda exégesis, requieren además un nexo con las premisas de la doctrina sobre la inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura. En efecto, dado que la Escritura está inspirada, hay un principio supremo de recta interpretación sin el cual los escritos sagrados quedarían como letra muerta, sólo del pasado: "La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita" (ib., DV 12).

86 Al respecto, el concilio Vaticano II indica tres criterios siempre válidos para una interpretación de la Sagrada Escritura conforme al Espíritu que la inspiró. Ante todo es necesario prestar gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura: sólo en su unidad es Escritura. En efecto, aunque los libros que la componen sean diferentes, la Sagrada Escritura es una en virtud de la unidad del plan de Dios, cuyo centro y corazón es Cristo Jesús (cf. Lc 24,25-27 Lc 24,44-46). En segundo lugar es preciso leer la Escritura en el contexto de la tradición viva de toda la Iglesia. Según un dicho de Orígenes, "Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta", es decir, "la Sagrada Escritura está escrita en el corazón de la Iglesia antes que en instrumentos materiales". En efecto, la Iglesia lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo quien le da la interpretación de ella según su sentido espiritual (cf. Orígenes, Homiliae in Leviticum, 5, 5). Como tercer criterio es necesario prestar atención a la analogía de la fe, es decir, a la cohesión de las verdades de fe entre sí y con el plan conjunto de la Revelación y la plenitud de la economía divina contenida en ella.

Los investigadores que estudian con diferentes métodos la Sagrada Escritura tienen la tarea de contribuir, según los principios mencionados, a la comprensión más profunda y a la exposición del sentido de la Sagrada Escritura. El estudio científico de los textos sagrados es importante, pero por sí sólo no es suficiente, pues sólo respetaría la dimensión humana. Para respetar la coherencia de la fe de la Iglesia, el exegeta católico debe estar atento a percibir la Palabra de Dios en esos textos, dentro de la misma fe de la Iglesia. Si falta este imprescindible punto de referencia, la investigación exegética quedaría incompleta, perdiendo de vista su finalidad principal, con el peligro de reducirse a una lectura meramente literaria, en la que el verdadero Autor, Dios, ya no aparece. Además, la interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un esfuerzo científico individual, sino que siempre debe confrontarse, integrarse y autenticarse por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para precisar la relación correcta y recíproca entre exégesis y magisterio de la Iglesia.

El exegeta católico no se siente sólo miembro de la comunidad científica, sino también y sobre todo miembro de la comunidad de los creyentes de todos los tiempos. En realidad, estos textos no han sido entregados sólo a los investigadores o a la comunidad científica "para satisfacer su curiosidad y o para ofrecerles temas de estudio y de investigación" (Divino afflante Spiritu: Enchiridion Biblicum 566). Los textos inspirados por Dios han sido encomendados en primer lugar a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la vida de fe y para guiar la vida de caridad. El respeto de esta finalidad condiciona la validez y la eficacia de la hermenéutica bíblica. La encíclica Providentissimus Deus recordó esta verdad fundamental y observó que, en vez de obstaculizar la investigación científica, el respeto de este dato favorece su auténtico progreso. Una hermenéutica de la fe corresponde más a la realidad de este texto que una hermenéutica racionalista, que no conoce a Dios.

Ser fieles a la Iglesia significa, de hecho, insertarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la guía del Magisterio, ha reconocido los escritos canónicos como Palabra dirigida por Dios a su pueblo y nunca ha dejado de meditarlos y de descubrir sus inagotables riquezas. El concilio Vaticano II lo reafirmó con gran claridad: "Todo lo que concierne a la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios" (Dei Verbum DV 12). Como nos recuerda la citada constitución dogmática, existe una unidad inseparable entre Sagrada Escritura y Tradición, pues ambas proceden de una misma fuente: "La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Sagrada Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que estos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Por eso se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción y reverencia" (Dei Verbum DV 9).

Como sabemos, la frase "con el mismo espíritu de devoción y reverencia" —pari pietatis affectu ac reverentia— fue creada por san Basilio, y después fue recogida por el Decreto de Graciano, a través del cual entró en el concilio de Trento y después en el Vaticano II. Expresa precisamente esta inter-penetración entre Escritura y Tradición. Sólo el contexto eclesial permite que la Sagrada Escritura se entienda como auténtica Palabra de Dios, que se convierte en guía, norma y regla para la vida de la Iglesia y el crecimiento espiritual de los creyentes. Esto, como ya he dicho, de ninguna manera impide una interpretación seria, científica, pero además abre el acceso a las dimensiones ulteriores de Cristo, inaccesibles a un análisis sólo literario, que es incapaz de acoger en sí el sentido global que a lo largo de los siglos ha guiado a la Tradición de todo el pueblo de Dios.

Queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, deseo concluir mi discurso manifestándoos a todos mi agradecimiento personal y mi aliento. Os doy las gracias cordialmente por el arduo trabajo que realizáis al servicio de la Palabra de Dios y de la Iglesia, mediante la investigación, la enseñanza y la publicación de vuestros estudios. A esto añado mi estímulo para el camino que todavía queda por recorrer. En un mundo en el que la investigación científica asume una importancia cada vez mayor en numerosos campos, es indispensable que la ciencia exegética se sitúe en un nivel adecuado. Es uno de los aspectos de la inculturación de la fe que forma parte de la misión de la Iglesia, en sintonía con la acogida del misterio de la Encarnación.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor Jesucristo, Verbo de Dios encarnado y divino Maestro que abrió el espíritu de sus discípulos a la comprensión de las Escrituras (cf. Lc 24,45), os guíe y os sostenga en vuestras reflexiones. Que la Virgen María, modelo de docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, os enseñe a acoger cada vez mejor la riqueza inagotable de la Sagrada Escritura, no sólo a través de la investigación intelectual, sino también en vuestra vida de creyentes, para que vuestro trabajo y vuestra actividad puedan contribuir a que brille cada vez más ante los fieles la luz de la Sagrada Escritura. Al mismo tiempo que os aseguro el apoyo de mi oración en vuestro empeño, os imparto de corazón, como prenda de los favores divinos, la bendición apostólica.



A UN GRUPO DE PROFESORES DE RELIGIÓN EN ESCUELAS ITALIANAS

Sala Pablo VI

Sábado 25 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Para mí es un verdadero placer encontrarme con vosotros y compartir algunas reflexiones sobre vuestra importante presencia en el panorama escolar y cultural italiano, así como en el seno de la comunidad cristiana. Saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, a quien doy las gracias por las corteses palabras que me ha dirigido, presentándome esta numerosa y viva asamblea. Asimismo dirijo un saludo cordial a todas las autoridades presentes.

87 La enseñanza de la religión católica forma parte de la historia de la escuela en Italia, y el profesor de religión constituye una figura muy importante en el claustro de profesores. Es significativo que numerosos muchachos se mantengan en contacto con él también después de los cursos. Además, el elevadísimo número de quienes escogen esta materia es signo del valor insustituible que reviste en el itinerario de formación y un índice de los altos niveles de calidad que ha alcanzado.

En un mensaje reciente, la presidencia de la Conferencia episcopal italiana ha afirmado que "la enseñanza de la religión católica favorece la reflexión sobre el sentido profundo de la existencia, ayudando a encontrar, más allá de los múltiples conocimientos, un sentido unitario y una intuición global. Esto es posible porque esa enseñanza pone en el centro a la persona humana y su inviolable dignidad, dejándose iluminar por la experiencia única de Jesús de Nazaret, cuya identidad trata de investigar, pues desde hace dos mil años no deja de interrogar a los hombres".

Poner en el centro al hombre creado a imagen de Dios (cf.
Gn 1,27) es, de hecho, lo que caracteriza diariamente vuestro trabajo, en unidad de objetivos con los demás educadores y profesores. Con motivo de la Asamblea eclesial de Verona, en octubre de 2006, yo mismo abordé la "cuestión fundamental y decisiva" de la educación, indicando la exigencia de "ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca" (Discurso del 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 9). En efecto, la dimensión religiosa, es intrínseca al hecho cultural, contribuye a la formación global de la persona y permite transformar el conocimiento en sabiduría de vida.

Vuestro servicio, queridos amigos, se sitúa precisamente en este fundamental cruce de caminos, en el que —sin invasiones impropias y sin confusión de papeles— se encuentran la búsqueda universal de la verdad y el testimonio bimilenario que dan los creyentes a la luz de la fe, así como las extraordinarias cumbres del conocimiento y del arte, conquistadas por el espíritu humano y la fecundidad del mensaje cristiano, tan arraigado en la cultura y la vida del pueblo italiano.

Con la plena y reconocida dignidad escolar de vuestra enseñanza, contribuís, por una parte, a dar un alma a la escuela y, por otra, a asegurar a la fe cristiana plena ciudadanía en los lugares de la educación y de la cultura en general. Así pues, gracias a la enseñanza de la religión católica, la escuela y la sociedad se enriquecen con verdaderos laboratorios de cultura y de humanidad, en los cuales, descifrando la aportación significativa del cristianismo, se capacita a la persona para descubrir el bien y para crecer en la responsabilidad; para buscar el intercambio, afinar el sentido crítico y aprovechar los dones del pasado a fin de comprender mejor el presente y proyectarse conscientemente hacia el futuro.

La cita de hoy se enmarca también en el contexto del Año paulino. El Apóstol de los gentiles sigue ejerciendo una gran fascinación en todos nosotros: en él reconocemos al discípulo humilde y fiel, al valiente heraldo, al genial mediador de la Revelación. Os invito a aspirar a estas características para alimentar vuestra identidad de educadores y de testigos en el mundo de la escuela. San Pablo, en la primera carta a los Tesalonicenses (1Th 4,9), define a los creyentes con la hermosa expresión qeod|daktoi, es decir, "instruidos por Dios", que tienen a Dios por maestro. En esta palabra encontramos el secreto de la educación, como recuerda también san Agustín: "Nosotros, los que hablamos, y vosotros,los que escucháis, reconozcámonos como fieles discípulos de un único Maestro" (Serm. 23, 2).

Además, en la enseñanza paulina, la formación religiosa no está separada de la formación humana. Las últimas cartas de su epistolario, las que se llaman "pastorales", están llenas de significativas referencias a la vida social y civil que los discípulos de Cristo deben tener muy en cuenta. San Pablo es un verdadero "maestro" que se preocupa tanto de la salvación de la persona educada en una mentalidad de fe, como de su formación humana y civil, para que el discípulo de Cristo pueda desarrollar plenamente una personalidad libre, una vivencia humana "completa y bien preparada", que se manifiesta también en una atención por la cultura, la profesionalidad y la competencia en los diferentes campos del saber para beneficio de todos.

Por tanto, la dimensión religiosa no es una superestructura, sino que forma parte de la persona, ya desde la infancia; es apertura fundamental a los demás y al misterio que preside toda relación y todo encuentro entre los seres humanos. La dimensión religiosa hace al hombre más hombre. Que vuestra enseñanza, sea siempre capaz, como la de san Pablo, de abrir a vuestros alumnos a esta dimensión de libertad y de pleno aprecio del hombre redimido por Cristo tal como está en el proyecto de Dios, poniendo así en práctica una verdadera caridad intelectual con numerosos muchachos y con sus familias.

Ciertamente uno de los aspectos principales de vuestra labor de enseñanza es la comunicación de la verdad y de la belleza de la Palabra de Dios, y el conocimiento de la Biblia es un elemento esencial del programa de enseñanza de la religión católica. Hay un vínculo que une la enseñanza de la religión en la escuela y la profundización existencial de la fe, como sucede en las parroquias y en las diferentes realidades eclesiales. Ese vínculo está constituido por la persona misma del profesor de religión católica; además de vuestro deber de contar con la competencia humana, cultural y pedagógica propia de todo maestro, tenéis la vocación de dejar traslucir que el Dios del que habláis en las aulas de clase constituye la referencia esencial de vuestra vida. Vuestra presencia, lejos de ser una interferencia o una limitación de la libertad, es un valioso ejemplo del espíritu positivo de laicidad que permite promover una convivencia civil constructiva, fundada en el respeto recíproco y en el diálogo leal, valores que un país siempre necesita.

Como sugieren las palabras del apóstol san Pablo, que conforman el título de vuestra cita, os deseo a todos que el Señor os dé la alegría de no avergonzaros nunca de su Evangelio, la gracia de vivirlo y el anhelo de compartir y cultivar la novedad que brota de él para la vida del mundo. Con estos sentimientos, os bendigo a vosotros, a vuestras familias, así como a todos los estudiantes y profesores con quienes os encontráis cada día en esa comunidad de personas y de vida que es la escuela.

Discursos 2009 83